I
INTRODUCCIÓN
El proceso del advenimiento de la primera República española es muy interesante y nos explica muchas de las dificultades con que tropezó en su actuación y su fracaso definitivo. Al mediar el siglo XIX había en España poquísimos republicanos, y la Monarquía de Isabel II parecía arraigada hondamente en la conciencia del país. La tradición monárquica, quince veces secular, se concentraba entonces en la augusta señora, por haberse extinguido completamente la guerra civil y pasar por entonces la línea de D. Carlos por un período de decaimiento, que se acentúa más adelante con la fracasada intentona de la Rápita y con las andanzas aventureras de D. Juan de Borbón.
La crisis de la Monarquía se inicia con la revolución de 1854. El largo y enérgico gobierno del partido moderado había permitido una tranquilidad casi desconocida en España, al amparo de la cual la Nación realizó, en todos los órdenes, un notable progreso, pero llevó consigo el desgaste de la Monarquía, ocasionado por la mayor asistencia del Monarca al gobierno, que requieren estos períodos excepcionales. Sobrevino el despecho de los personajes de la rama más avanzada del partido liberal, que, al verse por tanto tiempo alejados del poder, acudieron para alcanzarlo a medios que caían fuera de la ley, buscando, sobre todo, el apoyo de los generales que en este tiempo, acostumbrados a hacer pesar su espada en la política y a obtener por medio de “pronunciamientos” (desdichada palabra que hemos tenido el triste privilegio de imponer en los diccionarios de varias lenguas europeas) mayores ventajas que en el ejercicio de su profesión, perturbaban a cada paso la marcha normal de la vida española. La idea republicana parece que fue extendida por la masonería—cuya fuerza efectiva en el siglo XIX no conviene exagerar, pero es imposible desconocer—, en cuyas logias figuraban muchos militares y aun algunos prohombres del partido moderado. La masonería proponía la República como el fin al cual debían tender sus adeptos, si bien consentía en que el régimen monárquico se conservase todavía por un tiempo más o menos largo.
A la extensión de estas ideas contribuía la tibieza y falta de base ideológica del monarquismo que profesaban la mayor parte de los gobernantes de la era isabelina. Los dos grandes talentos políticos del siglo, Balmes y Castelar, coinciden en que el partido moderado (y lo mismo se podía decir del progresista) no se basaba en ninguna afirmación, sino en dos negaciones: miedo a la República y miedo a la Monarquía absoluta. La escisión carlista había privado al trono de Isabel II del apoyo de los monárquicos doctrinales, y si bien no faltaron ciertamente en torno de la Reina rasgos de caballeresca lealtad, eran promovidos más bien por adhesión a la persona que por apego a la institución. La política de este tiempo estuvo, como nunca, entregada a las ambiciones personales, y un mero resentimiento o una aspiración no satisfecha bastaban para que se tirasen por la borda ideales defendidos ayer. Ya hemos indicado la parte principal que juega entonces el ejército, desde la guerra de la Independencia, acostumbrado a ser, no el brazo armado del país, sino algo que se sobrepone a las actividades todas del país mismo, como única fuerza que, por contar con alguna organización y alguna interior disciplina, había de prevalecer. El pronunciamiento de 1820, funestísimo por tantos aspectos, lo fué principalmente porque enseñó a los militares un fácil camino para llegar rápidamente a los más altos honores y a las apoteosis populares, al alcance de capacidades muy mediocres. Los políticos prostituyeron a cada paso el poder civil, fomentando este espíritu cuando convenía a sus intereses.
Desde aquella tarde de julio de 1854 en que el coche real tuvo que huir del Prado a todo galope, España, que no había sabido encontrar una forma de gobierno conforme a su constitución interna, pasa por un espacio de catorce años de revolución latente, en una inquietud que la hace vacilar entre periodos en que la demagogia se entroniza en el mismo Consejo de ministros y reacciones dictatoriales más o menos disimuladas y durísimas represiones. En frente de este sistema, representado últimamente por Narváez y por González Bravo, se colocan diferentes sectores de la opinión española. Los elementos intelectuales y universitarios, que no eran ya, desde mucho tiempo antes, la culminación del pensamiento nacional, sino que profesaban en su mayor parte la doctrina krausista, absolutamente antitética con el carácter español y que, en la cátedra y en la prensa, hacían una campaña más o menos franca contra la Monarquía; los militares, ansiosos de gobernar y a quienes se les hacía muy largo el apartamiento del poder, conspiraban contra la que les había cubierto de honores y a la cual habían jurado fidelidad innumerables veces; los hombres públicos que no habían podido democratizar a la Monarquía tanto como quisieran e inventaron la frase de «obstáculos tradicionales», para indicar que todo legítimo progreso se estrellaba contra la tendencia de la persona que encarnaba el poder moderador. Aun políticos de ideología muy conservadora habían dado en la costumbre de considerar responsable de todo a la única persona constitucionalmente irresponsable, y rasgaban sus vestiduras ante supuestas infracciones de la Constitución, que ellos habían roto o desconocido cuando bien les venía.
El pueblo, en las ciudades de alguna importancia, y sobre todo en los escasos centros fabriles con que contaba España en aquel tiempo, había perdido en los últimos cincuenta años la fe religiosa y el fervor monárquico y era juguete de agitadores que le deslumbraban con el espejuelo de una república igualitaria que acabaría con todos los males sociales, y aun de un comunismo ingenuo y brutal. Pero todavía la gran masa de la población española era tradicionalmente monárquica y estaba acostumbrada al respeto de aquella señora tan generosa, que había sido su ídolo, y en la cual se encarnaban las virtudes y los defectos de la raza Hispánica; princesa cuya buena intención excedía, ciertamente, a su capacidad, pero que poseía maravillosamente el sentido de honda democracia que nuestro pueblo gusta de ver hermanado, en los grandes señores, con la magnificencia y la liberalidad. Para desacreditar a la Reina se emprendió una campaña de insidias y de calumnias que, aprovechando indudables ligerezas de la regia víctima y la ceguera increíble de su camarilla, fomentaba su desprestigio vertiendo especies nunca probadas, pero que se extendían por todas partes. Nada más canalla que la conducta que observaron entonces algunas personas de las más allegadas al Regio Alcázar.
El año de 1868 (caída de Isabel II) transcurrió en un ambiente de derrotismo. Todo el mundo esperaba la revolución. La revolución vino porque un pequeño grupo de hombres audaces supo aprovecharse del desconcierto general y de la depresión de un ambiente en el cual estaban en crisis los viejos ideales. Los que dieron el impulso procedían de las esferas más elevadas de la sociedad. Un infante de España, el Duque de Montpensier, empujado por esa especie de fatalidad histórica que lleva a los Orleáns a socavar los cimientos de la Casa de Borbón, de la cual la suya procede; dos generales, Prim y Serrano, quienes habían recibido de Isabel II la grandeza de España, y un marino, Topete, caso singularísimo de hombre de derechas, al cual una serie de diversas circunstancias convirtieron en revolucionario, y que pasó por el espantoso martirio de presenciar las consecuencias de lo que él mismo, inconscientemente, había desencadenado. Estos personajes que tan tenazmente fomentaban en el pueblo el descrédito de la Monarquía, cometieron el contrasentido de permanecer monárquicos para conservar, bajo esta forma de gobierno, su prestigio social, pero con un Rey que fuese, como hijo de la revolución, juguete en manos de sus directores. Aquellos revolucionarios insinceros pasaron e hicieron pasar a España por la vergüenza de ver rechazada la corona de Carlos V por los príncipes a quienes era ofrecida con instancias poco conformes con la dignidad española.
Al cabo, y después de dos gestiones infructuosas, se encontró en la Casa de Saboya, entonces no demasiado escrupulosa en cuanto a los medios de su encumbramiento, un príncipe capaz de reinar en esas condiciones. Cuando en la Asamblea Constituyente, en la sesión de 3 de noviembre de 1870 se dio cuenta de la aceptación de D. Amadeo, Castelar, en un discurso que señala el punto máximo de su elocuencia maravillosa, hizo ver lo ficticio de aquella realeza forjada, no por el fervor de la victoria ni por un gran movimiento nacional, sino en una fría votación parlamentaria dirigida por los que habían aventado la tradición monárquica, y eran tan excelentes para derribar tronos como incapaces para reconstruirlos.
El reinado del príncipe italiano no fué sino una carrera de humillaciones, como lo es siempre el de los desventurados príncipes que las revoluciones mantienen cuando no se atreven a ser republicanas. Los partidos quieren que el Rey, que todo lo debe a la revolución, sea su esclavo sumiso, y no se avienen ni aun a que ejercite libremente los menguados derechos que la Constitución le otorga. Fatigado por las constantes intrigas de esta baja y repulsiva política, desamparado por los únicos que podían ser leales a un trono y a los cuales ni pudo ni supo atraerse, Amadeo de Saboya se acordó al cabo de que descendía de una de las casas de más vieja tradición caballeresca de toda Europa. Tuvo un gesto de gran señor y arrojó la corona en medio de aquellas Cortes, incapaces de ningún ideal elevado, que no gobernaban ni dejaban gobernar.
El 11 febrero de 1873 se leyó ante los cuerpos legisladores, reunidos en Asamblea Nacional, el mensaje de abdicación del Rey que habían traído los hombres del 68. La República parecía inminente; el ambiente republicano se había extendido mucho con la campaña de desprestigio emprendida contra la vieja Monarquía, y eran innumerables, entre la masa neutra, los que ya no se espantaban de que se ensayase el único régimen que aún no había fracasado en la inquietud constante del siglo XIX. «Con Femando Vll -dijo en aquellos momentos Castelar-murió la monarquía tradicional; con la fuga de Dª. Isabel murió la monarquía parlamentaria, y con la renuncia de D. Amadeo ha muerto la monarquía democrática; pero estas monarquías han muerto por sí mismas. Nadie trae la República; la traen todas las circunstancias». Era una prueba más de una ley histórica de implacable exactitud. La que afirma que las revoluciones siguen siempre un rumbo muy diverso y a veces contrario del que le quisieron marcar sus iniciadores, que tienen que contentarse con presenciar cómo otros elementos, generalmente antagónicos a su ideología, recogen el fruto de su esfuerzo. No era posible volver otra vez a peregrinar por toda Europa en busca de un Rey, ni los remordimientos de conciencia permitían aún volver la vista a la familia traicionada.
La República era la única salida que quedaba a los hombres de septiembre, que no dirigían ya la revolución, sino que eran arrastrados por el mismo impulso que habían desencadenado pocos años antes. Se trataba de un ensayo que a todo el mundo inspiraba curiosidad e interés...
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