Desde luego sí que es verdad que también en España se hacen muchas atrocidades hoy en día. Hay muchos gili-ollas por ahí, muchos a los que les podía motejar de "el loco de la cocina". Pero la mayoría de la gente todavía no está tan loca y prefiere lo auténtico. Y ya que Jasarhez citó a mi paisano Antonio Burgos, reproduzco un par de artículos suyos de hace algunos años para reírnos con este tema.
Las tapas irrecitables
ABC, 10 de marzo de 2006
|
El tabernero clásico se seca en el blanco mandilón las nobles manos de despachar y le dice al camarero, señalando a unos clientes que hacen tertulia al final de la barra:
—A ver si aquellos señores han terminado ya con el periódico y me lo traes...
Y se lo traen. Y lo abre por una página que sabe dónde está. Y teniéndola delante, me dice:
—¿Tú te acuerdas cuando en todos los bares de Sevilla se recitaban las tapas en vez de darlas de impresora dentro de un plástico?
—Sí, hombre, había camareros que eran como rapsodas de la ensaladilla y los calamares a la riojana. Cogían aire, como un buceador, y te largaban del tirón, sin respirar, el recitativo fantasía de la salmodia enterita.
—Eso, eso, salmodia. Para mí que era un resto del tiempo de los moros. Era como el jámala, jámala del muecín en lo alto del minarete.
—Como que yo creo que los moros hicieron la Giralda para que el Moro Juan se subiera allí a recitar las tapas.
—Tapas moras, naturalmente: «Tenemos las albóndigas, los alcauciles, los altramuces...»
El viejo tabernero volvió a mirar el periódico que tenía en la mano, y me dijo, con cara de duda:
—¡Pues cualquiera tiene cojones de recitar ahora las tapas de la nueva cocina! ¿Has visto la que ha ganado en este concurso de tapas?
No la había visto, y me la leyó. Le han dado el premio de la mejor tapa sevillana a una que requiere los honores de un punto y aparte:
«Peras al vino tinto rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone a la grasa».
—¿Eh, cómo se te queda el cuerpo? —me dijo el tabernero, tras leerme el nombre de la tapa sevillanísima por las que hilan, elaborada por un restaurante de platos cuadrados.
—¿Cómo se me va a quedar? Perfectamente en caja. Esto es lo que hay. Esta es la Sevilla que tenemos, la que promueven desde el Ayuntamiento, a la que nunca acusan de carca ni de rancia. La acomplejada Sevilla que anda pidiendo permiso por serlo y buscando la coartada de la universalidad. A Sevilla, a ver si te enteras, le da vergüenza de lo suyo propio, para que no la acusen de cateta. Aquí los catalanes y los vascos venga a sacar tajada defendiendo lo propio, sin que nadie se atreva a abrir la boca, y mientras nosotros disimulando lo que somos por todos los medios a nuestro alcance. Las peras al vino tinto rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone a la grasa son, al cambio, como los parasoles de la Encarnación. Como el edificio de la biblioteca universitaria en el Prado. Como la noria de los cojones. Como el destrozo del palacio de San Telmo, mira los torreones, que un moderno lo está vaciando por dentro enterito, sin que nadie diga nada, no vaya a ser que lo acusen de retrógrado. Estamos en una Sevilla que le pides peras a la Virgen del Corral de los Olmos y te las da, no le vayan a decir que es una cateta. Y donde en vez del adobo de Blanco Cerrillo, nos rendimos ante la modernidad y el progreso de la memez de las peras al vino tinto rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone a la grasa.
—Pues yo no me imagino a aquellos camareros de Casa de la Viuda recitando las tapas, y diciendo: «Tenemos las peras al vino tinto rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone a la grasa...»
—Les hubieran respondido: «¡Tu padre por si acaso!»
|
Nueva cocina, viejos camareros
PINTAN bastos en la nueva cocina. Bastos sobre un lecho de chuminás de La Carlota en salsa de albures, con una pincelada de pavías desestructurados al nitrógeno de la fábrica de sifones del Cachorro y un efluvio de cuento del alfajor de Medina.
—A usted no hay quien le gane en la redacción de cartas de los restaurantes de los platos cuadrados...
Pues tengo platos mejores. Hoy tenemos un revuelto hidrogenizado de papas del huerto del Francés, aliñás con aceite de primera presión fiscal, en salsa porosa de extracto de cardos borriqueros y bigotes de camarones parguelas de Coria y un chorreoncito de cera del cirio de uno que sale hoy en el Corpus con la del Tirolínea y que no sé qué pinta aquí, pero queda muy resultón.
Pintan bastos en la nueva cocina porque José Antonio Sáenz ha reunido en La Boticaria a sus barandas, esos chefs que se creen jeques, especialistas en quitarle la cartera a la gente a base de echarle cuento al asunto, y que tienen en sus restaurantes una lista de espera que ni la del SAS para operarte la hernia. ¡El día que los chefs de la nueva cocina descubran el cazón con tomate y las papas con chocos, Dios mío de mi alma, la que van a liar! Y los reunidos en Alcalá de los Panaderos, donde en la Venta Pinichi se come el mejor arroz con perdiz del mundo y donde Platilla era el mejor de los metres dando gloria bendita en el Hotel Oromana al Sevilla de Helenio Herrera cuando se concentraba allí... En ese Alcalá donde el alcalde Gutiérrez Limones dice que ya está bien de tanto bazar de chino de los veinte duros, pues José Antonio Sáenz ha plantado en La Boticaria el bazar de los veinte mil duros del cuento chino de la nueva cocina. Que en los restaurantes de estos embaucadores al eneldo, veinte mil duros es lo que te cobran no por comer, sino nada más que por preguntar dónde está el cuarto de baño de caballeros.
Dicen los jefes de la nueva cocina que una cuña de su misma madera que les ha desmontado el negocio con un libro, y que se llama Santi Santamaría, es un chufla. Que ellos, que nos toman el pelo desestructurado a la esencia de romero de Corpus, no son unos chuflas, no; que el chufla es el otro, que dice que para pintar la mona en unos platos cuadrados así de anchos con unas raciones así de chicas y unos precios así de grandes ya están los museos. Que se vayan al Museo de Tita Tissen con sus gallos muertos, su arroz y sus mulas todas. Y añade Santi Santamaría que estos tomadores de pelo de la nueva cocina hacen platos que yo que tú no me los comería, forastero. Y que se vayan a engañar a su abuela, la del huerto de frutos del bosque que surte al contubernio, al que prestan el altavoz unos trincones de manteles, curradores de almuerzos, a los que llaman críticos gastronómicos, gorrones sobrecogedores que ponen el cazo prometiendo que les van a dar un sol de la Guía Michelín y luego sale el sol por Antequera. Donde por cierto la porra aventaja a todas estas tonterías. Donde esté una buena porra antequerana mando yo a la porra (sin Antequera) a toda la nueva cocina de Arzak y del Bulli, y que le den por el bullarengue a Fernando Adrián.
¿Saben qué les digo, a propósito de esta Polémica de la Ciencia Española de quitar la cartera a los comensales con el cuento de la Nueva Cocina? Pues que nos digan quién ha ganado. Para seguir yendo a nuestros restaurantes simpáticos de siempre, sin platos cuadrados, sin cartas que parecen la tabla de elementos químicos y sin camareros vestidos de negro. ¿Por qué se visten de negro, ay, por qué, los camareros de la nueva cocina, si no se les ha muerto nadie? Sí, se ha muerto el arte de la hostelería. Aquí, mucho cocinero de arte y ensayo, pero cada vez hay peores camareros. En La Boticaria tenían que haber reunido mejor a unos cuantos camareros antiguos de El Burladero, de cuando en Sevilla se sabía servir, como el difunto Juan Morales, el de La Dorada, fallecido cuando acababa de publicar sus memorias de comanda, «La Sevilla que perdimos». Y allí en La Boticaria, esos camareros antiguos hubieran hecho lo que nadie suele ahora en la hostelería: la obra de caridad de enseñar al que no sabe, al camarero que te tira los platos y te mancha al retirártelos. Menos nueva cocina y más viejos camareros es lo que hace falta. Viva una buena berza con su pringá servida por un camarero que se sabe su oficio y que no viste de negro por la muerte de la hostelería como Dios manda.
Marcadores