Por lo demás, el rey Fernando, ordenadas las cosas tocante a fronteras, cuando llegó la primera oportunidad de tiempo, reunido de nuevo un ejército, salió en ademán hostil hacia las provincias de Bética y Lusitania; y despoblados los campos de los bárbaros e incendiadas muchas granjas, acude al encuentro del mismo rey de Sevilla, Banahabet, con grandes regalos, y le suplica, por amistad y decoro del reino, que no quiera perseguir ni a él ni su reino. Mas el rey Fernando, según costumbre, compadecido de las humanas angustias, mientras se doblega a las súplicas del anciano bárbaro, manda hacer venir desde los cuarteles de invierno a todos los hombres buenos, para con su consejo disponer qué conclusión imponga a las súplicas del rey de los moros. Pero cuando lo hubo consultado, por decreto del consejo recibe los dones y manda que se le entregue el cuerpo de la mártir bienaventurada Justa, que en otro tiempo pasó a Cristo en Sevilla con corona de mártir, a fin de que fuese transportado a la ciudad de León.LAS RELIQUIAS DE SAN ISIDORO[1]
A estos imperiales mandatos, al punto dando consentimiento el bárbaro, prometió que él le daría el cuerpo de la beatísima virgen. Cuya promesa aceptada, cuando estuvo de regreso de aquella expedición en León, el rey Fernando convoca junto a sí a Alvito, venerable obispo de esta regia ciudad, y a Ordoño, reverendo prelado astoricense, y juntamente al conde Muño, y los envía con tropa de soldados a Sevilla para llevar el cuerpo de la susodicha virgen. Llegados ellos, refieren al rey Benahabet los mandatos del rey, a quienes él dijo: Sé haber prometido yo a vuestro señor lo que buscáis; pero ni yo ni ninguno de los míos podrá mostraros el cuerpo que deseáis; buscadlo vosotros mismos y, una vez encontrado, tomadio; yéndoos en paz. Empero, si con ocultación o en verdad el bárbaro dijese esto a nuestra embajada, apenas lo descubrimos; no obstante, las más veces, según son de vehementes las humanas determinaciones así también de volubles.
Lo que oyendo el egregio obispo Alvito, consuela a sus compañeros diciéndoles así: Según vemos, hermanos, a no ser que la divina misericordia ayude al trabajo de nuestro viaje, volveremos frustrados. Así, parece necesario, oh amadísimos, que pidiendo la ayuda de Dios, para quien nada es imposible, insistamos en este triduo con ayunos y oraciones, a fin de que la divina Majestad se digne revelarnos el oculto tesoro del santo cuerpo. Complació a todos la exhortación del obispo sobre que empleasen en rogaciones aquel triduo; y ya en el tercer día el sol había muerto en el recorrido cielo, cuando, sobreviniendo la cuarta noche, el venerable obispo Alvito insistía vigilante en su oración. Entretanto, mientras sentado en una silla apenas sustentaba sus descaecidos miembros y, recitando para sí no sé qué salmo, era embargado por el sueño, a causa del excesivo trabajo del velar, apareciósele cierto varón cubierto de venerables canas, vestido con ínfula pontifical, y hablándole en tal forma dijo: Sé de cierto que tú y tus compañeros vinisteis expresantemente para conducir con vosotros, llevándolo desde aquí, el cuerpo de la beatísima virgen Justa; mas, porque no es voluntad divina que esta ciudad sea desamparada con el apartamiento de esta virgen, la inmensa piedad de Dios, que no consiente despediros de vacío, os ha concedido mi cuerpo, llevando el cual regresad a vuestra tierra. A quien como el reverendo varón interrogase sobre el quién fuera el que tales cosas le encomendaba, dijo: Yo soy el doctor de las Españas y obispo de esta ciudad Isidoro. Y esto diciendo desvanecióse a vista de quien lo miraba.
Empero, despertado el obispo, empezó a congratularse de la visión y rogar a Dios con más insistencia, pidiéndole que si esta visión era cosa de Dios por segunda y tercera vez lo diese a conocer más cumplidamente. Orando de tal modo se durmió de nuevo; y he aquí que el mismo varón en el propio traje, hablándole de cosas no diversas que antes, desvanecióse de nuevo. Despertado por segunda vez el obispo, más alegre imploraba de Dios un triple aviso de la visión; así, mientras oraba a Dios con más empeño, un tercer sueño le embarga. Entonces, el susodicho varón, apareciéndosele como la primera y segunda vez, repitió por tercera lo que antes había dicho, y golpeando el suelo de tierra tres veces con la vara que tenía en su mano, mostró el sitio donde se ocultaba el santo tesoro diciendo: Aquí, aquí, aquí encontrarás mi cuerpo; y para que no te juzgues burlado por un fantasma, ésta será para ti señal de mi verídica plática: luego que mi cuerpo fuere sacado sobre tierra sentirás malestar corporal, a lo que siguiendo el fin de la vida, despojado de este mortal cuerpo, vendrás a nosotros con corona de justicia. Así, luego que puso fin a su plática, la visión se retiró.
Pues volviendo de su sueño el prelado, seguro de tan gran visión, pero más alegre aún por su vocación, llegado ya el día, exhorta a sus compañeros diciendo: Nos conviene, oh amadísimos, adorar con rendidas mentes la omnipotencia divina del Padre sumo, que se ha dignado adelantarnos en su gracia y no ha consentido que sea frustrada la recompensa de nuestro trabajo. En efecto, se nos prohíbe por querer divino sacar de aquí los miembros de la bienaventurada y dedicada a Dios virgen Justa; pero no llevaremos don menor, puesto que habremos de transportar el cuerpo del beatísimo Isidoro, que en esta ciudad obtuvo la ínfula del sacerdocio y toda España ilustró con su obra y su palabra. Y diciendo esto les dió a conocer ordenadamente el mandato de la visión. Lo que oyendo y dadas inmensas gracias a Dios, van juntos a la presencia del rey de los sarracenos y se lo manifiestan todo por orden. Espantóse el bárbaro, y aunque infiel, admirando, sin embargo, el poder del Señor, les dijo: Y si os concedo a Isidoro, ¿con qué me quedaré aquí? Por lo demás, no atreviéndose a desdeñar a varones de autoridad tan grande, da licencia para buscar los miembros del confesor. Cosas estupendas digo, relatadas, sin embargo, por quienes intervinieron en ellas.
Porque mientras se buscaba el sepulcro del bienaventurado cuerpo, se halló en el mismo suelo de tierra el vestigio de la vara con que el santo confesor había mostrado con triple golpe el lugar del monumento. El que descubierto, emanó tanta fragancia de olor, que a los cabellos de cabeza y barba de cuantos estaban presentes transcendía, como vapor y nectáreo rocío de bálsamo; pues el bienaventurado cuerpo estaba encerrado dentro de un estuche, hecho de madera de enebro. Y al punto que fué abierto, la enfermedad atacó al venerable varón Alvito, obispo, y al séptimo día, recibida penitencia, en las angélicas manos, según creyó la verdadera fe, entregó su espíritu.
Mas el obispo de Astorga, Ordoño, y todo el ejército, recibidos los restos del bienaventurado Isidoro y el cuerpo del prelado legionense, ya se apresuraban a regresar a la presencia del rey Fernando, cuando he aquí que el rey de los sarracenos, el susodicho Benahabet, echó una cortina tejida con admirable labor sobre el sarcófago del confesor bienaventurado, y lanzando grandes suspiros de lo hondo del pecho, dijo: ¡Ay, cómo te alejas de aquí, oh Isidoro, varón venerando! Sin embargo, tú mismo conociste de qué modo tu causa es también la mía. Estas cosas fueron notorias por aquellos que atestiguaron haberlo oído en persona.
Pero los embajadores, tomando el camino con tan gran dádiva concedida por el cielo, volviéronse a su tierra. A cuyo regreso, el gloriosísimo rey Fernando desarrolló grandes preparativos; pues aunque le entristecía la muerte del obispo legionense, no obstante, desarrolló fastuosa magnificencia por la traída del beatísimo confesor Isidoro. Cuyo santo cuerpo colocó en la basílica del bienaventurado Juan Bautista, que el mismo serenísimo rey, según poco antes recordé, había fabricado nuevamente en León. Mas el venerando prelado Alvito en la iglesia de la bienaventurada María, que había regentando por permisión de Dios, tiene su sepulcro.
[1]* Historia silense. Edic. original (latín), preparada por Francisco Santos. «‘Centro de Estudios Históricos’. Madrid, 1921, págs. 80-85.
El hombre que sólo tiene en consideración a su generación, ha nacido para unos pocos,después de el habrán miles y miles de personas, tenlo en cuenta.Si la virtud trae consigo la fama, nuestra reputación sobrevivirá,la posteridad juzgará sin malicia y honrará nuestra memoria.
Lucius Annæus Seneca (Córdoba, 4 a. C.- Roma, 65)
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