Rematamos aquí el artículo anterior en el que intentábamos aportar algunas pruebas históricas de la inexistencia de una "armoniosa convivencia" entre las culturas islámica, hebrea y cristiana en la España Medieval. Abordamos dos temas interesantes: la discusión sobre si eran o no "españoles" los moriscos y los agravios entre las distintas confesiones religiosas. La Península Ibérica fue cualquier cosa menos un remanso de interculturalidad, paz étnica y diálogo de civilizaciones.
En la época medieval, el fenómeno religioso era capital. Así pues, no hay que extrañarse de la hostilidad recíproca entre las distintas comunidades presentes en la Península Ibérica. Los cristianos reprochaban a los judíos el haber sido “el pueblo deicida”. Y a los musulmanes les reprochaban haber obstaculizado por todos los medios el culto cristiano en la zona dominada por ellos. Era rigurosamente cierto que, aunque las iglesias cristianas no vieron clausurado su culto, tampoco se abrieron iglesias nuevas e incluso no faltaron casos en los que la autoridad islámica impidió que se procediera a restauraciones en las ya existentes. Durante ochocientos años, las campanas no pudieron sonar en la Península dominada por los musulmanes. El rey Fernando III, restituyó a Santiago de Compostela las campanas que habían sido llevadas a Córdoba en 998. Las costumbres islámicas, no eran la mejor forma de convivir, desde luego.
Además, los musulmanes seguían una religión cuyo libro sagrado no era precisamente un dechado de tolerancia: “¡Creyentes! No toméis como amigos a los judíos y a los cristianos”, se dice en el Corán 5:56. Y, para colmo, los musulmanes, como los judíos y los cristianos, se consideraban seguidores de la “única religión verdadera”, así que cualquier entendimiento era imposible por que, residiendo uno en la verdad, los otros dos, necesariamente, estaban instalados en la mentira.
La animadversión de los cristianos hacia los judíos tenía un fundamento teológico. Los Padres de la Iglesia ya habían determinado que su condición deicida les había condenado a la sumisión eterna. En la España cristiana se les consideraba “propiedad del rey” y así queda determinado en el Fuero de Teruel (1176) “los judíos son siervos del rey y pertenecen al tesoro real”.
Es cierto que algunos condottieros cristianos se pusieron al servicio de los musulmanes, pero su gesto mercenario no mejoró su imagen ante los musulmanes. “Las memorias –escribe Fanjul- de ‘Abd Allah de Granada reflejan el descontento y odio suscitado contra quienes admiten ofertas de servicio bélico de los catalanes”. El tratado de Ibn ‘Abdum, escrito en el siglo XII, equipara a judíos y cristianos con leprosos, prescribiendo su aislamiento para evitar contagios y algunas prohibiciones derivadas: “Ningún judío debe sacrificar una res para un musulmán” o “no deben venderse ropas de leproso, de judío, de cristiano, ni tampoco de libertino”, o esta otra: “No deberá consentirse que ningún alcabalero, judío ni cristiano, lleve atuendo de persona honorable, ni de alfaquí, ni de hombre de bien” y, finalmente, esta: “Un musulmán no debe dar masaje a un judío ni a un cristiano, así como tampoco tirar sus basuras ni limpiar sus letrinas, porque el judío y el cristiano son más indicados para estas faenas, que son para gentes viles”. Ni aun cuando los musulmanes fueron derrotados y pasaron a ocupar un lugar subalterno en los reinos cristianos de la Península, varió este tabú: los judíos eran considerados inferiores y así debían seguir siéndolo por toda la eternidad. En las Capitulaciones de anta Fe entre Boabdil y los Reyes Católicos, se incluye una cláusula a este respecto: “Que no permitirán sus altezas que los judíos tengan facultad ni mando sobre los moros, ni sean recaudadores de ninguna renta”.
Para es que, a finales del siglo XVIII, los musulmanes seguían sosteniendo que ni judíos ni cristianos podían entrar en la ciudad de Fez sino descalzos, como signo de humillación y en todo el norte de África estaba extendida la costumbre que ni judíos ni cristianos podían entrar en las ciudades en montura alguna para evitar que sus cabezas estuvieran sobre las de los musulmanes.
Cita Fanjul un ejemplo con la intención de demostrar que estas prohibiciones y tabúes, lejos de ser erradicados del Islam moderno, siguen teniendo redoblado vigor. Da cuenta de una noticia aparecida en “Diario 16” el 30 de agosto de 1995, en la que se explica la segregación que sufren las mujeres en los autobuses de Teherán. El autobús es, al parecer, un pervertido sistema de transporte en el que hombres y mujeres sin ningún parentesco restriegan ignominiosamente sus cuerpos. Dado que en aquella época viajaban diariamente 370.000 mujeres en los autobuses de Teherán, algún genial ayatolah calculó que, a un promedio de 10 fricciones por mujer y viaje, diariamente se cometían 3.370.000 pecados carnales solamente en los autobuses. De ahí que fuera necesario realizar una segregación en el transporte: los hombres en la parte de delante, las mujeres atrás. El Islam moderno se ha esclerotizado. Las prohibiciones sobre leer poemas en el interior de las mezquitas, o prohibir cualquier música sacra, o las interdicciones para que carpinteros y vidriaron se abstuvieran de fabricar copas para beber licores, la prohibición de alcohol, no solamente para musulmanes, sino para cualquier ciudadano que visite un país musulmán, etcétera, siguen estando tristemente vigentes en el Islam.
Los moriscos y los mudéjares ¿eran españoles?
Resulta curioso que nuestros “progres” insistan en uno de los argumentos más peregrinos sobre su nebulosa idea del “país de las tres culturas”, pues no en vano, aluden con frecuencia al “Estado Español” para evitar referirse a España y a los españoles, mientras que pugnan por imponer a los moriscos y mudéjares la nacionalidad española. Y para este quiebro ignoran la opinión de los mismos interesados. Vale la pena tenerla en cuenta.
Fanjul recuerda algunos detalles del esfuerzo integrador de los Reyes Católicos que en el 1500 que hoy son presentados como rasgos xenófobos y racistas, pero que en su época no tenían otra intención más que la de borrar las aristas entre ambas comunidades, mora y cristiana, y hacer viable la integración en el marco de una plena libertad religiosa. Se permite a los moriscos que utilicen las mismas ropas que los cristianos, se suprimen las “morerías”, se permite la participación de moriscos en las fiestas cristianas y se fomentaron los matrimonios mixtos. Todo ello sin el más mínimo resultado. Más se tendía la mano, más se reforzaba la identidad de la comunidad morisca y más ésta tendía la mano a los piratas argelinos y al turco. E, incluso cuando se producen matrimonios mixtos, los moriscos intentan no tener hijos, tal como demuestra una sentencia de la Inquisición, rescatada por Cardaillac, emitida contra un marido morisco que maltrataba –que raro, por cierto- a su esposa, cristiana vieja.
A decir verdad, da la sensación de que los Reyes Católicos conocían poco la mentalidad de los moriscos y se dejaron llevar en este tema, más por la generosidad que por la realidad. Ignoraban, por ejemplo, que la lengua árabe es considerada por los musulmanes como una lengua sagrada –no en vano, en ella se redactó el Corán y era la lengua del Profeta- así que pretender que utilizaran el castellano era pedirles que renunciaran, no solamente a una seña de identidad, sino también y mucho más, a un puntal de su fe. Fanjul recuerda que el empleo del castellano por los moriscos era “instrumental y sin consideración alguna”. Y Cardaillac añade: “Su posición [la de los moriscos] es muy clara: proclama todo su respeto por la lengua árabe, de innegable superioridad sobre el castellano”.
Como dice un viejo texto hermético alejandrino, “lo semejante se une a lo semejante”, por tanto no es de extrañar que quienes admiraran la lengua árabe y eligieran sólo y preferencialmente expresarse en ella, miraran a otros que también lo hacían, los piratas argelinos y los turcos, entonces y hasta Lepanto, en su apogeo. La piratería argelina y bereber prosiguió desde la Toma de Granada hasta finales del siglo XVIII, como quien dice, hasta hace 225 años apenas. Es significativo que tales hostigamientos se produjeron a partir de 1492, no antes.
El otro riesgo lo constituyeron los turcos. Como se sabe, los moriscos de Granada y de las Alpujarras, miraban más hacia la Sublime Puerta de Oriente que hacia la generosidad de los Reyes Católicos. Cuando se inicia la sublevación de las alpujarras, los rebeldes –gandules y monfíes- se tocan la cabeza con turbantes turcos y solamente toman las armas cuando han recibido garantías de apoyo turco. No eran unos insensatos desesperados por una opresión cultural y étnica de la que si alguien es inocente son los Reyes Católicos, sino los insurgentes que llaman en su auxilio a una potencia enemiga de Castilla y Aragón.
No es que no se quisiera asimilar a los moriscos, es que estos se identificaban con el mundo islámico, y no solamente de manera religiosa o cultural, sino empuñando las armas contra los reinos cristianos o abriendo la puerta a sus enemigos. Ni eran ni se sentían “españoles” porque en todo momento, desde la Toma hasta la expulsión, los moriscos ni reivindicaron su “españolidad”, ni estaban dispuestos a salir de sus “guetos” que, a fin de cuentas, eran los garantes de su propia identidad.
Hay que decir que, aparte de la politica integracionista de los Reyes Católicos, la mayor parte de la España cristiana no reconocía a os moriscos nuestra nacionalidad. Es rigurosamente cierto que los ocho siglos de Reconquista hicieron que el hecho religioso y el nacional estuvieran íntimamente unidos como en ningún otro lugar de Europa.
Maravall cita en su obra “El Concepto de España en la Edad Media”, abundante documentación que demuestra la común voluntad que tenían todos los reinos y condados peninsulares de ser y sentirse “españoles”, que entonces era una especie de entidad metapolítica, superior a los reinos hasta entonces existentes. A partir del siglo XI, estos que se reconocían “españoles” (y Américo Castro en su obra “Sobre el nombre y el quien de los españoles” aporta también datos de indudable valor) asumen la Reconquista como objetivo común. Pero ninguna taifa o califato musulmán asumía tal pertenencia. Ciertamente, también hasta el último musulmán peninsular –no digamos “español”- se sentía partícipe de una comunidad supranacional y metapolítica, pero no era desde luego, España, sino el “dar Islam”, las tierras ganadas para el Islam que se extendían desde Oriente Medio hasta Al-Andalus.
Al-Andalus jamás alcanzó unificación étnica, cultural y religiosa hasta los últimos siglos cuando se había reducido al Reino de Granada. Hasta entonces había predominado el elemento árabe, pero conviviendo con distintas minorías que, poco a poco, fueron exterminadas, deportadas, expulsadas, esclavizadas o fugadas. Particularmente fuertes fueron los encontronazos entre bereberes y árabes. La incapacidad musulmana para superar el estadio tribal y constituir naciones en el sentido moderno de la palabra, estuvo siempre presente y rompió el Califato de Damasco por las mismas razones que luego se rompería el de Córdoba y alumbrarías las inefables taifas.
¿Han oído hablar de la “taqqiya”? Es la ocultación de los verdaderos sentimientos, una práctica, realmente inmoral desde nuestro punto de vista, pero que algunas autoridades islámicas autorizan. Se ha hablado mucho de “cripto-judíos”, pero muy poco de “cripto-musulmanes”. Y haberlos, los hubo. Exteriormente, se habían hecho bautizar, pero mantenían sus prácticas religiosas originarias en secreto y boicoteaban como podían la práctica cristiana. Se sabe que muchos “cripto-musulmanes” evitaban ser enterrados en cementerios cristianos, o bien se sometían a un ritual de “limpieza” que borraba los beneficios aportados por el Bautismo. Se conocen casos en los que moriscos, presas de ataques de cólera, habían terminado evidenciando a gritos su verdadera fe, hasta el punto de que en 1602, un monje del Monasterio de Montserrat escribía al Duque de Lerma una misiva en la que pedía medidas contra estos “cripto-musulmanes”, “que con aver sido tantas vezes perdonados y reconciliados con nosotros, siempre nos tienen un odio mortal como lo an mostrado en las ocasiones que se an ofrecido”. Se conocen casos, así mismo, de “cripto-moriscos” que, casados con cristianas, propinaban palizas a sus hijos si los sorprendían comiendo tocino o bebiendo alcohol. Entre la Toma de Granada y la expulsión definitiva de los moriscos se sucedieron casos de profanación de iglesias y de objetos litúrgicos, hubo ensañamientos con imágenes de Cristo y la Virgen y Cardaillac cita el desánimo y la desazón con la que estos “cripto-moriscos”, tomaron la noticia de la victoria de Lepanto. El deseo de revancha aparecido con la Toma de Granada se reavivó de nuevo.
En 1495, finalizó la exención de impuestos a la comunidad morisca de Granada y, en ese momento, muchos optaron por emigran o por las conversiones más o menos interesadas. A pesar de la gran estatura religiosa, moral y política de fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, y del énfasis puesto por él en que fueran predicadores capaces de expresarse en árabe quienes asumieran la evangelización de su diócesis, lo cierto es ue cuando los Reyes Católicos regresaron a Granada en 1499, encontraron la ciudad completamente islamizada, aunque dirigida por el pequeño núcleo cristiano. En cualquier momento podía producirse un riesgo de subversión y, efectivamente, en el 1500 el Albaicín se subleva. Talavera actuó de mediador entre las partes y, aun a pesar de que se habían producido algunos asesinatos de cristianos, extendió la oferta de perdón a los sublevados, a cambio de bautismo. La Reina Isabel debió jurar que no consentiría conversiones forzadas, pero la sublevación se extendió por las Alpujarras. Allí destacó la guerrilla de los “gandules”, jóvenes moriscos sublevados. El Rey Fernando se desplazó a Granada y ofreció de nuevo el perdón. Hubo lucha y, finalmente, conversiones como alternativa de supervivencia, que por convicción. En 1501 la sublevación se había extinguido y se ofreció a los rebeldes medios para que emigraran, porque ya en esa época las autoridades empezaban a valorar que, ante la imposibilidad de integración de las comunidades moriscas y ante lo poco convincente de sus bautismos, solo quedaba la alternativa de la expulsión.
A diferencia de algunos judíos conversos que adoptaron la nueva fe con un vigor desconocido incluso para los cristianos viejos –la famosa “fe del converso”- no ocurrió lo mismo entre los musulmanes. Muchos fueron los conversos que destacaron luego como defensores de la fe cristiana, sin dobleces e incluso con un punto de fanatismo, desde Torquemada a Santa Teresa. Hubo en el caso de los judíos un intento de integración aunque el fenómeno de los “cripto-judíos” se prolongara hasta bien entrado el siglo XVII.
Los moriscos nunca quisieron ser considerados españoles. Su identidad era otra. Sus esfuerzos de integración fueron nulos. Su resquemor aumentó a medida que fue aumentando el tiempo transcurrido desde la toma de Granada. Se aliaron con los turcos, abrieron las puertas a los piratas argelinos y bereberes, se sublevaron finalmente, después de un período de continuas insurrecciones y conflictos. La expulsión se mostró pronto, como la única medida posible para atajar los problemas futuros que podían derivarse. Gracias a la expulsión subsiguiente a la guerra de las Alpujarras, la España que heredamos no tiene nada que ver con Bosnia o Kosovo. Los problemas de integración no son nuevos, son connaturales a las comunidades musulmanas.
Conclusiones en detrimento del mito de las “tres culturas”
Isaac Baer en su “Historia de los judíos en la España cristiana” sentencia la cuestión de la “España de las tres culturas”: Dice Baer: “las ciudades de la época de la Reconquista se fundaron en su mayoría según el principio de igualdad de derechos para cristianos, judíos y musulmanes; naturalmente que la igualdad de derechos era para los miembros de las diferentes comunidades religioso-nacionales como tales miembros y no como ciudadanos de un estado común a todos. Las distintos comunidades eran entidades políticas separadas”. Así pues, cabría más bien hablar de la “España de las tres culturas… aisladas” que omitir la última palabra con el riesgo de pensar en una convivencia pacífica que no fue tal. Si existió convivencia fue por que cada comunidad vivía en un aislamiento total y hacía innecesaria tratar con miembros de las otras dos.
Así pues, nuestros “progres” alimentan un mito. Mejor dicho, alimentan una mentira. El mito es una dramatización con fines educativos. La mentira es una forma de falsear los modelos. Así lo se ha hecho insistentemente a partir de los eventos del 92 y así se repite una y otra vez en la España de ZP. Pero una mentira mil veces repetida logra solamente engañar a los incautos y encabronar a los que se mantienen en guardia. Las mentiras y los errores fatuos sobre multiculturalismo, mestizaje, triplete cultural y demás, no han logrado avanzar ni un ápice hacia el objetivo metafísico, el zapateril “diálogo de las civilizaciones”. No son las civilizaciones, sino los civilizados, quienes dialogan y, hasta ahora, los intentos se han saldado con alardes de mediocridad.
© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es
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