La segunda etapa en la historia de las relaciones anglohispanas, notable por el carácter íntimo y amistoso que la distingue, comprende los reinados de los Reyes Católicos, Felipe I y Carlos I de España, y los de Enrique VII, VIII, Eduardo VI y María de Inglaterra.

La situación y el carácter de Fernando el Católico y la de Enrique VII tenían grandes puntos de semejanza. Ambos eran hombres que sin carecer de capacidad militar, fueron estadistas y diplomáticos, antes que soldados. Ambos tenían gran afición al dinero y no eran escrupulosos en cuanto a los medios necesarios para obtenerlo. Ambos consiguieron reunir en matrimonios puramente diplomáticos, coronas y derechos dinásticos, cuya fusión consolidaba la paz interior y el orden de sus Estados. Ambos lograron, aprovechándose de esa tranquilidad interior, dedicar a la política extranjera una atención que mal pudieron legarles sus inmediatos antecesores. Ambos tenían en los Países Bajos un interés común: el de Enrique, político o comercial, y político o dinástico el de Fernando.
Consecuencia de todo ello fue el Tratado de comercio y amistad llevado a cabo en 1496 entre Inglaterra y los Países Bajos Austriacos, que a la muerte de Felipe I (hijo político y heredero de Fernando e Isabel) habían de pasar a poder de la Monarquía española. Dos años más tarde la hija de Fernando, Catalina de Aragón, casó con Arturo, príncipe de Gales, y al morir éste contrajo segundas nupcias con su hermano menor, Enrique. Estas nuevas relaciones influyeron profundamente en la política exterior del recién unido reino español. Castilla había sido francófila mientras la región comprendida entre Burdeos y los Pirineos se halló bajo el dominio y gobierno inglés; en cambio Navarra, Portugal y en menor grado Aragón, habían sostenido siempre íntimas relaciones políticas con Inglaterra. Durante el reinado de los Soberanos Católicos, los intereses aragoneses en Italia, y las afortunadas luchas de D. Gonzado de Córdoba contra los franceses, que unieron la Corona de Nápoles a las de Castilla, Aragón y Sicilia, lograron aproximar a España y a Inglaterra, animadas ambas por un mismo sentimiento de temor y envidia hacia Francia.

Que no eran infundadas tales preocupaciones y alarmas lo prueba el que en el año 1506 los ejércitos franceses, traspasando los Pirineos Orientales y Occidentales, invadieron a España; el que en 1510 las armas españolas rescataron el Rosellón español del poder de los invasores franceses; el que al año siguiente, el rey Fernando, Enrique VIII de Inglaterra, el pontífice Julio II y los venecianos (pues la liga de Cambray no fue sino un breve y pasajero episodio), formaron la Liga Santa en contra de Francia y de Navarra, que era ya la única amiga con que en la Península contaba aquélla, y el que en 1513 el ejército inglés, entrando en España por Guipúzcoa, ayudó al rey Católico a incorporar Navarra a sus dominios. Un año más tarde moría Fernando después de unir bajo un solo cetro toda la Península, con excepción de Portugal. El gran fundador de la unión nacional hispana se mantuvo en el desarrollo de su política, siempre fiel a la alianza hecha con Inglaterra, la cual, a su vez, con la cooperación del Papa y de la República veneciana, mantuvo los intereses españoles en Italia y ayudó a D. Fernando a reincorporar la Cerdeña y el Rosellón al Reino de Aragón, anexionando Navarra a Castilla.

El reinado de Carlos I, emperador y rey, no fue en el fondo, como dice un historiador inglés, más que un continuada lucha entre Francia y España por lograr << la hegemonía en la Europa occidental y la supremacía en Italia >>; pero tal lucha se vió precedida por un breve intervalo de paz (1516-1519), sostenido hasta el momento de ser elegido Carlos emperador romano. Cuando las circunstancias le llevaron a una guerra inevitable con Francia, Carlos intentó llevar a cabo una alianza con Inglaterra, alianza que fue firmada en Windsor el 19 de junio de 1522, y por la que se comprometieron España e Inglaterra a enviar cada una un ejército de 30.000 hombres e invadir Francia, en tanto que la escuadra de ambos países se dedicaba a atacar las costas de Normandía y de Bretaña, y mientras un ejército inglés invadía la Picardía, y uno español la región de Bayona. La guerra, una vez empezada, se propagó a Italia, y terminó con la derrota de Francisco I en Pavía, su prisión en Madrid y su renuncia formal en favor de España de todos sus derechos sobre Milán, Nápoles, Génova y Asti, en Italia, así como de los que respecto de Artois, Flandes y provincias borgoñonas adyacentes creía tener. Recordaba estos hechos cuarenta años más tarde la reina Isabel de Inglaterra en ocasión de hallarse en Richmond el embajador español, Da Silva, haciendo tocar por la charanga militar La batalla de Pavía, que era, según decía a su ilustre huésped, la pieza musical más de su gusto.

Justo es reconocer, sin embargo, que el auxilio que Inglaterra prestó a España en las últimas etapas de esta guerra no fue, aparte su ayuda financiera, de gran importancia. En la batalla de Pavía no lucharon las tropas inglesas, y tanto Enrique como el Pontífice y Venecia, temerosos del excesivo poder de Carlos V, empezaron poco después a intrigar contra él. El saqueo de Roma, llevado a cabo por un ejército español, castigó la perfidia de Clemente VII, en tanto Enrique, con pretexto de proteger al Papa, entraba en negociaciones preliminares de un acuerdo definitivo con el rey Francisco. Dichas negociaciones no produjeron efecto alguno de importancia, pues la guerra terminó al fin con la paz de Cambray en 1529, cuya paz, unida a la alianza angloespañola, que la había provocado, dió por resultado la supremacía de España en Italia por espacio de dos siglos o poco menos, durante los cuales obtuvo preponderante influencia en Roma, en Florencia y en Venecia.

Una nueva guerra entablada entre Carlos V y Francia (1536-1537) lanzó una vez más a Enrique VIII al campo de batalla en favor de España, y obligó al rey francés a firmar la paz de Crepy (1546), en la que Inglaterra vió recompensado su esfuerzo en ayuda de la causa española con la cesión por Francia de Boulogne.

Muerto Enrique, España y Alemania hubieron de dejar de contar con un apoyo inglés eficaz, ya que no le era posible prestarlo al Consejo de Inglaterra, sobradamente dividido en su criterio, que gobernaba en nombre del niño heredero de la corona; pero como con el tiempo exigiera Francia la restitución de Boulogne, y como llegase a reconquistarla, en tanto laboraba por oponer a los intereses ingleses los de su amiga Escocia, Inglaterra, en vista de tal actitud, se unió una vez más con España. Hubo, es verdad, una pequeña reacción en pro de Francia durante la conspiración dirigida por el duque de Northumberland para excluir de la sucesión al trono a las dos hermanas del joven rey moribundo, María e Isabel; pero habiendo fracasado ésta y habiendo heredado tranquilamente la corona la hija de Catalina de Aragón, volvió a imperar el sistema político de aproximación angloespañola, que el matrimonio de Catalina inició por vez primera.

El reinado de Felipe y de María en Inglaterra representa el período de más íntima cooperación en toda la historia de las relaciones angloespañolas. Enrique VIII se había mostrado siempre fiel defensor de los intereses de España; pero la amistad que le unía al emperador se entibió por algún tiempo, cuando, por causas que no son del momento explicar, solicitó del Papa Clemente VII la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, tía de Carlos, ordenando a su Primado, en vista de la negativa del Pontífice, que lo disolviese, y contestando a las amenazas de Clemente con la abolición de la jurisdicción papal en Inglaterra; después de lo cual obligó al clero de su país a reconocerle como cabeza suprema de la Iglesia anglicana. Dicha Iglesia y el rey con ella, se convirtió así a los ojos de todos los fieles católicos en una institución cismática, empezando a hacerse herética también, cuando disgustado Enrique por la actitud del emperador, que desaprobaba su proceder en asuntos eclesiásticos, comenzó, a pesar de su odio hacia Lutero, a intrigar, asesorado por un grupo protestante de sus consejeros, con los príncipes luteranos de Alemania, que habían conspirado contra el Imperio, para formar con ellos una alianza de caráter político en primer lugar, y matrimonial más tarde, a la muerte de su tercera mujer. Esta alianza, que de haberse llevado cabo hubiese resultado lesiva a los intereses austroespañoles, no llegó a realizarse. La princesa luterana alemana, enviada a Inglaterra, era menos sugestiva que su retrato; su boda con el rey fue formalizada, pero no consumada e inmediatamente disuelta por los obispos ingleses; el ministro que la había aconsejado fue decapitado, y el rey, volviendo a su antigua política hispanófila, comenzó a quemar luteranos por herejes, a la vez que, jactándose de imparcial, mandaba ahorcar como traidor cualquier católico que se negaba a reconocer su supremacía y autoridad religiosa.

Una situación eclesiástica de tal naturaleza -pues la reacción contra los progresos del protestantismo en tiempos de Eduardo VI no llegó más allá- parecía aborrecible a la reina María, que había heredado de su madre un espíritu de estricto catolicismo a la española, y que durante más de un año soportó con mal disimulada impaciencia el título de Ecclesiae anglicanae in terra sub Christo summum caput. María ansiaba desde el momento de su accesión al trono, salvar la distancia que, ensanchada durante el corto reinado de su hermano, había separado a Inglaterra de Roma, y buscó con ese fin la ayuda del Emperador. Sentía además profundo cariño por la patria de su madre, y, después de la anhelada reconciliación con el Papado, su mayor deseo era contraer matrimonio con el hijo y heredero de D. Carlos, el príncipe Felipe. Era la reina de más edad que éste, tenía más virtud que belleza, de carácter firme y desconocedora del miedo, como cuando, según escribe un cronista contemporáneo suyo, << desafiaba con voz varonil, a los rebeldes que atacaban su palacio >>. Tales cualidades no suelen ser precisamente las que un prometido anhela encontrar en su novia; pero Felipe era, antes que nada, patriota, tenía conciencia de lo que como príncipe debía a su país y aceptó sin titubear la misión, algo difícil, que le fue asignada. Se efectuó, con dos votos en contra, en la Cámara de los Comunes la reunión de las dos Iglesias, y cuantos se negaron a someterse al nuevo estado de cosas, incluso el primado de Enrique y otros varios obispos que sostenían un criterio marcadamente protestante, tuvieron que ser tostados, insistiendo al mismo tiempo el Parlamento en la conservación por la Corona y la nobleza de los bienes monásticos por ellas confiscados durante los dos últimos reinados.

El tratado de alianza matrimonial con España despertó entre los ingleses más recelos que la reconciliación con el Papado. Existía el temor de que tan íntima y personal unión entre los dos países pudiera significar el sacrificio de los intereses del estado isleño, más débil que su poderoso aliado; pero estas alarmas fueron disipadas merced a la cláusula que en el contrato matrimonial añadió el Canciller Gardiner, por la que se estipulaba que los Países Bajos españoles pasarían a manos del hijo mayor de Felipe y de María, aun cuando a la muerte de ésta su marido legase sus otros dominios a los hijos del anterior o de un nuevo matrimonio. Robustecido por la popularidad de este acuerdo (que fue nuevamente discutido en el siglo XIX, con ocasión de la proyectada boda de la hija de Jorge IV con el príncipe heredero de Holanda), Felipe no encontró dificultad alguna para convencer a su esposa y a los ministros de ésta de la conveniencia de tomar parte activa en la guerra contra Francia, emprendida por España en el año 1557, lo que dió por resultado el que un contingente de tropas inglesas formase parte de las fuerzas españolas que triunfaron en la campaña de San Quintín. Cierto que los ingleses no llegaron a tiempo para tomar parte en la gran batalla del día de San Lorenzo. << No participaron, dice el historiador inglés Froude, en la gloria de aquella victoria, pero sí en la vergüenza del saqueo >> que le siguió dos semanas más tarde, después del último asalto del ejército angloespañol contra la ciudad de San Quintín.

A pesar de estos éxitos la guerra le costó bien cara a María, pues en ella perdió, después de ocho días de sitio, la plaza de Calais que era el Gibraltar de Francia ( 1 ) y la última fortaleza y recuerdo del gran Imperio continental de los Plantagenet. Este contratiempo, unido a la desilusión que le causaba el no tener hijos, minó su salud y determinó su muerte. Cuando en el año 1558 dejó de existir, su reino se iba convirtiendo rápidamente en un satélite del sistema austroespañol de hegemonía europea.


(1) La reina Isabel, a los tres meses de su reinado, hizo un desesperado esfuerzo para recuperar la plaza de Calais por procedimientos diplomáticos, durante las negociaciones de paz de Cambray y de Cateau Cambresis. No lo era posible conseguirlo militarmente sin la ayuda de España; pero Felipe estaba, como escribió el mismo duque de Alba, su representante en Cambray (12 de febrero de 1559), << de todo punto imposibilitado para sostener la guerra >>. Alba y el obispo de Arras, sin embargo, hicieron a favor de Inglaterra cuanto pudieron, obteniendo de los franceses que devolvieran a la reina Calais con Guines y su distrito, en el estado en que se hallaban, dentro de un plazo de ocho años, quedando multados de lo contrario en medio millón de coronas. Al expirar los ocho años, los franceses faltaron al compromiso adquirido so pretexto de que en el intervalo Isabel se había apoderado del Havre y lo había ocupado; negándose a aceptar su disculpa de que el acto aquél estaba justificado por el hecho de haber adoptado para su uso las armas inglesas el delfín de Francia y María Estuardo. En esta ocasión Inglaterra no tuvo ayuda alguna de España ni tenía derecho a esperarla, pues un << Calais inglés >>, ni aun considerado como base de defensa de las Flandes españolas contra los ataques franceses, tenía interés primordial para España, y no valía para ésta la pena de correr por ello el riesgo de una nueva guerra con Francia.
Uno de los resultados del Tratado de Cateau Cambresis fue el matrimonio de Felipe con la princesa francesa Isabel de Valois, << Isabel de la Paz >>, como la llamaban los españoles.
La reina de Inglaterra, que había desairado las insinuaciones amorosas de Felipe, sintió sin embargo cierto despecho al recibir la noticia de la boda del rey, que le fue comunicada por el embajador de España. << La reina, escribió éste a su soberano, lanzó al oirme algunos suspiros mezclados con sonrisas, diciendo: " el nombre que lleva es de buena dicha ", a lo que la contesté que la culpa de tal enlace era suya más que de Vuestra Majestad; a ella le consta lo que sentí tener que aceptar su negativa. Finalmente, añadió ella, que Vuestra Majestad no estaría muy enamorado de ella cuando no la había esperado más de tres o cuatro meses. >> (FROUDE: De los comunicados del Conde de Feria en Simancas. )