Fuente: Cristiandad, Número 292, 15 de Mayo de 1956, páginas 148 - 149.
Tomado de: Filosofía.org.
Declaración colectiva de los Metropolitanos españoles sobre los peligros de ciertas tendencias intelectuales
«Los Metropolitanos españoles nos creemos en el deber de dirigir un cálido llamamiento a los intelectuales españoles para que sean fieles a la altísima misión de conductores de un pueblo de tan alta espiritualidad...»
Declaración colectiva de los Metropolitanos Españoles
La Conferencia de los Metropolitanos Españoles, en sus reuniones, se ocupa de los problemas religioso-morales que en cada momento presenta la actualidad en nuestra Patria. Por ello, en su última reunión hubo de fijar su atención en las peligrosas desviaciones del criterio ortodoxo católico que, en el orden intelectual, se han manifestado en estos últimos tiempos en España.
Los pastores de almas debemos preocupamos ciertamente de las masas obreras, que son las más; pero no debemos preocuparnos menos de los intelectuales cuyas ideas, cuyas doctrinas, cuyas propagandas son las que engendran luego y modelan los estados sociales. «Mens agitat molem»; y el inmortal León XIII comienza su luminosísima encíclica «Rerum novarum» manifestando cómo el apetito desordenado de novedades en el orden especulativo e intelectual ha sido la raíz más profunda de las luchas sociales. Si aplicamos rectamente la filosofía de la Historia, encontraremos como la causa principal de los torrentes de sangre de la revolución francesa a fines del siglo decimoctavo las doctrinas anticatólicas y demoledoras de los enciclopedistas; y en nuestra España, en la historia civil y política de los cuatro decenios de 1898 a 1938, veremos cómo la desviación de los intelectuales de las doctrinas católicas trascendió el orden político al implantar una legislación (prescindimos como obispos de la forma de gobierno) fundada en el hecho falso de que España había dejado de ser católica, para desembocar en el trágico vandalismo de incendios de iglesias y monumentos de arte y en fusilamientos de millares de inocentes, las más de las veces sin ni siquiera la parodia de un proceso. No es apasionamiento polémico el ver la relación de los hechos con las ideas; antes al contrario, es un ingenuo infantilismo desconocer la necesaria proyección del concepto que predomine en el aspecto especulativo e ideológico de la vida humana, sobre la vida social y política de un pueblo.
El concepto católico del valor del hombre se basa en la dignidad de la personalidad humana, en la igualdad de la naturaleza y en la igualdad de destino ultraterreno; pero junto a esta igualdad de naturaleza y destino, la Iglesia, conforme a la parábola evangélica de los talentos, enseña siempre la responsabilidad del uso, empleo y fructificación de los talentos recibidos. El hombre está destinado a vivir en sociedad y la sociedad necesita siempre jerarquía, y por ello, aun en los países en donde se implantó el comunismo, no se ha podido prescindir de jerarquía, que según su sentido propio y etimológico implica siempre un orden de distintos grados.
Por ello la Iglesia, que rompió las cadenas de la esclavitud, que condena las discriminaciones raciales, que ha propugnado y propugna siempre la elevación de los humildes, tiene siempre el sentido de los valores jerárquicos, no con un fetichismo idolátrico de los mismos, sino juntándolos siempre a sus grandes responsabilidades. La Iglesia fundada por Jesucristo lo fue para conducir a los hombres a su felicidad eterna, pero de tal manera que, como dice el gran Pontífice León XIII en la «Immortale Dei», en la misma esfera de las cosas terrenas es fuente de tantas y tales ventajas que no podría procurarlas mayores y más numerosas si ella hubiese sido fundada primaria y principalmente para asegurar la felicidad terrena. La Iglesia, que defiende el derecho de propiedad privada, lo defiende como un necesario desarrollo de la personalidad humana, pero a la vez necesario para el bien común, y por ello reconoce en la propiedad altos deberes sociales que limitan el mismo derecho de propiedad individual. Asimismo reconoce como un don de Dios la sobredotación intelectual que caracteriza a los llamados intelectuales; pero les exige grande responsabilidad en el empleo y uso de sus privilegiadas facultades. «Quien tiene talento de orador –enseña León XIII en la 'Rerum novarum'–, guárdese de callar; quien posee copia de bienes, cuide de no atar las manos a la misericordia; quien sobresale en el arte del gobierno, aplíquese a repartir con sus hermanos el ejercicio y el provecho». ¡Gran vocación la del cultivador de la inteligencia, del profesor, del investigador, del escritor! Los verdaderos hombres intelectuales imitan a las jerarquías angélicas en su función iluminadora de los inferiores. El profesor que forma el entendimiento del alumno para que por sí mismo halle la verdad; el investigador que aumenta el acervo de la ciencia, que muchas veces produce el progreso técnico de utilísimas aplicaciones prácticas; el escritor que sigue adoctrinando a muchas generaciones, aun después de su muerte, con sus libros; el artista que crea obras inmortales de belleza y emoción estética son astros fulgurantes en el cielo de la intelectualidad.
La Iglesia venera la ciencia como un don de Dios; ve en el entendimiento humano, que concede al hombre el dominio de todos los seres inferiores, un destello del entendimiento divino, del mismo Verbo de Dios. Por ello ha sido siempre la fautora de la cultura, la madre de las escuelas de todos grados, la creadora de las grandes universidades en el pasado y la que tiene hoy un Vicario de Cristo atento a todas las manifestaciones de la cultura humana, que se complace en dirigir su apostólica palabra y señalar directrices seguras a los cultivadores de todas las ciencias; y acuden presurosos a recibirlas los que se reúnen en congresos de las más varias especialidades científicas.
La Iglesia siente predilección por los cultivadores de la ciencia y honra a los genios; pero por encima de todo ama la verdad. Custodia perenne de la verdad revelada, sabe que ninguna verdad científica puede hallarse en oposición a la misma porque, como ha definido el Concilio Vaticano, uno mismo es el autor de la revelación y de la ciencia. Meras hipótesis que estén por algún tiempo de moda pueden oponerse a los dogmas, no una verdad científicamente cierta y comprobada. No estorba en lo más mínimo la fe a un intelectual ni a un investigador científico; pero todo intelectual católico debe reconocer el magisterio de la Iglesia, sobre el cual fue la instrucción que el año anterior publicó la Conferencia de Metropolitanos.
Es muy profunda la afirmación hecha por Su Santidad Pío XII en el discurso que el año pasado dirigió al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas cuando dijo: «La Iglesia no actúa solamente como un sistema ideológico. Sin duda se la define también como tal cuando se utiliza la expresión el catolicismo, que no le es habitual ni plenamente adecuado. La Iglesia es mucho más que un simple sistema ideológico; es una realidad como la naturaleza visible, como el pueblo o el Estado. Es un organismo enteramente vivo con su finalidad y su principio de vida propios». Por ello los fieles católicos españoles deben gozarse en pertenecer a la única Iglesia católica, apostólica, romana, cuya Cabeza visible es el Romano Pontífice, con jurisdicción eclesiástica, a la vez suprema e inmediata, en todas las naciones; y que en todas ellas tiene sus Obispos, verdaderos sucesores de los Apóstoles, que por institución divina gobiernan con potestad ordinaria las peculiares diócesis bajo la autoridad del Romano Pontífice (Canon 329 del Código de Derecho Canónico). Los Obispos tienen también la potestad de magisterio, de orden y de gobierno, como ha creído necesario exponer recientemente Su Santidad Pío XII en dos solemnes discursos, el dirigido a los Cardenales y Obispos que concurrieron a la canonización de San Pío X y el dirigido a los Cardenales y Obispos reunidos para la proclamación de la Realeza de María. No siendo la potestad de los Obispos de una nación ni suprema ni infalible como la del Sumo Pontífice, si se desviasen en cualquier sentido serían sus enseñanzas o sus disposiciones enmendadas por el Vicario de Cristo. Éste sabe lo que a cada pueblo y en cada momento de la historia conviene; y por ello, aparte de la legislación universal, establece, ya con disposiciones particulares, ya sobre todo en los concordatos, lo que es conveniente a cada nación. Por ello, no es de buen católico el censurar lo que para un país determinado haya pactado el Romano Pontífice con un Estado.
Tampoco es de buen católico censurar la paternidad eclesiástica de los Obispos y de los sacerdotes. La Jerarquía incluye esencialmente la paternidad, paternidad de apostolado, de celo, de amor. Sin paternidad no hay jerarquía; aun cuando pueda haber apostolado fraternal, propio éste de los seglares. ¡Y cuán útil, cuán glorioso y fecundo es este apostolado fraternal de los seglares! En nuestros tiempos es necesario; pero ni el apostolado seglar de la Acción Católica ha de revestir ínfulas de paternidad y de jurisdicción; ni el apostolado jerárquico y pastoral en la Iglesia católica puede despojarse de su paternidad espiritual.
Los Metropolitanos españoles nos creemos en el deber de dirigir un cálido llamamiento a los intelectuales españoles para que sean fieles a su altísima misión de conductores espirituales de un pueblo de tan alta espiritualidad como el hispánico, que trasciende luego, de una manera especial, a veinte pueblos de comunidad de religión, de lengua y de civilización. Que la cultura hispánica brille por la solidez de sus investigaciones científicas, que acepte la verdad y aun las partículas de verdad donde quiera se hallen, pero no se deje fascinar por irenismos, como los que condena Su Santidad Pío XII en su encíclica «Humani generis», de querer conciliar doctrinas antagónicas y contradictorias. Ciñéndonos nosotros a las relaciones entre la fe y la ciencia, no son las mismas entre la fe y las ciencias de la naturaleza y la fe y las ciencias que tienen por objeto a Dios y al alma. Puede un heterodoxo ser un gran científico en matemáticas, en historia natural, en biología, en medicina, y como tal ser encomiado y seguido por autores católicos, con tal que su ciencia no quiera negar alguna verdad revelada. Mas en la filosofía, que es la ciencia de las últimas causas, sobre todo cuando se trata de Dios y del alma espiritual o de los principios morales, ni cabe la neutralidad, ni se puede reconocer por un católico como maestro a un ateo o a un materialista, ni aun a un escéptico o a un relativista dogmático, y mucho menos proponerlos como maestros en estas disciplinas a la juventud.
Los grandes teólogos, filósofos y juristas que dieron renombre inmortal a nuestras Universidades de Salamanca y de Alcalá se distinguieron por su grande independencia de criterio, así en cuestiones teóricas como en cuestiones jurídicas que se referían a los Poderes públicos; pero se movieron siempre dentro de la ortodoxia católica. Es un honor de nuestra España que en ella no hayan florecido escuelas heterodoxas, como lo demostró el grande historiador de la cultura española Marcelino Menéndez y Pelayo, cuyo centenario estamos este año celebrando. En él tienen un gran maestro y modelo los intelectuales españoles. Asombra su lectura de autores españoles y extranjeros, gran amplitud de criterio, caridad y dignidad en las discusiones, pero fidelidad inquebrantable a la ortodoxia de la fe y al Magisterio de la Iglesia. Imítenle los intelectuales católicos en su vocación al estudio, los universitarios en el respeto y veneración que tuvo a sus mejores maestros, en su noble magisterio de profesor y de escritor los profesores y escritores.
Dios es el Señor de las Ciencias y es quien comunica los dones de ciencia y de sabiduría. Sientan toda la responsabilidad los intelectuales del uso que hagan de los dones recibidos. No se confunda nunca la verdadera y sólida ciencia con la fascinación de novedades o un mero atrayente estilo. Sólo la verdad del Señor permanece eternamente. Haga Dios que en España, hoy como en otros tiempos, tengamos numerosos intelectuales que, hermanando la fe y la ciencia, sean honor de la Iglesia y de la Patria.
1 de abril de 1956, Fiesta de la Resurrección del Señor.
†Enrique [Pla y Deniel], Cardenal Arzobispo de Toledo
† Benjamín [de Arriba y Castro], Cardenal Arzobispo de Tarragona
† Fernando [Quiroga y Palacios], Cardenal Arzobispo de Santiago
† Luciano [Pérez Platero], Arzobispo de Burgos
† Marcelino [Olaechea Loizaga], Arzobispo de Valencia
† Luis [Alonso Muñoyerro], Arzobispo de Sión
† Rafael [García y García de Castro], Arzobispo de Granada
† José [García y Goldaraz], Arzobispo de Valladolid
† Francisco Javier [Lauzurica y Torralba], Arzobispo de Oviedo
† José María [Bueno y Monreal], Administrador apostólico de Sevilla
† Casimiro [Morcillo González], Arzobispo de Zaragoza
Última edición por Martin Ant; 04/06/2018 a las 19:58
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