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Tema: Zorrilla: gran romántico y postrer representante de la tradición literaria nacional

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    Zorrilla: gran romántico y postrer representante de la tradición literaria nacional

    José Zorrilla (1817-1893): nuestro mayor romántico y postrer representante de la tradición literaria española


    ZORRILLA


    Este nombre ha quedado flotando sobre la historia contemporánea con el prestigio de los símbolos: es la condensación poética de todo el romanticismo español. Decir Zorrilla es evocar una época entera; es resucitar un cúmulo de recuerdos y sensaciones dormidas en lo pasado. El cantor de Granada, por la misteriosa virtud del tiempo y de sus eliminaciones y reacciones sucesivas, ha venido á ser la figura representativa de aquel romanticismo en lo que coincide con el de los demás países del mundo, y en lo que le separa de los rasgos universales de dicho movimiento, famoso como ninguno en la evolución de las letras.

    Para Francia, por ejemplo, el romanticismo fue una desviación, en sentido de apartarse de la corriente de su siglo de oro. La regularidad, el orden, las ideas contiguas, la simetría de los planes, la corrección y la nobleza de los vocablos; todo cuanto constituía la herencia del tiempo de Luis el Grande, todo eso fue hollado á sabiendas por la nueva escuela, como por un desbordamiento del septentrionalismo sajón sobre la compostura latina. En España, por el contrario, tuvo el romanticismo un innegable carácter de retorno á su siglo XVI y á las tradiciones artísticas genuinamente nacionales, después del raquítico ensayo clasicista del siglo XVIII. En la novela, y, sobre todo, en el romancero y en el teatro, existían de antiguo, como creación propia del genio nacional, los principales elementos que con tanto afán buscaba y cultivaba la nueva tendencia.


    Así como los grandes escritores franceses de la buena época eran regulares, equilibrados, armónicos, los españoles habían sido siempre desiguales, impetuosos, propensos á la improvisación. El trabajo metódico y perseverante de los primeros contrasta con las súbitas intuiciones de los segundos, llenas de supremos aciertos y de grandes caídas. Fue su arte indómito y sin compostura, tanto como el otro era obra de artificio, de «composición» y de sensatez. Y, en tal sentido, así como el romanticismo francés pareció interrumpir la respectiva tradición nacional, el romanticismo español no hizo sino entroncar con ella y resucitarla, apenas sin rejuvenecerla.

    En ninguno de los representantes del romanticismo español han resplandecido tales caracteres con mayor intensidad que en Zorrilla, convertido a la postre en encarnación y resumen de toda aquella época por el común asentimiento de la posteridad. De su producción inmensa, desborda é irrestañable, se han hundido las dos terceras partes cuando menos; pero lo que de ella flota y continúa viviendo todavía, es también lo que más ostenta esos vivos caracteres tradicionales, esos rasgos de nacionalidad inconfundible, ese aire de familia que le constituye en descendiente y heredero de la España que asombraba al mundo, con la bizarría de sus letras, en los comienzos del siglo XVII. En no pocos instantes su vena poética es reaparición de la que circula por el romancero, y sus tiradas de versos parecen desprendidas de un drama inédito de Tirso, de Calderón ó de Guillen de Castro.

    Y este teatro y estas leyendas y romances continúan siendo, y serán por muchos años, la parte vital de la producción de Zorrilla, mientras van quedando como obra muerta y fósil aquellas composiciones en las cuales la índole esencialmente española y nacionalista del poeta se dejó seducir por otras tendencias más universales del romanticismo filosófico y aun del simple exotismo pintoresco, bebido en las Orientales de Víctor Hugo. Hay que confesar que la «filosofía» de Zorrilla, como la de casi todos los románticos castellanos, en sus versos de desesperación, de duda ó de sarcasmo imitado de Byron, es una filosofía muy endeble. Quieren blasfemar en verso alguna vez, porque lo exige la moda intelectual, y blasfeman tímidamente, sin convicción, á guisa de colegiales temerosos de ser sorprendidos en su calaverada, á la cual les empuja, á su vez, el miedo de parecer cobardes á los ojos de sus propios compañeros.

    De aquí la posición extraña y única del romanticismo español entre las demás literaturas nacionales de su tiempo y enfrente de los problemas y estados de conciencia planteados por la filosofía moderna y la revolución. Nadie acertó mejor ni más temprano que un extranjero—Edgardo Quinet en Mes vacances en Espagne— a fijar esa posición ambigua de nuestra escuela romántica, que así como fue en el extranjero militante y agresiva en sentido de lo pasado ó en sentido de lo porvenir; que se abrazó, con Chateaubriand y Montalembert, al templo en ruinas para morir sepultado entre ellas, ó guió decididamente al asalto con Víctor Hugo, ó mostró el pecho desgarrado por el escepticismo terrible y desolador de los Musset y demás enfants du siécle, se inhibió en España de toda intervención en el candente litigio, se encerró en una mansa revolución literaria contra «las reglas” o en un arcaísmo ó tradicionalismo no menos manso respecto de los asuntos poéticos, el sentido de la vida y los puntos de honra fijados ya por los antiguos dramaturgos. Esta observación de Quinet, hecha y desarrollada en plena erupción de la poesía romántica española, allá por el año 1842, puede confirmarla cualquier estudioso, reabriendo los olvidados volúmenes en que queda protocolizada. Aparte de la significación de Larra—caso único y excepcional,—y sin descontar al mismo Espronceda, aquellos románticos no compartieron la rebeldía de sus colegas extranjeros, ni se pusieron ostensiblemente fuera de ninguna ortodoxia. Mostráronse creyentes, españoles, monárquicos, y acaso lo fueron todos en el fondo, por recónditas solicitaciones de raza.

    De Zorrilla no hay que decir. Su instrucción deficiente; su genio desbordado, hijo de la espontaneidad y la «chispa» sin estudios; la influencia puramente exterior y retórica, jamás substancial ni decisiva, de loa modelos extranjeros entonces más pregonados, pudieron conducirle á alguna imitación, á alguna tentativa, artificial y de cabeza, de los satanismos y desesperaciones que flotaban en el ambiente. Pero ¡cómo parecen postizos, falsos é inocentes esos desahogos al lado de la tremenda y realísima desolación de un Leopardi!

    Así, se han borrado de la memoria de las gentes esas pasajeras contradicciones, y Zorrilla ha pasado á la historia, no sólo como un poeta legítimo, sino como el último de los grandes poetas castellanos, como el postrer representante de la tradición nacional, á pesar de su tiempo, á pesar de sus propósitos, á pesar de sus modelos, á pesar de todas las sugestiones acumuladas para desviarlo de esa fidelidad íntima é inquebrantable á lo que hasta entonces había sido la ley artística de su raza. Con Zorrilla no se abre una edad nueva, antes bien parece que la tradición más genuina se integra en él, en busca de una síntesis última, para resolverse en magnífica y constante elegía de lo pasado: de las grandes hazañas de la reconquista; del esplendor de los califatos y emiratos peninsulares: del espíritu caballeresco girando en torno de la Virgen María, como dama ideal y excelsa de paladines y cruzados; de las viejas ciudades muertas y solemnes; de los castillos en ruinas; de las Alhambras prodigiosas y sensuales; de las callejas de retablo y farolillo y del tumulto de pendencieros y alguaciles, de estudiantes y rondas, de burladores y doncellas agraviadas, de chambergos y capas de noche, de estocadas y orgías, de criados complacientes y valentones de Flandes.

    Toda la historia de España, todas sus leyendas é interpretaciones poéticas, desde Covadonga á Granada, desde la Edad media al Renacimiento, desfilan por los versos de Zorrilla, como en una total y definitiva revisión, como para una despedida y un adiós bañado en lágrimas. Al lado de esa producción de sentimiento legendario y arqueológico, que se sostiene viva y lozana en muchas porciones, han perdido su interés y frescura casi todas las muestras líricas ó subjetivas, en las cuales quiso salirse de su índole nacional y seguir los patrones seudo-europeos. Cuanto más visible es el prurito de alcanzar «profundidad» filosófica, más pronto ha venido la decrepitud. Se salvan acaso un Reloj, ó Gloria y orgullo, ó alguna otra pieza semejante, por su carácter sui generis, personalísimo é inconfundible, pero va naufragando casi todo lo demás; mientras las leyendas se han incorporado definitivamente al acerbo de las obras perennes dé una literatura. No; la profundidad filosofica no fue nunca del dominio de nuestros románticos, por más que muchos de ellos la convirtieron en obsesión de su vida. Zorrilla, cuando razona, cuando quiere producir ideas, es de una trivialidad innegable. Su bagaje propiamente intelectual no tiene nada de sólido, y fuera disparatado buscar un pensador en el fondo de sus versos.

    Zorrilla se levanta cantando. Su hechizo reside en el aura poética que agita sus composiciones, cuando se olvida de toda pretensión trascendente y no se propone más que eso: cantar. Entonces cautiva con el prestigio de sus rimas inexhaustas, con el inagotable murmullo de sus cantilenas, de sus salmodias, de sus melopeas, de sus letanías, de sus interminables enumeraciones y requiebros, en los cuales el lenguaje castellano luce y destella en todo su esplendor, ostentando gracias inmarcesibles, luciendo primores y taraceas moriscas, matices y cambiantes á ninguna otra lengua ni á ningún otro poeta otorgados. En esos momentos Zorrilla se remonta á la región de la poesía esencial y en acto puro que resiste á todo análisis, que es irreductible á toda definición y que, por lo tanto, no puede referirse más al quid divinum, única fórmula á que pudieron llegar los antiguos y de la cual, probablemente, no conseguirán pasar los modernos.

    MIGUEL S. OLIVER


    Última edición por ALACRAN; 08/02/2021 a las 23:34
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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