Revista FUERZA NUEVA, nº 426, 8-Mar-1975
"LOS INTELECTUALES Y EL NUEVO ESTADO" (JOSÉ MARÍA PEMÁN, 1937)
Por estimarla de indudable interés actual, pese al tiempo transcurrido y a la diferencia de circunstancias -lo que acentúa y perfila su valor objetivo- insertamos a continuación la alocución que con este mismo título pronunció don José María Pemán ante Radio Nacional de Salamanca el 18 de marzo de 1937, suprimiendo solamente algunos párrafos que en nada alteran su sentido.
Valga ella como respuesta exacta sobre el tema de nuestro epígrafe para quienes preguntan cuál fue en aspectos concretos el espíritu del 18 de Julio, y también de luminosa regla para juzgar el hacer y decir de cuantos gobernantes o gobernados han tenido que ver durante los últimos años con la materia a que se refería el señor Pemán en esta alocución, es decir, para medir la fidelidad al 18 de Julio y a la Cruzada en sectores tan fundamentales y polémicos como el expresado.
***
“Es preciso ya ir diciendo con palabra clara y mente serena, la posición del nuevo Estado que nace, frente a la inteligencia y hasta, si queréis más concretamente, frente a esos que con nombre tan desacreditado como insustituible, para entendernos rápidamente, se llaman los intelectuales. Hay que hablar de esto y hay que hablar con el ánimo íntegro, equidistante de los dos posibles sobornos; del soborno, de una parte, de la aureola de los nombres más o menos legítimamente consagrados; del soborno, de otra, de la vulgar y populachera actitud que quisiera resolver de una plumada expeditiva y desdeñosa problema tan complicado como el de la incorporación de los obreros de la inteligencia a una revolución y a un Estado nuevo.
No es ésa tarea burda de limpieza y fregado, sino tarea exquisita de manipulación de un tesoro patrio, cuya responsabilidad tenemos frente al porvenir: tarea que hay que realizar con mano dura para el expurgo necesario, y al mismo tiempo con el máximo cuidado, para no desperdiciar ni un átomo, ni una partícula de aquella parte de la inteligencia nacional, que sea todavía susceptible de aprovechamiento y de redención.
Creo, para tratar de este asunto, tener un poco de autoridad: no de autoridad intelectual, que la mía es mínima y modestísima, pero sí de autoridad moral; porque creo que fui de los primeros que, cuando más en auge estaba el funcionamiento de aquella cooperativa intelectual, que concedía vales de talento contra reembolso de incondicionales sumisiones, denuncié ante el país la enorme traición nacional que se estaba consumando. Yo les dije desde la tribuna de “Acción Española” cómo en esa sociedad comanditaria para el progresivo cultivo de la barbarie que en España funcionaba, si el pistolero y el atracador eran socios activos y de número, muchos intelectuales eran socios protectores y de honor. Yo troqué voluntariamente las complacencias y sonrisas de los pseudo-intelectuales por la austera soledad de la verdad íntegra y de la sinceridad total. Yo fui de los primeros que le perdí en España el respeto a ciertos nombres intangibles...
En nuestro Siglo de Oro no existió problema alguno intelectual. El intelectual -lo mismo fuera poeta dramático, que teólogo, que político- no era sino el heraldo y vocero de un pensamiento único que era unánime en la sociedad y oficial en el Estado. En un pueblo como el nuestro, que había hecho bandera y misión de la lucha contra el protestantismo, es decir, contra el libre examen, contra la independencia anárquica del pensamiento, no se concebía más que la completa unanimidad ideológica de la cabeza a los pies de la sociedad. El tipo del intelectual disidente, individualista y protestatario, duro y solo como un monolito en medio de la común llanura, era entonces incomprensible, como incomprensible era todo lo que fuera partido, división o secta. Un hombre del Siglo de Oro se hubiera asombrado de que un poeta, un escritor, un intelectual cualquiera dijera que hablaba en nombre de la derecha o de la izquierda, es decir, a nombre de un trozo o pedazo de la nación. No; la inteligencia que es la facultad por esencia aguileña y comprensiva, no se concebía entonces más que hablando a nombre de la ancha totalidad estremecida de España.
Esto empezó a variar en nuestro siglo XVIII, cuando rotas todas las viejas unidades y debilitado nuestro sentimiento unitario y nacional, se producen en España todas las escisiones y dualismos. Primero luchan entre sí las tertulias y cenáculos: afrancesados y patriotas; clasicones y románticos; doña Margarita de Mola, que ya da té a sus tertulianos, y doña Frasquita Larrea, que sigue dándoles nada más que chocolate; luego luchan los dos frentes intelectuales: tradicional y enciclopedista. Luego, pasando del pensamiento a la vida, luchan los partidos: serviles y liberales, moderados y progresistas; luego, las regiones, luego, las clases, y ahora [1937], lucha media España contra otra media. Liquidación final de un periodo de escisiones y rupturas: última raja, de lado a lado, sobre esta España que hace dos siglos se le cayó a Dios de las manos, y por los peldaños de su trono ha venido, golpe a golpe, abriéndose en dos.
Pues bien, en esta hora solemne, esta guerra que peleamos es guerra de integración nacional, de sutura y pegamento de todos estos pedazos físicos y morales de España. No es guerra de clases ni de partidos; no lucha una cosa de España contra otra cosa de España: lucha España contra lo que no es España. La nación se reconquista a sí misma. Nosotros no admitimos más calificativo que el de nacionales: nada de izquierdas ni de derechas. Nosotros reclamamos para nuestro movimiento una españolidad plena y totalitaria: no nos contentamos con pedazos, residuos o fragmentos de una España que queremos para nosotros íntegramente, con ambiciosa anchura de posesión nupcial...
Para nosotros, como ha explicado luminosamente José Antonio Primo de Rivera, con palabras que la incertidumbre rodea ahora de la sobria melancolía de las lápidas, la derecha española tenía un hondísimo sentimiento nacional, pero su sentido social era débil, poco decidido y profundo; y, en cambio, la izquierda española tenía un verdadero sentido social, que se hacía irrealizable, destructor y antieconómico, porque carecía de verdadero sentido nacional. Nosotros no peleamos, pues, a nombre de ninguno de esos sentidos laterales o incompletos, sino a nombre de una integración total, que tome de la derecha el sentido nacional, y de la izquierda la preocupación de lo social...
Durante un siglo largo, desde que se montó el tinglado canovista y sagastino, los dos partidos en lucha, la vida pública española estaba montada sobre un pie de farsa o insinceridad, que denunciaban simultáneamente la extrema derecha y la extrema izquierda. En estas dos orillas, al margen por carlistas unos, por republicanos los otros, del tinglado estatal y público, , se refugiaban entre mil impurezas muchas ansias ciertas de honestidad y de decencia, y en este sentido paradójico, con estar contrapuestas, estas dos orillas se parecían más entre sí, que no se parecían al río turbio y revuelto que pasaba por en medio.
Por eso en esta España, que aparecía artificiosamente dividida en dos -porque así era necesario al juego político- algo había que se hacía señas desde lejos y se citaba para una posible concordia futura...
Pues bien, ahora, por modo definitivo y solemne, con llamamiento de cañones y señuelo de sangre, se presenta a todos la última coyuntura de integración nacional. A todos, y muy especialmente a los intelectuales, que tienen profesionalmente la obligación de conocer agudamente toda la solemnidad histórica del momento. Para el delito de alta traición nacional que significa el pacto masónico, judío o internacionalista, cometido con la agravante de la inteligencia, el nuevo Estado reserva toda su dureza depurativa. Pero que no sirva esto para enturbiar conciencias, ni lanzar a desesperaciones inmotivadas. Ni la protesta agria de ayer contra la injusticia social, ni la denuncia de la deshonestidad política; ni el afán de renovación de muchos de nuestros elementos de cultura, ni muchas otras posiciones vehementes, para el que se ha extendido una expeditiva etiqueta de izquierdismo, que ahora se quiere hacer valer por cédula de desahucio, pueden ser verdaderos y definitivos delitos frente al juicio de un Estado nuevo que nace precisamente rechazando toda solidaridad con todas esas injusticias, rutinas e inercias que en esas posturas eran denunciadas o condenadas.
A un Estado como el nuestro de hace unos meses, depauperado de todo sentido nacional, todo se le antoja peligroso. Un Estado así, recela de toda reforma social y de toda amplitud cultural, como recela de las sardanas o del árbol de Guernica, porque se siente inseguro de sí mismo y advierte en precario su vida y su unidad... Hecha robustamente la sutura de todas las cosas rajadas y partidas que en España había, la España nacional que soñamos depreciará todos esos recelos, porque se sentirá fuerte ante todos esos peligros. La futura España, una libre y grande, estará demasiado segura de sí para que frente a ella pueda resultar peligrosa ni una reforma agraria, ni un baile regional.
Que se enteren, pues, bien, los hombres de la pluma y de la inteligencia de que se presenta ante ellos la grande y definitiva coyuntura nacional. La España que nace no nace con un recelo previo contra lo inteligente, ni con encogimiento timorato frente al reformador. Nace, por el contrario, dándole previamente la razón, por derecha e izquierda, a una gran zona de lo que en España hubo de disidente y de protestatario. Por izquierda, su afán de justicia y de reforma no tiene más límite que el internacionalismo marxista o masónico, que está ya fuera de la nación, en el espacio; por derecha, su afán de resurgimiento tradicional y religioso, no tiene más límite que el conservadurismo cazurro y estático, que está también fuera de la nación en el tiempo, porque la nación es movimiento y vida.
No caigan, por Dios, los intelectuales de España, cuando ante ellos nace con el nuevo Estado la grande definitiva coyuntura, en la vulgaridad ochocentista de sentirse incompatibles con todo régimen de fuerte autoridad. Al contrario: ni los grandes escritores griegos y romanos que florecieron en los siglos de Pericles y Augusto, ni los grandes escritores españoles que florecieron durante el absolutismo de los Austrias, ni los franceses que brillaron en la corte del Rey Sol, ni Goethe que floreció en la pequeña tiranía de Weimar, son plantas de democracia. Las democracias, con sus agitaciones, con sus periódicos colapsos electorales, paralizadores de toda actividad desinteresada, con sus tentaciones de empleos públicos, convierten en orador al catedrático, en periodista al filósofo, en diputado al poeta y despilfarran así todas las energías espirituales del país. La democracia es ruido, y la inteligencia no necesita ruido, sino paz: esa paz y alejamiento que a veces, por doloroso regalo de Dios, llega a ser cárcel en Cervantes, expatriación en Alighieri, sordera en Beethoven, y ceguera en Milton. En el dorado apartamiento de una granja, en las afueras de Roma, mientras el César se ocupaba de la política y de la administración, pudieron escribirse la Eneida, de Virgilio, o las Odas de Horacio; donde no se escribirán jamás las Odas ni la Eneida es en los enchufes adormecedores de una Embajada de Inglaterra o de una poltrona ministerial...
Que sea ésta, pues, la consigna y el llamamiento: para los agriados, los intrigantes, los vendidos a las logias o a Moscú, la amputación sin piedad, como alma podrida. Pero esa amputación ha de ser sabia cirugía encaminada a salvar todo lo posible el resto del cuerpo. No ha de ser pleitillo profesional ni habilidad eliminatoria para quitar competencia o aligerar escalafones.
Ni se tome esto tampoco por pregón o convocatoria que lanzamos al aire. La nueva España tiene plenamente a su lado todo lo más auténtico de la intelectualidad española. A ellos el honor y la preeminencia. A los demás se os admite en filas, haciendo lazareto si es preciso; admitiendo y sintiendo la propia depuración como una alegría primaveral de renovación de savia. Porque somos fuertes, podemos ser generosos. No vengáis, pues, pisando recio. No sois indispensables. Sólo porque ya no sois un peligro, sois un lujo del que no queremos privar a la España nueva. Para ella, novia y señora nuestra, lo queremos todo. Le estamos construyendo un manto de reina y una corona imperial. Y luego, como detalle, la queremos adornar también con el lujo de vuestras colaboraciones arrepentidas.
Yo estoy seguro que, una vez en filas, la nueva España os arrastrará con la suprema pedagogía del ambiente.
Cuando delante de la ventana de su gabinete de trabajo ruge cada día la huelga y el desorden, la debilidad estatal y el desarreglo político, el intelectual siente impulsos desdeñosos de soledad individualista. Pero cuando delante de su ventana cruza el piquete que va a montar la guardia y la milicia que va cantando músicas alegres, y el embajador que llega rodeado del temblor polícromo de la caballería colonial, instintivamente, vencido por el ambiente nuevo, el músico pone de otro modo la mano sobre el teclado, y de otro modo pone el escritor la pluma sobre el papel.
Es la hora alegre de una gran tarea común frente a lo universal. No es hora de posturas soberbias. Nos están mirando desde fuera. Y frente a la gran misión universal que nos incumbe, los españoles no nos vamos a unir ya como ayer, a modo de las montañas de una cordillera, sólo por la base: es decir, por lo más elemental. Ahora nos vamos a unir por arriba, de cumbre a cumbre, por el lírico estremecimiento de la luz clara y del cielo azul. Es la hora de las donaciones totales y de las entregas generosas. Los selectos han de sentirse como el primero: jornaleros de la gran tarea. Una opinión personal no es nada frente a un entusiasmo colectivo; una firma no es nada frente a un pueblo; un artículo de fondo no es nada frente a una epopeya. No es la hora de los solistas, de los barítonos, de los gorgoritos. Es la hora unánime y orfeónica de los himnos alegres que hablan de Dios, de la Patria, de los luceros y del amanecer”.
|
Marcadores