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Tema: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su final

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    I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su final

    LA REPÚBLICA DE 1873

    por el Marqués de Lozoya

    "No cabe fracaso más rotundo que el de este desdichado ensayo de régimen republicano en España (*). No acertó a resolver un solo problema de los que el Estado español tenía pendientes, y creó otros nuevos y gravísimos, como el cantonalismo y los intentos comunistas en el campo. El desastre de la Hacienda y la ruina de la economía española habían demostrado que la República, aun cuando no requiere la magnificencia de una corte, es la más cara de las formas de gobierno, porque el desorden es siempre más costoso que el lujo. Los elementos universitarios que tanta parte habían tenido en la revolución, se dieron cuenta de que la intrusión de la política en la Universidad no había producido otro efecto que paralizar la labor docente e investigadora. La guerra civil quedaba pujante como nunca.

    El fracaso fué tan completo, tan definitivo, que no hay una persona de recto sentir que haya podido añorar nunca aquellos meses en que cada día traía consigo un pavoroso conflicto. Se ha llamado, con notoria injusticia, gloriosa a la Revolución de septiembre (1868), pero ningún historiador solvente se atreverá a aplicar a la primera República española ningún calificativo encomiástico. La pintura más terrible de lo que fué aquel tiempo está en los libros y en los discursos de políticos republicanos: Castelar, Pí y Margall, Roque Barcia, Pérez Galdós. Este período, tan breve, afortunadamente, señala el punto de máxima depresión en la Historia de España.

    La prueba más evidente de este fracaso fué el desaliento de los republicanos. Uno de los más exaltados, D. José M. Orense, había dicho que, ante la experiencia efectuada, no quedaba otro camino a los republicanos de buena fe que el suicidio. Ninguno siguió, afortunadamente, este consejo, sino que casi todos fueron pasándose a la Monarquía. Y los que siguieron llamándose tales no pudieron prescindir de cierto oculto temor a la República, que hacía ineficaces sus esfuerzos.

    Este miedo a la República en los mismos republicanos
    es uno de los fenómenos más curiosos de la política de la restauración". (...)



    (*) El autor, Juan de Contreras, Marqués de Lozoya (1893-1978), escribe en 1931, cuando los peores excesos de la aun más nefasta II República estaban aun por llegar a su apogeo
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

    I

    INTRODUCCIÓN

    El proceso del advenimiento de la primera República española es muy interesante y nos explica muchas de las dificultades con que tropezó en su actuación y su fracaso definitivo. Al mediar el siglo XIX había en España poquísimos republicanos, y la Monarquía de Isabel II parecía arraigada hondamente en la conciencia del país. La tradición monárquica, quince veces secular, se concentraba entonces en la augusta señora, por haberse extinguido completamente la guerra civil y pasar por entonces la línea de D. Carlos por un período de decaimiento, que se acentúa más adelante con la fracasada intentona de la Rápita y con las andanzas aventureras de D. Juan de Borbón.

    La crisis de la Monarquía se inicia con la revolución de 1854. El largo y enérgico gobierno del partido moderado había permitido una tranquilidad casi desconocida en España, al amparo de la cual la Nación realizó, en todos los órdenes, un notable progreso, pero llevó consigo el desgaste de la Monarquía, ocasionado por la mayor asistencia del Monarca al gobierno, que requieren estos períodos excepcionales. Sobrevino el despecho de los personajes de la rama más avanzada del partido liberal, que, al verse por tanto tiempo alejados del poder, acudieron para alcanzarlo a medios que caían fuera de la ley, buscando, sobre todo, el apoyo de los generales que en este tiempo, acostumbrados a hacer pesar su espada en la política y a obtener por medio de “pronunciamientos” (desdichada palabra que hemos tenido el triste privilegio de imponer en los diccionarios de varias lenguas europeas) mayores ventajas que en el ejercicio de su profesión, perturbaban a cada paso la marcha normal de la vida española. La idea republicana parece que fue extendida por la masonería—cuya fuerza efectiva en el siglo XIX no conviene exagerar, pero es imposible desconocer—, en cuyas logias figuraban muchos militares y aun algunos prohombres del partido moderado. La masonería proponía la República como el fin al cual debían tender sus adeptos, si bien consentía en que el régimen monárquico se conservase todavía por un tiempo más o menos largo.

    A la extensión de estas ideas contribuía la tibieza y falta de base ideológica del monarquismo que profesaban la mayor parte de los gobernantes de la era isabelina. Los dos grandes talentos políticos del siglo, Balmes y Castelar, coinciden en que el partido moderado (y lo mismo se podía decir del progresista) no se basaba en ninguna afirmación, sino en dos negaciones: miedo a la República y miedo a la Monarquía absoluta. La escisión carlista había privado al trono de Isabel II del apoyo de los monárquicos doctrinales, y si bien no faltaron ciertamente en torno de la Reina rasgos de caballeresca lealtad, eran promovidos más bien por adhesión a la persona que por apego a la institución. La política de este tiempo estuvo, como nunca, entregada a las ambiciones personales, y un mero resentimiento o una aspiración no satisfecha bastaban para que se tirasen por la borda ideales defendidos ayer. Ya hemos indicado la parte principal que juega entonces el ejército, desde la guerra de la Independencia, acostumbrado a ser, no el brazo armado del país, sino algo que se sobrepone a las actividades todas del país mismo, como única fuerza que, por contar con alguna organización y alguna interior disciplina, había de prevalecer. El pronunciamiento de 1820, funestísimo por tantos aspectos, lo fué principalmente porque enseñó a los militares un fácil camino para llegar rápidamente a los más altos honores y a las apoteosis populares, al alcance de capacidades muy mediocres. Los políticos prostituyeron a cada paso el poder civil, fomentando este espíritu cuando convenía a sus intereses.

    Desde aquella tarde de julio de 1854 en que el coche real tuvo que huir del Prado a todo galope, España, que no había sabido encontrar una forma de gobierno conforme a su constitución interna, pasa por un espacio de catorce años de revolución latente, en una inquietud que la hace vacilar entre periodos en que la demagogia se entroniza en el mismo Consejo de ministros y reacciones dictatoriales más o menos disimuladas y durísimas represiones. En frente de este sistema, representado últimamente por Narváez y por González Bravo, se colocan diferentes sectores de la opinión española. Los elementos intelectuales y universitarios, que no eran ya, desde mucho tiempo antes, la culminación del pensamiento nacional, sino que profesaban en su mayor parte la doctrina krausista, absolutamente antitética con el carácter español y que, en la cátedra y en la prensa, hacían una campaña más o menos franca contra la Monarquía; los militares, ansiosos de gobernar y a quienes se les hacía muy largo el apartamiento del poder, conspiraban contra la que les había cubierto de honores y a la cual habían jurado fidelidad innumerables veces; los hombres públicos que no habían podido democratizar a la Monarquía tanto como quisieran e inventaron la frase de «obstáculos tradicionales», para indicar que todo legítimo progreso se estrellaba contra la tendencia de la persona que encarnaba el poder moderador. Aun políticos de ideología muy conservadora habían dado en la costumbre de considerar responsable de todo a la única persona constitucionalmente irresponsable, y rasgaban sus vestiduras ante supuestas infracciones de la Constitución, que ellos habían roto o desconocido cuando bien les venía.

    El pueblo, en las ciudades de alguna importancia, y sobre todo en los escasos centros fabriles con que contaba España en aquel tiempo, había perdido en los últimos cincuenta años la fe religiosa y el fervor monárquico y era juguete de agitadores que le deslumbraban con el espejuelo de una república igualitaria que acabaría con todos los males sociales, y aun de un comunismo ingenuo y brutal. Pero todavía la gran masa de la población española era tradicionalmente monárquica y estaba acostumbrada al respeto de aquella señora tan generosa, que había sido su ídolo, y en la cual se encarnaban las virtudes y los defectos de la raza Hispánica; princesa cuya buena intención excedía, ciertamente, a su capacidad, pero que poseía maravillosamente el sentido de honda democracia que nuestro pueblo gusta de ver hermanado, en los grandes señores, con la magnificencia y la liberalidad. Para desacreditar a la Reina se emprendió una campaña de insidias y de calumnias que, aprovechando indudables ligerezas de la regia víctima y la ceguera increíble de su camarilla, fomentaba su desprestigio vertiendo especies nunca probadas, pero que se extendían por todas partes. Nada más canalla que la conducta que observaron entonces algunas personas de las más allegadas al Regio Alcázar.

    El año de 1868 (caída de Isabel II) transcurrió en un ambiente de derrotismo. Todo el mundo esperaba la revolución. La revolución vino porque un pequeño grupo de hombres audaces supo aprovecharse del desconcierto general y de la depresión de un ambiente en el cual estaban en crisis los viejos ideales. Los que dieron el impulso procedían de las esferas más elevadas de la sociedad. Un infante de España, el Duque de Montpensier, empujado por esa especie de fatalidad histórica que lleva a los Orleáns a socavar los cimientos de la Casa de Borbón, de la cual la suya procede; dos generales, Prim y Serrano, quienes habían recibido de Isabel II la grandeza de España, y un marino, Topete, caso singularísimo de hombre de derechas, al cual una serie de diversas circunstancias convirtieron en revolucionario, y que pasó por el espantoso martirio de presenciar las consecuencias de lo que él mismo, inconscientemente, había desencadenado. Estos personajes que tan tenazmente fomentaban en el pueblo el descrédito de la Monarquía, cometieron el contrasentido de permanecer monárquicos para conservar, bajo esta forma de gobierno, su prestigio social, pero con un Rey que fuese, como hijo de la revolución, juguete en manos de sus directores. Aquellos revolucionarios insinceros pasaron e hicieron pasar a España por la vergüenza de ver rechazada la corona de Carlos V por los príncipes a quienes era ofrecida con instancias poco conformes con la dignidad española.

    Al cabo, y después de dos gestiones infructuosas, se encontró en la Casa de Saboya, entonces no demasiado escrupulosa en cuanto a los medios de su encumbramiento, un príncipe capaz de reinar en esas condiciones. Cuando en la Asamblea Constituyente, en la sesión de 3 de noviembre de 1870 se dio cuenta de la aceptación de D. Amadeo, Castelar, en un discurso que señala el punto máximo de su elocuencia maravillosa, hizo ver lo ficticio de aquella realeza forjada, no por el fervor de la victoria ni por un gran movimiento nacional, sino en una fría votación parlamentaria dirigida por los que habían aventado la tradición monárquica, y eran tan excelentes para derribar tronos como incapaces para reconstruirlos.

    El reinado del príncipe italiano no fué sino una carrera de humillaciones, como lo es siempre el de los desventurados príncipes que las revoluciones mantienen cuando no se atreven a ser republicanas. Los partidos quieren que el Rey, que todo lo debe a la revolución, sea su esclavo sumiso, y no se avienen ni aun a que ejercite libremente los menguados derechos que la Constitución le otorga. Fatigado por las constantes intrigas de esta baja y repulsiva política, desamparado por los únicos que podían ser leales a un trono y a los cuales ni pudo ni supo atraerse, Amadeo de Saboya se acordó al cabo de que descendía de una de las casas de más vieja tradición caballeresca de toda Europa. Tuvo un gesto de gran señor y arrojó la corona en medio de aquellas Cortes, incapaces de ningún ideal elevado, que no gobernaban ni dejaban gobernar.

    El 11 febrero de 1873 se leyó ante los cuerpos legisladores, reunidos en Asamblea Nacional, el mensaje de abdicación del Rey que habían traído los hombres del 68. La República parecía inminente; el ambiente republicano se había extendido mucho con la campaña de desprestigio emprendida contra la vieja Monarquía, y eran innumerables, entre la masa neutra, los que ya no se espantaban de que se ensayase el único régimen que aún no había fracasado en la inquietud constante del siglo XIX. «Con Femando Vll -dijo en aquellos momentos Castelar-murió la monarquía tradicional; con la fuga de Dª. Isabel murió la monarquía parlamentaria, y con la renuncia de D. Amadeo ha muerto la monarquía democrática; pero estas monarquías han muerto por sí mismas. Nadie trae la República; la traen todas las circunstancias». Era una prueba más de una ley histórica de implacable exactitud. La que afirma que las revoluciones siguen siempre un rumbo muy diverso y a veces contrario del que le quisieron marcar sus iniciadores, que tienen que contentarse con presenciar cómo otros elementos, generalmente antagónicos a su ideología, recogen el fruto de su esfuerzo. No era posible volver otra vez a peregrinar por toda Europa en busca de un Rey, ni los remordimientos de conciencia permitían aún volver la vista a la familia traicionada.

    La República era la única salida que quedaba a los hombres de septiembre, que no dirigían ya la revolución, sino que eran arrastrados por el mismo impulso que habían desencadenado pocos años antes. Se trataba de un ensayo que a todo el mundo inspiraba curiosidad e interés...
    Última edición por ALACRAN; 16/10/2022 a las 20:03
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  3. #3
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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

    II

    La República española nació de una enorme ilegalidad. Claro es que ningún cambio de régimen se ha hecho, generalmente, por vías legales, ya que ninguna constitución contiene ni puede contener el medio de sustituir la institución que es su eje central.

    Pero en aquel caso singularísimo de una Monarquía que cesa en sus funciones sin haber sido arrojada por un movimiento explícito de opinión, parece que era indispensable la consulta al sentir nacional. Esto era lo lógico y lo honrado. Cuando se hundió el trono de Luis Felipe en 1848, se formó, por de pronto, un gobierno provisional y Lamartine, republicano, declaró que “nadie tenía derecho para imponer la República a la Francia”; en España lo impidió el dogmatismo republicano de algunos grupos políticos. Los cuerpos legisladores, ilegalmente reunidos en uno solo, y en los cuales la mayoría había sido elegida por electores monárquicos, proclamaron la República por una mayoría exigua con respecto al número total de miembros de ambas cámaras, y designaron por votación a su primer Presidente, D. Estanislao Figueras, y un ministerio del cual formaban parte cuatro de los ministros que acababan de ser consejeros de D. Amadeo de Saboya, y un personaje, el general Córdoba, cuyas convicciones se habían amoldado a las de todos los partidos que habían gobernado a España a lo largo del siglo.

    Uno de los fenómenos más curiosos de aquella situación fue precisamente la actitud de los monárquicos de ayer que tan fácilmente acataron a la República, aspirando a gobernar con ella. La característica de sus jefes era la de una inextinguible sed de mando. Esta sed de poder les habia llevado a hacer la revolución contra Isabel II que, a su juicio, les mantenía apartados por un tiempo demasiado largo, y cuando fué preciso acabar con la interinidad, les indujo a elegir un Rey que fuera hechura suya. Ahora, con su acatamiento a la República, hacían un esfuerzo desesperado para seguir gobernando, ya que no concebían que se pudiese vivir lejos del banco azul y de sus aledaños. Pero estos pobres hombres a quienes se llamaba «resellados», se movían entre el odio de los monárquicos leales y el desprecio de los republicanos. Habían gustado, en septiembre del 68, la embriaguez de la popularidad; tenían necesidad de esta aureola y se encontraban con que, tan poco tiempo después de su triunfo, eran más impopulares que los mismos isabelinos. «En septiembre del 68—escribía un joven valenciano, republicano ardiente a la sazón y luego título del reino y ministro de la Monarquía—llevábamos en hombros a los libertadores de España; en octubre del 69, esos mismos hombres han manchado nuestra frente con la saliva de su desprecio y han arrojado a nuestros pies el reto de su cinismo». Los pobres «resellados» llegaron a las últimas bajezas para reconquistar algún prestigio en el ambiente republicano de 1873. D. Nicolás María Rivero, que al felicitar a D. Amadeo como Presidente del Congreso el día de año nuevo había empleado las más cortesanas y rendidas frases de acatamiento, el 23 de abril confesó suplicante ante las Cortes sus intentos de traición al mismo monarca. «Yo preparaba de mucho tiempo a esta parte—dijo—el advenimiento de la República, convencido como estaba de la imposibilidad de sostener el trono de D. Amadeo. Los radicales estábamos de acuerdo sobre la solución republicana». Esta confesión no produjo sino un gesto de asco en todos aquellos, cualesquiera fuesen sus ideas, para los cuales la caballerosidad no era todavía una palabra vacía de sentido.

    La confusión comenzó el mismo día de la proclamación de la República. Puede decirse que solamente la recibieron con sincera alegría los que esperaban que no fuese sino el comienzo de un derrumbamiento completo del orden social. Para los demás, las perplejidades y los desengaños se iniciaron en el mismo punto en que se hicieron con las responsabilidades del Poder. Habían traído la República hombres de la ideología más opuesta. En la oposición habían sabido unirse, pero en el triunfo se encontraron con que Ios separaban irreductibles diferencias. ¿La República había de ser unitaria o federal? ¿Conservadora o socialista?

    Al poco tiempo cada grupo combatía a sus aliados de ayer con más saña que había combatido a la Monarquía. Para el primer gobierno republicano comenzó pronto su calle de la amargura. Quería gobernar y había roto, con una larga campaña de intrigas y difamaciones, los resortes de la autoridad. La cuestión social revistió caracteres agudísimos y comenzaron los incendios y los asesinatos en varios puntos de la Península. Surgió imponente un problema nuevo: el cantonalismo. No significaba esta palabra el resucitar la constitución federal que se había mantenido en la Península después de la concreción de sus realezas en la Corona de España, sino algo impreciso y anárquico motivado por la ambición de pequeñas oligarquías locales que aspiraban a convertir cada ciudad en un estado casi independiente, sin que hubiese precedido ningún estudio sobre la coordinación de estos gobiernos para una soberanía común. Es la tendencia ibérica a la disgregación, manifestada a lo largo de toda la historia peninsular, y que hace que sea en España tan peligroso el debilitar el prestigio del Poder público. Así, la Diputación de Barcelona obraba como cabeza de un Estado independiente, y varias ciudades se disgregaron del poder central.

    En la primera lucha que tuvo lugar en las Cortes se ventilaba una cuestión de gran trascendencia. Los «resellados», monárquicos de ayer, querían conservar su influencia, y para ello les importaba el que se mantuviese la Asamblea Nacional, en que contaban con mayoría. Los republicanos de verdad, cuya tradición arrancaba, a lo menos, del 64, y que habían sido perseguidos duramente por los mismos que ahora querían participar del botín republicano, exigían la disolución de la Asamblea. Pocas veces han convivido en una Cámara gentes que tanto se odiasen. Los ex monárquicos, los federales, los unitarios, se espiaban, se denunciaban y se agredían. Once batallones de las milicias, a las cuales, no sin sarcasmo, llamaban todavía monárquicas, se sublevaron en la Plaza de Toros (23 de abril). La intervención de lo que se llamaba el pueblo, y no era sino una parte del populacho de Madrid, embriagado de vino y de desorden, acabó definitivamente con la influencia política de los nuevos republicanos, personajes acomodaticios, odiados de todos, incapaces de sacrificarse por un ideal. Mañé y Flaquer escribió el epitafio de este grupo, muerto sin gloria, como había vivido, en estas palabras: «Usando su lenguaje de paganos nos alejaríamos de su cadáver diciendo: séales la tierra ligera; pero como se hundieron en un lodazal, ese piadoso deseo podría parecer un sarcasmo. Lo más cristiano es desearles un benévolo olvido en este mundo y una gran misericordia en el otro». Así se juzgaba a los hombres que habían traído la República, y a los cuales su propia criatura había devorado.

    Comienza el gobierno de los republicanos de verdad, que aspiraban a realizar un sistema en el cual había de encontrarse el remedio de todos los males de España. Sería curioso hacer una síntesis de las promesas que se habían hecho al pueblo en artículos de periódicos y en conferencias de carácter revolucionario. Los oradores levantaban ovaciones interminables anunciando la abolición de las quintas, la rebaja de los impuestos mediante una honrada administración. Aun la guerra civil acabaría con el advenimiento de «la Niña»; pues los carlistas, ante el gobierno arcádico que implantaría, rendirían las armas, conmovidos. Los republicanos del 73 creían en la eficacia mágica de la República, como los diputados de 1812 en el poder taumatúrgico de su Constitución.

    Puestos frente a frente a la realidad nacional, se encontraron con que se hallaban profundamente divididos en dos grupos que tenían de la futura Constitución de España concepciones aún más antagónicas que lo que puedan ser entre sí las de República y Monarquía. Unos querían que toda España fuese un Estado homogéneo; otros imaginaban a la España futura como una federación de diversos Estados. Y entre tanto la guerra civil, encendida ya al advenimiento de la República en las montañas del Norte, tomaba proporciones aterradoras. En 1873, cuando muchos municipios habían enarbolado la bandera roja; cuando se creía inminente la repetición en España de los horrores de la Commune francesa, fueron muchas las personas que, sin tener tradición carlista, pensaban, según la expresión del canónigo Manterola, que había que elegir entre D. Carlos o el petróleo, y que el triunfo de la bandera carlista era la única esperanza de continuar, en un orden estable, la Historia de España. El núcleo de las fuerzas carlistas estaba en el país vasco, en Navarra, en la alta Cataluña y en el Maestrazgo, por todos aquellos parajes de la Península en que la naturaleza del terreno permite que se pueda resguardar fácilmente un grupo de hombres, en la Mancha, en Galicia, en Extremadura, en las Castillas, en Levante, se echaban al campo partidas para hacer la guerra de guerrillas, por el viejísimo sistema, tan español, que habían empleado ya los soldados de Viriato, y que había asombrado a Europa en la guerra de la Independencia. No podían obtener un triunfo definitivo, pero exasperaban a los gobiernos, intranquilizaban el país y suspendían la vida normal en comarcas a veces muy extensas.

    El día 7 de junio se reunieron las primeras Cortes de origen republicano, y en este mismo día fué proclamada la República democrática federal. Los elementos avanzados de toda España recibieron la noticia con inmenso júbilo, aunque solamente don Francisco Pi y Margall y algunos personajes de su cenáculo sabían exactamente lo que quería decir aquel adjetivo aplicado a la República; para el pueblo, federalismo: el sistema político más avanzado, en el cual podía cada cual hacer lo que quisiera, incluso apoderarse de los bienes del prójimo. El 11 quedó constituido el primer ministerio de este carácter, bajo la presidencia de Pi y Margall, pero entonces se tuvo noticias de un incidente curiosísimo: D. Estanislao Figueras, el primer Presidente de la República, sin decir nada a nadie tomó el tren un buen día y traspuso la frontera. El desconcierto fué indescriptible cuando se supo la deserción pintoresca del primer magistrado de la Nación. En 30 del mismo mes, D. Francisco Pi y Margall obtenía la dictadura. No puede llamarse de otro modo un gobierno que se hacía conceder la plenitud del poder personal con la ley siguiente:

    «Articulo 1.º En atención al estado de guerra civil en que se encuentran algunas provincias, principalmente las vascongadas, la de Navarra y las de Cataluña, el gobierno de la República podrá tomar, desde luego, todas las medidas extraordinarias que exijan las necesidades de la guerra y puedan contribuir al pronto restablecimiento de la paz.

    «Art. 2.º El gobierno dará después cuenta a las Cortes del uso que haga de las facultades que por esta ley se le conceden

    Un artículo adicional concretaba estas atribuciones exclusivamente al gobierno presidido por D. Francisco Pi y Margall. Pocos gobiernos se han abrogado poderes tan absolutos. El mismo Pi y Margall dirigía poco después la famosa Circular a los gobernadores, en la cual se les autorizaba a suspender los periódicos que atacasen al régimen republicano, a practicar registros domiciliarios, a imponer contribuciones de guerra, a destituir ayuntamientos y aun a sustituirlos por delegaciones gubernativas cuando no se encontrase en una población personal adicto suficiente. Se ha dicho ahora que esta Circular estaba redactada conforme a la Constitución. No hay constitución ni ley de garantía que autorice a suplantar a los ayuntamientos en la forma en que lo hacía Pi y Margall, ni a imponer libremente contribuciones de guerra a los ciudadanos.

    Pero era inútil que, en el papel, el gobierno se hiciese conceder toda suerte de poderes, si la masa social no prestaba a sus disposiciones el acatamiento que daba tan fácilmente a un decreto promulgado en nombre de Fernando VII o de Isabel II. El proceso de disgregación, que en España se inicia siempre que flaquea el Poder público, llegó a un extremo no conocido en la Historia. No se trataba ya de las aspiraciones autonomistas, en este tiempo muy imprecisas, de las regiones que sentían latir (todavía los alientos de una antigua nacionalidad, ni del plan sistemático de Estados federados que constituía el ideal de algunos republicanos, obsesionados por el ejemplo de los Estados Unidos, sino de la desmembración desconcertada y atómica, la rebeldía de cada ciudad en que surgía un personaje o un grupo que deseaba crearse un ambiente propicio al desarrollo de sus ambiciones personales. Nada más trágico ni más bufo que la insurrección cantonalista, con sus gobiernos grotescos y sus ministerios de opereta, sus diminutas guerras civiles y hasta sus pujos imperialistas, que degeneraban en verdadero bandidaje. En Málaga se proclama el cantón bajo la presidencia del diputado D. Francisco Solier; pero otro personaje, D. Eduardo Carvajal, a la cabeza de su grupo, quiere apoderarse del mando y origina una serie de colisiones en el diminuto estado malagueño. Los cantonales de Sevilla intentan someter a otras poblaciones y son rechazados por los vecinos de Utrera. Esto representaba un retroceso de cuatro siglos. España se deshacía entre sublevaciones cantonales, partidas carlistas, brotes de comunismo. Exactamente cuatrocientos años antes, en 1473, escribía Hernando del Pulgar al Obispo de Coria, después de describirle las luchas entre los bandos de caballeros que arruinaban las ciudades en los últimos años de Enrique IV: «Trabajan asaz por asolar toda aquella tierra..., y creo que salgan con ello, según la priesa que se dan. No hay más Castilla, si no, más guerras habría».

    Los hechos del cantón de Cartagena merecen párrafo aparte, aun en un resumen tan breve como éste. La revolución cantonalista estalló en aquella plaza fuerte por una imprevisión tan notoria del gobierno, que fué tenida por algunos como indicio de complicidad, y su iniciación se debió al mismo gobernador Altadill. Los cantonales se apoderaron fácilmente de la mejor plaza fuerte de España, artillada con 533 piezas, y en cuyo puerto estaba anclado casi toda la escuadra española: las fragatas blindadas Numancia, Vitoria, Tetuán y Méndez Núñez; las de madera Almansa y Ferrolana y algunos vapores. Los marineros, haciendo causa común con los sublevados, expulsaron a los oficiales y quedaron dueños de los barcos. El Gobernador militar, Guzmán, pudo salir de la plaza con algunos soldados leales, en tanto que el resto de la tropa fraternizaba con los revoltosos.

    Ante la continua repetición de desastres, cada uno de los cuales hubiera bastado para desacreditar a un gobierno, las Cámaras se enfrentaron con la política de Pi y Margall. Como hemos dicho se le acusó entonces de estar en connivencia con los cantonales. Esto no está probado, pero su singular ideología política le llevaba a una bochornosa lenidad con los que no hacían sino llevar torpemente a la práctica lo que creían el programa del mismo Presidente de la República.

    Ante la actitud de las Cámaras y la división del ministerio, Pi y Margall tuvo que dimitir (18 de julio) de un cargo que había ocupado solamente una veintena de días, y fué elegido para sustituirle en la magistratura suprema D. Nicolás Salmerón.

    En sus seis meses de vida, la República española había conocido tres Presidentes y seis ministerios. (...)


    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 16/10/2022 a las 22:56
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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

    III

    Ningún jefe del gobierno se ha hecho jamás cargo del Poder en circunstancias tan espantosas. En Andalucía y Levante no solamente se extendía cada vez más el cantonalismo, sino que eran frecuentes los focos de insurrección de avanzado carácter social. Desde mucho antes (1842) se hablaba de intentos comunistas en el Sur de España. Después de la Revolución de septiembre, el comunismo se extendió considerablemente por la debilidad de los gobiernos, y sobre todo por el ejemplo de la Commune de París (del 18 de marzo al 28 de mayo de 1870), que fué entonces (…) ideal de los elementos avanzados y alarma y estimulo de los de orden. El reparto de los bienes, concebido de la manera más primitiva, como una simple subversión de propietarios, la satisfacción de venganzas personales, era el ideal que alentaba a buena parte del pueblo descristianizado de los centros fabriles y de algunos núcleos rurales.

    La página más terrible de la Historia de la Revolución española es sin duda la algarada de Alcoy, que estuvo algunos días en poder de elementos que tomaban el nombre de federales, vinculado entonces a la extrema izquierda, pero que eran más avanzados aún en el orden social que en el político. Los sediciosos se apoderaron del Ayuntamiento, donde estaba el alcalde Albors, uno de los más honrados y consecuentes republicanos, con algunos concejales y 19 números de la Guardia Civil. El populacho los fué arrojando por el balcón a la plaza. El alcalde fué arrastrado por las calles, y con su cadáver se cometieron las más repugnantes profanaciones. Las turbas pasearon también en una pica la cabeza del capitán de la Guardia Civil. Varios funcionarios fueron asesinados, y uno de ellos, vivo todavía, fué rociado con petróleo, al cual se prendió fuego. Ardieron aquel día el Ayuntamiento y más de 20 edificios. En Málaga, en Montilla y en otros puntos de Andalucía se cometieron también verdaderos horrores.

    Para combatir a los carlistas, dueños de casi todo el Norte, y que obtenían continuos triunfos (entrada de D. Carlos en España, toma de Estella y de Igualada, establecimiento de la línea del Ebro), para someter a los cantonales y a los comunistas, el gobierno tenía como obstáculo principal la espantosa indisciplina del ejército. Los soldados y las clases de tropa, a quienes tantas veces se les había llevado a sublevarse contra los poderes constituidos, apenas si obedecían ya a los mismos oficiales.

    Pocos días después de proclamada la República, en el mismo mes de febrero de 1873, la guarnición de Barcelona se declaró en completa indisciplina. He aquí cómo describen la situación testigos presenciales: «Al no interrumpido grito de «¡Viva la República Federal!», los soldados arrojaban los roses, agitando los fusiles, vueltas al aire las culatas. Acercábanse a voces a algunos de los oficiales que por allí había, mustios, cabizbajos, a quienes les decían: —Grite usted ¡Viva la Federal! El pobre jefe a quien se presentaban con tal exigencia no tenía más remedio que obedecer; y si a aquella desenfrenada soldadesca el grito del oficial le parecía débil, le obligaban a repetirlo, haciéndole al propio tiempo volar el ros por los aires con indescriptible algazara, en que tomaba parte el populacho. Ya los soldados no salieron de la plaza en formación. Muchos de ellos iban a la desbandada, vueltas al aire las culatas, con gorros frigios, con gorras catalanas; quién tenía el ros en la punta de la bayoneta; quién llevaba pegado a él uno de los papeles que se vendían por las calles, induciendo al ejército a la insubordinación. Se veían grupos de soldados que andaban abrazados con gente del pueblo; otros, completamente bebidos, iban dando tumbos por las calles... Después de aquel día, la mayor parte de los soldados pasaban la noche fuera del cuartel; las órdenes de los jefes, las señales de las cornetas no eran obedecidas por nadie. Los jefes tenían que sufrir toda clase de humillaciones, y no faltó alguno que se vio abofeteado en un sitio público por un inferior.

    Es verdad que los batallones se quedaban sin tener quien los mandase. Ningún soldado quería salir a la campaña; y si a fuerza de excitaciones y de discursos, acompañándoles voluntarios federales y hasta algún diputado provincial, se lograba al fin organizar alguna brigada, a lo mejor aquella gente se echaba en mitad de una carretera, teniendo el jefe que cargarse de paciencia hasta tanto que los soldados tuviesen a bien proseguir el viaje. En muchas ocasiones, si el jefe iba montado, le daba a alguno por gritar: «-Nosotros vamos a pie y el jefe a caballo. ¿Qué igualdad es ésta? jQue baje! Y luego toda la brigada repetía a coro: —¡Que baje, que baje! No había más que obedecer; y después se oía: —IQue baile, que baile». Este famoso grito ¡Que baile! acogía, en muchos regimientos, la presencia de un oficial.

    El juicio más duro de la situación del ejército lo hizo el mismo Castelar, siendo Presidente del Consejo de Ministros, en la sesión del 8 de septiembre: «Pues qué, ¿es posible, señores diputados, consentir por más tiempo que los convoyes se extravíen y se pierdan, que los oficiales y los jefes, sobre los cuales debe caer con más rigor la ordenanza, porque tienen mayor responsabilidad; se puede consentir, repito, que los convoyes no adelanten, que los oficiales y jefes retrocedan, que dejen abandonados sus regimientos, que se grite por los soldados «¡abajo las estrellas y los galones!», que se entreguen los fusiles a los carlistas, que se deprede y se saquee por los mismos elementos destinados a la seguridad individual, que en muchas regiones de España no haya tranquilidad ninguna, prefieran la facción a las tropas del gobierno, que Cabrinety muera porque un corneta mande más que él en sus batallones; ¿se puede tolerar que esto suceda mucho tiempo sin que crean en el mundo, como van creyendo, que la sociedad española ha vuelto al estado primitivo, al estado salvaje, y que sólo ha proclamado la República para darse un barniz de civilización, conservando en el fondo de sus entrañas todos los gérmenes de la barbarie?»

    A tal estado había quedado reducido el ejército que, pocos años antes, era un modelo de valor y de disciplina, tenido en la más alta estima por los técnicos extranjeros; que había tomado parte en empresas de resonancia mundial (recordaremos la intervención en Italia, en Portugal, en Méjico y la guerra de África, que podrán discutirse desde diversos puntos de vista, pero que demostraron la eficacia admirable del ejército español). En cuanto a la gloriosa Marina, que pocos años antes había puesto tan alto en el Pacifico el pabellón nacional, estaba en su mayor parte en Cartagena entregada a los desmanes de la marinería sublevada.

    La persecución religiosa tuvo en los primeros meses de la República caracteres de extraordinaria intensidad; los gobiernos no extremaron en sus leyes el sentido anticlerical, que en los últimos ministerios de Amadeo había llegado ya al último límite; pero aquellos elementos de disturbio que en tantas ciudades se habían acogido bajo la bandera federal, encontraron ocasión propicia para saciar sus antiguos odios, contando muchas veces con la complacencia de las autoridades locales y con la lenidad del ministerio. El 30 de marzo de este año de 1873 se dio la señal para el asalto de iglesias en Barcelona, y muchas sufrieron espantosas profanaciones. En una de ellas los asaltantes osaron cubrir con el gorro frigio la augusta cabeza de Jesucristo crucificado, y algunas quedaron convertidas en bailes públicos. En diversas poblaciones de Cataluña se daba caza a los sacerdotes, de los cuales algunos fueron asesinados. «En aquella época—dice una relación contemporánea—, para tener derecho de vida y de muerte sobre los demás ciudadanos, bastaba hacerse con un fusil y echarse un gorro frigio. El soló título de federal bastaba para que uno o más individuos pudiesen allanar la morada de un ciudadano, apoderarse de su persona, meterlo en la cárcel, hacerle asesinar por las turbas, denunciándolo de carlista, y hasta fusilarlo sin que mediara un simulacro siquiera de proceso.» (…)

    El comunismo, con una ideología simplista, se extendía, sobre todo, por Andalucía y Extremadura. Se podría hacer una larga relación de pueblos en que un reparto social, concebido de la manera más pintoresca y arbitraria, se iniciaba por una serie de saqueos y de robos. En los grandes centros fabriles, en que el gobierno disponía de fuerzas suficientes, no se llegó a tanto en vías de hecho, pero entre los obreros se extendían los mismos conceptos que habían formado el confuso y radical ideario de la Commune francesa: Anticlericalismo y antimilitarismo; abolición de la propiedad privada y de toda autoridad. En Barcelona difundía estos ideales un periódico llamado El Condenado, entusiasta de la Commune, y en cuyo tercer número se insertaba un artículo en el cual se establecía que la libertad es incompatible con la propiedad privada y con cualquier género de gobierno. Ideas absurdas, pero de facilísimo arraigo en las clases trabajadoras. En una de las reuniones que se celebraron por entonces en Barcelona (29 de marzo de 1873), uno de los oradores hizo esta afirmación: que la República Federal no era sino el camino para la República comunista.

    Esta era la situación de España cuando, en 18 de julio, es elegido Presidente de la República D. Nicolás Salmerón, hombre de talento y de cultura reconocidos —aunque no extraordinarios— y de notoria probidad, que era de aquellos republicanos cuyo ideario político, que en el fondo se reducía a una cuestión religiosa, se caracterizaba por un fanatismo republicano que tendía a ver en la República —unitaria, según el patrón francés del 92—, no un medio, como lo son todas las formas de gobierno, sino un ideal en sí misma. Uno de los primeros actos de su gobierno señala el punto más bajo a que haya nunca llegado nuestra Patria en ningún momento de su Historia. Un decreto firmado por Salmerón y por Oreiro, ministro de Marina, declaraba piratas a los buques de la gloriosa escuadra española que, sublevados ahora en el Mediterráneo, constituían un gravísimo peligro para las poblaciones de la costa, y autorizaba a las potencias extranjeras para apresarlos. A este decreto contestó la Junta de Salvación Pública de Cartagena declarando traidores a la Patria al Presidente de la República y a sus ministros. Pocos días después, la fragata alemana Federico Carlos apresaba al vapor Vigilante.

    El cantón de Cartagena, refugio de los oradores de plazuela de toda España, y en el cual dominaban el populacho, los soldados y los marineros, embriagados por la profusión de una oratoria absurda, estuvo a punto de declarar la guerra al victorioso Imperio alemán. En la fortísima plaza mediterránea, el general Contreras había formado un gobierno de opereta, que se abrogaba la representación de la España federal (27 de julio de 1873). Al día siguiente salió del puerto la escuadra sublevada. No hay en las gestas navales de ningún país nada tan pintoresco como aquella correría marítima. La Almansa y la Vitoria, vigiladas por la fragata alemana Federico Carlos y la goleta inglesa Pigeon, llegaron a Almería, que fué bombardeada por negarse a satisfacer una contribución de guerra.

    En Motril lograron los federales obtener algún dinero, pero el comandante de la Federico Carlos, dueño de la situación, no consintió que continuase aquella razzia grotesca, y obligó a Contreras a encerrarse con sus buques en Cartagena. Poco después se situó ante esta plaza una escuadra inglesa, y a sus conminaciones tuvieron que someterse nuestros marinos. Así arrastraba la honra de España aquella escuadra que se había sublevado en septiembre del 68 al grito de «¡España con honra!».

    En Cartagena se entusiasmaba la gente ante la idea de una guerra contra Alemania, y para vengar las afrentas recibidas salieron del puerto las fragatas Numancia y Méndez Núñez. Suerte fué que embarrancaron por la impericia de los que las gobernaban. La Almansa y la Vitoria quedaron por algún tiempo en poder de la escuadra inglesa.

    En general, la República española fué más desordenada que cruel; pero en Cartagena se manifestaron conjuntamente las dos cualidades. Roque Barcia, exaltado republicano, una de las personas que más influyeron en el cantón cartagenero, hizo algunos meses más tarde (16 de enero de 1874) una descripción espantable del pequeño estado levantino. Allí nadie daba cuentas y los caciques disponían de los fondos incautados con el mayor desenfado, pero un pobre raterillo fué ejecutado por haber robado un pañuelo que valía cuatro pesetas. Los consejos de guerra prodigaban las sentencias de muerte; «se hablaba de fusilar, escribe Barcia, como puede un creyente hablar de la Gloria» ; y pareciendo esto poco, corrió por las calles de la ciudad una manifestación con bandera negra pidiendo se aplicase con mayor rigor la pena de muerte. Hubo personas que permanecieron en las cárceles meses enteros sin que se les tomase declaración; hubo «homicidios alevosos», «asesinatos increíbles». «Aquí hemos hablado mucho de república, de federación, de cantonalismo, de humanidad, de historia, de la tierra y del cielo; pero es el caso que ha reinado una tiranía más violenta que las más violenta opresión».

    No se limitaron los cantonales a brillantes empresas marítimas. Una expedición militar, salida de Cartagena, saqueaba Orihuela y otras poblaciones. Martínez Campos tuvo que bombardear a Valencia—fué la segunda vez que, desde la Revolución, sufría la bella capital levantina los horrores del bombardeo—, que se había proclamado en cantón independiente. El general Pavía consiguió deshacer, no sin sangrientos combates, el cantón de Sevilla, y rindió, sin disparar un tiro, el de Granada. Dirigióse luego contra el cantón de Málaga, que era de los más radicales y levantiscos. Y, cosa singular, parece que aquella situación favorecía extraordinariamente los intereses de algunos opulentos malagueños, que se valían de ella para hacer un inmenso contrabando, y sus intrigas cerca del gobierno central consiguieron detener la marcha de Pavía, que hubo, después de pintorescos incidentes, de retirarse a Córdoba…

    (continúa)
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    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

    IV

    Nunca se ha dado en la Historia un caso de desgaste tan rápido de los gobernantes. Figueras, Pi y Margall y Salmerón gozaban, antes de la proclamación de la República, de extraordinario prestigio, y los tres lo perdieron a loa pocos días de gobierno.

    Los tres personajes se encontraron con que la realidad de la situación española les obligaba a obrar, desde el poder, en contra de los principios fácil y cómodamente proclamados desde la oposición, desde donde se ven las cosas, no como son en sí, sino como el orador las imagina. Reaccionaron, y en el punto mismo perdieron su popularidad. Salmerón buscó un pretexto para abandonar una situación imposible, en cuya dificultad tenían tanta culpa sus especulaciones de doctrinario iluso y fanático. Ante la espantosa indisciplina del Ejército era preciso restablecer la pena de muerte, de la cual era enemigo el presidente del Poder Ejecutivo, y aprovechó este dilema para abandonar decorosamente la presidencia.

    El 6 de septiembre de 1873, la República española quemaba su último cartucho, y era elegido presidente D. Emilio Castelar, el mayor prestigio intelectual de la España de su tiempo, orador incomparable, historiador que, en visión amplia y profunda, acaso no haya sido nunca igualado. Castelar era, en el último tercio del siglo XIX, el exponente de la cultura española ante Europa, y tan reverenciado más allá de las fronteras como dentro de ellas. Era el cuarto personaje que en ocho meses requería la insaciable República española para ocupar la presidencia.

    Aun como político, Castelar era infinitamente superior a sus predecesores. En uno de los discursos, pletóricos de admirables síntesis históricas, que prodigaba por aquellos días, Castelar había dicho: «Y tenedlo entendido de ahora para siempre: yo amo con exaltación a mi Patria, y antes que a la libertad, antes que a la República, antes que a la federación, antes que a la democracia, pertenezco a mi idolatrada España». No participaba del sombrío fanatismo republicano de sus próximos predecesores, en cuya ideología se amalgamaban los tópicos democráticos de la Revolución francesa con el «panteísmo místico y humanitario» de la Filosofía de Krause. Castelar, que por conocer y sentir bien la Historia era el único de los políticos republicanos que se daba exacta cuenta de la realidad de su país, comprendió que si España había de salvarse tenía que recurrir a sus grandes fuerzas tradicionales. Era preciso atraerse a los elementos de orden con una política vigorosa y firme; devolver a la Iglesia sus prerrogativas y restablecer la disciplina en el Ejército, entregando los mandos, no a los jefes improvisados, hijos de la Revolución, sino a los generales que no se habían sublevado y que eran en su mayor parte monárquicos, pero a los cuales los soldados respetaban todavía. Se corría el peligro de que estos generales acabasen con la República, pero Castelar prefirió afrontarlo a presenciar el derrumbamiento de España.

    He aquí como, algunos meses más tarde, describía el mismo Castelar la situación de España en el tiempo en que él se hizo cargo del gobierno: «Y entonces vimos lo que quisiéramos haber olvidado: motines diarios, asonadas generales, indisciplina militar, republicanos muy queridos del pueblo muertos a hierro por las calles, poblaciones pacificas excitadas a la rebelión y presas de aquellas fiebres; dictaduras demagógicas en Cádiz, rivalidades sangrientas de hombres y familias en Málaga, que causaban la fuga de la mitad casi de los habitantes y la guerra entre las facciones de la otra mitad; desarme de la guarnición en Granada, después; bandos que salían de unas ciudades para pelear o morir en otras, sin saber por qué ni para qué...; los incendios y matanzas en Alcoy, la anarquía en Valencia, las partidas en Sierra Morena ; el cantón de Murcia entregado a la demagogia y el de Castellón a los apostólicos. Pueblos castellanos llamando desde sus barricadas a una guerra de comunidades... Horrible y misteriosa escena de riñas y puñaladas entre los emisarios de los cantoneros y los defensores del gobierno en Valladolid. La capital de Andalucía en armas, Cartagena en delirio; Alicante y Almería bombardeadas; la escuadra española pasando desde el pabellón rojo al pabellón extranjero; las costas despedazadas; los buques como si los piratas hubieran vuelto al Mediterráneo; la inseguridad en todas partes; nuestros parques disipándose en humo y nuestra escuadra hundiéndose en el mar». Esto había conseguido, en poco más de medio año, aquella República que el mismo Castelar y sus partidarios proponían, en los últimos años de Isabel II, como remedio milagroso para curar todos los males.

    Si la República hubiera tenido salvación, Castelar la hubiera salvado, pues fué, sin duda, de los más excelentes gobernantes que han tenido entre sus manos las riendas del poder. Tenía el nuevo Presidente que contener la pujanza de los carlistas y sortear el conflicto inminente con los Estados Unidos, que pagaban la devoción fervorosa de los republicanos españoles amparando a los rebeldes de Cuba; tenía que someter a las bravías taifas cantonales Pero su principal peligro estaba en la misma asamblea, que era ya entonces un caos delirante, acostumbrada a derribar gobiernos y hacer frente a todo poder constituido.

    Castelar, apoyado por el ejército y por las clases conservadoras, aun las monárquicas, y bienquisto de las potencias extranjeras, aprovechó su prestigio para abrogarse la dictadura. Muchas de las proposiciones del Ministerio a la Cámara que se leen en el Diario de Sesiones de aquellos días, eran análogas a las que habían sido tan combatidas cuando llevaban la firma de Narváez o González Bravo. Parece como si Castelar se viese forzado a negar, desde el poder, uno por uno todos los principios que constituían la base de su propaganda revolucionaria. Es divertido imaginar las magníficas imprecaciones y los vibrantes trenos con que el mismo Castelar, desde la oposición, hubiese pulverizado los actos y las palabras de Castelar gobernante; el proyecto de autorizaciones—o sea, la legalización de la dictadura—para las provincias en que se ayudare directa o indirectamente al mantenimiento de la guerra civil, esto es, para toda España, comprendía la movilización total de las reservas, las contribuciones de guerra a los padres de los prófugos, la autorización al gobierno para arbitrar recursos por los medios que estimara pertinentes, hasta la cantidad de cien millones de pesetas (Gaceta del 18 de septiembre de 1873). Desde la tribuna, Castelar se declaraba partidario de una República de orden, acusaba a la oposición de demagogia y se justificaba de las medidas represivas que se veía obligado a adoptar.

    Estas disposiciones tendían, por una parte, a restringir los derechos de los ciudadanos cuando pudiesen motivar alteraciones del orden público o auxiliar a carlistas o cantonales. En circulares a los gobernadores se les encomendaba aplicasen la ley de Orden público de 23 de abril de 1870, en que se permitía el confinamiento gubernativo de aquellos ciudadanos cuya permanencia en una localidad determinada pudiese constituir un peligro para el orden público. El 22 de septiembre se restablecía el disuelto cuerpo de Artillería, cuya admirable dignidad había motivado la abdicación de Amadeo, y este restablecimiento devolvía a las filas del ejército un grupo selecto de oficiales, en su mayoría de opiniones monárquicas. Como esta política fuese desvaneciendo recelos, cada vez era mayor la asistencia de las clases conservadoras al gobierno. Muchos generales que se habían mantenido fieles a la Monarquía le ofrecieron sus espadas, y Castelar no vaciló en aceptar su cooperación y aun en ofrecerles los más señalados cargos militares. Esto ocasionaba continuas conspiraciones, algaradas y motines de los federales, que veían—no sin motivo—un peligro para la República. Castelar había salvado la integridad de España, pero a costa de su prestigio entre los suyos. No había por entonces hombre más impopular. Los monárquicos se limitaban a tolerarle, y los viejos y fanáticos republicanos le odiaban de muerte.

    Las dificultades de todo orden no pudieron ser dominadas a pesar de la energía del gobierno. Los buques de la escuadra cantonal, que contaban ahora con la pasividad de las escuadras extranjeras situadas en observación en el Mediterráneo, se dedicaban a recorrer las costas en busca de botín. El 12 de septiembre es saqueada Torrevieja, y el 16, Águilas y otros puntos de la costa reciben la visita de los piratas. El 20 la escuadra insurrecta se presenta en aguas de Alicante, en cuya bahía estaban anclados ocho buques de guerra ingleses, cuatro franceses y la famosa fragata prusiana Federico Carlos, todos los cuales se limitaron a permanecer a la expectativa. Los alicantinos, que habían reaccionado ante los horrores de Alcoy, estaban dispuestos a resistir a todo trance; después de varios días de negociaciones ineficaces, en la mañana del 27, Alicante, plaza abierta, fué terriblemente bombardeada por buques que se decían españoles, y que, al cabo, hubieron de retirarse ante la heroica tenacidad de los defensores.

    En octubre surge una gravísima complicación: el conflicto con los Estados Unidos. Un barco norteamericano, el Virginius, se dedicaba a proporcionar armas a los rebeldes cubanos al amparo de la bandera norteamericana. Descubierto el contrabando, fue confiscado el material de guerra y fusilados algunos de los tripulantes. El embajador de los Estados Unidos, Sickles, presentó, en dos notas, un verdadero ultimátum al gobierno español, en que amenazaba incluso con la intervención armada si no se devolvía el Virginius y se ponía en libertad a sus tripulantes sobrevivientes, se indemnizaba a las familias de los fusilados y se saludaba en desagravio, el pabellón norteamericano. Castelar, uno de cuyos temas favoritos era la exaltación de la democracia norteamericana, tuvo que ceder ante aquella República, que no era sino el disfraz del más farisaico y desaprensivo imperialismo que ha conocido la Historia. Poco tiempo antes había llegado a España la noticia de que en otra nación americana, Honduras, se había ultrajado el pabellón español. Estos hechos prueban el bajísimo concepto en que, a pesar de los esfuerzos del Presidente, merecía en el extranjero la República española, a la cual algunas potencias no reconocían ni aun como gobierno de hecho. Los carlistas, envalentonados por sus victorias de Eraul y Estella, eran más fuertes que nunca, y D. Carlos se paseaba en triunfo por el país vasco navarro.

    Pero la mayor dificultad de Castelar estaba en la furiosa y ciega oposición republicana que exigía la inmediata convocatoria de Cortes, que el gobierno demoraba, temeroso de una derrota parlamentaria. Los republicanos exaltados, los que no concebían, como Castelar, una República compatible con el orden y con el respeto a las ideas ajenas, sino que echaban de menos la orgía federal de Cartagena y Málaga, formulaban contra el gobierno censuras como la contenida en una protesta, dirigida a la Mesa de las Cortes (18 de noviembre de 1873): «Vivimos en un período de tiranía en que está vejada la prensa, la libertad a merced de los procónsules, la vida en manos del verdugo y la República deshonrada por atentados que la comprometen en el concierto de las naciones civilizadas... Los Diputados que suscriben protestan una vez más de la conducta del Gobierno, y lo señalan al país como responsable de las desdichas que están afligiendo a la República y han de herir el corazón de la Patria...

    La lucha se planteaba entre estos republicanos a prueba de fracasos, aun poseídos de entusiasmo delirante por la República Federal, y Castelar, que, como Bolívar en sus últimos años, era ya un escéptico de la democracia y pasaba por encima de ella para robustecer el poder público, aumentar los efectivos del ejército y consolidar su disciplina. El gran tribuno se había dado cuenta de que era imposible la vida normal del país sin que los poderes públicos obrasen de acuerdo con la Iglesia, y entabló negociaciones con Roma para proveer las sillas vacantes. Encontró buena acogida en la Curia Romana, porque procedió con una nobleza y una buena fe a que no estaba acostumbrada en sus tratos con los liberales españoles, aun en tiempos de la Monarquía, y se llegó a un acuerdo sobre el nombramiento de los Prelados, entre los que figuraban algunos de los más insignes de la Iglesia española.

    Aquella política de transacción colmó la medida de los republicanos «de verdad», para los cuales el rabioso anticlericalismo era punto fundamental de todo programa. Se dice que el Presidente de la Asamblea Nacional, Salmerón, poseído del más fanático sectarismo, exclamó al leer en la Gaceta el nombramiento de los Prelados: «¡Guerra sin cuartel!» Y la lucha entre ambos Presidentes quedó entablada desde entonces. Fueron vanos todos los intentos de concordia. La oposición era formidable, porque en contra del Gobierno, representante de la España que quería vivir, se habían unido todos los fanáticos de la República, los revolucionarios de profesión, los pescadores en río revuelto...

    (continúa)

    Última edición por ALACRAN; 19/10/2022 a las 14:22
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

    V

    En tal estado de cosas, ante la expectación febril de toda España, se abrieron las Cortes con la sesión del 2 de enero de 1874. Acaso no haya habido en los anales del parlamento español jomada tan interesante como ésta, en la cual, sobre la habitual mezquindad de la Revolución española, resaltan ciertos vislumbres de grandeza, que hacen recordar momentos de la Convención francesa. Castelar defendió magníficamente su gestión, pero la Cámara, adversa, buscaba solamente, no ya la manera de derribarle, pues la crisis estaba virtualmente planteada, sino de que cayese envuelto en la ignominia. Este pugilato, en que el gran tribuno alcanzó una altura heroica, terminó, en la madrugada del día 3 de enero, con una votación desfavorable, a consecuencia de la cual Castelar presentó la dimisión.

    Inmediatamente se procedió a buscar sustituto, y la mayoría se puso de acuerdo para votar a un Sr. Palanca, que hubiera sido el quinto Presidente de los que en menos de un año creó y deshizo la voracidad insaciable de la Asamblea. Habían triunfado los mantenedores de la indisciplina en el ejército, de la orgia cantonalista, de las persecuciones religiosas.

    Pero España, la verdadera España, no deseaba sino que la dejasen vivir, y sentía ya cansancio y asco de la oligarquía que, movida de bajas pasiones o de un fanatismo insensato, la había llevado a la ruina y a la ignominia. Castelar había hecho concebir esperanzas de que pudiese coexistir la República con el orden. Esta última esperanza acababa de disiparse. Y el ejército, regenerado por la política de Castelar, puso el veto a aquella bacanal insensata. A las seis de aquella mañana se presentaba en la Cámara un ayudante del general Pavía, Capitán general de Madrid, e intimaba al Presidente y a los diputados a que desalojasen el local en cinco minutos. Produjo esta orden una confusión rica en grotescos incidentes, pero bastaron algunos tiros disparados al aire para libertar al país de la tortura y de la vergüenza de su parlamento.

    Cuando, en los siguientes días, se fué sabiendo en toda España lo ocurrido en el Palacio de las Cortes en la madrugada del 3 de enero, la opinión pública se dio cuenta de que el régimen republicano había pasado a la Historia. Una relación contemporánea dice que por todo Madrid no se oía sino esta exclamación: «iYa se acabó aquello!», y muchos preguntaban que cuándo venía el Príncipe. Con este nombre se designaba a D. Alfonso, el hijo de Isabel II. Sin embargo, la República permaneció, nominalmente, casi un año todavía.

    Teniendo en cuenta que el golpe de Estado lo había realizado un general monárquico, que la guarnición de Madrid y una gran parte del ejército eran partidarios de la Restauración, el hecho no deja de ser curioso. Se debió, principalmente, a la habilísima política que el partido alfonsino, dirigido por Cánovas, venía observando durante este tiempo. El gran político andaluz no quería que la dinastía que representaba volviese a España por un golpe de mano, sino por el deseo unánime de toda la nación. Prefería que pasase aún un poco de tiempo para preparar el terreno al Príncipe adolescente que completaba su formación en Sandhurst. Con su conducta patriótica, sin poner nunca obstáculos a ningún gobierno bien intencionado, cooperando siempre a todo lo que fuese el bien del país, el partido alfonsino había ganado en el último año infinidad de prosélitos en todas las clases sociales. Era el partido del porvenir.

    Pavía, dictador por unas horas, se limitó a reunir a los principales personajes de la milicia y a los jefes y prohombres de los partidos moderado y radical, para que viesen la manera de dar un gobierno a España. Los radicales consiguieron que continuase, a lo menos en la forma, el régimen republicano, y esto motivó la abstención del partido alfonsino. La situación estaba otra vez en manos de los hombres que habían hecho la Revolución del 68, y que no eran capaces de otra cosa que de mantener interminables interinidades. Fué designado como Presidente del Poder Ejecutivo el inevitable general Serrano, en todo mediocre sino en la ambición, el cual, con el título de Regente, había presidido los destinos de España a la caída del trono de Isabel II. El tradicional apego al poder del Duque de la Torre fue otra de las causas de la extraña supervivencia de la República.

    En realidad, esta palabra no es muy exacta. Desde el 3 de enero al 29 de diciembre de 1874 hubo en España un gobierno sin tendencia determinada, caracterizado únicamente por el incoloro personaje que ocupaba la magistratura suprema. Suele llamársele «el Gobierno ducal». Los embajadores de Alemania y Austria, al presentar sus credenciales a Serrano, en una ceremonia en la cual salieron de nuevo a relucir las libreas de los Borbones, no le dieron otro título que el el «Señor Duque», y le hicieron comprender cortésmente en sus discursos que consideraban su gobierno como una interinidad (12 de septiembre de 1874), carácter que ya había sido confesado en un manifiesto gubernamental (13 de mayo). Esta interinidad fué ocupada principalmente en la guerra civil, más activa que nunca, pues los carlistas obtenían resonantes triunfos en el Norte, en Cataluña, en el Maestrazgo y aun en el reino de Valencia ; en la sumisión de los últimos cantonales de Cartagena, convertida por causa de la orgía federal, en un montón de ruinas, y en obtener el reconocimiento de las potencias, de las cuales la mayor parte se avinieron a una actitud benévola, que a algunos patriotas suspicaces les pareció que tenía ciertos vislumbres de protectorado. En cuanto a la política de este período, carece por completo de interés. España, como la Francia después de 1870, estaba demasiado fatigada para entusiasmarse por grandes ideales. Serrano cavilaba sobre los medios de mantenerse en el poder, y se entregaba más cada vez a personas y procedimiento conservadores. Conspiraban, sin grandes entusiasmos, republicanos y radicales, y Cánovas se limitaba a esperar lo que todo el mundo, dentro y fuera de España, veía venir de una manera inminente: la restauración alfonsina, único medio para consolidar la política española y para terminar la guerra civil.
    La restauración estaba de tal manera en el ambiente, que bastaba un chispazo para que se impusiese. Este chispazo brotó en el ejército acampado cerca de Sagunto, y en pocas horas borró la obra que creían eterna sus artífices. Cánovas emprendió la difícil empresa de reanudar la Historia de España. (…)

    (continúa)
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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

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    VI (último)

    No cabe fracaso más rotundo que el de este desdichado ensayo de régimen republicano en España. No acertó a resolver un solo problema de los que el Estado español tenía pendientes, y creó otros nuevos y gravísimos, como el cantonalismo y los intentos comunistas en el campo. El desastre de la Hacienda y la ruina de la economía española habían demostrado que la República, aun cuando no requiere la magnificencia de una corte, es la más cara de las formas de gobierno, porque el desorden es siempre más costoso que el lujo. Los elementos universitarios que tanta parte habían tenido en la revolución, se dieron cuenta de que la intrusión de la política en la Universidad no había producido otro efecto que paralizar la labor docente e investigadora. La guerra civil quedaba pujante como nunca.

    El fracaso fué tan completo, tan definitivo, que no hay una persona de recto sentir que haya podido añorar nunca aquellos meses en que cada día traía consigo un pavoroso conflicto. Se ha llamado, con notoria injusticia, gloriosa a la Revolución de septiembre (1868), pero ningún historiador solvente se atreverá a aplicar a la primera República española ningún calificativo encomiástico. La pintura más terrible de lo que fué aquel tiempo está en los libros y en los discursos de políticos republicanos: Castelar, Pí y Margall, Roque Barcia, Pérez Galdós. Este período, tan breve, afortunadamente, señala el punto de máxima depresión en la Historia de España.

    La prueba más evidente de este fracaso fué el desaliento de los republicanos. Uno de los más exaltados, D. José M. Orense, había dicho que, ante la experiencia efectuada, no quedaba otro camino a los republicanos de buena fe que el suicidio. Ninguno siguió, afortunadamente, este consejo, sino que casi todos fueron pasándose a la Monarquía. Y los que siguieron llamándose tales no pudieron prescindir de cierto oculto temor a la República, que hacía ineficaces sus esfuerzos. Este miedo a la República en los mismos republicanos es uno de los fenómenos más curiosos de la política de la restauración. En vida de D. Alfonso XII se habló repetidas veces de un movimiento republicano, y el Rey, en su lecho de muerte, pensaba con terror en la situación en que quedaba su dinastía. Después, la pérdida de las Colonias, las inquietudes que ocasionaba la precaria salud del Rey niño, hacían pensar en que fuese posible echar por tierra la obra de Cánovas del Castillo. En la mayor edad de Alfonso XIII hubo momentos propicios a un estallido revolucionario: 1909, 1911, 1917, 1921... La defensa principal que tuvo entonces el régimen fué el miedo a la República, no sólo entre los monárquicos, sino entre los mismos republicanos, que se valían de su bandera como de un espantajo para asustar a los gobiernos, pero que temían la responsabilidad de una situación sobre la cual era imposible el optimismo.

    Este fracaso es tanto más significativo cuando se piensa que no ha habido en país alguno un ambiente tan propicio a la República como la España de 1873. Una propaganda hábil y constante había producido la impopularidad de la Monarquía. La familia ex reinante estaba dividida en dos ramas, de las cuales una estaba todavía bajo el peso del desprestigio que la Revolución había arrojado sobre ella, y la otra era tenida como representante de un sistema excesivamente reaccionario. El ensayo de una Monarquía hechura de las Cortes y sumisa a ellas, había fracasado ruidosamente. La experiencia republicana se imponía de manera tan imperiosa, que aun los mismos monárquicos permanecieron, por de pronto, a la expectativa, hasta el punto que uno de sus jefes. García Barzanallana, pudo decir en las Cortes, en la sesión misma en que fué proclamada la República, estas palabras, modelo de ecuanimidad: «En lo que llevamos de siglo, la República es la única forma de gobierno que no se ha ensayado en España; el país cree que puede hacerse su experiencia. Yo diré: «Señores republicanos consecuentes, que tenéis entre vosotros grandes oradores y escritores insignes ¡Dios quiera que podáis probar que tenéis grandes estadistas!»

    La idea republicana contaba entonces, en efecto, entre sus afiliados, con algunos hombres de gran talento, de extraordinaria cultura y de notoria probidad, como nunca volvió a reunir en torno suyo, D. Emilio Castelar se manifestó como uno de los primeros estadistas de Europa, y Salmerón, Pi y Margall y Figueras sobrepujaban la talla de la mayor parte de los que habían ocupado en tiempo de D. ª Isabel II cargos semejantes. Entre los «resellados» figuraban hombres que, después de una nueva «reselladura», gobernaron con éxito durante la Restauración. Eran adictos en el ejército al nuevo régimen bastantes generales, un sector muy importante de la oficialidad y casi todas las clases de tropa. Pero la República del 73 contaba con algo más: contaba con una masa consciente que sabía lo que quería y que sentía sinceramente su ideal. Se dio entonces con frecuencia el tipo, luego cada vez más escaso, de hombre que hacía inseparable de su convicción republicana la más austera integridad, y este caso se dio, no solamente en los prohombres del partido, como Pi y Margall, sino entre sus adeptos más humildes; de esta cualidad se encuentran rasgos muy notables en las relaciones que de sucesos contemporáneos hicieron D. Roque Barcia y D. Amalio Gimeno. Eran gente fanática, pero sincera, que daban la cara y que lo daban todo, hasta la vida, sin buscar el menor estimulo de provecho personal. Y, sin embargo, la República fracasó totalmente, sin poder crear nada, sin poder dar siquiera al país una semana de paz.

    La causa de este fracaso hemos de buscarla, no en circunstancias accidentales, sino en algo esencial a la constitución interna de los países de raza hispánica. Se nos dirá que en tan pocos meses de existencia no es posible enjuiciar la eficacia de un régimen y que, de haber resistido las convulsiones de su primera edad, pudiera haberse consolidado para dar a la patria días de paz y de gloria. Pero es el caso que en los demás países hispánicos, de constitución interna idéntica a la nuestra, la experiencia republicana dura ya muchos años, y es, en la mayor parte, ya secular, sin que los resultados sean diferentes de los de la España del 73: agudas crisis de descomposición orgánica del país, contenidas por dictaduras, que se suceden con cierta periodicidad. En el número conmemorativo del año 1930, un periódico publicaba un mapa de América del Sur, señalando con tinta negra los países que, en sólo estos doce meses, habían cambiado de gobierno por una revolución. El color negro cubría casi todo el continente: Guatemala, Perú, Brasil, Bolivia, la Argentina. Y después de publicado este gráfico, otras revoluciones triunfantes derribaron los gobiernos de Panamá, Chile, Perú... En Portugal, desde la implantación de la República, las revoluciones fueron constantes y violentísimas. La escuadra sublevada bombardeó Lisboa varias veces, y se dio el caso de que la marinería se apoderase, por un golpe de mano, del Presidente del Consejo de Ministros y lo fusilase sin forma alguna de causa. Así, hasta que una dictadura vino a contener el proceso de la anarquía.

    Si un médico tuviese ante su vista un gráfico semejante, diagnosticaría una enfermedad que tiende a hacerse crónica por ser tratada con medios contraproducentes. Si un químico observase en su tubo de ensayo una sucesión tan constante de fenómenos, pensaría en la existencia de una ley que los determinase; y, sin embargo, hay políticos que, ciegos a estas realidades, siguen teorizando sobre las ventajas de la Democracia y procurando su implantación en su modalidad más extremada.

    Existe latente en los países hispánicos, más intensa que en ninguna otra parte, una tendencia a la disgregación, motivada acaso por el excesivo individualismo que caracteriza nuestra raza. El mal es antiguo, pues lo notan ya los historiadores romanos al consignar la desunión que hacía estériles los esfuerzos de los iberos, y lo demuestran el fraccionamiento de los reconquistadores en pequeñas nacionalidades y el del Califato de Córdoba en reinos de Taifas. Los Reyes Católicos logran unir los elementos dispersos, proponiéndoles un ideal común, pero esta unidad nunca se consolida por completo, y alguna vez —1640— hace ademán de disgregarse de nuevo.
    Todavía en 1800 hay algo en que coinciden todos los españoles de uno y otro lado del Océano: el respeto al poder real, representante de una tradición muchas veces secular. A partir de 1812, una minoría intelectual intenta imponer a España un régimen que no es sino una copia de la constitución francesa de 1791. Este intento tropieza, al principio, con la oposición del pueblo y tardó bastante tiempo en hacerse con algún ambiente popular. Sus mantenedores pretendían que el Rey no fuese otra cosa que un funcionario que recibía sus poderes de la Constitución escrita, pero, en realidad, el Rey lo era, en el sentir popular, por razón de su herencia histórica, y esta herencia es lo que hacía que su autoridad fuese acatada. Y de este acatamiento recibía el poder público las facultades que le permitían gobernar.

    La primera República acabó aun con el respeto atávico que imponían el nombre y los atributos reales, y no pudo sustituir la eficacia de esta tradición, que tanto robustecía al poder público. Desde entonces en España no hubo, en realidad, verdadero gobierno. No se puede contar en nuestra Patria con ese patriotismo consciente que agrupa, en los momentos supremos, al pueblo francés en torno de sus gerentes, ni con la disciplina y el sentido de habitual obediencia de los pueblos de raza sajona. Y cuando faltó el único punto de cohesión, las fuerzas disolventes actuaron con actividad inmensa para desgarrar la integridad nacional.

    Muchos de aquellos hombres expiaron duramente un gran pecado: el de anteponer la República a la Patria; y todos ellos incurrieron en dos graves errores que pagó bien caros la nación española: suponer que un cambio de régimen tiene virtualidad intrínseca para resolver los problemas sociales y económicos que pesan sobre un país y desconocer la constitución interna de España, que es incompatible con sistemas democráticos extremados. La Historia nos demuestra que la única revolución beneficiosa es la que se lleva a cabo por medios pacíficos que tiendan al mejoramiento ético, cultural y económico de las diversas clases sociales.

    EL MARQUES DE LOZOYA

    https://hemerotecadigital.bne.es/hd/es/viewer?id=3c461a27-47ed-4b6c-9da8-e9f123f186bd&page=25



    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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