El fracasado Cervantes

Juan Manuel de Prada

Sobrecoge comprobar que la vida de Miguel de Cervantes fue un epítome del fracaso. Lo fue en su circunstancia más puramente biográfica: oscuramente perseguido por la justicia en la juventud y obligado a pasarse a Italia; herido en legendarias batallas que sin embargo no redundarían en su gloria; cautivo durante cinco años en Argel, donde habría de pasar penalidades sin cuento; solicitante perpetuo de puestos administrativos de medio pelo; acechado siempre por las deudas y las inmundicias familiares, que trataba de disfrazar con un rebozo de dignidad pobretona. Hay un episodio especialmente desolador que compendia todo este estropicio vital: cuando quiso pasar a Indias, Cervantes escribió un memorial al Rey, invocando las razones por las que se creía merecedor de algún cargo subalterno en aquellas tierras; el memorial fue remitido por el Rey al Consejo de Indias, que ni siquiera se molestó en mirarlo y lo despachó con una nota sarcástica: «Busque por acá en qué se le haga merced». A él, que había buscado toda la vida sin hallar jamás ni la merced de una migaja.


Y si lacerantes son sus episodios biográficos, mucho más aún sus postulaciones literarias. Especial mención merecen sus esfuerzos por mendigar la protección del conde de Lemos, un memo (hoy hubiese sido un ministro pintiparado) que alcanzó el virreinato de Nápoles, protector de poetas y literatos. Cervantes lo lisonjeó en vano, con la esperanza de obtener algún cargo; y cuando pretendió incorporarse a su corte napolitana fue mil veces rechazado. A la postre, sólo conseguiría que Lemos le pasase casi a escondidas una pensión miserable, una suerte de limosna. Claro que, si alguien se lo hubiese reprochado, Lemos podría haberse defendido alegando que Cervantes era considerado por todos sus colegas un «ingenio lego», un mero romancista en lengua vulgar, sin conocimientos de latín, filosofía ni teología, cuyo mayor logro era haber escrito un libro estrafalario de burlas chocarreras. Nadie entonces se dio cuenta de que, bajo su apariencia cómica, aquella obra había radiografiado el alma española; y que muchos siglos después, cuando esa alma ya hubiese sido triturada y reducida a fosfatina, podríamos imaginar cómo fue en el pasado, con tan sólo leerlo.


Cervantes buscó la fama con desesperación casi irrisoria, afanoso de pulsar la tecla del éxito. Como narrador probó todos los géneros en boga, de la novela pastoril a la novela bizantina; insistió machaconamente en el teatro, que siempre le salió acartonado y plúmbeo; y él mismo nos confesó en su Viaje al Parnaso, con palabras teñidas de melancolía, su falta de gracia para la composición poética: «Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo». Confesión conmovedora en la que «gracia» significa la capacidad para que los versos broten fáciles de la pluma, con esa divina naturalidad con que le brotaban a Lope; y también la garra para prender en la memoria de quien los lee o escucha; y que a través de esos versos se comunique de alma a alma el misterio de la vida.


No lo consiguió con ninguno de sus versos. Pero, sin tener la «gracia» del poeta, iba a procurarnos la más alta creación espiritual de nuestra literatura, iba a iluminar poéticamente el alma española, buceando en sus recovecos más profundos, en sus cerrilismos y grandezas. En su intimidad desalentada, cuando la gloria siempre codiciada ya había escapado definitivamente de sus manos, quizá Cervantes no tuviese conciencia verdadera de lo que había escrito, ni de su inmensa superioridad dolorosa superioridad sobre todos sus contemporáneos. Un lisiado y pobre hombre, fracasado y abrumado por la desgracia, siempre roído de pesadumbres y miserias, había compuesto la más inmortal obra de nuestra literatura. Resulta angustioso imaginar qué sería de España sin esta obra: si la locura de Cristo redime al género humano, la locura de don Quijote redime a los españoles y les devuelve el sentido de la lucha caballerosa por el ideal, la ambición de justicia y de belleza, los altos pensamientos, el humor que no deja en las almas la huella amarga del rencor.


De todo esto ya casi nada queda, pues España, cuatro siglos después de que el Quijote fuera publicado, es un mogollón informe de gentes que han sido minuciosamente desalmadas; donde la honradez y la caballerosidad vuelven a ser locura; y en donde sólo medran los listos y los aprovechados. Es, en definitiva, una España en la que Cervantes, de volver a nacer, volvería a fracasar; una España que, si naciese otro Cervantes, no lo sabría distinguir.




El fracasado Cervantes