Fuente: Misión, Número 397, 24 Mayo 1947. Página 3.
A LA LUZ DE LA HISTORIA
FERNANDO VII, EN BAYONA
Por Melchor Ferrer
Ningún rey ha sido más zarandeado por los llamados historiadores que Fernando VII. Una densa niebla rodea su historia, su vida y sus acciones, creada por el odio que constantemente le tuvieron los escritores liberales, ya que nunca fue de los suyos. Ni siquiera cuando, dominado por María Cristina, preparaba el triunfo de las ideas constitucionalistas, le han ahorrado estos juicios adversos que recogidos como moneda sana y corriente todavía nos sirven en nuestros días. No es que intentemos o pretendamos hacer su apología ni tomar su defensa. Nada tan lejos de nuestro concepto de rey ideal como la figura de este monarca constantemente dominada por lo que llamó Mella «La musa temblorosa del miedo».
Los liberales del siglo pasado y del actual que esgrimieron las plumas contra Fernando VII, pasaron en silencio lo que este rey tuvo de bueno o aceptable, y exageraron lo que era defectuoso o francamente malo. Así, esta figura, entenebrecida por la pasión sectaria de los adversarios al régimen absolutista, se convierte en caricatura de rey, con lo que los historiadores ad usum, no diré Delphini, sino revolucionario, han llenado la imaginación de las generaciones que le sucedieron, con el plan preconcebido de ridiculizar la institución monárquica. Liberales doceañistas, constitucionalistas, masones, carbonarios, anilleros y comuneros, liberales isabelinos, lo mismo moderados que progresistas, revolucionarios septembrinos, republicanos, socialistas y socializantes, toda la masa de la España revolucionaria y sectaria ha tratado a Fernando VII con despiadado odio, por haber sabido aquel rey sustraerse a las ambiciones y designios de la grey liberal.
Si consideramos las escenas de Bayona, nos daremos cuenta, si la reflexión es objetiva, sin sujetarnos a sugerencias e interpolaciones sectarias, de que en aquellas jornadas nada gloriosas hubo una pugna entre María Luisa, violentamente apasionada, contra los enemigos de Godoy y Fernando VII. Existe tan sólo Carlos IV como juguete entre ambos contendientes. Ella, la reina madre, aconsejada por Godoy, Fernando con su no mejor consejero, Escoiquiz, que si durante cierto tiempo pudo ser confidente de Fernando, los hechos han demostrado que nunca el rey se entregó por entero en sus brazos. Y en aquella pugna, en que se debaten las condiciones de una renuncia que no era válida, Fernando se mantuvo con dignidad, pues de haberse rendido a la primera sugerencia de Napoleón, las escenas domésticas no hubieran podido suceder. Pero es que Fernando no sentía inclinación a aceptar las tentadoras promesas de Bonaparte; no las sentía, decimos, y por esto rehusaba, y de aquí que las discusiones se prolongaran, que María Luisa, impulsada por Godoy, reprochara al hijo de desobediencia, casi diríamos deslealtad, al padre, hasta que, llevada por su exaltación, prorrumpiera en frases que al sonar a injuria, recaían sobre sí misma. Todo lo cual indica energía de Fernando, deseo y aspiración de resistir a las imposiciones de Napoleón y, por tanto, sentido de la majestad real.
Incluso llegó a aceptar el retorno de la corona a Carlos IV, haciendo observar que no intervino para nada en el motín de Aranjuez, pero supeditando este retorno de la corona a su padre a estar éste libre en Madrid y con las Cortes convocadas. Es decir, sacarlo del extranjero, donde había coacción, y hacer la corona independiente entre los vasallos españoles. Claro está que tampoco esto se lo agradecen los liberales, ya que éstos, tomando como blanco a Fernando VII, tiran más allá, no a la persona, sino que asestan sus disparos contra la institución real.
Más tarde, con aquella lógica que asombra no sea advertida de muchos escritores, se reintegró a su empleo de capitán general y se devolvió el título de duque de Alcudia al infausto Godoy. Lo hicieron en 1847 los moderados, tan liberales como los demás, y se autorizó su regreso a España. Se llegó a nombrar una comisión de cuatro árbitros –dos por su parte y dos por la del Gobierno– para tratar de la indemnización o devolución de sus bienes. Godoy no regresó a España, pero tuvo la satisfacción de figurar de nuevo en la cabeza del generalato español. Y en aquellos tiempos en que por un quítame allá estas pajas cualquier general se pronunciaba, no hubo siquiera uno de la España liberal, moderada o progresista, que protestara contra aquel oprobio para el glorioso y sufrido Ejército español.
En cuanto a Fernando VII, nadie procuró de rectificar los juicios que le son adversos. Ya hemos dicho que la lógica de los liberales era aplastante: Godoy era su precursor; Fernando, su enemigo; reivindicaron al primero y dejaron en el abandono al último.
Fue ésta la tónica de la historia liberal del siglo XIX: Godoy, loa y glorificación de los afrancesados; Fernando y los realistas, denigrados. Hasta nuestros días este juicio sectario ha ejercido su poderoso imperio; las generaciones se han sucedido con esta influencia morbosa, y el liberalismo arraigó en lo más íntimo. Es difícil, obra de titanes, desarraigar aquellas raíces.
Sin embargo, y además de aquella resistencia de Fernando en Bayona, que sólo terminó cuando la imposición imperial llegó hasta el dilema de renunciar en el término de seis horas o bien atenerse a las consecuencias, nos quedan documentos de Fernando VII en que se hace patente su posición al lado del pueblo español.
En los mismos días en que se consumaba la violencia de Bayona, cuando ante el corso inflexible el rey temblaba, y no sin motivos, por su vida, Fernando consiguió comunicarse con los asturianos, alentándolos a la resistencia. La Junta de Asturias recibió desde el destierro, mejor dicho desde el cautiverio, palabras de aliento, que puestos a exhumar textos, y aunque no los recojan los historiadores antifernandinos, bien merecen ser tenidas en consideración. Se había ofrecido a Fernando el reino de Nápoles y a Carlos el de Etruria. Ambos los habían rechazado, lo que demuestra la violencia de la presión de los agentes de Napoleón y del mismo emperador. Al fin, ante aquella especie de ultimátum, Fernando renunció la corona en su padre; pero no aceptó favor ni compensación por su sacrificio. Es decir, cedió a la violencia cuando no tenía libertad de acción. Y en aquellos momentos, como grito del corazón, en su españolismo que nunca dejara de demostrar, Fernando dio a conocer su pensamiento en un pequeño escrito que a continuación reproducimos, que le hace presente al lado del pueblo en aquel alzamiento glorioso del Dos de Mayo.
«Nobles Asturianos: Estoy rodeado por todas partes; soy víctima de la perfidia; vosotros salvasteis la España en peores circunstancias, y hoy, aprisionado, no os pido la Corona, pero sí que vindiquéis (arreglando el plan con las Provincias inmediatas) vuestra libertad de no admitir un yugo extranjero, y sujetéis a este pérfido enemigo, que despoja de sus derechos a vuestro desgraciado Príncipe Fernando. Bayona 8 de Mayo de 1808.»
Fácil ha sido a los autores liberales reproducir aquellas cartas que amañadas o hasta inventadas se publicaron por orden del emperador en el Monitor. Y decimos amañadas y también inventadas porque hoy la sana crítica histórica francesa las rechaza como obra falsa sin otro objeto que desmoralizar a los españoles. Procedimiento antiguo y que no ha muerto todavía en las lides políticas internacionales, pero que los amantes de la Historia saben colocar en el lugar que le corresponde. Napoleón era maestro consumado en estas falsedades. Sólo la pasión sectaria de los autores liberales y el servilismo a todo cuanto nos llegaba de Francia explican cómo pudieron tenerse las cartas por auténticamente indiscutibles y cómo muchos aún las tienen hoy por artículo de fe. Y como la carta a los asturianos no servía a sus fines, los liberales decidieron y siguen firmes en silenciarla.
Los españoles supieron siempre que las renuncias de Bayona habían sido arrancadas por la violencia y la coacción. Sabían también que no estaban libres los príncipes ni Fernando cuando firmaban lo que se le antojaba a Napoleón. Una de las más ilustres personalidades de la resistencia española contra Napoleón y la invasión francesa, el obispo de Orense, don Pedro de Quevedo y Quintano, en su «Respuesta dada a la Junta de Gobierno por el Ilustrísimo Señor Obispo de Orense, con motivo de haber sido nombrado diputado por la Junta de Bayona», hacía notar que donde estaban Fernando y los infantes «no podían ser libres», pues «se han contemplado rodeados de la fuerza y del artificio y desnudos de las luces y asistencia de sus leales vasallos», por lo que «exigen (las renuncias) para su validación y firmeza, y a lo menos para la satisfacción de la Monarquía española, que se ratifiquen, estando los reyes e infantes que las han hecho, libres de toda coacción y temor».
En otro documento fechado el 17 de junio de 1808 se dice que el rey Fernando «está rodeado de guardias francesas; se le ha separado de los de su comitiva; se le ha reducido a un estado miserable, y aún se le ha amenazado con la pérdida de la vida» («Manifiesto o declaración de los principales hechos que han motivado la creación de esta Junta Suprema de Sevilla, que en nombre del Señor Fernando VII, gobierna los reinos de Sevilla, Córdoba, Granada y Jaén»). Y anteriormente, en la proclama de la Junta de Gobierno de Sevilla del 29 de mayo del mismo año, ya se consideraba lo acaecido en Bayona como «nulo por el estado de violencia y opresión en que se ha hecho».
Esto lo sabían perfectamente los españoles, sabían igualmente que su guardia estaba encomendada a un comandante de origen judío de la Nacional de Bayona. Sabían que no había transigido, ni aceptado la permuta de la corona con el reino de Etruria, ni luego con el de Nápoles. Sabían que la coacción y violencia eran empleadas contra la familia real. En estas circunstancias, como que no hubo libertad, no existe razón alguna para dar importancia a nada que se escribiera en tales condiciones.
Pero todavía queda otro documento que es necesario reproducir:
«Amados Pueblos:
Aunque son desfiguradas las noticias que me llegan, sin embargo me convencen de vuestros esfuerzos, hijos de vuestra fidelidad y de vuestro amor, y ya solo debo hablaros de mi reconocimiento y de vuestra constancia. ¡Plegue al Cielo pueda ir a acreditároslo algún día! Acaso depende solo de vuestra consequencia. Para vuestro valor es muy débil la barrera que se os opone. El heroísmo de vuestros compatriotas en el Norte: las nuevas ideas de aquellos dominios: y el suceso de Córdoba, todo os convida. Dudo si ésta y las que le acompañan para Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, Extremadura, Castilla, Galicia y las Montañas llegarán; pero por si no, qualquiera que llegue debe publicarse. Por estas protexto en la misma forma que lo hice en mi renuncia, su nulidad, y de quanto se establezca en el Congreso de Bayona. Debo preveniros la estrecha atención en cortar el paso de vuestro intruso Monarca que se previene a salir, y la de su cuñado Murat que regresa a esta. Si llegaseis a pisar la Francia, esta Francia miserable esclava, aseguradla no será inquietada: que solo buscais la persona de su usurpador; las de mi Tio y Hermano, la mía, y la de Godoy y sus sequaces. Sí, esta Francia debe mereceros toda consideración; ella es inocente en las tramas que alborotan toda la Europa; llora incesantemente la muerte de seis millones de ciudadanos sacrificados por un capricho orgulloso, y en su alma celebra los rompimientos de los dos Emperadores. Si la proporción y confianza correspondieran a mis deseos todos los días, todos los días os certificaría de mi existencia, los gastaría enteros en que Palafox, Ezpeleta, Cervellon, Castaños, Morla, Chavarria, Maturana, Filangieri, Cuesta y los Navias supieran mis ideas; mas no puede su Rey. ¡Ay! ¡Aún se dará por bien satisfecho de que lleguen a las Juntas centrales estas líneas ilegibles que forma del modo que puede vuestro infeliz Monarca en su destierro y 7 de Junio.= Fernando.= Está rubricada.
Puede que el Infante Carlos hoy haya escrito en todo conforme.»
La fecha de esta carta indica que Fernando VII conocía ya el levantamiento del pueblo español y que estaba tan seguro de la victoria de nuestras armas, que hacía un llamamiento a su misericordia a favor del pueblo francés, que después de haber sufrido los horrores de la revolución debía soportar el yugo del emperador. Es decir: fe en el pueblo de España, seguridad en la victoria y compasión para el vencido. Este, como otros documentos de Fernando VII posteriores a su regreso a España, expresan una personalidad muy distinta de la caricatura forjada por los liberales.
Y además hemos de señalar la seguridad que tiene de que comparte el infante Carlos María Isidro aquellas esperanzas en la victoria de nuestras armas. Y se explica porque sobre el afecto fraternal de ambos hermanos existía la convicción en Fernando de la entereza del infante –al que más tarde los carlistas aclamaron y juraron como Carlos V de la legitimidad española.
El incidente ha sido conocido generalmente a través de la Historia, de R. Sánchez. No estará de más que de los documentos de la época reproduzcamos las palabras del infante en la reunión celebrada el 5 de mayo, presidida por Napoleón y Carlos IV, a la que asistieron la reina María Luisa, Godoy y Ceballos, entre otros.
Es ésta la famosa reunión en que María Luisa, exacerbada por su pasión por Godoy, increpó tan dura como injustamente a Fernando VII… Napoleón cortó aquel violento exabrupto actuando de moderador, diciendo: «A Fernando yo le doy el reino de Nápoles, y a Carlos, el de Etruria, y los casaré con dos sobrinas mías; digan ellos si les acomoda este partido.» Y entonces, antes de que hablara Fernando, con gran entereza, don Carlos María Isidro contestó: «Yo no he nacido para ser rey, sino infante de España; y tú, hermano y rey mío, habla, no te cortes, defiende tu derecho…, eres español; toda tu nación estará pronta a sacrificarse por ti y por su independencia. La Providencia guiará a la fiel nación, que a su tiempo tomará la venganza contra un emperador separado de sus mismos principios y aún desposeído de todo derecho y razón. ¡Ah Fernando! ¿Quién te quita la corona de España? Un Godoy traidor, tramador de la muerte de nuestro padre, usurpador de la legítima dinastía, delincuente de oprobios y criminal en la religión. ¿Y quién autoriza estos designios? La tiranía de un emperador en quien pensábamos tener asilo. Nos engañamos; pero ha faltado a los derechos de soberano…»
Dejemos el lenguaje propio de la época y notemos en el infante don Carlos el mismo e idéntico espíritu de cumplimiento del deber que más tarde la caracterizará, cuando se enfrente con su hermano Fernando VII y luego con el representante en Portugal de María Cristina. Es decir, espíritu austero, que sabe ser infante de España a su tiempo y rey de las Españas cuando la ley sucesoria le llama a ello. Porque en estas sencillas palabras del infante está perfectamente representada su personalidad. Infante sin ambiciones; pero de carácter enérgico, al que no arredran las glorias imperiales ni siquiera las imposiciones violentas; más tarde, al austero deber piadosamente fiel, rechaza honores y fortuna, cuando ser rey de la legitimidad implica la pobreza y el destierro.
En lo que acabamos de decir se nos muestran Fernando VII y el infante Carlos María Isidro bajo aspectos poco conocidos. Se habla mucho de revisar nuestra historia; bajo el peso de la losa de la formación histórica liberal esta revisión es inconcebible; pero debe hacerse, y se debe hacer sin prejuicios que un siglo y medio de historia «oficial» liberalizante ha extendido por toda España. Bien está que recomencemos nuestra historia, no en el XIX, ni siquiera en el XVIII, sino también en el XVII. Librarla de las influencias no solamente de los liberales, sino de los juicios antiespañoles que han sido recogidos por los extranjeros. Por mi parte he comenzado; pero cuando miro alrededor veo que estoy solo.
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