5 abril, 2013 | Ángel David Martín Rubio
Regalismo y antirregalismo en las Cortes de Cádiz
Resumen de la comunicación presentada en las Jornadas anuales de la Confederación Nacional de Cabildos Catedrales y Colegiales de España con el tema “La Iglesia y la Constitución de 1812″. Cádiz, 3 de abril de 2013
En cuanto manifestación española del jurisdiccionalismo europeo, el regalismo de los siglos XVIII y XIX comparte con otras formulaciones semejantes (como el galicanismo o el febronianismo) la celosa autonomía respecto a la Santa Sede y la sumisión a la monarquía, considerada como válidamente cualificada para representar a la Iglesia en su disciplina interna. Al tiempo, el regalismo convive con los representantes del llamado ultramontanismo, término aplicado despectivamente para designar los adictos a las directrices de la Iglesia romana en cuestiones teológicas, jurisdiccionales y, a veces, incluso políticas.
Durante esta época puede hablarse en España de la existencia de dos grandes formulaciones. Una de ellas, sería el regalismo, vinculado al Despotismo ilustrado y el jurisdiccionalismo europeo, que hunde sus raíces en la crisis filosófica nominalista y en la reforma protestante y se prolonga en el Estado liberal. Otra, más difícil de definir, heredera del pensamiento político medieval y del Siglo de Oro, se prolonga a lo largo del período estudiado en el llamado pensamiento tradicional o contrarrevolucionario.
Durante la Guerra de la Independencia y en los períodos liberales subsiguientes se van a llevar a sus últimas consecuencias las doctrinas regalistas. La tendencia a someter de hecho a la Iglesia a la autoridad política tiene base teórica en que apoyarse cuando se niega a la Iglesia su carácter de sociedad sobrenatural y suprema y se afirma la absoluta independencia del poder civil frente a la autoridad religiosa.
Tampoco puede olvidarse el entorno especialmente amargo y desgarrado que se inicia en 1808 y que se va a prolongar durante varios decenios de la centuria decimonónica. El vacío de poder provocado por la invasión napoleónica y la guerra de la Independencia dio paso a un peculiar proceso constituyente. En líneas generales, se puede hablar de tres actitudes políticas o tendencias fluidas que se encontraban en la sociedad española y, a su vez, van a manifestarse en el seno de las Cortes de Cádiz: conservadores, renovadores e innovadores. Las decisiones adoptadas tienen en su mayor parte un talante liberal-innovador y responden a un programa homogéneo. Parece claro que los innovadores, sin constituir mayoría, supieron llevar en todo momento la iniciativa, presentaron planes completos y predominaron sobre los que no pensaban como ellos.
Los innovadores y los renovadores tratan de dar respuesta a la crisis que reconocen en la situación del tránsito de siglo pero por vías diferentes. Los innovadores comparten buena parte del esquema anterior (como ocurre con el regalismo) pero acentúan la ruptura con la Tradición española, las posiciones anti-eclesiásticas y se inclinan hacia las formas representativas ensayadas en la Revolución Francesa. Son los que pronto se empezarán a llamar liberales y actuarán como tales a partir de las Cortes de Cádiz, no pudiendo —como es evidente a todas luces— haber surgido de la nada e imponer sus criterios de manera determinante en el proceso constituyente. El texto legislativo emanado de las Cortes gaditanas será, durante mucho tiempo, su principal referente ideológico y teórico.
Por último, los renovadores son fácilmente reconocibles entre los continuadores de la tendencia antirregalista que hasta ahora hemos definido: leales a la monarquía (no en vano se les apodará como realistas antes de convertirse en su mayoría en carlistas) no esconden sus críticas al despotismo ministerial de Floridablanca, Aranda o Godoy. Fieles a las instituciones tradicionales y a las libertades locales, representan el sector mayoritario de la población aunque en las demandas de renovación los matices sean infinitos según la mayor o menor conciencia y vigor de sus representantes. Pronto encontraremos una formulación teórica de sus postulados en el llamado Manifiesto de los Persas (1814) y veremos al realismo movilizado militarmente en 1820 contra el Trienio Liberal, para pasar a la oposición en la Década absolutista fernandina y terminar en el carlismo propiamente dicho en 1833.
Los representantes de esta corriente son generalmente poco conocidos y, en ocasiones, verdaderamente marginados. La historiografía dominante ha preferido exagerar la influencia de un minoritario sector de eclesiásticos ilustrados, de pensamiento regalista y jansenistizante, al tiempo que acumula todo tipo de dicterios contra los catalogados como reaccionarios. De esta manera, se llega caer en el contrasentido de que quienes se presentan como defensores de la libertad ensalzan a los partidarios del absolutismo borbónico y quienes postulan la modernidad ensalzan a los que querían volver a la antigua disciplina canónica o al rigorismo moral.
En realidad, lo que se olvida al proceder así es que durante aquella segunda mitad del siglo XVIII, el regalismo, ejercido por los políticos ilustrados, y apoyado en doctrinas eclesiologías de extrema radicalidad en su hostilidad a la autoridad pontificia, no era ya una exageración de la misión religiosa de los reyes, sino un instrumento de opresión de la vida religiosa desde actitudes políticas orientadas a destruir la sociedad heredada de la Cristiandad.
Es importante resaltar que entre quienes se distinguieron por las censuras al regalismo y al jansenismo en las postrimerías del XVIII figuran los que en el siglo siguiente serán notorios antiliberales. En cambio seguirán siendo regalistas y ahora liberales (doceañistas) Villanueva, Muñoz Torrero, Posada Rubín de Celis, el cardenal Borbón… Todos ellos tendrán la oposición a Roma como signo de identidad con los nuevos liberales que van a surgir en Cádiz, los futuros veinteañistas o exaltados, aún más hostiles a la religión que sus predecesores.
En la apreciación de la obra realizada por las Cortes en el aspecto religioso-político se observa una polémica ya desde el principio. En aquellos mismos años, algunos hicieron constar la absoluta compatibilidad que a su juicio existía entre sus decisiones y los principios de la religión mientras que los impugnadores de las Cortes le negaron su legalidad, su originalidad frente al modelo revolucionario francés y su espíritu religioso. La historiografía posterior repetirá estos planteamientos. Es necesaria, por lo tanto, una visión de conjunto que abarque el ambiente que se vivió en torno a la asamblea gaditana, el propio texto constitucional y las reformas emanadas de las Cortes.
La afirmación más importante de la Constitución en este terreno se contiene en el artículo 12. Además de ser una concesión y una conquista del sector tradicional de la asamblea, los regalistas consagraban en este artículo el principio de la Iglesia sometida al Estado aunque fuera bajo el señuelo de la protección. En el terreno religioso los liberales se muestran continuadores de la corriente jansenista-regalista y favorecen un contexto en el que la libertad de imprenta sirvió para que los periodistas y escritores crearan un entorno favorable al desprestigio de los clérigos y la religión, aludiendo a ellos con lenguaje irrespetuoso y chistoso. Además, las Cortes comienzan a aplicar a partir de 1812 una serie de reformas que determinarán el enfrentamiento: expulsión del Obispo de Orense, supresión unilateral de la Inquisición, reforma de conventos, leyes desamortizadoras, extrañamiento del Nuncio….
Esta injerencia del Estado tenía una raíz muy propia del Antiguo Régimen, el regalismo que los liberales no solo no se esforzaron en superar sino que lo heredaron y aumentaron. Incluso habrá un proyecto de ley (en torno al episodio del llamado cisma de Alonso durante la regencia de Espartero) que pretendía la creación de una especie de iglesia nacional de inspiración protestante. El liberalismo histórico no busca la separación de la Iglesia y el Estado, sino el sometimiento de la primera al segundo.
Aquí radica la clave de explicación. El Estado contemporáneo busca la realización de su concepción absoluta —en el sentido hegeliano del término— mediante la supresión de toda potestad paralela. Pero los liberales sabían que no podían consolidar su dominio sobre una sociedad que en buena medida les rechazaba si no suprimía o encauzaba en una dirección favorable el influjo moral que la Iglesia ejercía sobre esa misma sociedad y en la que promovía una serie de principios y comportamientos incompatibles con el liberalismo. De conseguirlo, habría sido neutralizada la única potestad radicalmente independiente del Estado.
Leyendo algunos de los escritos, discursos y sermones en los que se expresa el pensamiento regalista o el de sus oponentes, podemos llegar a la conclusión de que este nuestro objeto de estudio no se pierde en la nebulosa de los siglos. En la polémica regalismo-antirregalismo entran en juego dos importantes conceptos canónicos. El de potestad de régimen o de gobierno y el de la potestad que corresponde al oficio del Romano Pontífice y sus características. Además asistiremos a la discusión en el pasado de cuestiones que siguen siendo de actualidad. Así ocurre con la subordinación de la economía a la moral que reclamaba Fray Diego José de Cádiz o con el debate sobre la naturaleza de los bienes eclesiásticos que protegían los defensores de las inmunidades y vulneraban los desamortizadores. Laten también como trasfondo las dificultades de los poderes políticos para aceptar la existencia de una instancia de legitimidad externa a ellos mismos al tiempo que las tentaciones y dificultades que, en todo tiempo, encuentran los miembros de la Iglesia cuando quieren ser fieles a su misión.
Fuente: TRADICIÓN DIGITAL
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