Un vómito sin esperanza
Juan Manuel de Prada
Antaño, en el día de Difuntos, un escritor podía probar el tono elegíaco y narrar una visita a los cementerios románticos, con luz enlutada o macilenta, para recitar entre las tumbas aquellos hermosos versos de Foxá: «Acaso entre vosotros / estará la muer que hubiera sido / mi novia azul, acaso entre este polvo / tengo un amigo --ya imposible-- yerto. / Os amo, dulces muertos, mujeres que me hubierais comprendido, / compañeros lejanos, / niños antiguos...». Si fallaba la veta elegíaca, el escritor podía probar un artículo costumbrista en el que cortejase a la florista tísica que le vende crisantemos o a la repostera oronda que lo atiborra de buñuelos. También podía ensartar una divagación moral sobre el personaje de don Juan, o incluso probar a hacer un poco de humorismo macabro. Pero todos estos artículos posibles presuponían un mundo cristiano que ya no existe; y escribirlos hoy parecería ejercicio de arqueología.
Me hacía esta reflexión melancólica mientras veía vomitar y patinar después en su vómito a una muchacha disfrazada de adefesio de Giliween, con los pintarrajos derretidos y la vista nublada por las pastillas y el alcohol. Mientras la veía patalear en el suelo como una cucaracha panza arriba y berrear improperios y blasfemias, pensé que tampoco nos hallamos (como quiere el clericalismo modosito) en un mundo pagano. El paganismo pasó para no volver jamás; y lo que hoy se ha poseído del pudridero europeo es otra cosa muy distinta, como una copa vacía es algo muy distinto a una copa en la que hubo vino, pues entre el paganismo precristiano y esta muchacha que patalea en el suelo como una cucaracha y se reboza en su pálido vómito pasó por el mundo el vino que alegra y conforta a los hombres. Como señalaba Castellani, la desesperación de los hombres contemporáneos es mil veces más acre y sacrílega que entre los paganos precristianos, «pues entre estos y aquéllos ha pasado nada menos por el mundo que la Esperanza hecha Carne». Y no es lo mismo no conocer la Esperanza, vivir ignorándola o sólo atisbándola entre tinieblas, que vivir después de haberla rechazado, después de haberla escarnecido, después de haber renegado de ella con orgullo y delectación.
Ya no se puede regresar al paganismo, como no se puede regresar al Paraíso terrenal; y decir que nuestro mundo es pagano, como decir que es paradisíaco, es un modo de hablar puramente retórico o gilipollesco (o bien un intento ilusorio de engañar a las masas cretinizadas). Durante muchos siglos, el cristianismo tomó aspectos del mundo pagano y los asimiló naturalmente a la verdad cristiana: tomó a Aristóteles y lo tornó filosofía perenne, tomó las églogas de Virgilio y las tornó profecía, tomó el moralismo de Séneca y lo tornó ascética. Luego, con la modernidad, vivimos un tiempo de cristianismos desfigurados que se esforzaban por bautizar corrientes de pensamiento que ya no eran paganas, sino decididamente apóstatas. Así hasta llegar a nuestra época acre y sacrílega, que se refocila con las escurrajas nihilistas de aquellas corrientes de pensamiento, como la muchacha disfrazada de adefesio de Giliween se refocila en su propio vómito y patalea como una cucaracha, incapaz de erguirse.
No es la nuestra una época pagana (si lo fuera, al menos tendría la alegría aparente de las fiestas anacreónticas), sino una época apóstata que patalea rabiosa y chapotea en su vómito terminal, mientras chilla como el cerdo en el matadero. Los cuadros de Valdés Leal o las danzas de la muerte medievales son una juerga flamenca al lado de su angustia claustrofóbica. Mientras me alejo por la calle, la muchacha ha dejado de chillar y patalear. Tal vez se haya ahogado en su vómito sin esperanza.
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