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Tema: Leyenda del abad don Juan de Montemayor

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    Leyenda del abad don Juan de Montemayor

    (de don Ramón Menéndez Pidal)

    Primera mención de la leyenda

    La más antigua noticia que tenemos de la existencia de un relato del abad Juan es del siglo XIV; nos la da el proemio de un poema, hoy perdido, de Alfonso Giraldes sobre la batalla del Salado (1340), en la cual este autor se halló. En 1632 poseía ese poema fray Antonio Brandao, según dice en su Monarchia Lusitana (3ª parte, libro 10, capítulo 45): Hum romance tenho que trata da batalha do Salado, composto por Alfonso Giraldes, autor daquelle tempo, em o principio do cual, entre outras guerras antigas que se apontao, se faz mençao desta que o abbade Joao teve com os mouros e con seu capitao Almansor.” El sobrino de fray Antonio, fray Francisco Brandao, comunicó el romance de Giraldes a Jorge Cardoso, quien en su Agiologio lusitano (1652) nos da la cita textual del poeta del siglo XIV:

    Outros falan da gran rason
    De Bistoris gram sabedor,
    E do abbade dom Ioan
    Que venceo rei Almançor.

    Prescindiendo del desconocido Bistoris, ¿qué interpretación cabe dar a la segunda parte de esta cuarteta? La eminente historiadora de la literatura portuguesa Carolina Michaelis de Vasconcellos, sin tener conocimiento de los dos textos que ahora publico, no dudó de que Giraldes recuerda aquí un poema en portugués sobre el abad don Juan. Pero aunque ésta sea la suposición más razonable, no es segura, a mi ver, ni mucho menos; la leyenda del abad lleva en sí señales de procedencia e inspiración castellanas que no pueden desconocerse, como vamos a ver.

    Los dos primeros relatos de la leyenda conservados. Derivan de la prosificación de un poema.

    Después de la citada mención del abad, que tan de paso hace Alfonso Giraldes, no encontramos otra en Portugal hasta que, más de un siglo después, hallamos en Castilla una exposición completa del asunto aludido. Hácela Diego Rodríguez de Almela, dedicando un largo capítulo de su Compendio Historial (1491) a contarnos la victoria que el abad don Juan alcanzó sobre Almanzor. Después la imprenta hizo de la historia del abad don Juan un Cuaderno popular del que se conocen ediciones desde los últimos años del siglo XV hasta los últimos del XVII. En ambas redacciones veremos claros reflejos de un original poético.

    Ambas redacciones, en prosa, contienen frases semejantes que revelan íntimo parentesco entre los dos. Y como el Cuaderno tiene párrafos, sin duda, originales que faltan en Almela, y al revés, deducimos que ambos proceden de un texto en prosa común, de una misma prosificación de un poema reflejada en uno y otro por diferente manera: Almela la abrevió mucho; el Cuaderno, como más tardío, la alteró más. Las diferencias entre ambos son muchas, pero las contradicciones pocas; la mayoría se pueden explicar por la natural alteración de un texto transmitido a través de diversos traslados; alguna, sin embargo, autoriza la suposición de que el Cuaderno hubo de ser retocado en vista de otra redacción de la leyenda.

    Esta prosificación perdida, que conocemos sólo a través de Almela y del Cuaderno, ¿formaba parte de alguna Crónica anterior a la de Almela? No creo hoy fácil la suposición de una nueva crónica ignorada. Más bien la prosificación de que se sirvió Almela debía de correr ya en su tiempo suelta, como libro popular, análogo al que después se reimprimió tanto; los primeros pliegos sueltos de siglo XVI descenderán probablemente de otros anteriores que se propagaban en manuscritos de los cuales luego se apoderó la imprenta.

    Para dar una idea de esta prosificación perdida, entresacaré ahora de Almela y del Cuaderno los pormenores principales que formaban parte de ella, y procuraré hacer resaltar el carácter poético de la misma, señalando los rasgos reveladores de la inspiración y forma del poema que sirvió de original a esa prosificación.

    Análisis del poema del abad Juan

    Era el abad Juan de Montemayor gran hidalgo, señor de todos los abades que había en Portugal (1), y por él obraba Dios muchos milagros. Yendo a maitines la noche de Navidad, halló a la puerta de la iglesia una criatura abandonada, nacida en horrendo pecado de dos hermanos. El abad, compadecido del expósito, lo tomó en brazos, lo metió en la iglesia, lo bautizó llamándole García, lo dio a criar a dos amas de buen linaje y lo educó después con amor.

    Ya crecido el niño, lo envió a León, para que recibiese caballería de mano del mismo rey Ramiro, sobrino del abad. El rey le da trescientos caballeros por vasallos y le despidió, diciéndole: “Fijo García, parad mientes cuanta honra vos he fecho”, a lo que García respondió: “que pluguiese a Dios le dexase llegar a tiempo que se lo pudiese servir”. Cuando don García volvió a Montemayor, el abad le llenó de agasajos y honores, y le hizo capitán de todos los suyos.

    Pero, a pesar de todo, el hijo de tan astroso pecado, como “toda criatura revierte a su natura”, se dejó poseer del demonio de la traición. Una vez que don García andaba a caza por la ribera de un deleitoso río, concertó con dos de sus escuderos pasarse a servir a Mahoma y al rey de Córdoba Almanzor, y envió a éste su carta, avisándole tal resolución. De vuelta a Montemayor, después de la comida, levántose don García en pie ante todos, pidiendo al abad licencia para irse a guerrear a los enemigos de la fe. En vano el abad se resiste, temiendo el daño que pueda venir sobre su criado; como éste mantenía su petición, don Juan le proveyó de cuantas cosas podía necesitar (2), y le despidió, llorando tiernamente, y enviando con él a su sobrino Bermud Martínez, para que se mirasen ambos como hermanos.

    Aquí es de notar que este episodio de don García, armado caballero con 300 que le acompañan, tratando con ellos de su ida a Córdoba, a Almanzor, y provisto por el abad de lo necesario para este viaje, ofrece un paralelismo completo, salvo que invertido, con otro episodio del cantar de los Infantes de Salas que se cantaba en el siglo XIII: el episodio de Mudarra (hijo furtivo también, como García), armado caballero con 200 que le sirven, con quienes trata un día su pensamiento de pasarse de Córdoba a Castilla, para el cual viaje le da Almanzor gente y provisiones. Como es punto menos que imposible que el juglar que ideó la historia del abad don Juan desconociese la gesta de los Infantes de Salas, podemos tomar este paralelismo por una imitación.

    La gente del abad partió de Montemayor, y después de pasar el Tajo, envió don García a uno de los dos escuderos con sus cartas avisando la llegada al rey Almanzor. Este le sale a recibir a una legua de Córdoba, con gran asombro de Bermud Martínez, que tan ajeno estaba a la traición de don García. Entrados a la ciudad, y a la puerta de la mezquita, el criado del abad, rodeado de almuédanos y alfaquíes, renegó solemnemente de Cristo y Santa María, del bautismo, de los padrinos y las madrinas, prometiendo hacer siempre mal a los cristianos; y luego fue circuncidado, bebió de su propia sangre y trocó su nombre por el de Zulema.

    Cuando esto vio el bueno de Bermud Martínez, tomó su caballo y se salió escondidamente de Córdoba, llevando desalentado la mala nueva al abad don Juan. Todo fue duelo y temores en Montemayor, mientras en Córdoba se hacían extrañas alegrías por el alto casamiento con que Almanzor honraba a don Zulema.

    Pasadas estas fiestas, Almanzor y el renegado entran con gran hueste por tierra de cristianos, llegando hasta la ciudad santa de Galicia, donde don Zulema alardea de celo mahometano entrando a caballo en la iglesia, hasta el altar de Santiago, y quemando las reliquias. Zulema guía luego la vuelta de los invasores por Portugal, destruye a Coimbra y cerca en Montemayor al abad que le había criado, al cual combate a menudo, diciendo palabras de gran denuesto.

    El cerco fue afanoso; de él merecen recordarse dos episodios. Uno es la entrevista que el abad, desde una almena, tiene con el traidor: éste le propone renegar de Cristo e irse con Almanzor, quien le hará señor de todos los almuédanos y alfaquíes de su tierra, y el abad le contesta indignado, con un sermón que en don Zulema despierta sólo ira y rabiosas amenazas. Otro es una de las salidas que hacen los sitiados: el cerco prolongado por dos años y siete meses produce en Montemayor espantosa hambre; ¡una cabeza de asno valía una dobla de oro!
    En este apuro los cristianos caen sobre el real enemigo y, aprovechando el desorden del rebato, parte de ellos se emplea en robar vianda; aquel día el abad llegó hasta la tienda en que Almanzor y don Zulema jugaban al ajedrez, y les arrojó una lanza con tal rabia que, traspasando la tienda, la clavó en el tablero, desbaratándoles el juego; Zulema toma la lanza en la mano y reconoce asombrado que era la del abad.

    El cerco se apretó aún más; las tiendas de los moros rodeaban el castillo. En esto vino la fiesta del Bautista, y el abad se preparó a celebrarla más tristemente que solía otras veces. Juntó a sus guerreros, les cantó la misa y les predicó devotamente, consolándoles de las cuitas que pasaban, pero al fin les propuso un fuerte consejo: “Bien veis que los moros están llegados por todas partes al castillo, que luego lo entrarán; y pues sin remedio perderemos nuestros cuerpos y riquezas, salvemos las almas, matando los viejos, mujeres y niños para que no sean siervos de Mahoma; estos parientes que ahora matemos irán a tomar posadas para sí y para nosotros al santo paraíso, pues todos los demás saldremos a morir matando.”

    Los combatientes, “llorando de sus ojos”, acogen la resolución del abad, el cual va a anunciar la muerte a su propia hermana doña Urraca. El fin de ésta, y cómo por última vez contempla a sus cinco pequeñuelos, está contado con sencillez y emoción que recuerda el hermoso romance del conde Alarcos. El abad empieza la desesperada matanza en su hermana y en sus cinco sobrinos, y luego cada uno se esfuerza en dar la muerte a los que más quería.

    Esto acabado, queman todas sus riquezas, y se arman para ir a la última lid. Al salir reciben gran alegría en ver acercarse 300 caballeros que parecían cristianos, pues traían grito y pendón del rey Ramiro y de don Giraldo de Astorga, gran amigo del abad. Pero éste descubre el engaño luego, que quien venía era el mismo Zulema con sus renegados, y saliendo contra ellos todos los de Montemayor, los desbaratan, matan a Zulema, y todo el grueso de los moros huye, Almanzor el primero, yendo los cristianos en su alcance por espacio de doce leguas.

    Aquí se impuso a la imaginación del juglar una escena imitada del “Poema de Mio Cid”: el abad va en alcance de Almanzor, y al verle grita: “torna acá, perro traidor, que yo so el abad don Johan e verás commo se canta la misa”; recuerdo claro de la ironía con que el Cid llama a Búcar fugitivo:

    “¡Acá torna, Búcar!, venist dalent mar,
    verte as con el Cid, el de la barba grant,
    saludar nos hemos amos, e taiaremos amistad.”
    Respuso Búcar al Cid: “¡Cofonda Dios tal amistad!...
    non te iuntarás comigo fasta dentro en la mar.”
    (v. 2409 y sigs.)
    Tampoco Almanzor espera al abad, y éste, viendo que su caballo iba cansado y no podía alcanzar al moro, le arroja la lanza, como el Cid a Búcar en las refundiciones del Poema del Cid que circulaban en los siglos XIII y XIV: “Et el Çid açoitando a Bavieca, que esse día mucho avíe trabajado, ivale llegando a las espaldas, assí que quando fué muy cerca de las naves, el Çid vió quel non podíe alcançar, et lançól el espada et diól en las espaldas; et el rey moro, ferido, metiósse en las naves”. El poeta del abad don Juan ya no conocía el poema primitivo del Cid, según el cual el Campeador había alcanzado a Búcar y de un tajo le había hendido desde la cabeza hasta la cintura; por eso Almanzor escapa vivo de la persecución del abad.

    Al sentir la lanzada de su perseguidor, el rey moro vuelve el rostro y dice a don Juan que no le había herido, “salvo que el aljuba le avía rota”. Desde entonces se llamó aquel lugar Aljubarrota.

    Estando los cristianos vencedores recogiendo el botín, les llegó la nueva de que todos los que habían matado en Montemayor habían sido resucitados por virtud divina. Al oír esto, el abad don Juan se arrodilló, para dar gracias al cielo por tal prodigio, y mandó a su gente volverse a Montemayor, porque él jamás tornaría allá ni se apartaría del sitio donde Dios le había llevado con tal victoria. Y tomando el quinto del despojo enemigo, que le correspondía como capitán, y la parte de sus monjes, edificó la iglesia y monasterio de Alcobaza, donde acabó su vida entregado a la penitencia.
    En este monasterio, por memoria de don Juan de Montemayor, no puede ser hoy abad quien no fuere hidalgo probado en caballerías.

    Tal es la gesta del abad don Juan.

    Alcobaza y el Poema. Este carece de fundamento histórico.

    La observación final sobre la hidalguía de los abades de Alcobaza responde realmente al ilustre renombre de ese monasterio, que siempre se alabó de ser seminario de la nobleza del reino: “por esta razao os mais dos abbades de Alcobaça farao sempre principes”, dice arrogantemente el historiador de la casa, fray Manoel dos Santos. Y si bien esta afirmación peca de aventurada, es lo cierto que en los siglos XIV y XV, el abad de Alcobaza llevaba el título de “Fronteiro mor”, y como tal, estaba obligado a tener 20 arneses prestos siempre a la orden del rey. Pero fuera de esto, la trama entera de la historia del abad Juan carece de todo fundamento real.

    Montemayor (Montemor) fue conquistado por Almanzor el año 990 y sólo fue recobrado por el gran portugués Gonzalo Trastamiriz, en 1034; nada de esto tiene que ver con ningún Ramiro de León, el último de los cuales vivió en fecha anterior (966-984). Y aun más, la gesta del abad Juan contradice torpemente la fecha verdadera de la fundación de Alcobaza. No es, pues, otra cosa que una desenfadada fantasía poética.

    Pero antes de proseguir conviene responder a una duda que, aunque poco fundada, sería de gran trascendencia, si no la desvaneciéramos. El Cuaderno impreso, en su edición de Valladolid, 1562, y en otras divulgadas en Portugal, describe el lugar adonde el abad Juan llega en persecución de los moros: “una montaña muy grande que dezían Alcobas”, y dice después que allí se fundó el nuevo monasterio. El desconocimiento y corrupción del nombre del gran monasterio portugués no es nada chocante: lo veremos igual en los manuscritos de la Crónica de 1344 al historiar la fundación de Alfonso Enríquez, donde mientras unos ponen Alcobaça, otros ponen Altobat, errata que dada la semejanza paleográfica de t y c supone otro manuscrito anterior con la grafía Alcobac.

    Los eruditos portugueses que expusieron la leyenda conforme al Cuaderno, al leer en éste el nombre Alcobas, no pudieron pensar en Alcobaza –cuya verdadera fundación les era demasiado conocida- y descubriendo un Val de Combas o de Coubas en término del monasterio de Ceiça, supusieron con bastante violencia que se trataba de él, y que el cenobio fundado por el abad legendario había sido el de Ceiça. Puro embrollo erudito, de todo punto desautorizado, empezando por que otras ediciones del mismo Cuaderno llaman Alcobaça a la montaña donde el abad edifica el monasterio, lección que queda como indubitable por coincidir con la de Almela y por ser la única compatible con la etimología popular del nombre de Aljubarrota, lugar vecino a Alcobaza. Y a mayor abundamiento, las doce leguas que el mismo Cuaderno dice que median entre Montemayor y el lugar de Alcobas o Alcobaça, distancia que seguramente era la fijada por el Poema, rechazan toda posibilidad de que se trate de Ceiça, que sólo dista tres leguas de Montemayor.

    En conclusión: el nombre de Alcobas de algunas ediciones del Cuaderno es errata. Pudo ser voluntaria debida a un corrector que, sabiendo el origen histórico de Alcobaza, quisiera eliminar este nombre del relato. Pudo ser mera errata de imprenta.
    Lo cierto es que esa lección Alcobas permitió que el Cuaderno fuera muy bien acogido en Portugal, por no oponerse a la historia nacional de Alcobaza y permitir a los eruditos desviar la acción hacia Ceiça.

    El episodio principal de la leyenda

    El hecho central de la gesta del abad de Montemayor: la muerte de viejos, mujeres y niños, y la destrucción de las riquezas al ver imposible la defensa del lugar asediado, es un rasgo característico de la guerra en la Edad antigua. España ofrece los nombres de Sagunto, Numancia y el Monte Medulio, bien divulgados por la Crónica de Alfonso el Sabio: desí [los de Çigüença o Sagunto] mataron sos padres e sos fijos e sos mugieres e sos amigos et todos aquellos que non eran pora ayudarse d’armas, et dieron fuego a la villa; desí salieron fuera todos guarnidos et fizieron grand daño en la huest, e en cabo murieron í ellos todos”.

    En la Edad Media se cristianizó este heroísmo, no llegando hasta el homicidio, sino, quedándose en la mutilación. Las tradiciones locales de nuestra tierra recuerdan casos como los que inspiraron a Herculano la imponente escena del capítulo XII de su Eurico o Presbytero; las monjas de Santa Florentina, o Nuestra Señora del Valle, cerca de Écija, temiendo el peligro de su virginidad cuando la pérdida de España, se afearon con heridas los rostros y salieron así a recibir a los moros, los cuales las degollaron; las religiosas de San Salvador de Palacios, a tres leguas de Burgos, noticiosas de que una hueste de moros enderezaba a su convento, a persuasión de la abadesa se cortaron por sus propias manos las narices, para que los bárbaros horrorizados las dejasen, o despechados las matasen; lo mismo hicieron las monjas de San Pedro de las Puellas en Barcelona, cuando la conquista de la ciudad por Almanzor, y las doncellas de Simancas se cortaron las manos y se afearon con heridas.

    Pero también hay ejemplos del (antiguo) heroísmo pagano en toda su crudeza, seguido, como en la leyenda de Montemayor, de una resurrección de los sacrificados que demuestra cuánto fue grato al cielo el inhumano sacrificio; tal es la leyenda madrileña de Atocha, enteramente análoga a la del abad de Montemayor, aunque más sencilla en sí misma. Fray Juan de Marieta, en su Historia de la santísima imagen de Nuestra Señora de Atocha (Madrid, 1604), refiere que cuando ocurrió la invasión de los moros y éstos se apoderaron de Madrid, el capitán don García Ramírez, para evitar que su mujer y sus tres hijas cayeran en poder de los bárbaros, a petición de ellas, las degolló en la ermita de la virgen de Atocha, y él salió a combatir a los enemigos, a quienes venció por intercesión de la Virgen. Cuando volvió a enterrar a sus víctimas las halló resucitadas, de rodillas ante la imagen y “con las señales de la espada en las gargantas”.

    Los prodigios de Atocha y Montemayor tienen también analogía con el episodio de la chanson de geste de Ami et Amile (de hacia 1200), donde asimismo resucitan los dos hijos de Amile, degollados por su padre para con su sangre sanar la lepra de Ami.



    Última edición por Gothico; 23/11/2006 a las 16:18

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