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Tema: El factor mozárabe como sustrato hispánico

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    El factor mozárabe como sustrato hispánico

    (de José Antonio MARAVALL, en su obra “El concepto de España en la Edad Media”)

    EL FACTOR MOZÁRABE COMO SUSTRATO HISPÁNICO

    I – La cultura mozárabe como conservación del estado que precedió a la invasión islámica.
    II – La liturgia: supervivencias hispanovisigodas.
    III – El arte: su ámbito de difusión.
    IV – El derecho: las “leyes godas” en los reinos medievales.
    V – La escritura: proceso de transformación.
    VI – El factor mozárabe como sustrato hispánico.

    I – LA CULTURA MOZÁRABE COMO CONSERVACIÓN DEL ESTADO QUE PRECEDIÓ A LA INVASIÓN ISLÁMICA.

    Al tratar de precisar el concepto geográfico de España (ver “De los nombres de España y sus partes” en “El concepto de España en la Edad Media) http://www.hispanismo.org/showthread.php?t=135
    aclarándonos los puntos en que aquél se nos ofrece más problemático, hemos tropezado con indicios que, por lo menos provisionalmente y en tanto que nos acerquemos más directamente al tema, podemos considerar como manifestaciones de un concreto sentimiento de comunidad histórica, sentimiento que en los términos de “Hispania” e “hispanos” encuentra expresión. Lo hemos hallado en datos que hasta ahora se han referido a la conciencia de grupo humano con que las gentes a que esos términos se aplican son contempladas o ellas mismas se ven; a la conservación que entre ellas se da de medios y formas de combate propios, que resultan extraños frente a los demás; a los testimonios de un ánimo de independencia que poseen y cuyas manifestaciones externas se apoyan en una cierta organización que en alguna medida han guardado; al voluntario y expreso mantenimiento de sus leyes y costumbres, es decir, de formas de vida social peculiares.


    Todo ello constituye el sustrato de vida mozárabe tal como se da en toda España al día siguiente de la invasión y, en cierta forma, al comenzar propiamente nuestra Historia. No es inexacto decir que la Historia de España, vislumbrada por Idacio y el Biclarense, es una creación mozárabe sobre la base de la tradición hispano-romano-visigoda. El hecho de que la población peninsular conservara con suficiente fuerza esa tradición, superponiéndose a la influencia de árabes y francos, ha sido la circunstancia decisiva para que haya existido una historia de España.

    En principio, el desarrollo del presente capítulo puede parecer una digresión que corta el hilo de nuestro tema. Sin embargo, es imprescindible que abordemos el problema de conjunto que la materia entraña para poder dar su sentido y valor a los hechos que luego tomaremos en consideración. Necesitamos atender a la raíz para conocer adecuadamente el tronco que de ella arranca.

    Lo que hay en la España cristiana, a uno y otro lado, y tanto en tierra asturiana como en tierra catalana, cuando la Reconquista se afirma definitivamente, es ese sustrato de vida mozárabe. Si, por ejemplo, al contrario de lo que nosotros creemos, la conquista de la tierra catalana se hubiera hecho, no por el rey franco y algunos señores septentrionales seguido por la masa de los hispanos conservadores de sus propias formas de vida, sino que se hubiera llevado a cabo por un ejército de francos, y éstos y no aquéllos hubieran quedado dueños de la tierra y con su presencia hubieran impuesto o difundido su cultura y sus formas de existencia, cortando la herencia hispanovisigoda, veríamos que la influencia franca hubiera sido general al principio, para disminuir después, alterándose y bastardeándose en un lento proceso de desprendimiento del tronco común. Y lo cierto es precisamente lo inverso.

    A raíz de la conquista, en tierra catalana se construyen las iglesias según el arte mozárabe y bajo las influencias del cristianismo primitivo oriental que actúan en toda España; en esas iglesias se practica el culto y el canto mozárabe; se escriben los manuscritos en letra toledana y se decoran con miniaturas de base mozárabe, con otros elementos cuyo proceso de penetración muestra su carácter adventicio; los mismos reyes francos recuerdan a esos lejanos e inseguros súbditos hispanos, los cánones de los Concilios de Braga y Toledo; y, en fin, su vida jurídica se rige por la ley goda.

    Vamos a ver cómo este complejo fondo cultural da un contenido histórico preciso a la concepción de España que hemos visto vigente. El lazo de unión entre uno y otra es tan evidente, que bastará para comprenderlo con que recordemos que la “Crónica Albeldense”, la “Crónica pseudo-isidoriana” y la “Crónica Silense” son obras de mozárabes y que de un mozárabe catalán es el “Carmen” latino del Cid, primer intento de convertir la figura del héroe en materia épica. En definitiva, aquel fondo histórico está constituido, pues, por la cultura mozárabe, nombre que no hace referencia a un predominio de influencias musulmanas, como es bien sabido de los historiadores españoles y alguna vez ignorado por historiadores extranjeros.
    Este último error viene de la equivocada tendencia a explicar como directa penetración de arabismo el singular carácter que ofrecen los productos de la cultura española, en lugar de entender este fenómeno, en todo caso, como resultado de la evolución hispánica ante la presencia de los árabes.

    No es necesario, ciertamente, esperar a la influencia en España de la invasión sarracena para que la cultura española aparezca marcada, en relación con la de los otros pueblos, por un sello de peculiaridad cuya revelación produce en los demás una impresión de extrañeza. Factores históricos, que de ordinario actúan también en otras partes, pero que entre nosotros se dan con particular intensidad o en mezcla muy singular, origina ese extraño aspecto e individualizan nuestra corriente histórica en el conjunto de los pueblos occidentales, dotándola de matizaciones propias, sobre una línea común. Naturalmente, los años de dominio árabe agudizarán esa particularidad, fenómeno que Sánchez Albornoz señaló agudamente, fijando su sentido en conclusiones que, en su mayor parte, siguen siendo válidas (1).

    Pero esto no resuelve por completo el problema de nuestro particularismo o, mejor, de nuestra originalidad, puesto que numerosos testimonios denuncian aquella sensación de extrañeza en quienes contemplaban la gente hispana antes de la llegada de los árabes. Por otra parte –y esta es una observación previa que estimo esencial para plantear rectamente el problema-, tampoco la presencia de estos invasores produce un desarrollo de nuestra cultura del que pueda decirse que, si se aparta del que sigue la de los restantes pueblos europeos, tenga ello lugar justamente en la medida en que se aproxima a los efectos producidos en otros países meridionales que sufrieron también la misma influencia de los musulmanes.

    Ya San Agustín, ante la herejía del priscilianismo, parece ligar su carácter peculiar con su condición hispánica, manera de imputar, en alguna medida cuando menos, la aparición de una desviación heterodoxa a unas circunstancias de grupo o país y de aproximar éste a aquélla, que resulta realmente de interés (2). No se trata ahora de que nosotros vayamos señalando muestras de hechos dotados de fuerte color de originalidad que se dan en la cultura española, sino de recoger algunos testimonios de ese sentimiento de rareza que en todo momento se va produciendo fuera al contacto con lo nuestro. Es notable, a este respecto, la noticia de la “Crónica mozárabe de 754”, acerca de cómo uno de los más ilustres representantes de la iglesia toledana, San Julián, fue acusado –en forma que presagia los sentimientos posteriores en torno al adopcionismo- de heterodoxia, si bien el Papa acaba juzgando que sus obras son pías y de recto contenido (3).

    El P. García Villada observó en la iglesia visigoda, expresión entera del mundo de la cultura en la época, una tendencia a aislarse y mantener un carácter propio (4), y, por ello, cuando en las últimas décadas del siglo VIII, estalle la cuestión del adopcionismo, los obispos de ultra-puertos, al recriminar a los españoles sus tesis sobre la adopción, se referirán a los maestros de éstos (Ildefonso, Eugenio, Julián, todos ellos considerados luego santos), como a gentes extrañas cuyo particularismo explica esa desviación herética de la Iglesia española (5). Alcuino, en sus numerosas cartas a Félix de Urgel, a Elipando o a terceros con quienes comenta o a quienes previene contra estos “Hispanici erroris”, se alarma de la particularidad española que amenaza la costumbre universal de la Iglesia, nacida aquélla de la rareza de una tierra, antes llena de tiranos sarracenos y ahora de cismáticos, donde se alzan inauditas novedades –“sicut in Hispaniae partibus vidimus factum” (69-. Lo interesante es que, por su parte, Félix trata de apoyar su posición en la autoridad de lo dicho por los “Hispaniae doctores”, según se desprende de la referencia del propio Alcuino (7).

    En esta cuestión del adopcionismo podía tenerse razón en calificar de herética la peculiaridad española, mas no así por lo visto en el caso de San Julián, ni tampoco en la ulterior cuestión del rito mozárabe, que encendió en tan violentos términos el lenguaje, de suyo no ya comedido, del Papa Gregorio VII. Disgustado profundamente y confundido por la originalidad de la Iglesia española, el universalista Hildebrando empeña la batalla contra “errorem christianorum qui ibi repperiuntur in spiritualibus” (8). Seguiremos después ocupándonos de este tema.

    De momento, advirtamos que con una fuerte dosis de originalidad aparecen dotados los grupos de hispanos al día siguiente de la invasión, cuando menos en la fecha en la que los efectos de ésta no han podido aún hacerse notar o forzosamente tienen que ser aún escasos. Vimos como los hispano-romanos e hispano-godos que, refugiados en la Septimania, volvieron a sus tierras de origen una vez reconquistadas, aparecían desde primera hora dotados de costumbres propias, como llevamos dicho: de armas y modos de combate peculiares, que llamaban la atención de los francos; de leyes privativas; de formas de organización social que los aproximaban al sistema de los bucelarios; incluso de métodos agrícolas propios, como reconoce el capitular de 844, dado por Carlos el Calvo, en el que se les autoriza a seguir su vieja costumbre de los regadíos, a utilizar “secundum antiquam consuetudinem… aquarum ductus pro suis neccesitatibus” (9).
    (Ver: “La Hispania carolingia. La Marca Hispánica”)
    http://www.hispanismo.org/showthread.php?t=4436

    Estos grupos hispanos aparecen dotados de una liturgia propia, de un arte característico, de un derecho que conservan de su anterior organización, de una escritura, en fin, que traduce gráficamente lo peculiar de su situación cultural. Todas estas específicas formas culturales, llamadas mozárabes, se dan de un extremo a otro de la zona norte de la Península, y ello constituye un hecho del mayor valor histórico que no ha sido sistemáticamente enunciado hasta ahora.
    Por la semejanza de la situación cultural en que los que habitan la zona cristiana del Norte se encuentran respecto a los hispano-godos e hispano-romanos sometidos a la dominación árabe –a los cuales, en estricto sentido, se les da el nombre de mozárabes- y porque, en definitiva, también los primeros viven durante los siglos alto-medievales bajo la amenaza y, por tanto, en directa relación con la presencia de los musulmanes, extendemos aquí la denominación de mozárabes a toda la época que, en las dos partes de la Península, la cristiana y la islámica, corre desde el siglo VIII hasta que penetra la cultura del románico, retornando a España, reelaboradas en un nuevo conjunto, una serie de influencias que de ella partieron en esa otra etapa pre-románica.

    En rigor, esa cultura mozárabe representa, como es sabido, la conservación de un estado espiritual, adaptado a las nuevas circunstancias, procedente de la etapa anterior a la invasión. Ese estado cultural es un complejo resultante de las más variadas influencias bizantinas, sirias, persas, griegas, romanas y norteafricanas pre-islámicas, de las cuales la señora Scudieri-Ruggieri ha trazado recientemente un cumplido cuadro, recogiendo los resultados de la investigación en los más variados campos (9 bis).
    Sobre la base de un fino estudio de un problema paleográfico concreto, Rovira Armengol sugiere que se confirma en ese sector “la importancia cultural de los procesos operados en la zona visigótica durante la llamada Alta Edad Media, procesos que hasta no hace mucho tiempo habían sido desconocidos o adulterados por prejuicios, como demostraron bien elocuentemente, para el sector de la evolución del arte, el arqueólogo español Gómez Moreno y, para la historia de las instituciones, el historiador C. Sánchez Albornoz.
    Todos estos procesos constituyen una prueba patente de que en España el magnífico legado de la antigüedad no se había extinguido, ni siquiera periclitaba… (10).
    A ello hay que añadir, en la etapa mozárabe, la presencia de nuevas influencias orientales, de que los árabes son vehículo y que, en ocasiones, ellos reelaboran en parte, y no menos de influencias nórdicas, según corrientes que han sido puestas de manifiesto por Gonzalo Menéndez Pidal (10 bis).

    En grado mayor o menor, según se trate de unas u otras manifestaciones, ese legado es el que se aprecia recogido en la cultura de la época mozárabe; recogido y difundido por la Península toda.
    (…) La imagen de la cultura mozárabe, como una fase de nuestra Historia, se hallaba ya claramente dibujada en los “Orígenes del español” de R. Menéndez Pidal. Su reconocimiento se ha ido haciendo cada vez más general. Recientemente ha sido aceptada por R. de Abadal, en relación a Cataluña (11).

    Esa época termina cuando, con la constitución política del reino de Castilla, la nueva dinastía navarra, que acabará extendiéndose a todos los reinos peninsulares, puede imponer con mayor eficacia su política de difusión de la cultura románica y de las influencias europeas. El siglo XI es tiempo de profundos cambios en todas partes y muy especialmente en la Península. La España que vio morir a Almanzor no es la misma que vio morir al Cid.

    Fernando I, con elementos europeos, de procedencia franca, y con elementos vasco-cántabros, transforma el panorama social de su tiempo, y el Cid mismo actúa de hecho contra el tradicionalismo leonés. Spitzer dijo a Menéndez Pidal que debió haber titulado su hoy famosa obra sobre nuestro héroe nacional, “La Europa del Cid” (11 bis). Pero vamos a ver cómo se presenta, antes de la penetración del románico, ese tejido homogéneo, o por lo menos relativamente homogéneo, del mozarabismo hispánico.
    Última edición por Gothico; 24/01/2007 a las 00:57
    Pious dio el Víctor.

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