Última entrevista a Franco (por J. M. Bárcena, julio 1974) publicada en 1976. (Las negritas son mías)
Publicada en la revista BLANCO Y NEGRO , de 27 de noviembre 1976.
Desde el 4 de julio de 1974 se encontraba «congelada” la que bien podríamos considerar como la última entrevista concedida por Franco, en la que el entonces Jefe del Estado resumía su pensamiento de gobernante, A lo largo de doce folios, que constituyen un documento único nuestro colaborador José María Bárcena plantea a Franco no pocas de las interrogantes que ya entonces circulaban por todas partes. i Qué pasaría a la muerte del entonces Jefe del Estado? La primera enfermedad de Franco fue un obstáculo a la publicación del documento. Y sólo ahora la familia de Franco ha concedido autorización para difundirla. (Ambas cosas quedan demostradas en las cartas que siguen a estas líneas). Sean cuales fueren los contrastes o confirmaciones que los lectores encuentren en este largo dialogo entre un español de cincuenta años de edad, preocupado por el porvenir del país, y el gobernante que desde 1936 había empuñado el timón del Estado, el valor humano y político de esta entrevista es inmenso. Las últimas palabras de Franco a su entrevistador llaman la atención : «Nunca se encontró un pueblo en mejores condiciones para entrar en el futuro. Tienen ustedes !os medios. Lo demás está por hacer. De ustedes es ya toda la responsabilidad”. Los lectores descubrirán fácilmente» a lo largo de este “Diálogo entre dos generaciones” cuánto difícil es prever cómo discurrirán los acontecimientos después de nuestra muerte.
DIÁLOGO ENTRE DOS GENERACIONES
CON la osadía que me otorga el reconocimiento de mi propia modestia consciente de que soy el peldaño más humilde de la gran escala constituida por los hombres que acabamos de cumplir el medio siglo de existencia, he pensado en la eficacia que tendría ordenar las ideas que me ha sugerido el más conspicuo español de mi generación precedente.
Por ello, después de haber mantenido varias entrevistas con S. E. el Jefe del Estado, he recopilado con minuciosidad cartesiana sus interesantes manifestaciones y el día 4 de julio de 1974 he hecho entrega al Caudillo de los doce folios en que se contiene mi trabajo, donde se ha pospuesto a la rigurosidad cualquier clase de innecesarios estilismos. Y este ha sido el resultado.
-¿Ha valido la pena el trabajo agotador de sacrificar una vida a la Nación si cuando S. E. debería retirarse a descansar encuentra en quienes más Je debieran rendir agradecimientos las muestras inequívocas de unas desviaciones —no ya hacia la persona de S. E. —, sino hacia la misma ética nacida tras la Gesta del Movimiento Nacional?
—El servicio a la Patria es un deber y un honor que confiere al hombre —a través del tiempo— un sentido exacto de la ciudadanía. Por ello, sacrificar una vida entera a España sin otro interés que la satisfacción inherente a ese servicio no es más que una prueba de que, quien tal hace, no ha pretendido convertir la política en una plataforma de lanzamiento personal.
«En cuanto a ciertas posturas particulares, hay que distinguir las que se refieren concretamente a mi persona con las que tienen su razón de ser en el devenir de los tiempos y en las circunstancias cambiantes que se relacionan con nuestro progreso material. En el primer caso ciertas posturas personales nada tienen que ver con el sentir general del alma de nuestro pueblo. Otra cosa muy distinta son las desviaciones que pueden obedecer a la mediatización producida por intereses de grupos internos y que tienen una importancia relativa. Peores son las que pudieran derivarse de presiones foráneas y al amparo de situaciones de privilegio.
«Y, aunque el pecado original ha existido desde que el hombre es nombre, yo estoy seguro de que cuantas personas hoy muestran ese desviacionismo, tornarían al servicio de la Patria si volvieran a darse los supuestos fácticos que determinaron el nacimiento de esa ética a que usted hace alusión.
—Su Excelencia tiene, como todo hombre público investido de un poder excepcional, muchos detractores. A unos los confecciona la envidia. A otros, el resentimiento. Pero el denominador común de estos estamentos es que, paradójicamente, viven sin problemas gracias a la paz que ha presidido estos últimos treinta y cinco años. Ahora bien, los hombres que vivimos honestamente de un salario nos preguntamos qué ocurrirá cuando llegue el momento en que el Generalísimo no constituya el equilibrio dentro del organigrama social de nuestra Patria. ¿Será posible detener la acción de los arribistas, especuladores y ambiciosos?
—Yo creo que los «aprovechados» siempre existirán en un país libre y en pleno desarrollo. Lamentablemente, la proliferación de los arribistas constituye un índice en las estadísticas de aquel desarrollo. Es algo así como el lamentable aumento de víctimas en la carretera. Sin embargo, el Gobierno tiene plena consciencia de estos problemas y por eso se están adoptando medidas que reajusten nuestros códigos a los condicionamientos que exige la vida moderna, con el fin de evitar que se conviertan en ineficaces para la represión de la corrupción y los delitos económicos que se producen —precisamente— entre los recovecos de la propia vida jurídica. Esta es una tarea en la que nos encontramos actualmente empeñados.
—En efecto. Pero como miembro de una generación inmediatamente posterior a la de S. E., soy consciente de los peligros que nos acechan cuando termine una época que se ha basado en la «personalidad» del Caudillo. Y yo me pregunto, ¿cómo debe enfrentarse a tales inconvenientes el hombre de mi generación? Quisiera que tal interrogante no me lo contestara el Caudillo Franco, sino «ese hombre» que palpita dentro de él.
—Como todo ser humano —y aquí lo mismo me da llamarme Franco que «ese hombre»— he tenido que recurrir a la fe en Dios para no tambalearme frente a múltiples vicisitudes. Por eso estoy firmemente persuadido de que el hombre de su generación, como el de todas las generaciones, ha de cuidar el respeto al uso de las libertades en sus semejantes sin otro condicionamiento ni exigencia que el de ese mismo respeto a las libertades propias. Me hago cargo de que el progreso y la elevación del nivel de vida, hacen al hombre incurrir en la falsa idea de que lo material es lo único aconsejable. Pero nuestras leyes institucionales, cuyo perfeccionamiento se contempla dentro de ellas mismas, pueden —y deben— ofrecer a cualquier ciudadano español que actúe de buena fe, las armas más eficaces para afrontar los problemas de la vida, cada vez mayores, con posibilidades de éxito.
—Cambiando de tema, no cabe duda que la muerte de Carrero Blanco constituyó algo así como la rotura de un dique a través de cuyas fisuras se desbordó un cenagoso caudal cuyas viscosas aguas amenazan con asfixiar el espíritu del Movimiento Nacional. ¿Puede ocurrir que un hecho aislado como éste consumado por una minoría incontrolada, como expresó S. E. en la alocución de fin de año, influya de manera decisiva en la futura marcha política de España?
—Es necesario que al analizar nuestra actual situación, pese a las indudables consecuencias del crimen que usted comenta, no perdamos nunca de vista la base de que partimos. La generación de usted, que sufrió las consecuencias de la guerra, pero que no la padeció en las trincheras, debe tomar conciencia de la Historia antes de embarcarse en arenas movedizas. El Movimiento Nacional, es, como su nombre indica, movimiento. Y el movimiento se demuestra andando. Pero las grandes obras necesitan para lograrse de unidad política y de disciplina. Vuelvo a insistir, la muerte de mi leal amigo y colaborador no puede, en modo alguno, desviar la continuidad, la unidad, la autoridad y la eficacia.
—Sin embargo, y pese a los logros habidos, los hombres de mi generación dudamos a veces de la eficacia de los ministerios tecnocráticos que en los años 60 iniciaron el aparatoso despegue del País. ¿Es posible que la Historia les recrimine la esclavitud tecnológica que padecemos?
—A los hombres que por sus méritos probados se les confiere tareas de gobierno, no se les puede negar, a priori, la más absoluta confianza. Hasta el momento presente, el balance ha sido positivo. No excluyo la posibilidad del error humano en el que se puede incurrir aun actuando con la más exquisita buena fe. Y para quienes hayan albergado en el fondo de sus conciencias la torcida estrategia de preparar problemas a largo plazo con el fin de que se manifiesten cuando yo falte y conocer de antemano la manera de resolverlos después de haber sometido a la Nación a un período de crisis innecesario, no sólo Dios les tomará cuenta de sus actos, sino también el Pueblo, cuando al pretender exigir responsabilidades se encuentre con el apartado III del artículo octavo, título II de la Ley Orgánica y que dice, textualmente, así: «De los actos del Jefe del Estado serán responsables las personas que los refrenden».
—Muy bien. Pero yo quiero recordar a Su Excelencia una frase de su mensaje de fin de año y que repite al director del diario Arriba el 23 de enero de 1955: «De la manera más rotunda: la sucesión del Movimiento Nacional es el propio Movimiento Nacional, sin mixtificaciones». Sin embargo, ¿no son ya «mixtificaciones» las que al amparo del aperturismo hacia el resto de Europa están propagando muchos prohombres en su intento de comunicarse con el Pueblo?
—Los devaneos políticos siempre serán una tentación para determinadas clases que no se resignan a sacudirse la nostalgia de ideologías trasnochadas. Por otra parte, están muy equivocados si piensan que la Comunidad Económica Europea les va a abrir de par en par los brazos con sólo bajar la guardia política. Habría que ver hasta qué punto nos convendrían las concesiones económicas que —al socaire del aperturismo— iban a pedirnos a la hora de la verdad. Por eso creo en la generación de usted. En la que, con más o menos forcejeo dialéctico, pero siempre en un clima de paz y de concordia —pese a las lógicas alteraciones esporádicas debidas a los inevitables grupos subversivos— cumplirá a rajatabla que la sucesión del Movimiento Nacional sea el propio Movimiento Nacional. Supongo que el devenir de los tiempos contemple perfectibilidades que, como ya le he dicho, se aprecien en las propias leyes. ¿Por qué estoy tan seguro? Por una razón muy sencilla: todos los hombres de su generación han tenido que luchar muchísimo para poner a España donde hoy está. No van ustedes a ser tan tontos, constituyendo la mayoría «pensante» de la Patria, que consientan, después de mi muerte, que esas «mixtificaciones», como decimos, les conduzcan a una etapa negativa, sin pensar en los hijos que ustedes tienen, esa otra generación que ya avanza por el horizonte y que algún día puede pedirle a ustedes un diálogo como éste, a cuyas preguntas, tal vez menos incisivas que las que usted me está haciendo, no sepan ustedes qué contestar.
—Pero la inflación que asola a nuestra Patria es un hecho tangible «ya», en este momento. Y cabría pensar que una de sus causas tuviera algo que ver con ese capitalismo liberal que se manifiesta en determinadas esferas y que tanto, sin embargo, repudió Su Excelencia.
—Yo creo que usted confunde los términos. Usted quiere achacar a una especie de «acción concertada» del capitalismo liberal ciertas situaciones de corrupción que —no hay por qué ocultarlo— también han invadido a España. Pero ya he dicho antes que la corrupción es inevitable que florezca en los países en pleno desarrollo. Es decir: si usted no siembra trigo, se quedará sin comer. Eso sí, nunca sufrirá los efectos de la cizaña. Respecto a la inflación, este es un fenómeno mundial que se generó como consecuencia de que unas minorías muy hábiles están pasando ahora la factura de haber mantenido los precios de las materias primas muy por debajo de sus valores reales. Esto lo previmos nosotros a su debido tiempo y existe documentación —publicada hace catorce años—, que prueba nuestro vaticinio a quien hubiera podido intervenir para atajar este gravísimo problema. Pero, desgraciadamente, nosotros no estábamos en condiciones de imponer nuestro criterio, si bien actuamos en la mejor medida para paliar otras crisis más graves, como por ejemplo, la del año 1965, que en España —gracias a estas previsiones— ni siquiera se notó. Hoy día, los engarces son mayores, como consecuencia de nuestro crecimiento. Pero, a pesar de todo, sabremos capear el temporal. Sólo hace falta que, en mi ausencia, la política no se mezcle con la economía. Esto es vital, no lo olvide.
—Me hago cargo del problema. Pero, en este contexto económico, ¿cree S. E. que se podrá conseguir algo positivo respecto a la crisis que atraviesa el campo?
—Tiene usted que tener en cuenta que una reforma agraria eficaz no es cuestión de un día, un año, una década. En las circunstancias en que nos encontramos a la Nación, había que resolver, ante todo, el problema del pleno empleo. Y la industrialización, no cabe duda, fue un revulsivo, con todas sus ventajas pero también con todas sus servidumbres. «Todo esto afectó gravemente a nuestras débiles estructuras agrarias que ante los avances y progresos del Mercado Común y las obligadas rebajas arancelarias nos obligaron, a veces, a producir a precios internacionales, lo que no quiere decir que debemos renunciar a tales competencias, sino que no hemos tenido tiempo material de dotar al campo de los mismos medios con que cuenta la industria. Que nuestra táctica haya sido equivocada o no, sólo puede decirlo el cómputo de los logros generales. Pero estimo que la redención del campo es una tarea que les compete ya a ustedes, es decir, a la nueva generación, puesto que el éxodo de la masa campesina a los grandes núcleos industriales, debe «tocar fondo» y si, como presumo, las grandes urbanizaciones en la costa mediterránea no serán objeto en un futuro próximo del «boom» turístico para el que fueron proyectadas, es muy posible que el trasvase Tajo-Segura confiera a aquella zona un aspecto inédito en la configuración de nuestra recuperación agraria. Yo no sé si viviré para verlo. Pero ustedes, sí. Y todo ello dentro de una idea general: la transformación de nuestras tierras en regadío harán económica y viable la empresa agrícola. Pero sin que el productor agrícola sienta el menor complejo de inferioridad ante su homónimo en la gran urbe. Esto es muy importante.
—Tomo nota de estas cardinales manifestaciones, aun cuando de este tema ya tratamos en la larga charla que tuvimos en el recinto de la Feria del Campo. Pero, cambiemos de tema. ¿Piensa Su Excelencia que la postura del País después de Franco pueda semejarse a la que se produjo después del mandato del general Primo de Rivera?
—Vaya por delante que la Dictadura del general Primo de Rivera fue el Gobierno más avanzado que había tenido España hasta entonces. Y, pese a los avances evidentes y a los éxitos materiales que aquel Gobierno logró, la carroña que corrompía al País antes del advenimiento del General, pudo más que la voluntad de éste. Y el vacío institucional en que aquella Dictadura se debatió, acabó con la misma, mientras los caciques de la época y los viejos demagogos que arrastraban su fracaso desde el año 17, se preparaban a dar el asalto al último reducto de la Monarquía.
»Por todo ello, mi respuesta es: NO. El Régimen actual está absolutamente institucionalizado. Y, como buen gallego, contesto con otra pregunta: ¿Se parece la España de hoy a la de 1931? Ahora, la respuesta pertenece a ustedes, a los de su generación. En sus manos está que se parezca o no, después de que yo haya desaparecido.
—A propósito de esta contestación, cabe meditar acerca de un hecho evidente: no cabe duda de que los Príncipes de España constituyen una pareja joven, moderna y simpática, que, además, se ha ganado el corazón de la inmensa mayoría de los españoles. Pertenecen también a la generación que ha solicitado de S. E. este diálogo. Pero esta generación apenas sabe nada respecto a lo que es una Monarquía, aunque, por referencias y sentido práctico, aborrezca el sistema republicano, en términos generales. Entonces, yo pregunto a Su Excelencia, ¿será verdad lo que dice un genial periodista respecto a que construir una Monarquía sólo sobre la simpatía que despiertan los Príncipes es levantar un edificio sin cimientos?
—Las más fuertes naciones de Europa han fraguado la unidad de sus pueblos en la tradición de las dinastías reales. Esta forma de Alta Magistratura pregona su eficacia en los países más adelantados y con mayor nivel de vida en el Antiguo Continente. Pero no voy a contradecir a ese periodista que usted califica de genial. Porque nadie piensa construir una Monarquía con esa sola imagen. Yo dije en el año 1945, cuando aún no había estallado la primera bomba atómica, y ante el Consejo Nacional, lo siguiente: «La institución que nosotros forjamos ha de ser más fuerte y superior que los posibles errores de las propias personas: en ella ha de quedar garantizado de una manera plena el espíritu de nuestro Movimiento, el progreso social y esa gracia de Estado que Dios sólo concede a los gobernantes cuando su vida discurre dentro del cauce de la moral cristiana y que forma parte muy principal de lo que nuestros tradicionalistas llamaron "la legitimidad de ejercicio". Esto es: una Monarquía fuerte, flexible, que ofrezca soluciones para todas las vicisitudes y circunstancias en que la Patria se pueda encontrar». Hoy, me ratifico en cuanto dije en aquella ocasión. Y añado: todos los cauces legales para que este tipo de Monarquía confiera la Corona a un Rey que lo sea de todos los españoles, están previstos, no sólo en la letra de la ley, sino en el espíritu que la informa. Creo que su pregunta está contestada a todos los efectos.
—¿Sabe el Generalísimo que hay una inmensa cantidad de españoles que han mitificado su figura hasta el extremo de que incluso en chistes se le concede a Franco el privilegio de la inmortalidad? ¿Se da cuenta S. E. que la desaparición del Caudillo puede constituir un trauma de difícil terapéutica?
—No creo en tal clase de traumas. Ni tampoco en que el «mito» —como usted dice— trasponga los límites de la intimidad en aquellos corazones que me fueron leales. El mundo no detiene su marcha nunca, es una ley de vida. Me cabe, eso sí, sentirme complacido por esos «chistes» que circulan —(le advierto que me los sé todos, buenos y malos)— y que me conceden tales privilegios. Pero yo estimo mucho más que el dolor de una sensible pérdida se vea compensado por el respeto a la memoria y por la fidelidad a los ideales que sirvieron de norma y guía a quien dedicó su vida entera —y se la piensa seguir dedicando hasta el último aliento— al servicio incondicional de su Patria.
—Ahora bien, suponiendo que una vez deshecho el «mito» se pudieran saltar a la torera los Principios Fundamentales por medio de una monstruosa cacicada de una minoría capitalista, ¿cree el Caudillo que nuestra generación podrá digerir un sistema de partidos políticos a la antigua usanza?
—Ya le he dicho antes que confío plenamente en su generación. Además, ahora, la gente viaja. Y no tienen nada más que darse una vuelta por Europa o Norteamérica para comprender que cada vez está más desprestigiado el viejo sistema de los partidos políticos, tal y como se concebían antaño. Otra cosa es que, seducidos por los cantos de sirena de los cenáculos minoritarios, haya quien se sugestione con los mismos y se pretenda un tipo de «homologación» —¡qué poco me gusta esa palabreja!— con el evidente objeto de que España se vea irremisiblemente condenada a su condición de suministrador de mano de obra para Europa y, los españoles, un conjunto de treinta y tantos millones de consumidores de productos importados. Y vuelvo a repetir: que no caiga nuestra Patria en esa burda trampa tendida por la masonería y el comunismo internacionales, es tarea de ustedes, es decir, de su talento para «verlas venir»
»Otra cosa muy distinta es que, adaptándonos a las circunstancias cambiantes de los tiempos, busquemos las soluciones más idóneas para que el Pueblo sea el verdadero depositario del Poder en la Nación, ya que, como todo no puede ser perfecto, siempre es susceptible de mejora aquello que, con decidida voluntad de sacrificio, queramos realmente mejorar. Pero el fondo de nuestro sistema es el que mejor se adapta a la especial idiosincrasia de los españoles. Treinta y cinco años de paz —¡y los que Dios quiera que vengan!— lo están proclamando diariamente al mundo entero.
—Quiere esto decir, Excelencia, que su pensamiento no se halla muy distante de Ias concepciones democráticas que de la sociedad tiene una gran mayoría de los individuos que pertenecen a mi generación. Y los estudiosos del Derecho político opinan que esta es la salida mejor para lograr las libertades cívicas, así como la mejor defensa de los derechos humanos. En este sentido, ¿puede S. E. asegurar que el País camina hacia un aspecto de autogestión de carácter absolutamente democrático?
—Yo creo firmemente que el progreso del Derecho Politico no estriba en violentar la natural constitución orgánica de la sociedad, sino en habilitar condiciones jurídicas y procedimientos adecuados al desarrollo y proyección activa de los órganos naturales de convivencia en cuantas áreas de la vida española sea conveniente. La participación del pueblo en la gestión «res pública» es, además de un derecho, una obligación al mismo tiempo que una exigencia natural de la sociedad, y bien sabido es que todo derecho natural y toda exigencia de la Naturaleza dispone de sus medios naturales para el ejercicio de ese derecho y la satisfacción de esa exigencia.
—Según esto. Excelencia, hay una democracia «posible» en el horizonte de España...
—En efecto. Porque yo no he negado jamás esa democracia. Es más, deseo ser fiel a ese concepto que con tanta alegría se maneja por los profesionales de la demagogia. Pero lo que yo estimo que nadie desea es que las libertades se pierdan en la anarquía. Mire usted: si a los regímenes políticos hemos de juzgarlos por sus frutos, nadie podrá negar que no puede concebirse sistema más dañino para los intereses de la Patria y para el bienestar y el progreso de los españoles que el que hasta nuestro Movimiento padecimos. Pues bien; ahora resulta que muchos «nostálgicos» evocan aquel régimen y lo recuerdan como «democrático». No es necesario descender al detalle para comprender que aquel enorme fracaso no admite paliativos y que la causa del mismo no radicó en el fracaso de todos sus hombres (que España produjo valores en todos los tiempos), sino del sistema, que esterilizó los esfuerzos individuales y apagó los anhelos e ilusiones de todo un pueblo, ya que las luchas intestinas llevaron a la Nación a un escepticismo y a una repugnancia por lo político que sólo podría reverdecer después de largos y fecundos años de paz, como usted mismo está reconociendo.
—Luego entonces, mi generación tiene razón. La democracia liberal puede aportar soluciones absolutas para nuestra Patria.
—No estoy de acuerdo. Porque se parte de un error de concepto. La democracia liberal no la conocen ustedes. Quizá en esto radique un grave error, porque no hay nada mejor para hablar que de aquello que no se conoce. Porque yo, con mi experiencia, no creo en la Democracia liberal. Y no creo, por una razón sencilla: porque no existe. Sólo basta con mirar hacia la Historia de España y hacia el presente de !a Historia Universal, para ver que esa democracia liberal es un mito con el que se ha pretendido enmascarar la apropiación indebida de los frutos del trabajo en favor de unas minorías que, en nombre de tales libertades, de tales democracias, resultan ser los beneficiarios de esas pantomimas demagógicas cuyo público se renueva día a día en virtud a que la Humanidad desheredada por ellos mismos, siempre tiene fe en los profetas que no fijan plazos para que se cumplan sus profecías.
—¿Dónde radica, pues, la esperanza de mi generación?
—Trascendental pregunta que no se puede contestar con sentido universal, al menos, por ahora. Y tengo muchos años como para creerme esos chistes de que hablábamos antes. Yo nunca me he dejado sugestionar por el falso espejismo del Poder que me otorgó la Nación. Conviene señalar esto para comprender lo que ahora le voy a decir. Observe usted. El carácter individualista, valiente, fogoso, lleno de plenitud vital que tenemos los españoles, hacen que sean más necesarias que a otros pueblos normas de disciplina, de autoridad y de orden. Yo me propuse poner esta norma en práctica y el resultado ha sido que el Gran Pueblo Español se ha elevado a un estado de progreso como jamás había podido soñar antes, ya que las estadísticas, si sirven para algo, es para coincidir con los resultados que están a la vista del mundo entero.
»Y ahora viene la contestación a su pregunta, la cual está relacionada con todo lo que ya hemos hablado. En primer lugar, el sacrificio de mi vida a la Nación. Está claro. Había que situar una larga barrera entre lo que pudo ser... y no fue. Naturalmente, porque no existía, esto es, la democracia liberal. Sí. Lo reconozco. Aunque sea pecar de inmodestia. Estos treinta y cinco años de «libertad dentro de un orden» —aunque muchos nos lapiden por ello— han colocado a la Patria en la recta final de su propio destino. Así pues, la esperanza de su generación estriba en saber administrar la herencia de la generación pasada.
—No quisiera ser yo quien pusiera el punto final a lo que puede ser un capítulo trascendental en el «Diálogo entre dos generaciones». Por eso quiero recordar a S. E. que en un discurso del 27 de mayo de 1962, pronunció las siguientes palabras: «Ya no valen las viejas estructuras, por mucho que se apuntalen. Si no sabemos concebir formas nuevas que den satisfacción a las necesidades de nuestro Pueblo, seremos sumergidas por otras más jóvenes, pero bárbaras y vigorosas».
» AI cabo de los años, yo pregunto a Su Excelencia: ¿Ha avanzado la Humanidad hacia la construcción de estructuras más sólidas o, por el contrario, deberemos temer las consecuencias de una nueva decadencia de Occidente?
--Yo estoy firmemente convencido de que el mundo irá consolidando unas formas de Gobierno que destierren los fantasmas del paro, la inflación y el desorden. Y ya estamos contemplando cómo los pueblos de Oriente avanzan por el camino de una suavización de sus compromisos ideológicos. Por otro lado, la cultura hará cada vez más patente la gran diferencia entre la verdadera libertad y la tiranía disfrazada de libertad por la demagogia.
»En cuanto a España, la única forma de no pensar en un suicidio colectivo es consolidar la política nacional de Unidad, lo que no está en contraposición con el contraste de pareceres, porque no es imperativo de la democracia que ésta haya de practicarse a través de los partidos artificiales tipo siglo pasado. Lo que a unos pueblos puede irles bien, a nosotros, está demostrado, era fatal.
«Además, dentro de nuestras leyes, «pueden concebirse formas nuevas que den satisfacción a las necesidades de nuestro Pueblo». Ahora mismo, nuestra apertura al Este, sin bajar un ápice nuestra guardia, es una prueba del realismo con que contemplamos el porvenir de la Humanidad.
»Usted me ha recordado nuestra charla en el recinto de la Feria del Campo. Allí contemplábamos la posibilidad de una colaboración con el resto de Europa para lanzarnos a la cooperación con Iberoamérica. He aquí un reto para su generación y que no deben eludir, pues la posibilidad de un auténtico Mercado Común de la Hispanidad no es una utopía. Y los Estados Unidos —por puro pragmatismo— nos ayudarían en este trascendental empeño.
»Más preocupante es la atracción que para muchos ofrece la C. E. E., ya que en el seno de la misma sigue latente una oscura rivalidad, una arraigada competencia y, muchas veces, los movimientos reformistas o de cualquier orden que se producen en un determinado país siguiendo instrucciones de fuera, no son para buscar el bienestar de una masa o por un ideal, sino para hundir la producción de una nación en beneficio de otras. Yo espero, sin embargo, en que la cultura abrirá los ojos de nuestra sociedad y muy principalmente de la clase asalariada, que forma el nervio de la misma, y su espíritu se alertará ante la demagogia de los falsos profetas de una democracia verbalista e inconsistente, subvencionada desde el extranjero como objeto de exportación y para lograr los fines que decíamos antes.
«Respecto a la decadencia de Occidente, sólo podrá producirse si la juventud renuncia a la contemplación de los tesoros del espíritu pensando que el único fin de la vida es la obtención de bienes materiales. Pero yo creo que cada vez es más fuerte el latido de los corazones que creen en el hombre como portador de valores eternos. Así pues, la gran tarea de su generación es consolidarse como un Gran Pueblo al que le interesa por encima de todo el conocimiento de la verdad objetiva, entre cuyos componentes no es el menos importante verse y sentirse gobernado en una aspiración de justicia integral, tanto en orden a los factores morales cuanto a los económico-sociales; libertad moral al servicio de un credo patriótico; y libertad económica, sin la cual, la libertad política resulta una burla.
»En fin, y para terminar: si he aceptado este diálogo es porque pienso que la política no puede existir sin diálogo, ya que los hombres podrán tener la responsabilidad de gobierno, pero su política estará siempre vacía si no existe el diálogo; pero no el diálogo anárquico, no el artificioso de los partidos políticos suplantadores de las verdaderas estructuras nacionales, sino el diálogo directo con los representantes directos de estas propias estructuras. Sólo así se podrá perfeccionar lo que ya se ha conseguido, siempre dentro de unas instituciones que, como ya le dije antes, constituyen una herencia cuya principal dote se fundó en el esfuerzo de los hombres a quienes se debe la magna tarea de la reconstrucción nacional. Nunca se encontró un pueblo en mejores condiciones para entrar en el futuro. Tienen ustedes los medios. Lo demás, está por hacer. De ustedes es ya toda la responsabilidad. »
José María Bárcena
Revista “BLANCO Y NEGRO”, 27 de noviembre 1976.
Última edición por ALACRAN; 01/04/2021 a las 21:43
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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