Es digna de notarse la equivocada idea en que murió Colón, al creer que sólo había descubierto el paso a las Indias por Occidente cuando lo que había hecho era hallar un Nuevo Mundo.
La equivocación era, sin embargo, muy disculpable. Colón no pretendió jamás descubrir nuevas tierras sino abreviar una ruta. Hubiera sido interminable, y hasta imposible, llegar por tierra al corazón de la India, y por lo mismo, había que contentarse con trasladarse a los puertos de Levante para cargar allí los productos de India, de la China, el Japón y el Extremo Oriente.
Todos los portugueses recordaban a aquel Preste Juan, y los españoles nos hacíamos cruces de que Clavijo, en tiempo de Enrique III, hubiese podido llegar hasta Samarcanda, con una embajada del monarca castellano para el Gran Tamerlán.
Eran por entonces los portugueses grandes navegantes, sobre todo desde que el infante don Enrique, desde Sagres enviaba expediciones a lo largo de la costa occidental de África, los unos retrocedían al llegar a cierto cabo, del que aseguraban no se podía pasar, de donde Cabo Non; otros retrocedían espantados al llegar a la línea equinoccial; allí hervía el mar...
Más audaz que todos, Bartolomé Díaz siguió por más abajo del Ecuador, y tan al Sur llegó que dobló el Cabo de las Tormentas, pero huyendo luego horrorizado ante las iras del gigante Adamastor, rey de aquellas aguas profundas; temerario Vasco de Gama, volvió a doblarlo, y llegó a la India.
El viaje era largo, peligroso, pero valía la pena emprenderlo. Entonces concibió Colón la idea de prescindir de la ruta a lo largo de la costa de África, doblar el Cabo Tormentario (cambiado después su nombre por el de Buena Esperanza) y cruzar por tantos canales. También, así quizá, podía llegarse más rápido a las Indias. Y así lo hizo Colón, movido siempre por la misma idea. Llegó a Cuba, y por lo pronto creyó que era el Catay y que tierra adentro podría llegar hasta la celestial Jerusalén, hasta que, reconociendo que era una isla, la creyó ser el Japón (Cipango).
Así se continuaba creyendo que América era el Extremo Oriente asiático, hasta que el nunca bastante alabado, y desgraciado, Vasco Núñez de Balboa, descubrió el Mar del Sur, que echaba por tierra todas las suposiciones de Colón: aquello no era Asia, sino un continente cuya existencia no se había sospechado nunca.
Detrás del Atlántico, y a cortísima distancia, había otro inmenso Océano, y forzoso era que existiese algún paso entre los dos. Se buscaron, pero todo eran fracasos. El ancho estero del Amazonas no era ningún paso; ni tampoco la vasta embocadura del Río de la Plata.
Así las cosas, y en tiempo en que ejercía la regencia de Castilla el cardenal Cisneros (1519), se le presentaron dos portugueses llamados Fernando de Magallanes y Ruy Falero, en suplica de que les fuesen aceptados sus servicios para descubrir el paso que en breve tiempo había de conducir del Atlántico al Mar del Sur, gracias a lo cual el camino para ir a las islas de las Especias resultaría mucho más corto que el que seguían los portugueses.
No se atrevió Cisneros a acceder a la petición, a pesar del favorable informe del Consejo de Indias, y recomendó a los dos portugueses esperasen la llegada del rey D. Carlos I, próximo a llegar.
Era Magallanes un expertísimo navegante y Falero, su compañero, un cosmógrafo y humanista eminente. Guiado Magallanes, como era natural, por las ideas de Ptolomeo y fiado en un mapa de Martín de Bohemia, propiedad del rey de Portugal, andaba Magallanes no menos errado que Colón en su idea de aquellas desconocidas regiones. Figurábase, en efecto, que en vez de prolongarse Sud-América de Norte a Sur, volvería hacia Occidente, no mucho más abajo de la línea equinoccial, y por lo tanto, ya que no diese con el paso, podría salir, costeando muy cerca del Cabo de Buena Esperanza, prometiéndose descubrir nuevas tierras durante la travesía.
Muchos eran los que dudaban de la eficacia del plan, pero otros le daban pleno crédito, pues Magallanes había vivido por espacio de siete años en las Indias Orientales dedicado al comercio de las especias, además de lo cual, entendiendo que las islas Molucas debían distar muy poco de Panamá, habían por ello de corresponder al rey de España, puesto que quedaban incluidas dentro de la línea de partición con Portugal.
Ya en Barcelona Don Carlos, el nuevo soberano, procedente de Flandes, recibió la visita de Magallanes y Falero, cuyo ofrecimiento acogió con entusiasmo y a quienes concedió el hábito de Santiago. Puestos a su disposición todos los medios que necesitaran, trasladáronse a Sevilla los dos aventureros para armar allí la flota, cuyo armamento corrió a cargo de la famosa Casa de Contratación.
No cabía en si de gozo Magallanes y tan seguro estaba de salir adelante en su propósito que antes de hacerse a la vela casó a su hija con un caballero portugués, alcaide de las Atarazanas de Sevilla; en cambio sintióse Ruy Falero acosado de tales remordimientos por haber enojado y traicionado a su rey don Juan III que enloqueció.
Cinco eran las naves de que se componía la expedición todas abundantemente provistas de víveres, armas y rescates, con 237 soldados y marineros, portugueses algunos y todo a coste del rey don Carlos.
Zarpó la flota del puerto de Sanlúcar de Barrameda el día 20 de septiembre de 1519. La nave capitana llevaba el nombre de Trinidad; el de las otras era: Victoria, Santiago, Concepción y San Agustín. Iba de piloto mayor el experto mareante Juan Serrano. Figuraban entre los demás capitanes Juan Sebastián del Cano, natural de Guetaria, Alvaro de Mezquita y Juan de Cartagena.
Haciendo rumbo bacía el Oeste, cruzó la flota de Magallanes el Atlántico hasta llegar al Cabo de San Agustín que señala el punto más saliente dela costa de América Meridional, en el Brasil, continuando luego siempre proa al Sur. Navegaban los buques sin perder de vista el litoral, por si se descubría el supuesto paso, pero pasaban días y nada interrumpía la continuidad de Tierra Firme.
Hacían los tripulantes frecuentes desembarcos para cazar, o cortar caña de azúcar para alimentarse, pero siempre sin el menor vestigio de ningún paso; una vez pudieron imaginarlo al descubrir un amplísimo golfo, pero a las pocas horas de haberlo remontado se convencieron de que sólo se trataba de un caudaloso río, —el Mar de Plata, —por lo cual retrocedieron.
A los seis meses de haber zarpado de Sanlúcar, o sea a fines de marzo, y siempre con rumbo al Sur, llegaban aquellos aventureros a una bahía que llamaron de San Julián, en la actual provincia argentina de Santa Cruz, sintiéndose un frío espantoso y cayendo abundantes nevadas. Saltaron en tierra algunos españoles para mirar que gente viviese por allí y no tardaron en quedar asombradísimos al dar con unos verdaderos colosos de once y catorce palmos de estatura, y aun algunos no les llegaban los nuestros a la cintura. Eran los que los marineros de Magallanes llamaron patagones por el desmesurado tamaño de sus pies; pero no menos sorprendidos quedaron ellos al contemplar «tan grandes navíos y tan chicos hombres».
Acogieron muy hospitalariamente aquellos buenos «gigantes» a los extranjeros, pero rompiéronse las amistades al pretender los nuestros llevarse por la fuerza a algunos para que los viera Magallanes, y ya no aparecieron más.
Dispuso el jefe de la expedición pasar allí la invernada y como no podía ser más triste la vida de a bordo ordenó Magallanes desembarcasen los soldados y marineros y viviesen en unas chozas de ramaje cubiertas con pieles que mandó construir. No fue gran remedio, pues como no aparecía alma viviente sufríase de modo cruel de hambre y de frío, hasta el punto de morir algunos, pues Magallanes «ponía grande regla y tasa en las raciones, porque no faltase pan» (Gomara).
Ante tamaña necesidad, y con tantos nevascos y falta de abrigo, avistáronse con Magallanes los capitanes de las naves y otros oficiales para rogarle no les hiciese perecer a todos «buscando lo que no había»; que se volviese a España y se contentase con haber llegado tan lejos como jamás hubiese alcanzado navegante alguno, pero a todo se negó el jefe, que procuró tranquilizar a la gente asegurando que en cuanto llegase la primavera cambiaría por completo la situación. Navegarían entonces hasta los 65 grados, pues se subía lo mismo y aun más, para ir a Escocia, Noruega e Islandia, y si llegados a dicha latitud no se encontraba el paso, se emprendería el regreso.
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
Ante la inflexibilidad de Magallanes y por haber sido castigados algunos de los que más insistían en la vuelta, subleváronse tres de las naves; consiguió el jefe apoderarse de una, y rindiéronse, por temor, las otras dos; pero no había de quedar impune la sedición, y no pudo ser más terrible el escarmiento: fueron ejecutados los tres capitanes y otras gentes, y fueron desembarcados en una isla cercana un clérigo que había sido el alma del complot así como Juan de Cartagena con sendas espadas y una talega de bizcocho, para que allí, o se muriesen o se matasen.»
Singulares parajes eran aquellos, donde los hombres semejaban gigantes y aparecían en el cielo constelaciones jamás vistas en el hemisferio boreal; la Cruz del Sur (y otras no conocidas antes y se llaman hoy el Centauro y el Can mayor, donde tan distintos de los de Europa eran los animales y tan horrible el frío en pleno julio.
Llegada la primavera, y a los cinco meses de permanencia en la bahía de San Julián, continuaron su marcha las cinco naves, siempre con rumbo al Sur (fines de agosto de 1520), haciéndose con gran lentitud la travesía, pues había que detenerse con frecuencia para reconocer la costa.
Llegada la flota a la punta de Santa Cruz, por los 50 grados latitud Sur, fue alcanzada por un ciclón la más chica de las naves, que se estrelló contra unas rocas, aunque se salvó la gente.
Por fin, hubo de resentirse el ánimo del intrépido capitán portugués, quien, dice Gomara, tuvo entonces «miedo grandísimo y andaba desatinado corno quien andaba a tiento; estaba el cielo turbado, el aire tempestuoso, la mar brava y la tierra helada. Navegó, aun, treinta leguas, y llegó a un cabo que llamó de las Vírgenes, por ser día de Santa Úrsula (11 de octubre de 1520). Tomada la altura del sol, resultó hallarse los buques a 52 grados 30 minutos de latitud austral. No tardó en advertirse ya allí que detrás de aquel cabo se veía un largo brazo de mar. ¿Se trataría de otro estero como el del Plata, o sería, por fin, el tan anhelado estrecho? Ordenó entonces Magallanes que tres de las navesse internasen por aquel boquete, a mirar,con aviso de regresar a los cinco días al Cabo de las Vírgenes, donde quedó aguardando con la capitana. Transcurrió el plazo y sólo volvieron dos... Había sucedido, que una vez en abierto, la tripulación obligó a su capitán Alvaro de Mezquita a regresar a España, a pesar de la enérgica resistencia que opuso a aquella deserción.
Temeroso entonces Magallanes por la suerte de dicha nave, internóse en el brazo de mar con los tres buques que le quedaban, y no podía ser más desolador el espectáculo que a los ojos de todos se ofrecía. Hallábase encerrado el estrecho entre dos abruptas costas, formadas por espantosos precipicios; todo parecía yacer en la oscuridad, a pesar de sor cortísimas las noches; el cielo aparecía cubierto de sombrías nubes y el mar se mostraba embravecido.
Leguas y más leguas se iban navegando sin que se viese el término, y para mayor espanto desencadenóse, al cabo ya de muchos dias, una furiosa tempestad, que llenó de miedo a todos, menos Magallanes, único que conservaba la serenidad y trataba de animar a las despavoridas tripulaciones.
Por fin, a los treinta y ocho días de navegación, en un trecho de ciento ochenta leguas, serpenteando por entre aquel laberinto de escarpadas islas, impetuosas corrientes y angostos canales salían las tres naos al mar libre, mar esplendido y tan tranquilo que los españoles le dieron el nombre de Pacífico, y no era otro que el mar que años antes había descubierto Balboa. Confirmada quedaba, pues, la existencia del paso que Magallanes se había comprometido a descubrir.
Equivocado aún Magallanes creía llegar en poco tiempo a las Islas de las Especias, que era lo que más le interesaba al emperador Carlos; cruzado el Estrecho que lleva su glorioso nombre hizo rumbo al Norte para llegar al Ecuador; cuarenta días, y más, transcurrieron sin ver tierra; morían de escorbuto muchos tripulantes; guisábase el arroz con agua de mar. Al cabo de largo tiempo hubo de resultar que en vez de surcar los mares de la Malasia donde están las islas Molucas, navegaban los buques por la Micronesia, sembrada de islas de coral, a lo cual siguieron los descubrimientos de las islas de los Ladrones,—después Marianas,—y del archipiélago filipino.
Allí, en Filipinas, murió desventuradamente Magallanes (agosto de 1521), victima de la traición de un reyezuelo; confiado el mando a Elcano, llegaron los españoles a Borneo, donde supieron se habían dejado atrás las Molucas. De todas formas, no podía ser más brillante el resultado de la expedición, pues Magallanes había descubierto el paso del Mar del Sur y Elcano habia llegado por occidente a las Islas de la Especiería.
En tanto era calafateada la capitana para dirigirse a Panamá o algún puerto de la costa occidental de Méjico, adelantóse Elcano con la Vitoriapara regresar a España, dobló el cabo de Buena Esperanza, y en setiembre de 1522, al cabo de tres años de ausencia fondeaba de nuevo en Sanlúcar de Barrameda, resultando que el insigne marino guipuzcoano había sido el primero en dar la vuelta al mundo. Primus circumdedisti me, como rezaba su escudo de armas, que tenía por cimera el mundo.
«Tardaron en ir y venir, dice Gomara, tres años menos catorce días; erráronse un día en la cuenta, y así comieron carne los viernes y celebraron la Pascua en lunes; olvidándose también del año bisiesto»
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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