La revolución delante del pensamiento tradicional
Esa sujeción de los hechos a una metafísica previa es lo que caracteriza al pensamiento político español cuando analiza la revolución, sea en su plano político múltiple, sea en el sentido de proceso corrosivo moderno y europeo que le adjudica la filosofía de la historia. Si fuera posible resumir la actitud de los pensadores hispanos que han rozado el problema de tres siglos a esta parte, diría que la revolución es para ellos, en primer término, un mal, y en segundo lugar, un absurdo.
Sostenían nuestros clásicos políticos que la revolución es un mal , porque acarrea la negación del orden universo, echando abiertamente por la borda de manera radical y violenta los dogmas pacientemente depurador generación tras generación y que integran el tesoro espiritual de un pueblo; es la negación de la Tradición, suprimida de raíz por el ímpetu revolucionario, en lugar de lógica y progresivamente mejorada. Nadie mejor que mi paisano Donoso Cortés razonó ese sentido destructor, enemigo del orden, y por ende malo, de la revolución, cuando escribía en la Conclusión de su famoso Ensayo que, siendo el orden necesario a las sociedades y siendo las revoluciones cambio desordenado de él, ni siquiera son lógicamente concebibles; pues “de tal manera y hasta tal punto es necesario que todas las cosas estén en un orden perfectísimo, que el hombre, desordenándolo todo, no puede concebir el desorden; por eso no hay ninguna revolución que, al derribar por el suelo las instituciones antiguas, no las derribe en calidad de absurdas y de perturbadoras, y que, al sustituirlas con otras de invención individual, no afirme de ellas que constituyen un orden excelente”. Orden nuevo revolucionario que el propio Donoso Cortés calificó en el capítulo V del tercer libro del Ensayo ni más ni menos que “la nobleza del crimen”.
Lo absurdo de la pretensión revolucionaria resalta patente cuando se la confronta con la concepción cristiana del universo. Porque cuando San Agustín nos definió con frases incomparables cuál sea el concepto cristiano del orden universal, no se limitó a describir la jerarquía de las cosas naturales, sino que añadió la constitución de las sociedades humanas, cosa evidentemente lógica, porque el orden arraiga en la ley eterna y ésta abarca la totalidad de los aspectos de la creación, incluyendo lo físico, lo moral y lo político. Dice San Agustín en el párrafo I del capítulo XIII del libro XIX de su De civitate Dei: “Pax civitatis, ordinata imperandii atque obediendi concordia civium. Pax coelestis civitatis, ordinatissima et concordissima societas fruendi Deo in invicem in De o. Pax omnium rerum, tranquillitas ordinis. Ordo est parium dispariumque rerum sua cuique loca tribuens dispositio.”
De donde resulta: primero, que el bienestar de la comunidad consiste en el orden que la revolución niega, por lo cual la revolución es intrínsecamente mala; segundo, que la alteración que la revolución provoca supone una ruptura de la perfección del orden, obra del hombre y contraria al curso de la historia. “Natura non facit saltum”, en el orden social donde la libertad del hombre actúa implica negar las radicales mudanzas revolucionarias, achacables ahora a secuelas de la rebeldía fulminada en el primer precepto de los mandamientos del Decálogo. De ahí que Antonio Aparisi y Guijarro, con razón, dijese: “Seréis dioses: esta expresión dicha a los primeros hombres hizo en el mundo la primera revoución. Seréis reyes: esta expresión dicha a los pueblos ha hecho la última. ¡Siempre el orgullo!”
La monarquía tradicional. 1954
La revolución delante del pensamiento tradicional
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