Fuente: Punta Europa, Número 48, Diciembre de 1959, páginas 31 a 43.



TENDENCIAS DE LA LITERATURA BRITÁNICA CONTEMPORÁNEA

Por Roy Campbell


(Conferencia de Roy Campbell pronunciada en el Ateneo de Madrid. Texto inédito facilitado por su viuda) [1].



Cada vez que los escritores de una época dada han sido aventajados, sobrepasados, y, de hecho, eclipsados por sus predecesores durante algunas generaciones, tiene lugar la aparición de un fenómeno que se reproduce casi infaliblemente en la Historia de las diversas Literaturas, bien que cada vez bajo una etiqueta diferente.

En Inglaterra estamos atravesando ahora uno de esos períodos críticos, de los que es posible encontrar algunos ejemplos en tiempos remotos, y bastantes en los últimos.


MODERNISMO

Esta vez lo llamamos modernismo, y, por tanto, no es más que la repetición de lo que ocurrió en España a los imitadores del gran Góngora. En Inglaterra, a los poetas de la época de Carlos II, que creyeron haber hecho de Shakespeare un poeta anticuado, o, mejor todavía, a los pedantes cortesanos que en la Roma imperial se figuraban haber destronado y reemplazado aquellas viejas glorias que llevaban los nombres de Virgilio, Lucrecio y Horacio.

Estos períodos de modernismo se caracterizan siempre por una marcada preponderancia de obras teóricas y críticas sobre aquéllas que representan un verdadero esfuerzo de creación, por más que las primeras no estén escritas para otra cosa que para glorificación de las segundas. En un tiempo que merezca realmente el apelativo de creador, es evidente que el escritor tendrá el espíritu demasiado ocupado por la obra emprendida para que le sobre tiempo en que construir teorías sobre ella; y esperará, por otra parte, que sea su misma obra la propia, e inmediata, justificación; y esto por el simple efecto que ella produzca.

En tales períodos el artista trabaja sin conocer las trabas de una excesiva conciencia de sí mismo. En cambio, dispone de las amplias posibilidades que ofrece una tradición.

En períodos de modernismo, por el contrario, es preciso moverse dentro de los límites más estrechos de una convención a la moda. La situación es por todos conceptos comparable a la de un desertor que, habiendo querido liberarse de las exigencias de la disciplina militar y de los deberes de la camaradería, se encuentra, al final, con las esposas en las manos, en los límites más estrechos de una celda carcelaria.

La conciencia demasiado aguda de la época a que pertenecemos, y, desde luego, la incapacidad de situarse uno mismo y de situar a los contemporáneos en la verdadera, y más amplia, perspectiva de la tradición histórica, son síntomas de que se ha llegado a uno de estos períodos de decadencia de toda creación literaria, apareciendo el nuestro como uno de los peores conocidos hasta ahora.

Debe apreciarse otro de sus síntomas en la tendencia de los escritores a considerar su respectiva generación como aquélla que debe encontrar fórmulas absolutamente definitivas, tendencia que se acompaña generalmente con una desesperada persecución de la novedad y la originalidad a cualquier precio.

Dentro de poco expresaremos más admiración por una de estas innovaciones que representan la equivalencia en el orden poético de lo que sería la invención de una nueva forma de horquilla para el pelo, que la que expresaríamos por una obra cuyo valor correspondiese a la fabricación de buen pan o a la construcción de buenos caminos.


POESÍA, AISLAMIENTO E INSINCERIDAD

He aquí una de las razones por las que el público se ha apartado de los poetas de hoy día (salvo raras excepciones). Sus obras, en conjunto, no responden a la experiencia cotidiana de hombres y sujetos reales, y menos que a ninguna otra a la experiencia del hombre de la clase obrera, la clase que en la Inglaterra de hoy vive más intensamente, trabaja y sufre más duramente, y ríe y canta con mayor fuerza.

La persecución voluntaria de la novedad produce, por otra parte, un efecto paradójico: la última moda, como el último grito, son siempre el camino más corto para el cuarto trastero. Y las innovaciones más sorprendentes, como la crinolina o el miriñaque del siglo pasado, [son] las que al final nos resultan los anacronismos más ridículos. Además, cuando todos los poetas se esfuerzan por ser diferentes en el mismo momento y de la misma manera, infaliblemente fallan su objetivo y son los más ridículamente semejantes los unos a los otros.

Si el público se ha desentendido de la poesía moderna, el alejamiento ha sido recíproco, ya que los poetas, por su parte, han hecho cuanto han podido para encerrarse en su aislamiento. El proceso se inicia con la aparición del romanticismo, que ha visto nacer en Inglaterra muchos astros de primera magnitud, de los que nos sentimos orgullosos con toda justicia. No es por eso menos verdad que con ellos se inicia también una tendencia de los poetas a acentuar sus peculiaridades a expensas de lo que es normal y humano; a cultivar toda clase de manierismos; y a interesarse más por ellos mismos que por su arte. A partir de Byron y Shelley, el «Yo» se ha convertido en el pontífice infalible de la poesía inglesa, al menos si se la considera en conjunto y salvando alguna que otra destacada excepción.

Las actitudes teatrales y las pretensiones pueriles de los románticos ingleses se revelaron en su origen como un remedio, en resumen, muy eficaz del arte retórico, un partido nuevo: pero, incluso en su fase inofensiva de los comienzos, estos poetas tenían una tendencia marcada a aislar al artista, como un ser excéntrico, del resto de la humanidad. Se podría preguntar cuántos hombres, que en los siglos XVII y XVIII habrían sido buenos poetas, han debido, a partir de ese momento, apartarse de la poesía para exteriorizar su personalidad en el sacerdocio, la medicina, la ingeniería o la milicia, o en otras vocaciones que les hayan permitido establecer un contacto más directo con Dios y con el prójimo. Nosotros tenemos, al menos, un ejemplo concreto en la persona del Padre Gerard Manley Hopkins, poeta de valía, que renunció a su arte precisamente por ese motivo.

El proceso centrífugo, cuya aparición se remonta a los comienzos del romanticismo, no ha cesado de acelerarse desde entonces; y si no tendía más que a la expresión de un individualismo fogoso, tuvo, como efecto final, no solamente el de aislar a los poetas, sino el de estereotiparlos.

Las anodinas posturas y pretensiones iniciales se convirtieron, poco a poco, en una segunda naturaleza. Poesía se hizo sinónimo de culto. Lo inmediato se subordinó a lo lejano, lo evidente a lo oscuro. Lo directo a lo indirecto, y el presente a algún futuro utópico, o a algún medievalismo idealizado. Los dictadores de la poesía moderna trataron de identificarse con todo aquello que más directamente se les oponía, ya fuese nacionalidad, cultura, clase social, e incluso sexo. Entre las dos Guerras, la poesía inglesa había adoptado lo irreal como centro principal de interés, tanto en lo moral como en política; en otros términos: los vicios y la utopía.

Las juventudes de derechas del país, los hijos de una aristocracia desocupada, que nunca en su vida habían intentado el menor trabajo penoso, se identificaron (por todo el tiempo que el negocio no tuvo riesgos y les benefició) con un proletariado idealizado, bolchevizado, y predicaron la igualdad, la camaradería y el crimen.

Pero, cuando llegó el momento de poner a prueba su sinceridad, recurrieron inmediatamente a todos los privilegios de clase y de fortuna que habían condenado antes, bien que sin nunca renunciar a ellos en el ínterin; los unos para asegurarse una marcha sin riesgos al extranjero, los otros para procurarse puestos tranquilos y de lo mejor remunerados en lo administrativo, a fin de escapar a la movilización, y allí se atrincheraron y se pusieron en situación de defender su posición (con sus cuchillos y tenedores), mientras el pueblo hacía la guerra por ellos. Auden e Isherwood huyeron a América; C. Day Lewis entró en el Ministerio de Información; Mac Neice, que había tomado el barco con Auden, regresó a Inglaterra, pero no para entrar en el Ejército; y Stephen Spender se aseguró una sinecura dando conferencias culturales a un cuerpo de bomberos en un distrito no muy expuesto.

Todos éstos se encontraban entre los más destacados incendiarios y pendencieros, así como entre los beligerantes más ruidosos en tiempos de paz. Este ejercicio es suficiente para demostrar cuán poca sinceridad se puede esperar de los poetas ingleses contemporáneos; ellos mismos, por otra parte, esperan menos que nadie.

Esto, además, ilustra perfectamente lo que yo me he estado esforzando en hacer resaltar sobre las actitudes afectadas de los primeros románticos, a saber: que ellas se han convertido, en los poetas modernos, en una hipocresía profundamente arraigada, en una segunda naturaleza.

Las raras irrupciones hechas, para nuestra alegría, por la honestidad, la energía o el talento, en la reciente poesía inglesa, tienen casi todas su origen en el extranjero, las provincias o las colonias. Yeats, la mayor figura de la poesía inglesa de nuestro siglo, procede de Irlanda, un país impregnado todavía de tradición y civilización cristianas; T. S. Eliot, procede de Nueva Inglaterra, en Estados Unidos; Dylon Thomas es originario del País de Gales, así como su amigo Vernon Watkins, ambos excelentes poetas. William Empson, otro poeta que tiene probabilidades de sobrevivir a las diferentes epidemias de la moda, nació y se educó en China.


DICTADURAS LITERARIAS

Por lo demás, hemos sido testigos, en la Historia literaria de los veinticinco años últimos, de una serie de dictaduras baratas que se han sucedido rápidamente, poniendo cada una en solfa a la precedente y lanzando el grito de guerra, ante el que todo debía ceder, de ser la última novedad. Estas dictaduras reducidas disponen de un poder muy extendido; pueden, en mayor o menor grado, boicotear a los poetas que difieran de ellas. Su autoridad parece ser casi tan absoluta como efímera.

Se aprecia entonces que las reputaciones suben cual flechas, y caen al suelo con una velocidad sorprendente; pero lo que dejará más perpleja a la crítica literaria y al historiador del porvenir, será el tener que descubrir alguna diferencia verdaderamente esencial entre las obras de numerosas escuelas poéticas que, después de la Primera Guerra Mundial y la «coterie des seigneurs» en 1918, se han empujado rápidamente unas a otras para ir desapareciendo todas a su vez.

La crítica encontrará más difícil todavía tener que distinguir entre los distintos miembros de una escuela, o de un mismo grupo. El último en manifestarse fue el grupo que nosotros llamamos la «Brigada de los cuchillos y tenedores»; tuvo un reinado más largo, y ejerció una autoridad más rigurosa que todos aquéllos que le precedieron, comprendida la escuela de Sir John Squire y sus amigos.

Sin la última Guerra Mundial, que desenmascaró su hipocresía latente, como ya he expuesto más arriba, se hallaría posiblemente en el candelero en el momento actual. Los miembros de este grupo han encontrado más cómodo abandonar su bolchevismo de antaño para orientarse hacia una forma de cristianismo no desprovista de ambigüedad y que no compromete demasiado. Uno de ellos ha llegado incluso a hacerse anglicano, una especie de semiprotestantismo que ocupa aproximadamente la misma posición con respecto a la Iglesia Católica que los boy-scouts en relación con el Ejército regular.

A pesar de todo, es ya un progreso. Pero la «Brigada de los cuchillos y tenedores» ha tenido que abandonar su presa y renunciar a posiciones clave de la estrategia periodística y comercial. Parece ser que, después de ellos, no se ha constituido ningún grupo para reemplazarlos, lo que se debe, sobre todo, al hecho de que gran número de escritores comienzan a surgir del anonimato del Ejército, de la Armada y de la Aviación.

Somos muchos los que esperamos que habrán visto y retenido lo suficiente durante los seis o siete últimos años para hacer obra independiente; que no se dejarán influir por la estrecha psicología de grupos, que durante tanto tiempo nos han dominado. Muchos autores jóvenes muy prometedores se han revelado después que la Guerra se inició, pero algunos de entre ellos, y precisamente los mejores, como Sidney Beyes y Alun Lewis, han muerto en el campo del honor. Estos jóvenes han vivido y sufrido, acreciendo así la experiencia normal del hombre, y por eso sus escritos no se someten a una serie de convenciones artificiales, como ocurrió con los de sus predecesores inmediatos. Así, después de un siglo de novedad, de pacotilla y de pseudo-originalidad, nos encontramos posiblemente en el umbral de un cambio. Nuestra vanguardia de las primeras décadas del siglo ha dejado ver que no era, en efecto, más que el fin de la cola, la retaguardia del viejo movimiento romántico; desde hace mucho tiempo había dado claras señales, por otra parte, de que no avanzaría ni un solo paso más fustigando el caballo muerto de una novedad falsificada.


THOMAS, INNOVADOR

La sola innovación cierta que hemos tenido desde hace diez años es la obra poética de Dylan Thomas, que no ha estado nunca seriamente contaminado por el esnobismo de sus contemporáneos, y que, cual verdadero artista, ha apoyado su inspiración en su propia experiencia. Se tiende a considerarle como el inventor de una nueva «barbarie», y por eso se le ha dado una acogida favorable. Hay, efectivamente, en sus escritos, una fuerza elemental comparable a la de Rimbaud, que evoca la frondosidad de la jungla tropical. Pero cuando, tras un maduro examen, se ha llegado a conocer mejor su obra, y a conocerle, se llega a la conclusión de que se trata de la obra de un artista acabado y consciente. La complejidad de su estilo, en el que las palabras se entrelazan para dar lugar a las combinaciones más inesperadas, concuerda en una armonía central y se halla regida por una regla fija. Lo que a primera vista se tomaría una floresta tropical, aparece entonces como un campo surcado, no por las pisadas de animales salvajes, sino por los pasos de la sabiduría tradicional. Dylan Thomas escribe, aunque en inglés, como un hombre del País de Gales, conforme a la tradición de los bardos galeses, sus antepasados. El País de Gales es una de las últimas regiones en que se considera sagrada la misión del poeta. Las competencias poéticas en lengua gaélica son tan populares como los partidos de fútbol.

Dylan Thomas escribe en inglés, que es la lengua de uso más común, pero la influencia de sus antepasados galeses es apreciable en él. Él no tiene, en efecto, el complejo de inferioridad ni de espíritu reflejo que padecen sus contemporáneos británicos; él se expresa con la seguridad del poeta que se dirige a un auditorio humano, mientras que la mayoría de los restantes poetas nos dejan la impresión de dirigirse, sobre todo, a sí mismos vistos en un espejo.


PROSA Y UTOPÍA

La Literatura inglesa en prosa del siglo XX no se ha quedado tampoco sin sufrir el influjo del espíritu de investigación utópica de los románticos en busca de «otra cosa» en el tiempo y en el espacio.

Las peregrinaciones geográficas de D. H. Lawrence, viajando para encontrar una comunidad o una forma de civilización a su medida, le han llevado por todo el mundo; fantástico peregrino que no ha cesado de prosternarse en adoración ante todas las divinidades y todas aquellas formas de barbarie que él era quien menos podía comprender. Era un prosista deslumbrante, que se desdoblaba en un turista de los más crédulos y superficiales; un turista de la escuela de Thomas Cook e hijo.

A Lawrence se le revelaron más misterios y maravillas en todas las formas de brindar, danzar, tocar el tan-tan, y celebrar los ritos de los diferentes tipos de salvajes que visitó, y a los que dedicó sus ternezas, de los que el más salvaje de todos los salvajes supuso podía haber.

Ha buscado el reino de sus utopías en el espacio de la misma manera que H. G. Wells y Bernard Shaw lo han buscado en el tiempo. Lo que no le impidió ser incapaz, por naturaleza, de afincarse definitivamente en una comunidad, cualquiera que fuese. Por más que se le viese frecuentemente, después de querellarse con los escasos discípulos que llevaba en sus «peregrinaciones a los salvajes» (solteronas maduras, viudas desconsoladas, y estetas de Bloomsbury en su mayoría), emprender la marcha a toda velocidad para repetir una vez más la operación. Se hizo misionero, por cuenta propia, de los adoradores de fetiches, entre los cristianos.

Era tal la belleza de su estilo, con relámpagos de intuición que iluminaban de cuando en cuando las más profundas simas del alma, que fue tomado muy en serio.

Pero este extraño minotauro humano tuvo la desgracia de encontrar en su camino al matador más temible de todos los matadores: Wyndham Lewis (al que no hay que confundir con D. B. Wyndham Lewis, escritor conocido por mucho más público y autor de una excelente obra sobre François Villon), un crítico al que la ferocidad de su sátira ha hecho el escritor más temido de toda Inglaterra, hasta tal punto que por años enteros ha tenido que sufrir el boicot, al menos virtual, de sus contemporáneos. Después de haber leído «Paleface», de Lewis, este libro que dio el golpe decisivo, el golpe fatal, a su cultura de salvajes, Lawrence se retiró a la Riviera, donde no tardó en morir.

H. G. Wells y Bernard Shaw han dado pruebas de un nomadismo parecido, pero aplicado al tiempo. Ellos no han sido otra cosa que turistas de la Agencia Cook, ávidos de explorar el futuro, mientras que Lawrence fue el turista modelo Cook para la selva. Wells ha padecido la temible desgracia de ver, antes de morir, realizarse algunos de sus sueños más fantásticos y de sus utopías más extravagantes, y este espectáculo estuvo a punto de quebrarle el corazón. Del progreso técnico, en que él veía la salud de la Humanidad, no ha salido otra cosa que la miseria, el caos y la guerra. Bernard Shaw es más afortunado, porque algunas de sus utopías no parece que lleguen a realizarse antes de su muerte, si es que alguna vez llegan a hacerse realidad.

Lo que pasa es que estos dos escritores tienen una vivacidad, una palabra y una vitalidad tan prodigiosas que nos hacen olvidar sus actitudes bizarras, y a veces cómicas, de profetas y doctores.

Aldous Huxley, por su parte, es un escritor cuyo temperamento le hace tan nómada en el espacio como en el tiempo, y que difiere en su culto de «otra cosa» de los escritores centrífugos que acabamos de citar; en este punto, sin duda, él les ha superado por completo.

Nacido en Europa, ha ido nada menos que al Extremo Oriente a buscar su religión: el budismo. Y ha hallado en el Oeste, en Hollywood, la única atmósfera propicia para practicarla. Allí vive actualmente.

Este impulso, tres veces centrífugo, de Aldous Huxley, nos proporciona el ejemplo más característico de la aberración romántica en su última etapa de reducción al absurdo; nadie podría llegar a una desintegración, a un descentramiento, más acabado –y esto en todos los campos–, que aquél a que ha llegado Huxley.


SHAW, BELLOC Y CHESTERTON

Por más que los escritores antes citados hayan contribuido más que nadie a dar a la Gran Bretaña de nuestros días su fisonomía intelectual y moral, todos ellos parecen haber estado tan desorientados y exasperados como podría estarlo una jirafa africana en el centro de Picadilly Circus, excepción hecha, tal vez, de Bernard Shaw, que parece sentirse en Londres «at home». Eso se lo debe a su sentido del humor, porque ¿qué es después de todo el sentido del humor sino sentido de la medida? Shaw comparte este precioso don con dos grandes católicos londinenses de pura cepa, Belloc y Chesterton, cuya urbanidad y ponderación les ha hecho dignos de consideración en una época de pánico y de mórbida emotividad.

Belloc y Chesterton han tenido la inmensa fortuna de saber colocar su «otro mundo» en el verdadero lugar, es decir, precisamente en el otro mundo, lo que les permite ver y aceptar este mundo, poco más o menos, como es, y extraer de él cuanto puede ofrecernos de bueno sin sufrir la humillación, la exasperación y el desplazamiento a que han venido a parar nuestros reformadores a más corto plazo. Aunque sólo sea porque éstos son demasiado numerosos y sus utopías estén en contradicción demasiado flagrante unas con otras.

Belloc y Chesterton, patriotas de corazón, supieron guardar su equilibrio en períodos de crisis, tales como la Guerra de los Boers, es decir, en un tiempo en que los escritores, desde Kipling a Swinburne, se hacían heraldos de la gran injusticia que tal guerra implicaba.


WAUGH Y GREENE: LA FE

La tradición ha sido continuada por un cierto número de escritores católicos de la joven generación, entre los que destacan Graham Greene y Evelyn Waugh. Éste es un autor satírico, en el que la alegría, el regocijo y el verbo son irresistibles, aunque podamos reprocharle no estar exento de una especie de esnobismo que limita su campo de observación en el orden social a los hechos y gestos de la mitad ociosa y degenerada de la aristocracia británica.

Graham Greene es un escritor mucho más profundo, y también más complicado; su obra es de una rara intensidad espiritual y de un gran relieve trágico. Su tema más corriente es la vida de aquéllos cuya existencia transcurre en un cuadro de miserias: criminales a alquilar, «gangs» de los hipódromos, infelices de zahúrda. Su libro más hermoso, «El poder y la gloria», pinta la vida de un cura borracho, mísero, y de carácter poco atrayente, durante las persecuciones religiosas en Méjico. Nos encontramos en presencia de una gran obra, pues el heroísmo sin fanfarronadas y el martirio final de este grotesco personaje, que al principio nos parece vulgar y cobarde, nos hace penetrar, poco a poco, en la grandeza de su misión y en la belleza de la Fe por la que entrega su vida.

Greene y Waugh son, los dos, notables defensores de la Fe católica: Waugh enseñando cuán absurdo es todo, o casi todo, comparado con la Fe; y Greene descubriéndonos esta Fe en toda su grandeza, incluso en sus más vulgares y humildes instrumentos. Waugh es un escritor que hace respetar la Fe, pero Greene es un autor capaz de operar conversiones.


JOYCE, ELIOT Y «EL IGNORADO A SABIENDAS»

James Joyce, contemporáneo de Lawrence, es irlandés como Yeats. Perdió la Fe en su juventud, pero siguió enorgulleciéndose de su credo católico; su extensa novela «Ulises», ejerció sobre los escritores de la siguiente generación una influencia comparable a la de «The Wast Land» (La Tierra Baldía), de T. S. Eliot, en el terreno de la poesía. Estos dos escritores estaban unidos por lazos de amistad, y sus obras expresan la misma total desesperación, el mismo completo desencanto, ante la vida tomada en conjunto. Encontraron centenares de imitadores, pero ninguno de ellos consiguió crearse un nombre. Los ensayos críticos de Eliot son de factura clásica y su estilo es tan brillante como límpido, en absoluto contraste con su poesía, que es complicada y difícil, pero que constituye el único acontecimiento sobresaliente en la obra poética inglesa de nuestros días, si se exceptúa a Yeats y Dylan Thomas.

Joyce y Eliot forman equipo con Wyndham Lewis en el grupo conocido, tras la Primera Guerra Mundial, con el nombre de «Vortex» (Vórtice). Ellos solos provocaron más actividad intelectual de la que ninguno de sus sucesores supo provocar. Por su humor feroz y su odio por todo lo superficial, Lewis ha sido ignorado a sabiendas, incluso boicoteado por una generación de diletantes que se creían amparados en una legítima defensa; pero probablemente alcanzará auténtica celebridad con el tiempo. Es un espíritu casi universal: pintor, poeta, novelista, crítico literario, historiador, sociólogo, y, sobre todo, un gran humorista, un poderoso autor satírico, casi de la envergadura de Swift. En su mayor parte su obra es destructiva, pero en el sentido que lo es un insecticida o un exterminador de malas hierbas. Ha destruido más iconoclastas insignificantes que ningún otro crítico de nuestros tiempos. Tiene un algo profundamente moral en su risa, aunque a veces ese algo esté inspirado en antipatías personales. Aunque no parezca tener convicciones religiosas, su punto de vista se encuentra frecuentemente muy próximo al cristiano, por ejemplo en obras tales como «Time and western man» (El tiempo y el hombre occidental), «The lion and the fox» (El león y el zorro), «Men without art» (Hombres sin arte), «The diabolical principle» (El principio diabólico), «Paleface» (Rostro pálido), etc. Sus novelas «The apes of God» (Los monos de Dios), «The Childermass» (El día de los Santos Inocentes), «The wild body» (El cuerpo salvaje), «Tarr», «Snooty Baronet», «Revenge for love» (Venganza por amor), están llenas de caricaturas y retratos terribles, que tan pronto hacen pensar en los más cáusticos personajes de Leon Bloy como en las «cargas» de Ben Jonson, en su «Volpone» y su «Alquimista».


ORWELL Y EL IMPACTO DE SU «ANIMAL FARM»

Otro autor contemporáneo de primera línea es George Orwell; aunque proviene de la extrema izquierda, ha escrito la sátira más espiritual del bolchevismo que jamás haya aparecido en inglés. Se titula «Animal farm» (Rebelión en la granja), y ha suscitado la ira de sus ex-camaradas. Orwell, a diferencia de sus camaradas de Literatura –más «dilettantes»– tiene el valor de sus opiniones; no solamente fue herido cuando servía en el Ejército rojo, sino que estuvo a punto de ser fusilado cuando los comunistas intentaron suprimir el POUM catalán.

«Animal farm» está escrito con una hábil y mordiente ingenuidad, que recuerda el arte de La Fontaine. Los animales deciden desalojar al granjero y llevar la granja por sí solos. Durante la primera semana todo va bien bajo el lema de «todos los animales son iguales», pero al cabo de muy poco tiempo se modifica el slogan convirtiéndose en «todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros», y nos encontramos, a fin de cuentas, que los cerdos explotan la granja para su exclusivo beneficio. Hay que preguntarse cómo se las arregla Orwell para dar a un tema tan infantil la intensidad y el movimiento de un drama real y humano, al que nosotros mismos nos sentimos arrastrados. Si la GPU hubiera funcionado un solo día en Gran Bretaña, Orwell hubiera encabezado la lista negra.

Los ensayos críticos de George Orwell siempre son dignos de ser leídos, aunque esté demasiado obsesionado por la política para ser un crítico literario verdaderamente imparcial. Por lo demás, es bastante paradójico constatar que Orwell ha escrito una sátira del bolchevismo, no porque sea un renegado, sino porque continúa siendo un bolchevique, furioso al comprobar que el bolchevismo, en la práctica, sigue estando muy lejos de la teoría. Su conciencia es apasionadamente honrada, pero sin sentido de perspectiva histórica. La Historia se enseña en las escuelas y universidades británicas de una manera destinada a justificar lo que ha sucedido después de la Reforma. Bajo todos los puntos esenciales, el protestantismo se ha mostrado fácilmente vulnerable a los ataques de los sostenedores del evolucionismo, y cuando el pueblo fue despojado de los últimos vestigios de fe, no le quedó más que reemplazarla por diversas utopías que la han sustituido como «ersatz», las mismas que vienen desolando al mundo en la hora actual. Si desterramos la Fe, la credulidad la sustituye. Es a causa de esto por lo que sufrimos tanto en Inglaterra. Pero es consolador ver una gran renovación de fe cristiana en la obra de T. S. Eliot, que, en otro tiempo, fue el portavoz y representante de la degeneración absoluta y del desencanto integral de toda una generación.

El hecho de que a nuestra época se le dé mejor la sátira que ningún otro género literario, se debe a haber proporcionado a los humoristas abundante materia prima: sus solemnes pretensiones de grandeza se prestan fácilmente a la risa. Pero, al menos, la sátira es una sana reacción contra este género de aberración, ya que, en el caso presente, ha hecho justicia a una imponente cantidad de mala poesía y de horrible prosa, dejando campo libre para una obra mejor. Mejor, naturalmente, porque difícilmente se podría hacer nada peor.


FINAL

No he dicho nada de tan excelentes escritores como Henry James, Max Beerbohm, E. M. Forster, Joseph Conrad, W. H. Hudson, Doughty, Virginia Woolf, Cunninghame Graham, Thomas Hardy, Housman y Kipling. La razón es que mi propósito era hablar de las tendencias generales de la Literatura británica, y estos autores, tan diferentes unos de otros, se mantienen algo aparte. Son personalidades aisladas. No han tenido imitadores que merezcan ser recordados, y, aunque hayan enriquecido inmensamente la Literatura de nuestro siglo, su influencia en las corrientes del pensamiento y la sensibilidad contemporáneas no es de las que se puedan comparar con la oleada irresistible de la marea.











[1]
Nota mía. Roy Campbell pronunció una conferencia en el Ateneo de Madrid, el 4 de Diciembre de 1951, pero su título era: «La traducción de la poesía española a la lengua inglesa».

Además, este texto que transcribió la revista Punta Europa tampoco era inédito, pues apareció por primera vez en la revista Escorial, Agosto de 1949, Tomo XIX, páginas 1.024 a 1.036.