Revista FUERZA NUEVA, nº 513, 6-Nov-1976
EL HONOR HISPÁNICO
EL diccionario de la Academia no llega a la raíz en su definición del honor. Es una definición tan general y desvaída que no toca en lo específico y originario del mismo. El honor se sienta como un rey en el nucléolo de la conciencia para exigir al hombre la intransigente fidelidad a sus compromisos y personales obligaciones, aun contra todas las conveniencias de la popularidad o de la ambición. Un hombre de honor camina por la vida con su palabra personal, que pone siempre por encima de todos los avatares de la fortuna. Y a esa palabra, que brota de su íntima convicción y decisión, que no va olfateando los aires que soplan en cada momento, a esa palabra se atiene con inquebrantable tenacidad. El honor no tolera dudas, ni indagación alguna sobre sus soberanos derechos. Si alguien se atreve a insinuar una mínima sospecha, se yergue con majestad en su trono de caballero y sus ojos se imponen con el fulgor sereno de la estrella de la tarde.
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Hombres de este temple van quedando cada día menos en esta época materialista de la historia. Hoy se alzan otras majestades espúreas y sin abolengo para reemplazar a la vieja majestad del honor. Pero todavía nos es dado contemplar algunas de esas inconmensurables y fascinantes majestades, que antes pululaban en nuestra raza. Ni era entonces ni es hoy necesario que se instalen en los palacios, entre aduladores serviles. Donde alguno de esos hombres de honor se presenta, se impone por su misma majestad. El oro tiene que esconderse en los sótanos bancarios y la opinión pública se guarece en las covachas estrepitosas de las rotativas. El honor no se prostituye al dinero, ni hace reverencia alguna a las muchedumbres entontecidas por el reclamo publicitario. No es posible derribarlo desde fuera, ni tampoco es posible esclavizarlo. Cuando un puñal sobornado llega tal vez a clavarse en el pecho, donde el honor puso su trono, cae un hombre (del que no era digno este mundo vergonzoso), pero el honor tiene allá arriba un trono reservado entre los reyes.
Sólo uno mismo puede desceñirse su corona para encasquetarse el gorro de cualquier payaso. Sólo uno mismo puede pisotear su propio manto con los pies sucios por el lodo de las mentirosas democracias. En ese caso, el honor muere. Queda un animal más de la especie humana de esos que vegetan en sus mezquinas apetencias para que parezcan más grandes algunos pocos regios corazones. Repitámoslo otra vez: ante ciertas exigencias, un hombre de honor vuelve las espaldas sin vacilaciones. No se preocupa de qué perspectivas se abrirán o se cerrarán ante sus pasos. Para él nada prevalece sobre la conciencia de su propia dignidad.
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Dice Vossler que, a través de la literatura española, lo mismo en la Edad Media que en los siglos de Oro, hay siempre un motivo que persiste: el sentimiento metafísico del honor. Almas primates aquellas que, sin radar y sin cerebros electrónicos, se sentían estremecidas hasta la médula por la metafísica del misterio. De ahí brotaba espontáneamente el honor, que hoy se esfuma con el relativismo y con los gases de la democracia. ¿Hemos avanzado? Yo recuerdo lo que alguna vez dijo Fórster, que se puede hablar por teléfono y ser un bárbaro. Y es evidente que un bárbaro no sabrá nunca plantearse la alternativa del honor.
Pedro MALDONADO
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