Texto extraído de la revista “ La Voz de San Antonio “ ( A la cual está suscrita mi señora madre ); del Número 1.792, Marzo-Abril 2006.



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Fray Gabriel de la Dolorosa Calvo, franciscano


( XXXIII )


CRUZ DE CRUZ


La Iglesia en España :



Si el periodo del Pontificado del Beato Pío IX fue por demás agitado y turbulento, no se quedó atrás el de España en esos años y anteriores.



Desde el punto de vista religioso, tanto Napoleón como José Bonaparte cometieron en España continuos atropellos, que excitaron los ánimos del pueblo español, horrorizado ante su vandalismo antirreligioso.



Lógicamente surgió una elevada y católica tendencia, que muy pronto se vio anulada por las Cortes de Cádiz, animadas de un espíritu jansenista y anticatólico, que desembocó con la libertad de imprenta, la abolición del Voto de Santiago y la del Santo Oficio. En resumen elaboraron una Constitución, que ha servido de base y modelo de las reformas y constituciones anticlericales. El consejo de Regencia, que presidió D. Pedro de Quevedo, insigne prelado, manifestó una tendencia elevada y católica, que fue anulada por las Cortes de Cádiz.



Con la llegada de Fernando VII se puso fin a ese estado de cosas. Se llamó inmediatamente al Nuncio colmándolo de honores, se restableció la Inquisición, se admitió de nuevo a las Órdenes religiosas y hasta se introdujo a la Compañía de Jesús, que comenzaba a renacer.



Fernando VII se esforzó por levantar el estado de la Nación, tanto en lo material como en lo religioso para lo que contó con toda la colaboración de la Iglesia, que le dio toda clase de facilidades hasta que estalló de nuevo la revolución de 1820. El estado de anarquía y de descomposición de España concluyó con la intervención del duque de Angulema, apoyado por el pueblo descontento de sus gobernantes. En efecto, se restablece la autoridad real y se inicia un periodo de reacción católica, que restableció el estado de cosas. Se permitió la vuelta de los jesuitas y se restituyó en sus puestos tanto a los clérigos como a los obispos.



Muerto el rey estalló inmediatamente la guerra civil con las luchas fratricidas entre carlistas y liberales, que ensangrentaron España en el siglo XIX. La situación religiosa en el territorio de los liberales fue empeorando, pues se veía bien a las claras que el elemento católico estaba de parte de los carlistas, contribuyendo a todo esto, la rotunda negación de la Santa Sede a reconocer el gobierno de Madrid, que éste exigía. Se estaba preparando el caldo de cultivo para los sucesos de 1834 y 1835. Comenzó en el primero de estos dos años, el periodo del terror para la Iglesia Católica. Se acusa a los frailes como causantes de la epidemia de cólera, que invadió a Madrid y ante los triunfos de los carlistas, se lanzan a las calles de Madrid manadas de sicarios y asesinos, que azuzados por la masonería asesinaron bárbaramente a 15 jesuitas del Colegio Imperial, luego a un buen número de dominicos del convento de Santo Tomás y unos 50 franciscanos del convento de San Francisco el Grande, concluyendo el trágico día con el asesinato también de ocho religiosos mercedarios.



Esta tragedia fue la señal de batalla para los revolucionarios, masones y anticlericales que ya se multiplicaban por toda España. El gobierno permaneció impávido y no hizo nada por impedir dichas atrocidades y así al año siguiente se repitieron los degüellos de frailes en Abril de 1835 en Zaragoza y Murcia; en Julio, para conmemorar los sucesos del año anterior en Madrid, fueron asesinados en Reus casi todos los franciscanos y carmelitas de los dos conventos de la población; en Barcelona, se incendiaron durante la noche innumerables casas religiosas; en Murcia, se repitieron una vez más, las terribles escenas de muerte y destrucción. Entretanto, el gobierno, cómplice de todo ello dio una verdadera inundación de decretos vejatorios y persecutorios de la Iglesia a la que quería aniquilar. Se llevó a los obispos a los tribunales eclesiásticos tachándolos de “ carlistas “; se castigó severamente a los predicadores y confesores acusándolos de supuestas faltas a la Constitución y se suspendió de nuevo la Compañía de Jesús. Es más, en Octubre de 1836, se prohibió a los fieles toda comunicación con Roma. De esta forma continuaron las cosas durante los siguientes años en los que los diversos gobiernos se disputaron la primacía en la persecución religiosa.



Poco después, durante la regencia de Espartero, se renuevan las violencias y vejaciones contra la Iglesia, la persecución y destierros de los obispos y de tantos párrocos; la plaga de los administradores eclesiásticos intrusos, el cierre del tribunal de la Nunciatura. Es entonces cuando se procede a la más inicua confiscación y venta de los bienes de la Iglesia. A este robo sacrílego lo llama la Historia la “ desamortización “, realizada por el ministro Mendizábal. Con lo robado se enriquecieron a poca costa todos los amigos de los gobiernos liberales.



Estas iniquidades hicieron que el Santo Padre se dirigiera a través de una carta Encíclica a toda la Cristiandad pidiendo oraciones por nuestra Patria, para lo cual concedió un jubileo extraordinario. Dios escuchó las oraciones de la Iglesia y la reacción católica, que ya comenzaba a alborear en España fue adquiriendo cada vez más consistencia, hasta el punto de restablecerse muy pronto las relaciones con la Santa Sede poniendo orden en la Iglesia y anunciando para los católicos un nuevo periodo de paz y tranquilidad. De todo esto se infiere que el Enciclopedismo y la incredulidad fueron sin duda los que más daño infligieron a la pureza de la Fe. Los afrancesados, imbuidos en el espíritu volteriano, trabajaron para inocular el veneno de la incredulidad por toda nuestra Piel de Toro. Las tendencias heterodoxas, antipontificias y jansenistas se manifestaron bien claramente en las Cortes de Cádiz. Pero los que más daño hicieron a la verdadera Fe fueron las sectas secretas, siendo una de las famosas la “ Sociedad de caballeros comuneros “.



En la segunda mitad del siglo XIX España siguió desgraciadamente por los mismos derroteros del desorden, aunque al fin predominó la sana reacción católica. En 1844 se iniciaron las negociaciones para un convenio con la Santa Sede. Con la llegada del delegado apostólico Brunelli en 1847 y la provisión de las Sedes vacantes pareció allanarse el camino por demás lleno de dificultades. Pero la masonería no podía consentir tan largo periodo de paz para la Iglesia. Se suspende de nuevo el Concordato y ante las protestas de los obispos, algunos fueron desterrados como Monseñor Costa y Borrás de Barcelona y Monseñor Orcos San Martín de Burgo de Osma.



Afortunadamente en 1851 el Concordato se puso en vigor, se dio libertad a las Órdenes religiosas, se promulgó solemnemente la bula de la Inmaculada y se restablecieron las relaciones con la Santa Sede. ¿ Habría llegado la paz para la Iglesia ? No. Desde 1866 comenzaron de nuevo los elementos revolucionarios, azuzados por la masonería, a hacer de las suyas. Se suprime de nuevo la Compañía de Jesús, fueron abolidos todos los conventos, bandas de forajidos incendiaron iglesias y monasterios y se dilapidaron todos los bienes de la Iglesia.



Ante todo esto, el corazón ya cansado del Santo Padre, sangraba de una manera por lo demás tremendamente dolorosa. Otro sorbo más del cáliz de la amargura, de la cruz de cruz de su vida pontificia.