Se cumplen setenta años de la creación de las Brigadas Internacionales

«A primera hora de aquella mañana brumosa había poca gente en la calle, pero el grito se oyó en todos los balcones a lo largo de la Gran Vía: “¡Han llegado los rusos! ¡Han llegado los rusos!”

¿Quién, si no, podría auxiliar a Madrid en aquella hora crítica en que todo el mundo democrático estaba aguardando, casi con alivio, que cayese la ciudad? Los hombres que desfilaban vigorosamente bulevar abajo, con sus uniformes de pana y sus cascos de acero, seguidos por dos escuadrones de airosa caballería, parecían un auténtico ejército, no obstante sus pantalones holgados y sus fusiles de diversos calibres.

-¡Salud, salud! - gritaban los españoles.

Las tropas saludaron con el puño cerrado y respondieron a voces: ¡Salud!».

Así describe Dan Kurzman, galardonado corresponsal del «Washington Post», la legendaria llegada a Madrid de la primera Brigada Internacional, la XI, el 8 de noviembre de 1936. Sin embargo, los testigos directos, como el jefe de milicias comunistas Manuel Tagüeña Lacorte, no recuerdan desfile alguno; sólo que, al amanecer, un grupo de hombres obscuros se preparaban en la calle de Ferraz para avanzar y tomar posiciones en la Ciudad Universitaria. Con el sol ya alto, desde el edificio de la Telefónica, el único rascacielos de Madrid, los telescopios de observación de Artillería del coronel ruso Voronov confirmaban lo sabido: la ofensiva principal rebelde iba a darse por el noroeste, entre la Ciudad Universitaria y la estación del Norte. Las banderas legionarias de Delgado Serrano habían abierto brecha en la puerta de El Batán y se adentraban en la Casa de Campo, mientras que las banderas de Yagüe tomaban a la bayoneta el cerro Garabitas y los regulares de Asensio se asomaban a la Bombilla y al puente de los Franceses. El plan de ataque de Varela y Franco había caído en manos de los defensores republicanos. Lo encontraron en el cadáver de un oficial español, abatido cuando intentaba salir de su tanqueta en llamas. Al principio, Vicento Rojo y el general Miaja pensaron que podía tratarse de un ardid, de una añagaza, pero el «estilo» del texto era inconfundible. Y ahora, Voronov señalaba la dirección del avance. Por supuesto, otras tres columnas rebeldes presionaban sobre los carabancheles, pero ésa era la maniobra de distracción prevista en el plan, aunque los hombres que se disputaban el terreno casa por casa, a base de bombas de mano y bayoneta, sin hacer prisioneros, no lo sospecharan. Para ellos, la guerra se libraba en el espacio angosto de una callejuela, entre las paredes de los edificios y por las alcantarillas. El jefe comunista Enrique Lister recordaba la confusión del combate con horror, «no sabiéndose ya muchas veces si se mataba a un enemigo o a un compañero».

Ofensiva franquista
Vicente Rojo iba a oponer 25.000 hombres a la ofensiva franquista. De ellos, menos de dos mil formaban los tres batallones de la XI Brigada Internacional. Su jefe, el general «Kléber», recibió la orden de desplegarse en Humera, para atacar el flanco izquierdo enemigo. El ataque fue una carnicería que no logró frenar el avance rebelde hacia el Manzanares, pero las Brigadas Internacionales entraron en la leyenda y «Kleber», nacido Manfred Zalmonovic Stern, elevado a la categoría de mito.

A Stalin, la guerra de España le sorprendió en una posición incómoda. Uno de sus principales asesores de aquella época, Walter Krivitskiy, que luego se pasó al capitalismo, explicó las dudas del tirano rojo: «Stalin creía que ni Francia ni Gran Bretaña permitirían de buena gana que una España que dominaba la entrada occidental del Mediterráneo cayera bajo el control de Roma y Berlín. Pero, claro, Occidente tampoco vería con entusiasmo cómo surgía en el flanco sur de Europa un república marxista». El dilema, difícil, era cruzarse de brazos y empujar a Hitler contra las democracias, alejando la amenaza nazi de sus fronteras, o empeñarse en la defensa de la República a riesgo de que Londres y París se alarmaran. La opción primera, cruzarse de brazos, le oponía, según Krivitskiy, una dificultad añadida: «El mundo occidental no comprende cuán débil era entonces la posición de Stalin en el poder, y cuán esencial era para su supervivencia como dictador conseguir que defendieran sus acciones sangrientas los comunistas extranjeros y los eminentes idealistas internacionales». En otras palabras, no podía abandonar a los revolucionarios españoles y no quería complicarse la vida con las potencias occidentales; al menos mientras Hitler siguiera negándose a pactar con él.

Luchar por la Revolución
La solución, que el historiador Burnett Bolloten resumió como «El Gran Camuflaje», fue disfrazar el apoyo soviético bajo la terminología ambigüa del «antifascismo», con la esperanza, ciertamente ilusa, de que las potencias occidentales creyeran que, en España, los comunistas, los socialistas y los anarquistas luchaban, no por la Revolución, sino para preservar una república de corte democrático y burgués. Por supuesto, las democracias no se lo tragaron. Y es que no era fácil hacer pasar desapercibida la mayor persecución religiosa de la historia europea desde Nerón.

Pero Stalin y los chicos del PCE, con la colaboración entusiasta de los viejos compañeros de viaje, lo intentaron con todas sus fuerzas. Y así, setenta años después, aún hoy se percibe a los brigadistas como a luchadores por la libertad y la democracia, dispuestos a morir por ese parlamentarismo tan caro a la despreciada burguesía.

«Yo era la hoja de acero templado de la lucha de clases, un comunista. Yo era la expresión de la solidaridad internacional forjada por la Komintern en el puño armado de la clase obrera revolucionaria», escribiría, lírico, Sando Voros, el comisario político de la XV Brigada Internacional.

El acta fundacional de las Brigadas se extendió en Moscú el 18 de septiembre de 1936, tras una reunión del Presidium de la Internacional Comunista, pero la fecha «oficial» es la del 22 de octubre de 1936, cuando aparece publicado el decreto correspondiente en la Gaceta de Madrid, aunque los primeros brigadistas llevaban ya varias semanas entrenándose en su base de Albacete. El jefe del Gobierno de entonces, Largo Caballero, que sabía como se las gastaban los comunistas, intentó que los «internacionales antifascistas» se repartieran por las distintas unidades españolas, pero no lo consiguió. Tampoco conseguiría permanecer en el poder.

A lo largo del conflicto, formaron parte de las brigadas unos 35.000 hombres. La gran mayoría eran afiliados a los distintos partidos comunistas, pero los hubo de todas clases, hasta exiliados «zaristas» que buscaban una manera de congraciarse con Stalin y poder volver a su tierra. El centro del reclutamiento se estableció en la sede del PCF, en París, y aunque la mayor parte de los voluntarios eran franceses, la leyenda siempre tuvo tintes anglosajones, tal vez porque fueron los veteranos británicos y norteamericanos quienes más se prodigaron con la pluma. Literariamente hablando, la peor parte se la llevó el jefe, André Marty, bautizado como «el carnicero de Albacete», aunque sólo fusilara lo normal para la época. Pero era francés, miembro destacado de la Komintern, y algo desdeñoso con aquellos «deportistas» ingleses, en quienes primaba el espíritu de la aventura sobre la sólida ideología revolucionaria.

El Manzanares, el Jarama y el Ebro son los tres ríos que jalonan la epopeya de los internacionales. Combatieron bien, como fuerzas de choque, y sufrieron unos terribles porcentajes de bajas, sólo comparables a los de la Legión. Pero el mando militar republicano siempre fue cicatero en el elogio de estos extranjeros, porque, como se quejaba Vicente Rojo, su fama la habían ganado tanto en los periódicos, como en el campo de batalla.

Imaginería revolucionaria
Las Brigadas Internacionales resumen la imaginería revolucionaria de los años treinta del pasado siglo. Lejos del frío estilo numeral soviético, los batallones de voluntarios extranjeros fueron bautizados con nombres evocadores de héroes y gestas que la Internacional Comunista hacía suyos, como si su corta historia se perdiera en la noche de los tiempos. En la imagen de la izquierda, por ejemplo, vemos a los hombres del batallón «Comuna de París», de la brigada XI, que fue el primero en entrar en fuego. En la Ciudad Universitaria combatieron también los polacos del batallón «Dombroski» y los alemanes del batallón «Edgar André», nombrado así en honor de un comunista decapitado por los nazis. En el asalto del Cerro de Ángeles, participaron los italianos del «Garibaldi», los alemanes del «Tahelman» y los franceses del «André Marty». Marty no sólo era el jefe de las Brigadas Internacionales, sino el héroe del motín del Mar Negro durante la Revolución rusa. Se dice que se propuso el nombre de Willi Munzenberg, el principal promotor de la creación de las Brigadas, para un batallón. Hubiera sido un error: Munzenberg sería asesinado por orden de Stalin en 1940. También cayeron en desgracia y fueron eliminados los primeros jefes internacionales: el héroe de Madrid, Manfred Stern, «Kléber», murió en Siberia en 1939; y Karol Swierzewski, «Walter», fue asesinado en 1946.

http://www.larazon.es/noticias/noti_viv13019.htm