PERSONALISMO
Ya no hay tradiciones, ya no hay instituciones. Ya no queda más que personas. La persona es hoy día el eje de todo. Uno se casa, por ejemplo, con la persona elegida, sin hacer el menor caso de su medio o de su posición; un régimen político se encarna en un hombre y muere con él, etc. Todo esto nos lleva muy lejos: a la desaparición de todas las grandes continuidades sociales, a la inestabilidad universal. La persona humana no es un absoluto. En otro tiempo se amaba a las personas a través de las instituciones: en el alma de una esposa del «gran siglo» el matrimonio pesaba más que la persona de su marido; se toleraba al rey por respeto a la monarquía, etc. Ahora sólo se soporta a las instituciones a través de una persona idolatrada: se considera a los cuadros como cosas abstractas y muertas. Pero no siempre lo han sido; han llegado a serlo a medida que ascendía el culto de la persona. Impersonal no es necesariamente sinónimo de muerto y de abstracto: lo que no es una persona puede ser también concreto y vivo. Y las instituciones que sostienen, defienden y superan a las personas, pueden también ser amadas con calor. Además, detrás de estas instituciones está la persona de Dios –la única a la que se puede adorar sin peligro–, que lo garantiza y lo vivifica todo…
Me preocupa la tendencia de ciertos «personalistas» modernos que querrían abandonar como puramente artificial y decorativo todo lo que no es personal. Inmolar las personas a las instituciones –peligro de todos los ambientes fuertes y clásicos– no es un bien; inmolar las instituciones a las personas me parece peor: lo uno esteriliza, lo otro corrompe. Unos progresos más de esa religión de la persona, y ya no tendremos ni «buenas familias», ni patria, ni espíritu de cuerpo o de casta… ni raíces en el tiempo y en el espacio. No vayamos demasiado lejos en nuestras reivindicaciones de la persona humana, que es relativa, efímera, decepcionante y rellena a menudo de la más vacua impersonalidad. El único personalismo en que yo creo es el personalismo divino.
La primacía a ultranza de la persona trae consigo otro peligro capital. Conocemos realistas que sólo aman la monarquía a través de la persona de un príncipe; católicos que convierten la fe o la autoridad pontificia en una especie de culto infantil de la persona del Papa; pueblos enteros movilizados por el fanatismo hacia un dictador… Las cosas más universales se han convertido en «cuestiones personales», en «asuntos privados». Ya no hay ojos más que para los individuos. Los individuos llevan por sí solos todo el peso de las instituciones que con ellos se alzan y con ellos se derrumban. Este personalismo estúpido es una de las causas de las catástrofes revolucionarias de los tiempos modernos: a medida que el pueblo se habitúa a confundir la persona de los grandes con el principio eterno que ellos representan, su rencor hacia ellos tiende a transformarse en voluntad de destrucción universal. El pasado sabía distinguir las instituciones de las personas: se podía despreciar a un rey o un Papa –y la Edad Media no se privó de ello– sin poner en duda ni lo más mínimo el principio de la monarquía o del Papado (1). Se sabía que una institución sana, una institución venida de Dios, seguía siendo fecunda aun a través del hombre más imperfecto. Los jefes políticos y religiosos eran entonces como lazos de unión entre Dios y los hombres: se atribuía más importancia a lo que transmitían que a lo que eran. El altar sostenía al sacerdote, el trono al rey. Hoy se exige al rey que sostenga al trono y al sacerdote que sostenga al altar. Las instituciones no se justifican a los ojos de las multitudes más que a través del genio o del magnetismo de algunos individuos. Esta exigencia produce dos consecuencias ruinosas: impone a los desdichados «mantenedores» de las instituciones un grado de tensión y de actividad auténticamente inhumano y, correlativamente, liga la suerte de las instituciones a los miserables azares individuales. Lamentable antropocentrismo que confunde el canal con la fuente y que tiende a hacer de la persona humana el soporte absoluto de algo que en realidad no hace más que pasar por el hombre, y sólo en Dios se apoya.
(1) Las invectivas de una Catalina de Siena contra el clero de su época no serían hoy en día tolerables, porque comprometerían en las almas la fe en la Iglesia. Por penoso que parezca, la protección de las instituciones obliga hoy día a proteger a las personas y a sofocar los escándalos.
Fuente: “Diagnósticos de fisiología social”. Gustave Thibon. Editora Nacional. Madrid. 1958. Páginas 104-106
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