El año ha comenzado con un aviso alarmante: será el más caluroso de la Historia

Alfredo Semprún Madrid


El «género de catástrofes» siempre ha tenido gran predicamento en nuestro imaginario colectivo. El hombre teme lo que no puede controlar, la naturaleza, por supuesto; pero sólo en épocas de soberbia se arroga poderes cataclísmicos. El novelista de la Ciencia Michael Crichton nos recordaba hace tres años cómo Carl Sagan predijo en 1991, durante la primera guerra del Golfo, que el humo de los incendiados pozos de petróleo iba a causar un efecto de «invierno nuclear» que acabaría con buena parte de las cosechas del globo. Como casi todos los científicos populistas de su tiempo, Carl Sagan le temía más al frío que al calor, y de hecho se había especializado en pronosticar inviernos de pesadilla a causa de las armas nucleares. El humo de los pozos no cambió el clima; quien sí lo hizo fue un volcán filipino, el Pinatubo, que en junio de ese mismo año lanzó a la atmósfera cantidades apocalípticas de dióxido de azufre (SO2). Cuando las nubes tienen mucho SO2, aumenta su capacidad de reflexión de las radiaciones solares y enfrían las capas bajas de la atmósfera. La consecuencia fue que, en 1992, la temperatura media de la superficie terrestre descendió 0,4 grados centígrados, aunque fue recuperándose paulatinamente en los dos años siguientes.

Ya se sabe que Crichton es un escéptico del calentamiento global, que viene a ser lo mismo que un hereje antiguo, y que sus teorías sobre la impredecibilidad del futuro cuentan con el rechazo casi general de la comunidad científica. No es el único que se plantea dudas sobre la metodología seguida a la hora de elaborar modelos computerizados de la evolución del clima o sobre la influencia real del hombre en el incremento de los gases de efecto invernadero, pero su condición de escritor y guionista de éxito mundial le han puesto a salvo del fuego graneado de los catástrofistas. No es, ciertamente, el caso del estadístico danés Bjorn Lomborg, o el de los holandeses Labohm, Rozendeal y Thoenes; convertidos en sospechosos lacayos de las petroleras por salirse del consenso científico actual. El problema es que salirse del consenso es extremadamente fácil y hay que andar con pies de plomo para no descuidarse. Basta, por ejemplo, con plantear alguna cuestión sencilla como hace otro heterodoxo, el geógrafo español Antón Uriarte, cuando se pregunta si en los modelos climáticos de predicción se ha tenido en cuenta que muchos observatorios han sido engullidos por el desarrollo urbano del último siglo. Porque las ciudades generan «islas de calor», que hacen más benignas las temperaturas nocturnas, y si no se introduce esa nueva variable puede darse un error al alza. También Lomborg cuestiona el modelo estadístico de recogida y proyección de datos, entre otras cuestiones por la imposibilidad de garantizar que sean homogéneos, lo que no le convierte en un tipo muy popular entre los miles de científicos implicados en el panel del cambio climático de la ONU.

«Una megacatástrofe»
Lomborg y los de su cuerda tampoco le son simpáticos a Peter Levene, el presidente del mayor mercado mundial de seguros, el Lloyd’s, que tuvo que desembolsar 6.000 millones de dólares por los daños de los huracanes «Katrina» y «Rita» en 2005, y que acaba de pronosticar que «una megacatástrofe» amenaza a los Estados Unidos a corto plazo. Una «megacatástrofe» con costes superiores a los 100.000 millones de dólares en pérdidas de bienes asegurados. Y, claro, Levene se pregunta, indignado, por qué Washington no toma medidas radicales para evitar que los huracanes le arrasen los beneficios. Y, sin embargo, hasta ahora se creía que lo decisivo en la potencia de un huracán era el gradiente térmico vertical, es decir, que cuanta más diferencia de temperatura hay entre la superficie del mar y la troposfera, más intercambio de energia y más poder de destrucción. Pero si la temperatura de las capas atmosféricas va a seguir subiendo, como nos advierten los científicos, el gradiente de temperatura tenderá a reducirse y, ¡zas!, los huracanes serán más débiles. Tal vez por eso se registraron más huracanes entre 1950 y 1970, que fueron décadas frías, que ahora.

En realidad, es el frío a quien hay que temer. El desierto del Sahara no se formó a causa del calor, sino del frío. Es fácil de entender que a menor insolación, menos vapor de agua, menos lluvia, más sequedad, menos vegetación. Por el contrario, la vida en la tierra es el calor, y el calor depende, entre otros elementos, del dióxido de carbono (CO2), que retiene la radiación solar. Cuando hay calor, cuando hay CO2, hay vida. En el llamado «Periodo Cálido Medieval», que va «grosso modo», desde el año 700 al 1300, la vegetación se abrió camino hasta latitudes hoy yermas: los vikingos colonizaron el oeste de Groenlandia y las crónicas dan cuenta de que en las islas británicas se cultivaba la vid. Luego volvió el frío, «la pequeña edad del hielo», que contribuyó a la devastación de Europa, con plagas como la peste.

De esa época no tan remota proceden las primeras observaciones sistemáticas de las manchas solares y la sospecha de que es la mayor o menor actividad de la superficie del Sol lo que ejerce una influencia determinante sobre el clima de la Tierra. Casi un 40 por ciento del calentamiento observado en los últimos 30 años se debe al aumento de la luz solar.

De lo que no hay duda es de que la tierra viene calentándose desde hace unos trescientos años, tendencia que coincide, en líneas generales, muy generales, con un aumento de los gases de efecto invernadero. Comenzó, pues, antes de la era industrial, y el mecanismo, que tiende a acelerarse con la modesta contribución humana, no lo puso en marcha la actividad del hombre: la mayor parte del dióxido de carbono procede de la disolución de las calizas por la acción del agua de mar, aunque no hay que desdeñar la acción de los volcanes. En el último máximo glacial, hace 18.000 años, el mar tenía 120 metros menos de profundidad. Desde entonces, gana terreno, aunque no de manera uniforme, y hay investigaciones que relacionan la reducción actual de algunos glaciares antárticos con fenoménos climáticos de hace 16.000 años.

Lo cierto es que la climatología terrestre, su mecánica, escapa a la comprensión científica del hombre. Ni siquiera somos capaces de predecir el tiempo con 24 horas de antelación, y se nos advierte de catástrofes que sucederán dentro de un siglo. Hace calor en Europa, falta la nieve y, aunque sabemos la razón (una masa de aire cálido procedente del oeste no ha sido contrarrestada por las masas frías árticas), ignoramos el porqué.

El sol, oculto
Pero tal vez no conviene alarmarse demasiado. El mecanismo de la vida terrestre, en el que el CO2, indispensable en la fotosíntesis, ejerce un papel fundamental, pasará sobre el hombre que, al fin y al cabo, es un recién llegado. La masa forestal seguirá incrementándose, como viene haciéndolo en las últimas décadas, y reducirá la reflexión de la energía solar, acumulando más y más calor. El vapor de agua, el más poderoso de los gases de efecto invernadero, se incrementará y una densa capa de nubes acabará por ocultar el sol, reflejando sus radiaciones. Y dentro de un siglo, el frío y los glaciares amenazarán con recuperar su reino. Y el «New York Times» podrá titular como en febrero de 1895: «Los científicos creen que el planeta puede volver a congelarse».


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