martes 12 de mayo de 2009

NO LLORES , MADRE




Era un domingo de esos en que el gris vence a los cielos. Las ráfagas tempestuosas arrojadas desde aquellas sombrías nubes amilanaban al espíritu más resuelto. Pero, sabedor de que en su interior siempre mora un sol ardiente y espoleándome con el vago ensueño de lucientes armaduras, prestas a entablar descomunal combate, siendo azotadas por semejante aguacero, proseguí mi trabajoso camino de regreso por callejuelas anegadas cual canales venecianos u holandeses. Por aquellos ríos de asfalto, donde eran los autos casi los únicos seres que reunían el necesario valor para irrumpir, despidiendo olas ennegrecidas sobre los escasos transeúntes, pisaba yo con la firme determinación de arribar a casa cuanto antes. Acababa de adquirir a precio de ganga (no exento de previo regateo), en una librería de viejo de la Cuesta de Moyano, tan valiosa joya que sólo ansiaba poder iluminarle el rostro, no sin cierta solemnidad, bajo mi diminuta lámpara antes de devorarla con fruición.

Después de atravesar la puerta, mudarme la ropa empapada y preparar una humeante y olorosa taza de café, tomé asiento y coloqué el libro bajo el pálido haz de luz. El resto de la casa flotaba en un silencio sepulcral y la tímida claridad que penetraba los ventanales procedía del brillo mortecino de un farol. Tras la algarabía inherente al festivo, aunque borrascoso, día la noche, sigilosa, ocupaba su trono.

La portada era de un pardo adusto, cruel al tacto y en ella sólo relumbraban, en oro, las siguientes palabras:

“NUMANCIA

MIGUEL DE CERVANTES”

Con los ecos áureos del título aún peleando por no extinguirse en mis adentros, por fin, lo abrí. Me sentí repentinamente proyectado, con todo lujo de sensaciones y aromas, a un mar de cordilleras y tambores, arengas y aceros, a bordo de la pluma ágil y valerosa del maestro soldado de Alcalá.
El hecho es harto conocido: sitiada la ciudad de Numancia, símbolo virgen del más hondo aliento celtíbero, inviolable secreto de la sangre que se apaga ardiendo aún con más viveza, onírico y perenne destello de un alma hispana que despierta súbitamente a la vida. Tras titánica resistencia el gran Escipión rinde la ciudad y, ante el estupor romano, los postreros numantinos se quitan la vida en un gesto supremo de indómito coraje y bravura más allá de la muerte. Reverdecidos, con el torrente de los tiempos, sus invictos laureles de enigmática y nunca descifrada gallardía.

Poco antes del fatal desenlace España, por aquel entonces vacilante e inexperta doncella, llora con amargura la inminente y más que predecible caída de sus hijos, desconsolada al vislumbrar, sepultado en lo eterno, su instante final. Vierte luminosas lágrimas en el río Duero, circunstancial espejo en el que se reconoce vigorosa y juvenil pese a la profunda tristeza que la embarga. El río se dirige a ella interrumpiendo sus sollozos:

DUERO España querida, España, rato había
que hirieron mis oídos tus querellas.
Mas ya que el revolver del duro hado
tenga el último fin estatuido
de ese tu pueblo numantino amado,
pues a términos tales ha venido,
un consuelo le queda en este estado:
que no podrán las sombras del olvido
oscurecer el sol de sus hazañas,
en toda edad tenidas por extrañas.

Y cuando fuere ya más conocido
el propio Hacedor de tierra y cielo,
a tus reyes dará tal apellido,
cual viere que más cuadra con su celo:
católicos serán llamados todos,
sucesión digna de los fuertes godos.
Debajo de este Imperio tan dichoso
serán a una corona reducidos,
por bien universal y a tu reposo,
tus reinos hasta entonces divididos.
¡Qué envidia, qué temor, España amada,
te tendrán mil naciones extranjeras,
en quien tú teñirás tu aguda espada
y tenderás triunfando tus banderas!
Sírvate esto de alivio en la pesada
ocasión por quien lloras tan de veras,
pues no puede faltar lo que ordenado
ya tiene de Numancia el duro hado.

Numancia era, pues, un comienzo y no un final. La Guerra interviene concluyendo:

GUERRA Soy la temida y poderosa Guerra,
de tantas madres detestada en vano.
Aunque quien me maldice a veces yerra,
pues no sabe el valor de esta mi mano.
Sé bien que en todo el orbe de la tierra
seré llevada del valor hispano,
en la dulce ocasión que estén reinando
un Carlos, y un Felipe y un Fernando.

Queda España, tras semejantes revelaciones, más calmada. Y serían, en verdad, multitud los lances en que sería puesto a prueba por siglos el temple heroico de esta doncella que, poseída de la cándida fe de un niño y dotada de una insólita y primitiva hermosura, enamoró a los cielos hasta el delirio mientras paseaba sus estandartes victoriosos por toda la esfera terrestre, bautizando océanos, arrancando continentes de entre sus espumas, aferrándose a su Dios en un abrazo de carne y fuego, dibujando con una cruz y un acero nuevos mundos a la imagen de su noble corazón.

Pero, ante todo, Madre. Madre esforzada, solícita y tierna a cuyos pechos creció, entre una interminable lista de ilustres hermanos (junto a otros pérfidos y desagradecidos), un soldado manco que la evocó en fúlgidos sueños y jamás la dejó de honrar.

Joaquín Verdú


NOTA: “El cerco de Numancia”, tragedia patriótica de Miguel de Cervantes, se revalorizó durante la invasión de España por las tropas de Napoleón. El general Palafox la hizo representar en Zaragoza en uno de los momentos más terribles del cruel sitio que sufrió la ciudad aragonesa, para incitar a sus habitantes a la resistencia contra el invasor. Hoy en día está, tristemente, casi por completo olvidada