NO NOS QUITEN EL BIEN DE AMAR


FRANCISCO DE RIOJA, VATE DE HISPALIS

Es el sevillano Francisco de Rioja una de las muestras más acabadas de fino y delicado poeta y erudito de fuste. Uno de esos hombres de los que, según Unamuno, Sevilla andaba sobrada. Nació el 22 de noviembre de 1583 y fue bautizado en la iglesia de Omnium Sanctorum. Su familia, humilde y numerosa. El padre, albañil y lo más probable que analfabeto. Pero aquel niño, con su genio despierto y su mucha aplicación, pudo contar pronto con valedores que patrocinaron sus estudios. Así fue como aquel hijo de Antón García Rioja llegó a ser clérigo. Los hermanos del poeta corrieron muy diversa suerte: unos se enrolaron en los Tercios de España, recorriendo Europa para impedir su desintegración, otros se conformaron con ser artesanos y mercaderes, alguno hubo que probó fortuna en las Indias.

Francisco de Rioja hizo migas con el Conde Duque de Olivares, antes de que D. Gaspar de Guzmán fuese el poderoso valido. Allá por 1607-1615 el Conde de Olivares pasaba largos estadíos en Sevilla, y allí en su palacio amparaba a un grupo de eruditos y humanistas. Entre ellos se contó D. Francisco de Rioja que en sus poemas llamaba "Manlio" al Conde-Duque. Más tarde, en pleno ejercicio de su poder, el Conde Duque lo llamaría a la Corte: "para tenerle siempre a su lado, y de él en muchas resoluciones seguía su consejo para executarlo".

Sevilla era en aquel entonces otra cosa muy distinta a la caricatura medirionalista que se formó en el siglo XIX, al calor del señoritismo liberal. Era Sevilla un centro cultural como pocos en la Península Ibérica. Sobre los hombres cultos de Hispalis ejercía todavía su magisterio la poesía de Herrera, con poderosos mecenas de las Musas como el Conde de Gelves o el Marqués de Tarifa. Tertulias literarias, academias poéticas... como la de Juan de Arguijo o Francisco de Medrano. Se cultivaban las Musas y la amistad, bajo el estro de la poesía del latino Horacio.

Gutierre de Cetina, poeta y soldado, aquel de los versos inmortales:

"Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados
..."

Juan de Mal-Lara, Diego Girón, Francisco Pacheco, Francisco de Medina... Y Fernando de Herrera como eje, habían articulado un grupo literario troquelado en el humanismo. De ese grupo es heredero espiritual nuestro vate Francisco de Rioja, llamado también el poeta de las flores por gustar de servirse, para su poesía, de la efímera inconsistencia de la flora: el jazmín, la arrebolera (dondiego de noche), la rosa...



EL CÍRCULO DE LA INTELIGENCIA

Como trasunto de la vida, la flor (las flores) -su variada paleta cromática y sus inebriantes aromas camela al poeta, nos lo embelesan; pero el intelecto se impone, y el mismo intelecto que reconoce la concreción múltiple de la belleza y la bondad del placer, no puede evitar anticiparse: la flor perderá su colorido, se ajará. Las flores se desustanciarán en sus olores, trocándose en inodoras y marchitas. Es la gran alegoría, por más que tópica nunca obsoleta del "Carpe diem".

Pero, no obstante, el intelectualismo no tiene en la poesía del sevillano -por más que él sea un intelectual- las ínfulas que tendrá en el crédulo y desquiciado racionalismo. La razón, por mucho que sea, no nos sirve: el amor y la vida mandan.

"En tan lento resistir
y en incendio tan severo
poco a la razón espero
y mucho temo al vivir".

Canta Rioja. Y ese vivir se muestra incierto, cuando queda a merced de la pasión predominante. No obstante, pese al incendio de la pasión, algo queda al poeta:

"Solamente el bien de amar
quiero, sin correspondencia,
pues muere assí la paciencia
en naciendo el dessear".

Dice Plotino que el cielo se mueve circularmente por imitar a la Inteligencia. La inteligencia que nos advierte de la condición indigente de todo lo que aquí vemos y nos regala los sentidos, fue deshechada por no poder esperar de ella los resultados anhelados, ante los grandes interrogantes de la vida (el amor, la muerte)... Pero, vuelve por sus fueros la inteligencia, recordándonos que "el bien de amar" -aunque sea sin correspondencia- alienta a la paciencia. Nuestros requerimientos pueden estrellarse ante el muro de la incomprensión, podemos afanarnos en demostrar nuestro amor -y hasta, con suerte, podemos ser reconocidos por ello; pero no podemos enamorar a quien no quiere enamorarse de nosotros. La gratuidad del amor podría hacernos dichosos o desdichados, si le dejásemos. Pero, aun así, no nos quiten "el bien de amar": pues, fundado en la paciencia y en la magnanimidad, "el bien de amar" nos hace divinos. Por eso lo queremos, no por cobrarnos la pieza que pretendemos; sino por sentir que, en definitiva, hemos sido hechos para amar y cuando alcanzamos ese grado hemos comprendido el gran secreto de la estructura del mundo, la gran pregunta queda respondida:

-Sí.

Esa es la respuesta.

Maestro Gelimer

LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS