Toros, fútbol y elecciones europeas
JUAN MANUEL DE PRADA
AGUSTÍN de Foxá constataba melancólicamente que el fútbol se había entronizado como fiesta nacional española, en detrimento de los toros. Y es que los toros, como la guerra, son una ceremonia que mira a la muerte de frente; mientras que el fútbol, como la política, es una representación sucedánea que huye de la muerte. Confrontando las plazas de toros con los estadios de fútbol, Foxá los comparaba, respectivamente, con las hermosas catedrales que ya sólo visitan los turistas y con las parroquias más modernas y acarameladas que se llenan de piadosos feligreses. Hay en la comparación de Foxá una tácita y malévola socarronería preconciliar que nos permitiría escribir un tratado eclesiológico, pero por hoy nos conformaremos con escribir un artículo.
Esta sustitución de los toros por el fútbol como fiesta nacional tiene su chicha y su intríngulis. De algún modo, explica la paulatina conversión del pueblo español en masa: los aficionados de los tendidos, jacarandosos o taciturnos, festivos o gruñones, sol o sombra, son todavía pueblo levantisco e indomeñable; los aficionados de los estadios son batiburrillo de gentes, «pirámides faraónicas de caras repetidas y encendidas por el entusiasmo», que diría Foxá, para expresar ese horror que provoca el hormiguero humano. La sustitución de los toros por el fútbol es también la sustitución de la nobleza por la democracia: frente al matador, príncipe martirizado como un ecce homo con alamares, defendido por su cuadrilla de escuderos y sus caballeros de lanza en ristre, la plebeyez promiscua, infantiloide, depiladita de unos tíos en calzones que brincan por el césped, sacuden patadas a una pelota y aprovechan para arrimar cebolleta cada vez que lanzan un córner. Pero, como escribíamos más arriba, el elemento primordial de la sustitución de los toros por el fútbol es el escamoteo de la muerte: a los toreros los echa de la plaza el toro, hincándoles el cuerno en la femoral; a los futbolistas los echa del campo un señor corretón que saca tarjetas rojas (y el color de las tarjetas es lo más parecido a la sangre que se ve en los estadios), al que obedecen como cabestros o zascandiles. Los toros, en fin, son un espectáculo teológico que invita al memento mori (¡auto sacramental con chafarrinones de sangre!), protagonizado por unos tíos estevados de piernas, con arrugas como chirlos en la jeta y la piel roturada de costurones que se pasean tranquilamente entre el más acá y el Más Allá. El fútbol, por el contrario, es un espectáculo político para pueblos sin teología que sólo invita a pensar en nacionalismos, regionalismos y otros ismos con fimosis, protagonizado por unos tíos lucetabletas de gimnasio, glabros de pitiminí y peinaditos en oleaje, como si los hubiese lamido una vaca que se engolfan en su más acá de chalés con jacuzzi, juergas con escorts disfrazadas de novieta fashion victim y postureo mariconil para sponsors.
Naturalmente, ir a votar las candidaturas europeas después de ver una corrida de toros es como ponerse a bailar la conga después de escuchar la misa de réquiem de Mozart; esto es, una ocurrencia irreverente, desquiciada e inverosímil que no se le ocurriría ni al que asó la manteca. Ir a votar las candidaturas europeas después de ver un partido de fútbol es, en cambio, lo más natural del mundo, tan natural como que a uno se le alegre el pajarito después de tomarse un par de vinos. Pero si el partido es la final de la Champions, la cogorza es fenomenal, el pajarito se pone chuchurrido y la resaca no deja salir a la calle. Entonces el futbolero renuncia (¡a su pesar!) a votar; y la fiesta democrática del fútbol anega de abstenciones la fiesta democrática de las elecciones europeas. ¡Algo bueno tenía que tener el fútbol, después de todo!
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