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Tema: Los grandes bibliófilos españoles

  1. #1
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    Los grandes bibliófilos españoles

    De la pasión bibliófila (el obsesivo amor al libro que ataca nuestro sosiego quebrantando dineros y aun amistades, a cambio de incomparables satisfacciones, cierto), insensiblemente se suele pasar a la pasión bibliográfica: del goce del libro bello o raro, a la búsqueda de su pareja, a papeletear y fichar cuanto tenga algo que ver —autor, tema, presentación, época— con el anterior; a copiar y publicar esos cedularios, siempre crecientes, en continua revisión y enmienda, rara vez concluidos. Ocupandose así la vida entera de hombres diligentes y de amplio fuelle: esos eruditos curiosos y benignos esos monstruos de naturaleza a los que denominamos bibliógrafos.

    De tan admirable fauna, floreciente en todo país culto (y en Francia, Alemania, Italia e Inglaterra, más) no ha sido España la última provincia. Ni muchísimo menos. Piensese en Fernando Colón, el hijo del descubridor. O, monstruo de los monstruos, en aquel Nicolás Antonio- que adujo y glosó datos sobre la totalidad de escritores y libros hispanos en diecisiete siglos, con la siempre nutrida cohorte que le siguió en el empeño: Sempere Guarinos, Latassa, Gayangos, Adolfo de Castro, Pastor Fuster, Cayetano de La Barrera, Joaquín María Bover, Pedro Salva y su padre Vicente, Pérez Pastor, Picatoste, Cotarelo, etc., etc., hasta don Homero Serís, Rodríguez Moñino, y tantos preclaros nombres, hasta ahora mismo).

    Pero entre todos ellos, y frente a los Hervás, Forner, Cadalso, Iriarte y compañía, de su época, en cuanto a polémica y encanto dejaba chicos aquel que, con justicia, don Marcelino apodaba santón mayor del gremio —del suyo, de los eruditos— pues «se pasó la vida acumulando inmensos materiales que a todos han aprovechado menos a él»: el extremeño Bartolomé José Gallardo, autor del monumental, aunque incompleto, «Ensayo de una biblioteca de libros raros y curiosos», que de las usuales bibliografías se distingue por ser «a un tiempo mismo rica y variada antología de poetas y prosistas españoles, repertorio de noticias y curiosidades gramaticales, y en muchos casos libro de crítica y de amena recreación» (Menéndez y Pelayo).
    Sin callar tampoco —¡alguacil alguacilado!— el fementido soneto con que le gratificará su amigo Estébanez Calderón, el que antes le puso de ingenio sin par, parlador de oro y llavero de la lengua castellana: es el celebérrimo «Caco, cuco, faquín, biblio-pirata —tenaza de los libros, chuzo, púa», aparte de «ganzúa, hurón, carcoma, polilleja, rata» y así en otros diez versos que aludiendo a los tiempos en que el extremeño fue bibliotecario de las Cortes de Cádiz y de sus vaivenes.

    El propio Menéndez y Pelayo —editor del tercer y cuarto tomos del «Ensayo» que afianza la gloria del extremeño— hizo axioma de esa maledicencia.
    Y de otra más: que don Bartolomé exagerase acerca de la cuantía de sus pérdidas, en propios manuscritos y en fondos de su riquísima biblioteca en las azarosas travesías de su aporreado vivir: saliendo por pies de Sevilla cuando el francés, seis años en Londres por exiliado liberal gaditano, hundidos los bagajes en el Guadalquivir cuando los Cien mil de Angulema, depredados al otro año por el ministro Javier de Burgos los libros que guardaba en la imprenta de Sancha, cinco o seis más de destierros y cárceles, nuevo saqueo por su propio sobrino y, como remate, muerto en el destierro de Alcoy que le procurara su amigo-enemigo Estébanez, el del soneto infamante.

    Tocaba a otro paisano suyo, y excepcional bibliógrafo también, Antonio Rodríguez-Moñino, acabar con la ominosa leyenda, rehaciendo gallardamente la semblanza moral y científica de don Bartolomé Gallardo y devolverle, con abrumadora documentación, una por una de las obras que escribió y se perdieron, los ingentes materiales acopiados para las que se proponía escribir, los tesoros bibliográficos que él, como nadie, llegó a reunir o transcribir puntualmente y que luego se llevó la trampa... (sin perjuicio de que, por torcidos o derechos caminos, en buena parte hayan reaparecido en bibliotecas de ambos lados del mar, y ...acaso en no menor proporción se los tengan callados por esos mundos de Dios).
    Antonio Rodríguez-Moñino, hace 50 años nos dio un modélico estudio bibliográfico de su paisano, aportó un trabajo definitivo: «Historia de una infamia bibliográfica», en que punto por punto analiza las pérdidas, en especial la de los nueve bultos de libros y papeles «hundidos » en el Guadalquivir, registra lo recuperado y —para guía de mareantes— levanta suficiente inventario de cuanto queda por hallar, que no es poco ni trivial:
    un tomo autógrafo y desconocido del poeta y capitán Aldana,

    un códice de los Argensola,
    un volumen de rimas antiguas de Lope (algunas autógrafas),
    otro en cuarto y original de sátiras de Juan Pablo Forner, y «Los gramáticos chinos» del mismo,
    cuatro de las obras en prosa y en verso de Montiano,
    las rimas castellanas de un desconocido portugués de mediados del XVI,
    las inédita» «Farsa la Constanza», de Castillejo, «Inquisición», de Macanaz,
    «Diálogo de la amistad», de Pérez de Vargas, libro de caballerías del XVIII y novela pastoril inacabada del siglo anterior;
    cinco tomo» de cartas de Feijoo, Iriarte, Samaniego, Azara, Mengs, etc;
    400 dibujos de artistas españoles, 44 de los cuales debido a Alonso Cano;
    por no decir de las primeras o raras ediciones, de las quince obras inéditas del propio Gallardo y de los millares y millares de papeletas suyas (muchas de las cuales, por suerte, en las siete cajas que de materiales del extremeño conserva la Biblioteca Menéndez y Pelayo).

    Otro gallardista ejemplar y antiguo fue el profesor Homero Serís, a quien nuestra cultura es deudora del «Manual de bibliografía de la literatura española»; desde fecha temprana se propuso continuar el «Ensayo» del extremeño y anduvo en ello durante la decena de años de su primera estancia americana, en contacto con los tesoros bibliográficos de la Hispanic Society y de la Biblioteca de Boston, ésta con los acrecidos fondos del hispanista Ticknor.
    Su ulterior secretariado, del madrileño Centro de Estudios Históricos, y las desventuras de la guerra, en que se entró a saco en sus papeles, no doblegaron su empeño. Y fruto de su segunda estancia en Norteamérica fue el «Nuevo ensayo de una biblioteca de libros raros y curiosos ».
    Última edición por ALACRAN; 25/03/2009 a las 11:31
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Respuesta: Los grandes bibliófilos españoles

    el extremeño Bartolomé José Gallardo, autor del monumental, aunque incompleto, «Ensayo de una biblioteca de libros raros y curiosos», que de las usuales bibliografías se distingue por ser «a un tiempo mismo rica y variada antología de poetas y prosistas españoles, repertorio de noticias y curiosidades gramaticales, y en muchos casos libro de crítica y de amena recreación» (Menéndez y Pelayo).
    Sin callar tampoco —¡alguacil alguacilado!— el fementido soneto con que le gratificará su amigo Estébanez Calderón, el que antes le puso de ingenio sin par, parlador de oro y llavero de la lengua castellana: es el celebérrimo «Caco, cuco, faquín, biblio-pirata —tenaza de los libros, chuzo, púa», aparte de «ganzúa, hurón, carcoma, polilleja, rata» y así en otros diez versos que aludiendo a los tiempos en que el extremeño fue bibliotecario de las Cortes de Cádiz y de sus vaivenes.
    El constitucionalista gaditano Bartolomé José Gallardo, tan erudito como impío y blasfemo: su "Diccionario crítico-burlesco", en que se ríe y burla de todo lo sagrado y lo divino.

  3. #3
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    Respuesta: Los grandes bibliófilos españoles

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    La turbulencia de la vida política española de principios del siglo XIX tornó a muchos escritores de la época en extraños personajes agriados y vociferantes, verdaderas catapultas polémicas que se disparaban por un quítame allá esas pajas. La pasión política se mezclaba algunas veces con la erudición, como en el caso de los terribles e inefables Bartolomé José Gallardo, Joaquín Lorenzo Villanueva y Antonio Puigblanch, pero la vida ajetreada de estos personajes y otros parecidos les impidió dar de si todo lo que podía esperarse de su saber.
    Dotados de un orgullo y un amor propio inconmensurables, casi siempre llegaban al insulto personal y vehemente, y buena parte de su obra se halla desperdigada en folletos, opúsculos y en artículos insertos en los periódicos del tiempo. Es éste un período oscuro e interesantísimo de nuestra literatura que merecería, sin duda, una mayor atención.

    De entre todos estos eruditos devoradores de libros, dos han quedado en la posteridad vinculados a la bibliografía: Bartolomé José Gallardo y Vicente Salvá.
    El primero con su "Ensayo de una Biblioteca de libros raros y curiosos", que fue publicada después de su muerte, a expensas del Gobierno.
    El segundo, con el "Catálogo de la Biblioteca Salvá", escrito por su hijo Pedro Salvá, del cual se ha dicho que "no sólo es un instrumento de trabajo de valor excepcional, sino una rareza bibliográfica que codician los bibliófilos y coleccionistas del mundo entero".

    Tanto Gallardo como Salvá no eran de la devoción del iracundo Antonio Puigblanch, el cual en sus "Opúsculos gramático-satíricos", publicados en Londres el año 1828, durante la emigración, en la imprenta de Guillermo Guthrie. Los calificativos que les dirigía eran sabrosos y apabullantes.
    Refiriéndose a Gallardo, dice que: "en cuanto a gramática, aunque por tiempos hablaba de escribir una, a cuyo efecto decía haber leído treinta o más de ellas, se le quitaron las ganas de resultas de una disputa que tuvimos los dos acá en Londres en la otra emigración, donde estamos privados del gusto de verle en esta segunda. Del primer embrión quedó patas arriba ni volvió a hablar más de gramática, a lo menos delante de mi, sino que se redujo a su Diccionario de la Lengua Castellana o a sus Diccionarios, pues también anda en varios. De entonces acá i aun de antes no ha cesado de morderme los zancajos; pero allí me las dé todas, se le conoce i sol conocido. También Gallardo es de aquellos literatos que presumen de sí mucho más de lo que son, i que quieren avasallarlo todo. Cuando Fernandez Sardino anunció por medio de un Prospecto su periódico "El Español Constitucional", lleno de zelos imprimió también un Prospecto anunciando uno suyo con el título de "Gavinete de Curiosidades", que luego no salió, i con voz de los Españoles Emigrados que aquí estábamos. No pude aguantar tamaña insolencia, aunque le había disimulado muchas, i en su propio cuarto le di una fraterna cual no hubiera jamás imajinado de quien tanto le había sufrido".

    En cuanto a Salvá, de él dice Puigblanch lo que sigue: "Darnos Salva la explicación etimolójica de los dos pretéritos "estuve" i "anduve", no es para sus bigotes; ni lo sería aun cuando los tuviera crecidos i mui poblados, i tan largos que se los atase en el cogote, que es o fue cosa de grande adorno en Morería, cuando había allí esclavos cristianos, que eran los que los usaban, pues estos años atrás unos cuantos proyectiles, con cierto fuego de Tártaro llovido por los ingleses sobre Arjel, hicieron para siempre inútiles las cuatro órdenes redentoras de mercenarios i trinitarios, calzados i descalzos, i los sendos prodijios que se obraron en su fundación. En hora insensata, faltándole absolutamente práctica i teórica en este ramo, ha querido enmendarme a mí la plana, después que la sorpresa que yo sé que le causaron las etimolojías que explico en mi primer Opúsculo, dejando a parte la mucha sensación, que aunque lo disimuló, hubo de hacerle su demás contenido, de pronto le dejó turulato, i por días después cariacontecido".
    Añade más adelante que "Hai hombres sin aprensión, i uno de ellos es Salvá. Tuvo tales cuales buenos principios de latinidad, i pudo siguiendo la carrera literaria, mejorando empero su carácter moral, ser hombre de provecho en ella; pero habiéndola abandonado, i metídose en el comercio de libros, que para el caso es comercio de papel impreso, se deja discurrir que estudio habrá sido el suyo del latín, cuando ha sido tan poco el del castellano".

    Naturalmente, todo esto era injusto. Puigblanch tuvo la lengua viperina, aunque Gallardo tampoco fue manco. Gallardo era un tipo alto y delgado, y sabemos que llevaba siempre puesto un redingote viejo y un sombrero de hule. Su pluma vomitaba denuestos y sátiras feroces y había adoptado, desde muy joven, la siguiente divisa: "Unos dicen que sí y otros que no; y yo llevo la contraria". En sus últimos tiempos tomaba como alimento sopas con leche y almacenó en su casa libros sin cuento.

    De Salvá no sabemos gran cosa, aunque parece que fue un hombre de trato más normal. Murió en París realizando investigaciones para el "Catálogo" que ya no pudo escribir.
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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