Por amor
Juan Manuel de Prada
Hay un célebre pasaje de El principito en el que Antoine de Saint-Exupéry, sirviéndose de un diálogo entre el protagonista y un zorro, nos explica que la única manera verdadera de amar no es otra sino dedicarnos con paciencia al objeto de nuestro amor, porque solo se puede amar aquello que se conoce, aquello que hemos modelado con nuestras manos, aquello que hemos cuidado con paciencia y veneración. El zorro le pide al principito que lo domestique, pues de ese esfuerzo nacerá el verdadero amor entre ellos; y esta enseñanza, una vez asimilada por el principito, le hará luego decir al principito, dirigiéndose a unas rosas engreídas que se creen las más hermosas del mundo: «Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun algunas veces callarse. Puesto que ella es mi rosa».
Creo que en la raíz de muchos de nuestros fracasos vitales se halla esta ausencia de amor abnegado y cuidadoso a las cosas, que es lo que las hace conocidas y únicas. El amor que el zorro le enseña al principito ha sido sustituido por un amor compulsivo, ofuscado por brillos y oropeles que deseamos poseer de forma inmediata: los hombres han dejado de hacer las cosas con sus propias manos y se las compran a los mercaderes, dice con tristeza el zorro al principito; y aquí podríamos añadir otras muchas expresiones de este amor ofuscado y urgente: el idilio que nace de un deslumbramiento y oscurece una incompatibilidad manifiesta de caracteres; el oficio elegido a tontas y locas, por una expectativa de triunfo social o económico inmediato, que nos aparta de nuestra verdadera vocación, a la que tendríamos que haber dedicado mucho tiempo, tal vez a cambio de una recompensa social o económica exigua... Me atrevería a decir, incluso, que en la exaltación de ese amor vitalista y urgente, hecho de pulsiones y arrebatos, y en el desprestigio y execración del amor paciente que nace de regar cada día nuestra rosa y abrigarla y matar pacientemente sus orugas se cifra una de las estrategias principales de destrucción de nuestra humanidad que se libran en el mundo moderno.
Según esta estrategia destructiva, amar consiste en tomar posesión de algo o de alguien, en adueñarnos de lo que está a nuestro alcance para colmar nuestras expectativas o suplir nuestras carencias o saciar nuestros anhelos; e inevitablemente, cuando no conseguimos la reciprocidad, nos sentimos decepcionados, doloridos y maltrechos. Algo de esto sucede con la propia vocación literaria: se puede escribir buscando honores, recompensas, éxitos mundanos; se puede escribir tratando de halagar el espíritu de nuestro tiempo y alcanzar de este modo esas metas ridículas (que, sin embargo, nos empujarán de inmediato a buscar otras más altas, en una insensata carrera bulímica); y cuando no las alcanzamos nos sentiremos desfondados, angustiados, envenenados de fracaso y frustración, y nuestra vocación ahogada de estúpidas ansias y angustias. Y se puede escribir 'domesticando' el oficio, que no anhela otra cosa sino entregarse sin reticencias, quemando las naves del aplauso mundano; no es un aprendizaje sencillo, porque las tentaciones son muchas (casi tantas como las magulladuras), pero entonces uno descubre que aquel amor interesado del principio poco a poco es sustituido, anegado, colonizado por la marea de un amor paciente, del que brotan la fecundidad y la abundancia, esa caliente capacidad de fabulación que solo se alcanza cuando uno vive en conformidad con lo que tiene y lo que es.
Y así, donde el amor interesado crea personajes que se nos diluyen y se nos pierden hasta tornarse borrones, el amor paciente mira al rostro de sus criaturas, las pasa por el corazón, las mete en el torrente circulatorio y les entrega su propia vida. Por supuesto, a veces esos personajes se revuelven contra nosotros, se niegan a acatar nuestras órdenes, toman por la calle de en medio contra toda lógica y disciplina y se nos escapan, insurrectos. Pero vamos a por ellos por amor, les pedimos perdón, los abrazamos, los volvemos a traer a casa y les preparamos una habitación espaciosa; y así también, por amor, se los entregamos al lector, tintos de nuestra propia sangre y nuestra propia alma. Quien lo probó lo sabe.
Por amor
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