La tentación del "comunitarismo" ante el caos social
El giro postmoderno también ha tenido su impacto en el pensamiento clásico. Y al mismo responde lo que se ha dado llamar, con expresión procedente de los Estados Unidos, el "comunitarismo" . No es de estrañar, para empezar, que se haya producido precisamente allí el alumbramiento de tal movimiento de ideas y acciones. Pues, como acabamos de ver, es en su seno donde se ha fraguado la particular relación entre sociedad civil y política que ha conducido a la "hegemonía liberal". Esto se explica, desde luego, por el contexto particular en que nacieron los Estados Unidos, casi como encarnación histórica de un "contrato social" que mientras en el viejo mundo no podía por definición sino resultar ahistórico, allí por lo contrario, precedido por un singular "pluralismo", iba a ser funcional a la creación de un cuerpo político, originando un "federalismo" bien distinto de la práctica del "principio federativo" medieval, pero también del luego exportado a Europa, que luego se perpetuaría. Pero también, desde otro ángulo, por el también contexto particular de la tradición intelectual anglosajona, empirista y pragmática. En cierto sentido, pues, puede decirse que los Estados Unidos nacen ya desembarazados de la existencia de la "Cristiandad", así como que no ha dejado de gravitar en ellos la tensión entre la Ilustración a la francesa o a la alemana (les Lumières o Aufklärung) y la inglesa (Enlightment).
Ambos aspectos están presentes, a no dudarlo, en la toma de posición comunitarista, que si critica el liberalismo lo hace desde dentro: en puridad el primero es una suerte de relativismo teñido de historicismo y sociologísmo, pero -a diferencia del segundo- no individual sino colectivo. Su antropología, deudora de una metafísica, o más bien de una ausencia de ella, por lo menos en su significado para el realismo clásico, rechaza cualquier universalidad, y resulta incompatible por lo mismo con la razón y la ley naturales. Y no en el sentido de distinguir entre una racionalidad o un derecho natural racionalistas (dogmáticos) frente a otros clásicos (problemáticos), aquellos idealistas mientras que éstos radicados en la historia, sino directamente en el de disolución de la racionalidad y la justicia como realidades con una dimensión universal.
Sin embargo, de un lado, la batalla sostenida contra el liberalismo individualista, así -de otro- la disgregación progresiva y acelerada de las sociedades occidentales, ha conducido a muchos que se reclaman fieles al pensamiento clásico a caer en la tentación. Una tentación que se concreta en la renuncia a la verdadera comunidad política, plenaria o -según otra terminología no exenta tampoco de riesgos- "perfecta", y que se contenta con la yuxtaposición de comunidades, irreductibles, que simplemente aspiran a ser reconocidas. Ya no es, siquiera, la sociedad civil autorregulada e independiente de la política, sino la disolución de la idea de la comunidad de los hombres, con sus eternas tensiones entre identidad y comunicación, consensus y sobre-ti, sustituida por el repliegue sobre una identidad hipertrofiada y en que las opciones dejan de ser humanas para ser ideológicas, y por lo mismo, en el fondo irracionales. Es no sólo la deserción de la política, sino también de la sociedad. Y de la nación. Al tiempo que es la clausura sobre el yo y los que le son iguales, cuando la radicalidad de la convivencia, que brota de todos los estrados de la personalidad, procede precisamente de las diferencias entre los hombres.
Claro que puede entenderse la reacción comunitarista dentro de la dinámica de la modernidad tardía, decadente y reactiva al mismo tiempo respecto del paradigma moderno, hipermoderna finalmente. Más aún, como hemos dicho, en el universo mental "americano". Las citas de Aristóteles y su acogida por cierto catolicismo, en general llamado "tradicionalista", no deben sin embargo engañarnos. El comunitarismo ensambla confusamente materiales en parte contradictorios entre sí, pero que convergen en una suerte de fideísmo gnóstico.
Estamos, pues, bien lejos del pensamiento clásico y católico.
Miguel Ayuso
El Matiner
La tentación del "comunitarismo" ante el caos social (II)
El último error, que deseo resaltar, nace de lo que podría describirse como la disolución del deber patriótico entre los católicos. Según mi interpretación ese deber se extiende a todas las sociedades a que pertenecemos, y culmina en la más elevada de esas sociedades, cuyo gobierno tenga poder real, legítimo o no, sobre nosotros. Tenemos respecto de esas sociedades la obligación ordinaria de contribuir al verdadero bien común y el deber accidental de atender a sus necesidades extraordinarias. En nuestro caso, eso se concreta, a mi parecer, en el deber extraordinario de enfrentarnos, por los medios que tengamos a nuestro alcance y con la debida prudencia, a esos gobiernos, regionales, nacionales o supranacionales ilegítimos que están sobre nosotros. Tenemos que oponernos a ellos, con no menos entusiasmo que a un enemigo exterior, que hostigara o conquistara nuestra patria desde fuera.
Sin embargo, vemos hoy que el deber patriótico no sólo no es cumplido por los católicos, sino que niegan tenerlo. Dos errores distintos han contribuido, según entiendo, a que la mayor parte de los católicos no perciban la obligación patriótica extraordinaria de enfrentarse a esos enemigos interiores, que apartan a nuestra sociedad del fin al que debe dirigirse. La primera procede del contagio modernista que padecen las autoridades eclesiásticas, y de la consiguiente doctrina sobre la independencia del orden temporal respecto del espiritual. La sesgada interpretación maritainiana de la separación de poderes, admitida por muchas jerarquías eclesiásticas; el decidido apoyo teórico de estas últimas a la democracia; su posterior negativa a enmendarse ante los desastrosos resultados de esa enseñanza; el recurso a enmascarar la misma postura con la vacía retórica de la laicidad positiva; todo eso ha vaciado de huestes cualquier organización que pretenda cumplir con el deber patriótico. Y así, cuando, entre los católicos, cunde la alarma por el futuro de nuestra patria, la única reacción que se ha dado, de manera común, ha sido votar al PP, con gran satisfacción por parte de los mejores obispos.
Pero, aún hay otra postura, a mi entender errada y poco denunciada, que no se da ya entre los seguidores del progresismo eclesiástico, más o menos virulento, sino entre los mismos tradicionalistas. Ese error se produce por creer que la patria se extiende sólo hasta donde llega, de hecho, la comunidad de fines conforme a la doctrina cristiana. Me explico: para algunos sólo pertenecemos a la comunidad de quienes admitimos las doctrinas tradicionalistas y, por ello, tratan de vivir en el seno de las pequeñas sociedades tradicionalistas, con la sana intención de preservarse a sí mismos, y a sus familiares, del contagio del mundo hostil al cristianismo en que vivimos. Están dispuestos a emigrar, si las cosas se ponen feas en España, y sólo pretenden del resto de sus semejantes, definitivamente perdidos a sus ojos, que respeten su comunidad, sin considerarse obligados, en modo alguno, a defender la sociedad en que hemos nacido. En otras palabras, hay numerosos tradicionalistas que vienen a mantener, en la práctica y sin saberlo, la doctrina del comunitarismo, que es, a la postre, una forma de liberalismo bastante cómoda. No deben olvidar, sin embargo, que quien quiere salvar su alma la perderá.
Es maravilla ver cómo muchos católicos puntillosos, incapaces de matar una mosca o robar un céntimo, fieles cumplidores de sus deberes de estado y de sus deberes religiosos, no mueven un dedo, no dan un euro, no se molestan en lo más mínimo por la patria, en estas horas negras por las que atraviesa; con lo cual cometen, a mi juicio, un pecado de omisión semejante al de abandonar a los padres en los momentos de necesidad. Peor incluso, según muchos, porque, como dice Aristóteles, “la ciudad es anterior por naturaleza a la familia y a cada uno de nosotros”
José Miguel Gambra. El patriotismo clásico en la actualidad
El Matiner
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