LOS ORÍGENES MEDIEVALES DEL SENTIMIENTO DE COMUNIDAD HISPÁNICA
(de José Antonio MARAVALL en su obra: “El concepto de España en la Edad Media”)
De una extensión puramente geográfica no cabe narrar una historia, como no sea la que, incurriendo en una estupenda contradictio in adjecto, venimos llamando una historia natural. Pero la historia a secas es cosa de hombres, es algo que acontece y que sólo puede contarse de un grupo o de unos grupos humanos a los cuales les pasa algo en común, lo que permite construir sobre esa base un relato histórico dotado de sentido. Ese grupo humano, objeto de una historia –porque aunque se trate de grupos, en la medida en que pueden ser reunidos en un mismo destino histórico, aparecen formando un grupo superior-, por el hecho de ser a su vez sujeto de un acontecer en conjunto, toma un carácter de comunidad, al que se corresponde el carácter unitario del espacio en que se encuentra instalado.
La unidad de ese que propiamente más que espacio es ámbito, resulta precisamente del hecho indicado: de ser el escenario en que mora un grupo humano al que algo le sucede en común.
Cuando Orosio dice de Braga o de Barcelona que son ciudades de España, emplea esta última palabra como nombre de lugar, estrictamente geográfico; pero cuando, al hacer la cuenta –pese a su romanismo augustiano- de las crueldades con que Roma ha fundado su poder, exclama: “¡Que dé España su opinión!” –“edat Hispania sententiam suam!”- y, con gesto declamatorio, quiere preguntar a ésta “quid tunc de suis temporibus sentiebat?” (1), da al nombre de España un valor histórico como nombre de un grupo reunido, y, en tanto que reunido, asentado en un ámbito que, por esa razón, se convierte necesariamente en unitario, porque es rigurosamente el marco en que se desenvuelve una existencia colectiva –en el caso de que tratamos, la existencia de un grupo al cual le acontece ser sujeto de un común sentimiento de dolor, por la sangre que entre ellos ha esparcido la opresión romana-. Por consiguiente, aparece en mayor o menor grado, pero siempre de alguna manera, la posibilidad de hechos que conjuntamente alcancen a cuantos viven en el interior de ese círculo. Recordemos aquel pasaje en que Orosio, al aludir a la acción desleal de un pretor, comenta: “Universae Hispaniae propter Romanorum perfidiam causa maximi tumultus fuit” (2).
Comunidad y territorio aparecen en este testimonio de Orosio, en el cual una y otro llevan el mismo nombre, unidos necesariamente por la dialéctica del acontecer histórico. Por eso, Hispania y “pars Hispanorum” se emplean como términos equivalentes, recíprocamente reemplazables –incluso en ocasiones simplemente “Hispania” e “hispani” (3). Hasta llegar a la plenitud del momento isidoriano, el hecho de que el grupo de los hispanos se represente hipostáticamente en el nombre de España, da al concepto de ésta un contenido histórico, propiamente humano: España no es sólo una tierra, sino que es el espacio en que se da una vida colectiva, con sus valores propios, con sentimientos y aun méritos privativos, no ya porque estos últimos, por ejemplo, sean poseídos uti singuli por cuantos habitan en tierra de España, sino porque bastan los merecimientos de unos pocos, para que por su vinculación solidaria se difundan sobre todos. Por eso cantó Prudencio, celebrando la virtud de tres mártires de Tarragona:
Hispanos Deus aspicit benignus
arcem quandoquidem Hiberam
trino martyre Trinitas coronat (4).
Hispanos son, para Prudencio, gentes que ocupan la tierra de Iberia y la pertenencia a ella les es necesaria; pero que viven en ella de modo tal que se encuentran vinculados en una existencia colectiva. En el primero de los himnos del “Peristephanon” escribió el mismo Prudencio: “felix per orbem terra Hibera” (5). ¿Qué quiere decir esto de llamar feliz o gloriosa a una tierra? ¿Cómo se ha de concebir ésta para poderle imputar conjuntamente un honor?
El tema de los laudes de España ha sido estudiado desde el punto de vista de la Historia literaria, pero interesa que hagamos algunas observaciones sobre su sentido propiamente histórico.
Una primera serie de manifestaciones de esta literatura laudatoria fue recogida y publicada por Schulten, extraída de escritores de la Antigüedad clásica (6). Pomponio Mela y Marcial, nacidos ambos en suelo peninsular, escriben sendas alabanzas de Hispania, las cuales se encuentran también en historiadores y geógrafos de origen no hispánico. Pero, en general, estos primeros laudes tienen un carácter parcial y se refieren a cosas que se encuentran, se producen o proceden de España.
Algo más son, ciertamente, los elogios de Trogo Pompeyo, Plinio, Pacato, Claudiano, enlazados por un interesantísimo hilo evolutivo, que al aparecer citados en algunas de las más bellas páginas del maestro Menéndez Pidal, se han hecho muy conocidos en nuestros días (7). Pero no cabe duda de que es del famoso prólogo de San Isidoro a su “Historia de los godos”, de donde arranca la gran fuerza histórica del tema.
Los elogios de ciudades, tierras, países, gentes, constituyen un tópico, en el sentido riguroso de la palabra, muy usado por la literatura medieval. Como tal ha sido señalado por Curtius y Ghellinck lo destacó como un aspecto en el “renacimiento” del siglo XII (8). Sin más pretensión que la de dar algunos ejemplos ilustrativos, recordemos la muy antigua “De laude Pampilona epistola”, que su reciente editor, Lacarra, estimó pudiera ser de época visigoda (9).
En la baja Edad Media el género se desarrolla y hallamos el elogio de Castilla en el “Poema de Fernán González” y el “Speculum Regum” de Alvaro Pelayo (9bis), el de Valencia en Eiximenis (10), el de Cataluña en Muntaner (11), el de Aragón en Vagad (12) y otros muchos. Con la retórica encomiástica del humanismo se multiplican estos escritos, que toman, además, las dimensiones de libros enteros.
Pero, sin pretender que sea un caso único, aunque lo es ciertamente en el ámbito español, el elogio de San Isidoro destaca por su especial fortuna, es decir, por lo que ha representado en nuestra historiografía medieval. Claro está que para apreciar esto hay que empezar por darse cuenta de lo que en sí mismo entraña. El P. Madoz ha hecho el análisis histórico-literario de esta pieza (13).
De él resulta que en el texto de San Isidoro hay una serie de elementos tomados de Justino, Solino, Silio Itálico, Claudiano y otros escritores latinos, bien ya por aquellos referidos a España o cuya aplicación a ésta lleva a cabo San Isidoro. Una serie de elogios de cosas concretas, que ya había sido hecho con anterioridad –sus metales preciosos, sus caballos, su río Tajo, su clima moderado, sus guerreros valerosos y fieles, la grandeza de sus emperadores- se funde en la síntesis isidoriana. En el caso particular de la entrañable expresión “mater Hispania”, ésta había sido empleada en el “Panegírico”, de Teodosio el Grande, pronunciado en el Senado romano en 389.
Más tarde, el propio P. Madoz ha encontrado la fuente de los conceptos amorosos dedicados por San Isidoro a la madre España, en una obra de San Cipriano de Cartago sobre los méritos de las vírgenes (14). Recientemente, José Luis Romero ha señalado la inmediata dependencia del laude isidoriano respecto al elogio de Italia por Virgilio (15), dato que si puede hacer perder parte de su valor literario al texto en cuestión, no afecta decisivamente a lo que el mismo significa desde nuestro punto de vista.
Lo extraordinario de San Isidoro no está en la utilización de los elementos singulares de encomio de que se sirve, ni siquiera en la suma de ellos, sino en la síntesis a que se alza. Ahí radica su interés para nuestro tema del concepto de España. Recordemos que el propio San Isidoro había escrito otro más breve laude, de tipo habitual, en sus “Etimologías” (14-V-28): “Es riquísima por la salubridad de su cielo, por su fecundidad en todo género de frutos y por la abundancia de gemas y metales”.
Casi textualmente se reproduce el párrafo en la “Miscelánea Preliminar” de la “Crónica Albeldense” (16) y sus tres elementos reaparecen, unidos a otros en forma variable, en las obras posteriores medievales que insisten en el tema. Pero este “laude” menor tiene poco interés para nosotros. En el otro, en cambio, en el que se da como prólogo de la “Historia de regibus Gothorum”, llama la atención, por de pronto, la amplia reunión de ingredientes particulares que, aunque algunos, y aun muchos de ellos, sean préstamo de autores anteriores, nunca se habían agrupado con igualada extensión.
Pero lo más importante es señalar el tono en que esa síntesis se presenta, que podemos caracterizar por las siguientes notas:
a) La exaltación del sentimiento, para cuya expresión se sirve no tanto de medios de encomio, como de conceptos de amor, tomados en parte de la literatura religiosa amorosa, siempre especialmente cálida.
b) El aspecto comparativo y superlativo de los elogios, poniendo de relieve que se trata de un sentimiento exclusivo en su orden, como es manifiestamente el patriotismo.
c) La apropiación del sujeto de quien se predican tan singulares méritos por el mismo que escribe, respondiendo a una solidaridad en la virtud y en el valor de las gentes que pertenecen a su país, pertenencia o derivación que es esencial a la condición de esas gentes, como lo es al hijo su nexo con la madre.
d) La referencia específica al elemento humano, constituido no solamente por los reyes, como en tantos casos de retórica oficial o cortesana, sino por el grupo de gentes sobre las que conjuntamente se proyecta el elogio y que se representan bajo la unidad del nombre de España.
e) La visión humanizada, personalizada de ésta, que hace posible atribuirle sentimientos humanos como el de felicidad;
y f) La utilización –y es en esto en lo que radica la más importante novedad- de ese elogio como acicate para la acción futura, es decir, para esforzar a la conservación de la gloria y del honor (17).
El carácter básico que la obra isidoriana tiene en la cultura de nuestra Edad Media da a su concepción hispánica un valor excepcional (17bis). Actúa, con otros tantos, como un factor de integración en nuestro disperso Medievo y es una de las razones, entre otras muchas, por las que en nuestra Edad Media subsiste, a pesar de las fuerzas contrarias, un sentimiento de comunidad. Lo vemos presente y activo, poco después de la invasión, en la “Crónica mozárabe del 754”, cuya parquedad en este punto es extrema, pero sin que por eso deje de manifestarse una conciencia análoga a la que hemos visto revela el laude isidoriano (18).
Pero la “Mozárabe” añade una novedad nacida de la triste situación desde la que su anónimo autor escribe: la lamentación por la pérdida de España. De este tema nos ocuparemos especialmente al tratar de la idea de Reconquista.
Al constituirse una historiografía española propiamente tal, mediado el siglo XIII, el antiguo “De laude Hispaniae” reaparece y, en íntima correspondencia con la “lamentatio”, constituirá un lugar común de nuestros historiadores. Entre los escritores hispano-musulmanes se había cultivado también ampliamente el tópico, como puede verse en el estudio de la poesía clásica de los árabes hispánicos de H. Perès; pero en los escritores cristianos el tema viene de la fuente isidoriana (18bis).
La materia toma un gran desarrollo, literariamente enriquecida, en el “Chronicon Mundi”, de don Lucas de Tuy. El proemio de esta obra está dedicado a una exposición “De excellentia Hispaniae”, en donde, a los ingredientes tomados de San Isidoro –es sabido que el Tudense reproduce la obra de este último en cabeza de la parte original de la suya- se añaden otros nuevos, consistentes en datos y argumentos sacados por el obispo don Lucas de la historia romana y cristiana –entre otros, la referencia a los emperadores hispanos dados a Roma: “Hispania Romae dedit Imperatores strenuos” (19). El tópico de la lamentación se encuentra de una manera difusa y desordenada todavía, al ocuparse el autor del tiránico reinado de Vitiza y de la “ruina” de España, caída en manos de los sarracenos.
Mucho más sistemáticamente y en forma más desarrollada aparece la correspondencia de las dos partes en el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. El “Toledano”, al terminar la etapa de los visigodos y tras narrar las primeras entradas de los moros, sus luchas con aquéllos y su decisiva victoria sobre el rey Rodrigo, coloca todo un capítulo (el XXI del libro III) dedicado al elogio de España, que aparece escrito fundamentalmente en presente y con el que se articula el capítulo siguiente dedicado a la circunstancial “Deploratio Hispaniae” (20).
La “Estoria de Espanna” de Alfonso X o “Primera Crónica General” recoge lo que ya quedaba constituido como un tópico de nuestra historiografía, ocasión permanente de recuerdo por parte de nuestros historiadores de la unidad moral de España, de la misma manera que el otro tema, el de la “lamentación” o “duelo”, como en esta historia alfonsina se dice, había de recordarles instantemente su unidad política perdida. En el texto de la “Primera Crónica”, tantas veces reproducido, se dan los elementos consabidos, si bien se eliminan las referencias, tan frecuentes en el Tudense, a nombres personales, es decir, a españoles en cuyos méritos individuales estimaba este último fundado el honor, para hacer de la razón del aventajamiento de España un motivo general que, en definitiva, implica a todos los españoles anónimamente. En esta historia alfonsina se hace hincapié en el aspecto de los valores humanos que a todos tocan:
“Espanna sobre todas es engennosa, atrevuda et mucho esforzada en lid, ligera en affan, leal al sennor, afincada en estudio, palaciana en palabra, complida de todo bien; non a tierra en el mundo que la semeje en abondança, nin se eguale ninguna a ella en fortalezas et pocas a en el mundo tan grandes como ella. Espanna sobre todas es adelantada en grandez et mas que todas preciada por lealtad. ¡Ay Espanna! Non a lengua nin engenno que pueda contar su bien” (21)…
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