Nao de la época. Retablo de
San Nicolás de Bari, de Burgos
E n tierras fronteras del abulense El Tiemblo y el madrileño San Martín de Valdeiglesias, cambió el rumbo de nuestra nación cuando, ante los pétreos morlacos conocidos como los Toros de Guisando, se encontraron Enrique IV y la que después sería conocida como Isabel la Católica para jurar ésta como princesa de Asturias, tras reconocerla el primero sus derechos a la corona de Castilla.
El año 2004, se ha cumplido el quinto centenario de la muerte de la reina Católica, acaecido en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504 a los 53 años de su nacimiento en Madrigal de las Altas Torres un 22 de abril de 1451.
El primer contacto físico con el mar lo tuvo Isabel en 1477 cuando se dirigió a Sevilla, por entonces el primer puerto de Castilla, centro financiero, mercantil, administrativo y pesquero, razones por las que los monarcas eran conscientes de que su propia fortuna estaba asociada a la de los nobles del sur, tan ligados a los negocios, las finanzas y el mar. Muchos de ellos, aunque habían combatido a moros y portugueses, también habían comerciado con ellos, pescado en sus aguas, y cuando los lusos iniciaron sus exploraciones por el Atlántico siguieron sus pasos o les atacaron para apoderarse de sus mercancías. Pero la reina, ya en 1475, había prestado atención a la presencia naval castellana en el sur cuando dio comienzo la guerra con Portugal, disponiendo que una flota armada patrullara las rutas marítimas: no quitando la vista de África y el Atlántico. Sin embargo, algunos nobles andaluces, como Medina-Sidonia y Cádiz, no estaban dispuestos a renunciar a su libertad para operar en los mares. Un año después la combinación de la política de la reina y la empresa andaluza había dado sus frutos, y se preparó una flota para navegar hasta Guinea, con el propósito de atacar los asentamientos portugueses en Cabo Verde, lo que se tradujo en fracaso.
Las islas Canarias tenían una importancia vital para la presencia española en el África occidental. Una investigación jurídica mantenía que habían pertenecido al último rey visigodo, don Rodrigo, pero Isabel tuvo que insistir para imponer el control de la corona sobre el archipiélago, por lo que de la península zarparon varias expediciones, hasta que en 1483 se consiguió la conquista definitiva de Gran Canaria y doce años más tarde de Tenerife.
Isabel la Católica Desde la conquista de Constantinopla, los turcos habían avanzado, de forma peligrosa, hacia el oeste por el Mediterráneo; estableciendo una base en suelo europeo al apoderarse de la napolitana Otranto, desde la que se creía preparaban una flota para invadir Sicilia, entonces bajo la soberanía de los Reyes Católicos; por lo que éstos dispusieron lo necesario para organizar una armada que protegiera la isla mediterránea y ayudara a los napolitanos a recuperar sus tierras. El 22 de junio de 1481 zarparon 70 naves hacia Nápoles, pero cuando llegaron comprobaron que la plaza ya había sido recuperada y que el duque de Otranto estaba vendiendo como esclavos a los soldados de la guarnición sometida y revendiendo a los turcos su propia artillería. Los otomanos siguieron siendo una amenaza en el Mediterráneo, lo que se recrudeció cuando los moros fueron expulsados de Granada, reforzando sus alianzas con los piratas de Berbería, y el combate con las naves cristianas se convirtió en una constante en aquellas aguas.
Tres meses después de la conquista de Granada. Isabel y Fernando decidieron patrocinar la empresa que con insistencia les había propuesto Colón para explorar el Atlántico en busca de un camino alternativo a Asia. La aceptación de la propuesta estaba en línea con su determinación de controlar la exploración del Atlántico y la conquista de las Canarias. En 1492 Colón comprendió que los monarcas deseaban construir un imperio y adaptó su propio sentido de misión a sus aspiraciones. El Almirante mantenía que el contacto con Asia oriental era deseable por dos razones: rodear a los musulmanes para liberar Jerusalén y encontrar oro; a Isabel le resultaban ambos familiares. En definitiva, la empresa entrañaba un riesgo pequeño y a cambio podía alcanzar una gran gloria para Dios, la Iglesia, a la vez que un gran prestigio y engrandecimiento para sus reinos y propiedades. Y una vez asegurados los medios, los monarcas ordenaron que se equiparan las naves y dieron títulos e instrucciones a Colón. En 1493 Isabel y Fernando tuvieron noticia del Descubrimiento, recibieron al Almirante y muy pronto le instaron a hacerse nuevamente a la mar. Lo que ocurrió en un total de cuatro viajes, que tuvieron como balance final un equilibrio simbiótico entre la obra de Dios y el beneficio de la corona. En 1494 se crea el «Consulado del Mar de Burgos» y en 1503, en las mismas postrimerías de su reinado, surge otra institución decisiva para el futuro del comercio marítimo: la Casa de Contratación de Sevilla.
Al declinar el año 1504 Isabel comenzó a sufrir de una sed insaciable, que los médicos interpretaron como signo de que la hidropesía que padecía empeoraba. Dos meses después, con plena lucidez y serenidad, redactaba su testamento, en el que quedaba confirmada su política, y dentro de ésta, la marítima: el control del Estrecho para garantizar el comercio y la defensa contra el islam y el avance en África, así como la dependencia de las Islas y Tierra Firme del mar Océano y las islas Canarias de la corona de Castilla. Isabel la Católica moría entre las once y doce de la mañana del 26 de noviembre de 1504 e ironías, para ella, lo que ahora conocemos como América no era más que una estación de paso hacia Oriente.
La soberana no sólo apoyó los descubrimientos de Colón, sino que el mar fue una constante en su política: abrió nuevas rutas a la navegación; consolidó el poderío marítimo español, rompiendo monopolios y combatiendo la piratería en los mares, y creó instrumentos para potenciar el comercio marítimo español.
El título, pues, de Isabel de los Mares, le encaja perfectamente.
Colón recibido por los
Reyes Católicos en Barcelona
Revista General de Marina - 2004
¡Por España!, y el que quieradefenderla honrado muera;y el que, traidor, la abandone,
no tenga quien le perdone,
ni en tierra santo cobijo,
ni una cruz en sus despojos,
ni las manos de un buen hijo
para cerrarle los ojos.
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