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Tema: Gustavo Adolfo Bécquer: el mayor poeta español desde el Siglo de Oro

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    Re: Gustavo Adolfo Bécquer: el mayor poeta español desde el Siglo de Oro

    Un estudio literario de su obra, por el académico Guillermo Díaz-Plaja


    GUSTAVO ADOLFO A CIEN AÑOS VISTA


    La actual conmemoración de Bécquer ofrece la singularidad de una presencia continua e impávida. De ningún otro poeta de lengua castellana -salvo acaso Garcilaso— podría decirse que resiste de tal suerte a los modos temporales y a las modas sucesivas. De él puede afirmarse que es un ejemplo vivo y milagroso de permanencia a través de las generaciones: es una fama sin naufragio. Vinculado, en último término, a los modos expresivos del romanticismo, resiste victoriosamente a las posiciones lógicamente desvalorizadoras que habían de sucederle. Así desde la «torre de marfil» de los novecentistas, por ejemplo, desde Eugenio D'Ors, es calificado como «un acordeón tocado por un ángel», para indicar cómo el material léxico cotidiano, e incluso popular, alcanza acordes de sublimidad cuando es manipulado por un espíritu angélico. Adelantemos que esta estimación de Bécquer por el novecentismo no se extiende a los demás poetas románticos. Para el mismo D'Ors, Espronceda «es un piano tocado con un solo dedo» (Espronceda es, principalmente, denostado en el «Glosario» como: «ignorante, calavera, genio de café, Byron chistoso, populachero y popular, charlatán del pesimismo, juerguista sentencioso»). En cuanto a Zorrilla, llamado a capítulo también en «El valle de Josafat» es, simplemente, «Una pianola».

    Ante esta insólita permanencia de lo que podríamos llamar la «fama póstuma» de Gustavo Adolfo, en contraste con tantas figuras contemporáneas vocadas al olvido, una doble pregunta nos asalta: ¿Cuáles son las razones de este milagroso subsistir? ¿Qué acuerdan las generaciones posteriores a esta figura, en contraste con las demás de su tiempo?

    Para establecer las líneas generales de la estética de Bécquer —que he esquematizado en el centenar de páginas de mi prólogo a sus «Obras completas» (Vergara)— hay que partir de su esencialidad lírica, de su radical autenticidad. Ahora bien, este punto de partida es una conquista lenta, personal y deliberada del poeta, que sólo se alcanza y culmina en los años finales de su existencia. Cuando analizamos la producción lírica de Gustavo Adolfo antes de las «Rimas» (desde la «Oda a Alberto Lista» de 1848) advertimos, con inquietud, el poeta que Bécquer pudo haber sido bajo el retórico peso de un neoclasicismo inspirado en la fusión entre el «genio» y el «buen gusto» que preconizaba la Academia Particular de Letras Humanas, que, desde 1793, estableció la continuidad de una escuela sevillana de poesía. Caracterizada, precisamente, por un decir sofrenado y enjuto. (Sorprendemos, en efecto, dentro de la tradición poética de Sevilla, de un lado una línea derramada de retoricismo exterior, cuyos hitos podrían ser Herrera para el renacimiento, García Tassara para el romanticismo, Manuel Machado para el modernismo y Adriano del Valle para la generación de 1927. Paralelamente, pero del otro lado, podríamos seguir otra tradición: la tradición de Juan de Arguijo y de Francisco de Rioja, en el siglo XVII; la de Juan de Arjona o Félix José Reinoso, en el XVIII; la emoción contenida de la etapa sevillana de Juan Ramón Jiménez, o el apretado y hondo decir de Luis Cernuda o de Joaquín Romero Murube.)

    Esta es la línea en que se mueve la manera final de la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, que se produce, como he indicado, a través de una lenta y porfiada tarea de esencialización. Y es importante notar que en este proceso interviene señeramente el cambio de su circunstancia vital. El contorno poético de la madurez de Bécquer no es, en efecto, el florido horizonte de su mocedad sevillana, sino el de la limpia claridad mineral de Castilla, de la Meseta: Madrid, Toledo, Soria, Veruela.

    En otras páginas mías he intentado esquematizar el proceso que supone este cambio de circunstancia vital en el plano de la creación. Dos ejemplos aduje en la ocasión: el del sevillano Velázquez, que transforma los jugosos bodegones poéticos de su mocedad en el esquematismo de sus paisajes y figuras castellanas, y el de otro sevillano ilustre, Antonio Machado, para quien Castilla significó un proceso de esencialización progresiva. Porque Castilla es la gran desnudadora. En la mineral cima soriana, Gustavo Adolfo, como Antonio Machado, aprenden la poesía de la verdad radical, del contacto con la realidad sin hojarascas, ni cosméticas; estableciendo la conexión directa entre el mundo y su desnudo corazón.

    Esta radicalización del hecho poético les hará —a Bécquer y a Machado— rechazar el poema extenso o grandilocuente, para cargar el acento en el chispazo eléctrico, en el poema breve o proverbial.

    Ahora bien: esta concepción del hecho lírico está ya vigente en el mundo, y arranca del «Principio poético» de Edgar Poe, quien lo insufla en los poetas del simbolismo francés, frente a la concepción del poema desarrollado con intención de friso escultórico que preconizan todavía los parnasianos. Así las cosas —y distancias guardadas—dentro del posromanticismo español, podríamos insinuar que el modo becqueriano representaría la tendencia simbolista, asumiendo el modo parnasiano la poesía, por ejemplo, de un Gaspar Núñez de Arce. Y no se trata ahora de establecer una tabla de valores estéticos, sino de dibujar una disyunción de actitudes, entre la lírica intimista que procede por insinuación, y la que se produce por gestos exteriores. Si la segunda podría denominarse «poesía por elusión», la primera habría de definirse como «poesía por decantación». O, para decirlo con las palabras del propio Bécquer, aquella poesía «natural, breve, seca», «desnuda y desembarazada», de que habla en el prólogo al libro de Augusto Ferrán.

    Así, pues, una poesía breve, en un libro menor, que contiene unas ochenta unidades líricas asegura esta permanencia feliz de Bécquer en el tiempo, que sólo podríamos parangonar en paralelismo de brevedad, espiritualidad e intensidad a la permanencia alcanzada por San Juan da la Cruz.

    Partiendo de esta parvedad esencializadora (que arranca, como en Antonio Machado, de la contención de lo proverbial popular) podríamos intentar el esquema de las claves temáticas de Bécquer, empezando por la de esta misma noción temporal -que alcanza su forma más extrema en la instantaneidad. Las palabras «relámpago» o «chispa eléctrica» aparecen frecuentemente como símbolo de lo vital que estalla un momento y desaparece en lo oscuro. Si analizamos los índices verbales de sus «Rimas», en la ordenación efectuada por Edmund L. King, observamos la importancia cuantitativa y cualitativa que tienen las nociones de lo temporal como realidad fugitiva y clave de meditación. Con lo que, observémoslo, se acerca, también, a un tema predilecto de Antonio Machado (que se trata, por extenso, en mi «Modernismo frente a Noventa y ocho».

    Corramos, pues, el riesgo de intentar definiciones a través de estas frecuencias verbales. No somos los primeros en realizar esta escala estilística: de una manera agudamente intuitiva la anticipó José Moreno Villa, en su «Leyendo a...» (Méjico, 1944), quien destacó como vocablos indicativos en Bécquer: silencio, vaguedad, sueño, hondura. Y como palabra señera de significación: sombra, que en el vocabulario de King nos da, en efecto, unas veinticinco presencias en las «Rimas». Si a esto añadimos las reiteraciones correspondientes a: nieblas, nubes, gasa, polvo, oscuro y noche, tendremos dibujada toda una estética de lo evanescente, que caracteriza decisivamente la poesía becqueriana, especialmente si ponemos este vocabulario en conexión con las referencias a: sueño, misterio y muerte. Ayuda a construir el clima, la referencia a estos conceptos con los que indican situación: ángulo oscuro, ángulo sombrío, rincón oscuro, rincón a oscuras.

    Tenemos, pues, que, en Bécquer, hay una imaginación del mundo, un no querer verlo, un desear el radical alejamiento: «huésped de las nieblas», «donde habita el olvido».

    Guillermo DIAZ-PLAJA de la Real Academia Española

    Última edición por ALACRAN; 12/04/2021 a las 17:01
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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