La tragedia del esfuerzo humano
C. H. Douglas
Apuntes para el discurso pronunciado en el Central Hall, Liverpool, el 30 de Octubre de 1936.
Supongo que habrá pocos de entre los que reflexionamos acerca del mundo en que vivimos y, quizás, menos aún de entre las más obvias víctimas de él, que no estén de acuerdo en que su situación es seria y que muestra todo signo de convertirse en peor. Muchos se habrán preguntado a sí mismos por qué la capacidad de los científicos, organizadores o educacionistas, brillante y laudable en esencia, parece conducirnos únicamente de una catástrofe a otra, hasta el punto de que pareciera que el conocimiento, la inventiva y el progreso, lejos de constituir nuestra salvación, han condenado al mundo a una casi inevitable destrucción.
¿Cómo es que en 1495 el trabajador era capaz de mantenerse a sí mismo en un nivel de vida considerablemente más alto, en relación a su generación, de lo que lo es en el tiempo presente, con solamente 50 días de trabajo al año, mientras que ahora millones están trabajando, en una era con magnífica maquinaria, durante todo el año, en un esfuerzo por mantenerse a sí mismos y a sus familias justo por encima de la línea de la indigencia? ¿Cómo es que hace 150 años el porcentaje de la población que podía ser econonómicamente catalogada como perteneciente a las clases media y alta era dos o tres veces mayor a la que hay ahora? ¿Cómo es que mientras la producción por horas-hombre ha subido 40 o 50 veces más como mínimo en los últimos cien años, los sueldos de todos los empleados en conjunto han subido solamente alrededor de cuatro veces más, y el sueldo medio de los empleados es considerablemente menor que cuatro veces el sueldo de hace cien años medido en mercancías reales? ¿Cómo es que las naciones se han entregado a la dictadura de unos hombres con mentalidad de gángster, cuyo lugar apropiado debería ser un correccional?
Tengo muy poca duda de que hay muchas personas en esta habitación que podrían en seguida dar una respuesta general correcta a las anteriores cuestiones, y que tomaría la forma de una acusación contra el sistema financiero; y yo debería, por supuesto, estar de acuerdo con esta respuesta hasta cierto punto. Podría añadirse que a ningún inventor se le deja el control de su invento, y que el pulpo financiero se apodera de todo con sus viscosos tentáculos y lo dirige hacia su propia utilidad. Pero no creo que ésta sea el tipo de respuesta –no obstante lo acertada que pueda ser por otro lado– de la que uno pueda hacer un gran uso de ella dicha de esa forma.
Uno encontraría también, en caso de salirse de la postura de aquéllos que estarían de acuerdo con la anterior contestación, un número de respuestas adicionales que no son en sí mismas más valiosas desde un punto de vista práctico, pero que merecen alguna consideración aunque sólo sea por razón de la frecuencia con que son promovidas. Está, por supuesto, la bien conocida y de alguna forma desacreditada insinuación de que la inicua naturaleza humana es la culpable, y que se requiere un cambio de corazón; una insinuación que, tomada en sí misma y sin matización, me de la impresión, en vista de su impracticabilidad, de ser la más pesimista declaración que podría hacerse sobre la situación. Y está también la tendencia común de despotricar contra los políticos y estadistas.
En un artículo reciente salido de la pluma del Dr. Tudor Jones, hay una declaración, de entre las muchas que merecen la atención de todos nosotros, y que es especialmente valiosa viniendo de un biólogo, en el sentido de que no hay evidencia ninguna que sugiera que el ser humano de hoy en día sea en nada esencial más listo o más capacitado que el ser humano de hace seis o siete siglos. Estoy particularmente interesado en esto, porque recientemente he tenido acceso a ciertas cartas o fueros y otros documentos similares relacionados con los asuntos de Escocia desde el siglo trece al siglo dieciséis, que me parecen a mí que poseen un entendimiento de las realidades de la función de gobernar como mínimo igual de grande que el que se pueda evidenciar en el tiempo presente. Estoy seguro de que los principios que deberían gobernar el manejo de los asuntos de este mundo han estado disponibles durante muchos siglos, y han sido oscurecidos hasta el punto de que la inteligencia de la comunidad sobre dichas materias es probablemente menor ahora de lo que lo era hace mil años. Por esta razón, confío en que ustedes tengan paciencia conmigo si me esfuerzo en presentarles mi entendimiento, en lenguaje moderno, de estas ideas.
Principios de asociación
La primera proposición que necesita ser traída a la gélida luz del día, y que ha de ser mantenida ahí implacablemente, particularmente en el tiempo presente, es que las naciones son, en el fondo, simplemente asociaciones hechas para el bien de aquéllos que las componen. Por favor, adviértase que digo “en el fondo”. La asociación es a la vez la causa directa de nuestro progreso y de nuestra amenazadora destrucción. Los principios generales que gobiernan la asociación para el bien común son capaces de una formulación exacta como lo puedan ser los principios de la construcción de un puente, y el apartarse de ellos sería igual de desastroso que en el caso del puente.
La teoría moderna, si es que puede llamarse moderna, del estado totalitario, por ejemplo, en el sentido de que el estado lo es todo y el individuo nada, supone un apartamiento de esos principios, y supone una reincorporación de la teoría del Bajo Imperio Romano, teoría la cual, en unión con los métodos financieros mediante los cuales fue sustentada, condujo a la caída de Roma, no por la conquista de Imperios más fuertes, sino a causa de sus propias discordias internas. Se trata de una teoría que implica una completa inversión de los hechos, y es, dicho sea de paso, fundamentalmente anti-cristiana, en tanto que exalta el mecanismo del gobierno elevándolo a un fin, en lugar de considerarlo como un medio, y conduce a la asunción de que los individuos existen con el propósito de permitir a los funcionarios ejercer el poder sobre ellos. Es en esta perversión y exaltación de los medios elevados a fines en sí mismos en donde encontraremos la raíz de nuestra tragedia. Una vez que se concede que la soberanía reside en cualquier sitio que no sea el conjunto de los individuos al que llamamos público, el camino hacia la dictadura será seguro.
Si están de acuerdo conmigo en mis opiniones en esta materia, no tendré mucha dificultad en conducirles conmigo hacia el acuerdo de que el estado totalitario es más o menos universal actualmente, aunque su forma varíe. De sus aspectos más burdos e indisimulados, Italia, Rusia y Alemania representan ejemplos que se me vienen en seguida a la mente. Pero debe ser algo obvio que nosotros somos, en Gran Bretaña, simplemente siervos de una insolente y egoísta oligarquía, que nos usan a nosotros, así como al progreso científico que heredamos, para propósitos alejados de aquéllos que serían elegidos por nosotros como individuos. Tal situación, como la que bajo la cual vivimos, sólo podría justificarse si tuviéramos evidencia irrefutable de que la organización estaría controlada por los más sabios y más benéficos de la raza humana. Dudo que estemos dispuestos a admitir ser ése el caso.
Volviendo a la cuestión de la culpabilidad en la perversión del esfuerzo humano, la cual es tan claramente evidente, existe una fuerte tendencia a suponer que una declaración en la que se diga que el sistema financiero es culpable –especialmente si va acompañada por insinuaciones en favor de su reformación– pueda ser considerada como suficiente para cubrir toda la causa del problema. Tan lejos está de ser esto así, que la segunda proposición que desearía enfatizarles –sin querer sugerir que se trate de una novedad, sino más bien queriendo insistir fuertemente sobre la dificultad de conseguir un reconocimiento de su existencia– es que la acción sobre o a través de una organización implica tres ideas: la idea de política, la idea de administración, y la idea de sanciones, es decir, poder.
Ya que la administración es la más obvia de estas ideas, el Socialismo, así llamado, ha tendido a concentrarse sobre la glorificación de la administración, la cual, en mi opinión –teniendo en cuenta la creciente presión de la ideología Socialista sobre la acción del Gobierno– constituye una explicación completa de los cada vez más desastrosos resultados manifestados en una acrecentada burocracia y en otros rasgos indeseables de los cuales todos sufrimos.
Política, administración y sanciones
Ahora bien, si bien ninguna acción que implique un esfuerzo cooperativo puede tener lugar sin la presencia de estos tres factores de la política, la administración y las sanciones y, por tanto, todas ellas son esenciales y, en cierto sentido, igualmente importantes, la primera de todas ellas, en relación al tiempo, debe ser la política.
En consideración al objetivo de la política, en tanto que aplicado a los asuntos humanos, no podría deciros nada que no haya sido dicho ya mucho mejor por los grandes maestros de la humanidad. Uno de ellos dijo, “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. En lo que tengo entendido, ningún gran maestro de la humanidad ha anunciado nunca que él vendría para que pudiéramos tener mejor comercio o más empleo, y estoy total e irrevocablemente convencido de que mientras exaltemos un medio puramente materialista elevándolo a fin, estaremos condenados a la destrucción. En otras palabras, el fin u objetivo del individuo humano es, en última instancia, un objetivo totalitario, lo cual constituye una declaración que, si es correcta –es decir, si es cierto que nuestros mejores intereses son servidos por nosotros, en última instancia, tomando un interés efectivo y general en cualquier cosa– constituye, por sí misma, la negación de la idea del estado totalitario. Hay un dicho viejo y muy cierto, “Demon est Deus inversus”: “el demonio es Dios al revés”; y muchos fenómenos en el mundo lo confirman.
En relación a la administración, no me propongo decir mucho más allá del hecho de que es y debe ser esencialmente jerárquica y, por tanto, se trata de una materia técnica en la cual el experto debe ser soberano y, en última instancia, autocrático. Existe un más exacto y mayor conocimiento técnico de administración en cualquiera de las grandes sucursales de la industria científica que la que pueda haber en toda la literatura socialista o en todas las burocracias del mundo.
El fundamento de una administración exitosa, en mi opinión, radica en que ha de someterse al principio de la libre asociación, el cual, en sí mismo, producirá con el tiempo la mejor forma posible de administración técnica. Siempre que las condiciones de trabajo en cualquier empresa, así como el ejercicio de la autoridad, sean ordinariamente eficientes, y haya en el mundo cualquier cantidad razonable de oportunidad para la asociación libre, entonces una empresa así se desembarazará ella misma automáticamente de los descontentos, viéndose obligada a su vez por competir por aquéllos cuya ayuda le es necesaria.
Por otro lado, si no hay libre asociación, la inercia natural del ser humano y la manipulación impropia de los métodos y los objetivos harán a una empresa ineficiente, ya que no habrá incentivo para reforma alguna. La idea de que la administración puede ser democrática, sin embargo, es una de aquellas ideas que no resistirían la prueba de la experiencia ni cinco minutos. Puede haber una función consultiva, pero en último término alguna persona singular deberá tomar la decisión.
Pero, actualmente, no cabe duda alguna de que es en el dominio de las sanciones donde la raza humana se ve envuelta en sus más grandes dificultades. Aunque la idea puede ser repulsiva a muchos que no se han encarado con las realidades de la vida, la fuerza física constituye la sanción última del mundo físico. Incuestionablemente, las consideraciones morales, intelectuales y emocionales acuden para la determinación del uso y dirección de la fuerza física pero, en último término, el último escuadrón de aviones de bombardeo será el único que pueda hacer lo que quiera una vez que los navíos, ejércitos y las flotas aéreas del mundo sean destruidos, y así, en última instancia, el problema de las sanciones se reduciría a obtener el control de ese último escuadrón.
En lo que se refiere a la situación actual, las fuerzas regulares del reino constituyen las sanciones últimas de la ley y del orden dentro del reino, y la ley y el orden pueden ser identificadas con el funcionamiento del sistema financiero tal y como existe actualmente. No existe ninguna reforma financiera seria que pueda ser iniciada dentro del marco del actual sistema legal, excepto por aquéllos que poseen el control del sistema financiero existente. No hay intención de ningún tipo por parte de aquéllos que poseen el control del sistema financiero existente en cambiar dicho sistema en perjuicio suyo, y no hay ningún cambio efectivo del sistema financiero que pueda hacerse sin que al mismo tiempo se prive a sus actuales controladores de su poder absoluto. Creo que las afirmaciones antedichas han de considerarse axiomáticas, y cualquier forma de estrategia o argumento que atraviese o pase por alto cualquiera de ellas ciertamente me parecería a mí carente de todo realismo.
El problema, entonces, es obtener un cambio en el sistema financiero de tal naturaleza que está necesariamente destinado a estar en contra de la voluntad de aquéllos que poseen el control del sistema financiero actualmente, y un cambio tal solamente puede inducirse mediante la posesión de las sanciones últimas del reino, es decir, mediante el control de la armada, el ejército y la fuerza aérea, ahora controladas por los mismos que controlan la finanza. El problema, de hecho, es un problema de la victoria de la democracia política, es decir, de la democracia de la política.
¿Medios o Fines?
Para entender lo que yo creo que constituye la única estrategia efectiva que ha de seguirse, tenemos, en primer lugar, que reconocer que aunque nosotros, sin lugar a dudas, poseemos en estado bruto la maquinaria de la democracia política, sin embargo no la usamos. No constituye democracia de ninguna clase concebible celebrar una elección a intervalos regulares o irregulares con el propósito de decidir con el voto si nos van a pegar un tiro o vamos a ser cocidos en aceite. No es democracia de ninguna clase concebible celebrar una elección sobre cualquier asunto que requiera de información técnica y educación.
Nada podría ser más fantástico, por ejemplo, que celebrar una elección sobre, digamos, si los aeroplanos o las aeronaves podrían ser mejores para propósitos de defensa, o para cualquier otro propósito. Pero al mismo tiempo, la información que se requiere para dar una opinión inteligente sobre el uso de aranceles o política monetaria es, como mínimo, de un orden igual de alto, y, de hecho, se encuentra en posesión de un número mucho menor de gente, en comparación con el conocimiento completo de aerodinámica necesario para una elección sobre aeroplanos versus aeronaves. Por tanto, el primer requisito de una democracia política es que su funcionamiento ha de estar confinado a objetivos, y no a métodos.
Por ejemplo, es un asunto perfectamente legítimo para el ejercicio de la democracia política decidir mediante métodos democráticos una política de guerra o de no guerra, pero no es un asunto para la democracia decir cómo debería evitarse la guerra, o los medios mediante los cuales debería librarse. Es, sin embargo, un asunto apropiado para la democracia poder apartar a personas responsables que fallen en llevar a cabo su política [la del pueblo], y la responsabilidad de tal acción concierne a la democracia. Se verá, pues, que la cuestión de la practicabilidad es una parte esencial de una genuina democracia; es decir, la democracia no debería exigir algo que no pueda hacerse, y debería estar dispuesta a aceptar las consecuencias de lo que se hace, y evaluar la responsabilidad por esas consecuencias. Las consecuencias indeseadas pueden ser resultado de una gestión o consejo técnico de carácter malo, o pueden, por otro lado, ser inherentes a la política seguida.
En otras palabras, una genuina democracia política debe esencialmente ser un mecanismo basado en la prueba y el error. Una democracia política que nunca intentará realizar algo que no ha sido intentado antes no sirve de nada, porque las cosas que se han intentado antes pueden reducirse a la rutina de la administración, y la administración no es susceptible del principio democrático, en donde se encuentra completamente fuera de lugar.
Actuales objetivos
El problema que hay delante del mundo y, en particular, el problema que hay delante de este país, por tanto, es claro, aunque difícil de solucionar.
En primer lugar, debemos saber cómo traer a nuestra conciencia el tipo de mundo que queremos, y darnos cuenta de que solamente podemos conseguirlo, no entrando en detalles sino centrándonos en el objetivo; y debería decir a la vez que no hay ninguna persona en esta habitación que esté segura en el mundo que ahora tiene.
En mi opinión, queremos, lo primero de todo, seguridad en lo que tenemos, libertad de acción, pensamiento y palabra, y una vida más abundante para todos. Cualquiera de estas cosas es posible, y cualquiera de ellas, en el estado actual del progreso del mundo, puede reducirse o resumirse en la posesión de más poder adquisitivo, por lo que no es demasiado decir –aún cuando pueda sonar banal– que el primer objetivo de una democracia debería ser un dividendo nacional.
Un segundo aspecto del problema ha sido clarificado por la valiente declaración del Lord Presidente del Tribunal Supremo, Lord Hewart, en sus objeciones a las invasiones de la burocracia. Si me permiten volver a expresarla, dice así: el trabajo o función de la burocracia es darnos lo que queremos, no molestarnos y obstaculizarnos quitándonos mediante los impuestos y las irritantes restricciones aquellas comodidades que, de otra forma, deberíamos tener.
En tercer lugar, y más importante, tenemos que obtener el control de las fuerzas armadas de la Corona mediante una genuina democracia política.
No desearía tener que volver otra vez sobre un asunto del que ya he tratado con cierta extensión en otra parte, pero podría, quizás, reiterar el absurdo de la presente concepción o idea del Parlamento como un lugar en donde se tratan leyes altamente técnicas por representantes electos quienes en ningún caso las prepararon, y de quienes no se puede esperar de ninguna manera posible que las entiendan. Puede que os interese saber que ningún Proyecto de Ley puede proceder de ningún departamento del Gobierno directamente. Todos los Proyectos de Ley del Gobierno han de ser preparados por el departamento legal del Tesoro, el cual todos sabemos que es en la práctica una sucursal del Banco de Inglaterra, asegurándose así de que ningún Proyecto de Ley que pueda llegar delante del Parlamento interfiera de ninguna manera con la autoridad suprema del Tesoro y de esa institución internacional privada: el Banco de Inglaterra.
En lugar de esto, debemos sustituirlo por una situación en la cual el Miembro del Parlamento represente, no el conocimiento técnico o la carencia de él de sus representados, sino su poder sobre la política y su derecho a usar de las sanciones mediante las cuales puede hacerse cumplir dicha política. La función propia del Parlamento, si se me permite repetirla, es forzar u obligar a que todas las actividades de naturaleza pública se lleven adelante de forma que los individuos que componen el público puedan derivar el máximo beneficio de ellas.
Una vez que esta idea es captada, se hace evidente el absurdo criminal del sistema de partidos. La gente de este país son accionistas en él en primer lugar, y empleados de él solamente en segundo lugar, en caso de ser empleados o trabajadores. ¿Puede alguien concebir un cuerpo de accionistas consintiendo el sistema de partidos en su empresa? Y esta idea es igualmente aplicable tanto a las empresas llevadas o manejadas por el estado como en el caso de las, así llamadas, empresas privadas. Como accionistas tenemos un derecho absoluto, –y un derecho que, mediante la apropiada organización, podemos hacer cumplir,– a decir lo que deseamos y a ver que nuestros deseos, en lo que a la política se refiere, se lleven a cabo, siempre que esos deseos sean razonables, esto es, siempre que sean practicables.
Permítanme ir más allá. Tenemos una responsabilidad absoluta de expresar nuestros deseos; y las catástrofes, crisis y miserias con las que la población es arrostrada y está experimentando, y el deterioro o degeneración de toda la magnífica obra que se hace en los varios departamentos de la industria y la actividad nacional, se deben directamente al hecho de que no expresamos una política común en lo referente al uso y distribución de los frutos del progreso, y no reconocemos nuestra responsabilidad en ver que esto se lleva a cabo a través de nuestros representantes políticos (no administrativos).
Nosotros, en el movimiento del Crédito Social, dedicamos muchos años (y fueron muy apropiadamente dedicados esos años) en asegurarnos muy bien de que la política en favor de una vida más plena era una política práctica. Por esta razón presentamos varias teorías técnicas, en parte, de alguna forma, sutiles y difíciles de entender, y solicitando, en todo caso, para la oportuna crítica a las mismas, un conocimiento exacto y competente del funcionamiento de la finanza y de la industria tal y como hoy existe en el mundo. Nadie puede quejarse de que no hayamos tenido suficientes críticas y, en algunos casos, críticas de un orden muy alto, mezcladas, por supuesto, con una buena porción de lo que yo únicamente puedo describir como tonterías. Estoy completamente satisfecho en confirmar, pues, que no hay nada impracticable en la exigencia o demanda que yo sugiero que debería presentarse, y un número muy suficiente de personas instruidas están de acuerdo conmigo.
Pero reconocemos que, habiéndose probado su practicabilidad, el problema es un problema de poder, y reconocemos igualmente que el poder político debe descansar sobre objetivos y deseos y no sobre información técnica. En lo que a mí respecta, por tanto, estoy satisfecho de confirmar que se logrará poco o nada con más argumentos sobre asuntos técnicos, y ciertamente no se logrará nada en el tiempo que hay disponible, y que la única esperanza de la civilización yace en forzar una nueva política sobre aquéllos que tienen el control de las actividades nacionales, de los cuales los banqueros y financieros son, de lejos, los más importantes.
No queremos un Parlamento que apruebe leyes que se parecen a tratados de economía. Lo que queremos es un Parlamento que apruebe el más mínimo número de leyes, diseñadas para penalizar a los jefes de cualquier gran industria, y en particular de la banca y la finanza, en caso de que no produzca los resultados deseados.
Autorizando a la finanza
Seré específico. Pienso que los presidentes, los oficiales superiores y los directores de las sucursales de todos los bancos, compañías de seguros y otras instituciones financieras deberían –igual que ocurre en el caso de prestamistas más pequeños– ser autorizados. La cuota o precio para esa licencia debería ser moderada (digamos ₤ 100) si el individuo retuviera su puesto indefinidamente. Por cada cambio en el personal en el marco de un periodo de, digamos, cinco años, –que no sea debido a muerte o incapacidad–, debería imponerse un incremento muy substancial en el precio de la licencia. La política general que ha de ser seguida por la finanza debería, pues, ser impuesta por el Parlamento, y no se permitiría ninguna interferencia en los detalles de operación de la banca, los seguros u otras actividades financieras.
Si la política impuesta por el Parlamento no es lograda en el marco de un tiempo razonable, un número suficiente de presidentes y otros oficiales de las instituciones financieras se verían despojados de sus licencias, y las cargas o precios muy enormemente aumentadas (yo sugeriría 1000 veces el precio de la licencia original) impuestas a las nuevas licencias se aplicarían a la reducción de los impuestos generales. No tengo duda alguna de ningún tipo de que una tal política como ésa ayudaría a iluminar los cerebros de esos banqueros que son incapaces hoy de ver ninguna salida a nuestras actuales dificultades.
Habréis deducido, espero, que, en mi opinión, la tragedia del esfuerzo humano insinuada en las cuestiones con las que comencé esta conferencia surge, más que por cualquier otra causa singular, por una incapacidad para distinguir entre medios y fines, que se traduce en muchos casos en la elevación de aquello que solamente es un medio a la categoría de fin en sí mismo.
Nos hemos puesto a nosotros mismos en un estado de mente tal que consideramos que la pimienta no es ya algo que tenga que ponerse encima de un huevo; sino que es, para los presidentes de banco, algo en lo que poder hacer un “monopolio”. Se trata de una incapacidad de visión que, más que cualquier otra cosa, se debe al hipnotismo que el dinero ha ejercido sobre la mente humana. Pero el gobierno o mando del experto está lejos de estar libre de culpa. Un experto es esencialmente un siervo de la política, y todos sabemos lo que ocurre o proviene de “un siervo cuando se hace con el mando” [1]. La cura o solución para esto es comenzar por exigir o demandar que cualesquiera que sean las virtudes que sean inherentes al dinero, éstas sean compartidas; y, para poder hacer esta reivindicación, debe establecerse que el reclamante tenga el derecho y el poder de hacerla cumplir.
Ni yo ni ningún otro individuo puede ayudaros si no os ayudáis a vosotros mismos, y tampoco yo ni ningún otro individuo que se haya esforzado en hacer despertar en vosotros un sentido de la responsabilidad puede tomar esa responsabilidad por o en sustitución de vosotros.
Vosotros sois responsables de la pobreza, de los impuestos opresivos, de la inseguridad y de la amenaza de guerra. Vuestra es la responsabilidad; vuestro puede ser el poder.
¿Asumiréis vosotros, individual y colectivamente, la responsabilidad y el poder? Si no, no hay terreno legítimo para la esperanza.
Apuntes o notas de las Preguntas que siguieron al Discurso y las Respuestas del Major Douglas a las mismas:
El Poder de la Finanza. Preguntado por quién estaba siendo ejercido el poder supremo actualmente, dada su afirmación de que no lo ejercía el pueblo en su conjunto, el Mayor Douglas dio como opinión suya que las cámaras de aceptación internacionales [2] podrían ser consideradas como la camarilla financiera que ahora ejercía el poder supremo.
El Poder del Pueblo. Una vez que la gente se de cuenta de que pueden ejercer el poder supremo, dijo el Mayor Douglas, no pensarían ya más en métodos específicos de conseguir cualquier resultado particular, del mismo modo que ningún hombre provisto del suficiente poder adquisitivo pensaría en decirle a su sastre cómo cortar el conjunto de trajes que él quisiera. La soberanía del pueblo, es decir, su capacidad efectiva para dar órdenes, se incrementa con su unanimidad, y si toda la gente quisiera un resultado uniforme no podría haber posibilidad para la existencia de partidos, y no podría haber resistencia alguna a su exigencia o demanda.
Debe haber Acuerdo sobre la Política. Pregunta: Se deduce, a partir de lo que el Mayor Douglas ha dicho, que resulta esencial que el público esté de acuerdo en la política. ¿Es concebible que el público pueda unirse alguna vez en alguna política?
El Mayor Douglas respondió que eso dependería de la naturaleza de una demanda específica, y que él pensaba que una política que dispondría de un acuerdo universal sería la de una exigencia o demanda de seguridad, suficiencia, libertad y de supresión del temor de una guerra. Aún si hubiera alguien que no quisiera ninguna de estas cosas para otra gente, no habría nadie que no las quisiera para sí mismo y pocos que la rechazarían por motivo de sus problemáticos efectos nocivos sobre otros.
Era esencial obtener el acuerdo sobre la política, y si en cualquier asociación tal como una nación no fuera posible obtener el acuerdo sobre la política, entonces resultará indispensable que esa asociación se rompa en unidades más pequeñas, hasta que en alguna unidad se obtenga el acuerdo en la política. Subrayó que esto era exactamente lo opuesto al intento actual de convertir el problema nacional en un problema mundial.
Juzgando a los Expertos. Pregunta: ¿Cómo puede confiar uno en que el experto lleve a cabo la política cuando él podría usar métodos que fueran en sí mismos perjudiciales?
Siempre que uno estuviera exigiendo o demandando resultados, contestó el Mayor Douglas, uno podría juzgar en base a los resultados; pero si un experto usara métodos para rectificar una situación y ésta fuera peor que la situación que supuestamente estaba rectificando, entonces uno sabría que él era un mal experto. Si un experto dijera que él podría distribuirle a uno comida al precio de cortarle su mano derecha, uno estaría justificado en despedir al experto.
La función del Experto. Pregunta: ¿No contribuye a interferir o estorbar al experto la posibilidad de quitarlo de en medio antes de que el resultado deseado se produzca?
La contestación del Mayor Douglas era que obviamente el tiempo permitido a un experto para producir un resultado dado debe estar acorde con la magnitud de la operación, pero que al final de ese tiempo la remoción o supresión del experto era una cosa muy diferente a la de interferirle o estorbarle. Éste era el único método práctico de tratar con cualquier situación que implique la presencia de expertos. Ésta es la forma en que funcionan las empresas. Lo que nunca se debe hacer es permitir que un experto dicte la política a seguir, esto es, que a él, como experto, no se le debe permitir decir lo que se ha de hacer. Su trabajo es hacer lo que se le especifique.
El Hombre Más Peligroso. El hombre más peligroso actualmente, dijo el Mayor Douglas en respuesta a otra pregunta, era aquel hombre que quisiera hacer regresar a todo el mundo a trabajar, pues él pervierte los medios elevándolos a fines. Esto supone conducir directamente a la próxima guerra que proveerá de plenitud de trabajo para todo el mundo.
Soberanía consciente. Pregunta: ¿No es cierto que en los estados totalitarios, como en Alemania, se les ha dicho a los expertos que produzcan resultados?
No ha sido el pueblo el que ha especificado los resultados que él quiere, dijo el Mayor Douglas, sino el dictador; y la asunción o presunción del dictador consiste en que el dictador sabe lo que es bueno para el pueblo. Como teoría de gobierno ésta es similar a la idea de que se debe tener una estricta supervisión para vigilar y asegurarse de que las chicas que se encuentren en una tienda de chocolate no coman las chocolatinas, cuando en realidad todo el mundo sabe que esto es algo innecesario, pues tras el primer atiborramiento que las ponen enfermas, ellas tienden después a dejar de comer chocolatinas.
Se presta demasiada atención a los aspectos materiales de estas materias. Lo que de verdad es importante es que deberíamos ser conscientes de nuestra soberanía: de que deberíamos asociarnos conscientemente, entender el propósito de nuestra asociación y rechazar aceptar resultados que son ajenos al propósito de nuestra asociación. Debemos aprender a controlar nuestras acciones conscientemente y no actuar a instancias de algún control externo del cual no seamos conscientes. Eso es explotación, y se asemeja al comportamiento de un enfermo mental que es conducido al borde de un precipicio porque no posee el control sobre sus propias acciones.
Un Dividendo Nacional. En respuesta a un preguntador que dijo que la exigencia o demanda en favor de un Dividendo Nacional era una exigencia en favor de un medio, el Mayor Douglas dijo que para que una demanda o exigencia sea efectiva era necesario que ésta fuera en favor de algo razonable. Una demanda en favor de un Dividendo Nacional no era necesariamente una demanda o exigencia de dinero, sino de una porción de aquello que sabemos que existe o podría hacerse que exista, sin al mismo tiempo quitar nada a nadie. Ésa era una demanda o exigencia razonable.
[1] Nota mía. Douglas hace referencia en la sentencia entrecomillada a un pasaje del libro de los Proverbios de las Sagradas Escrituras. El texto completo lo constituyen los versículos 21, 22 y 23 del Capítulo XXX. Dice así (tomo el texto de la Página Oficial de la Santa Sede):
21. Por tres cosas tiembla la tierra y hay cuatro que no puede soportar:
22. un esclavo que llega a rey, un tonto que se harta de pan,
23. una mujer odiada que encuentra marido y una esclava que hereda a su señora.
[2] Nota mía. Se denominaban cámaras de aceptación a todas aquéllas instituciones financieras a las que acudían todos los empresarios y demás personas tenedores de letras de cambio o cualquier otro título financiero para obtener la liquidación de las mismas, endosándoselas a esas instituciones, las cuales inmediatamente creaban una cantidad de dinero igual (hecha la correspondiente reducción o descuento) al nominal que aparecía en el título presentado.
Esta función, por supuesto, la siguen ejerciendo otras instituciones financieras equivalentes, pues todas las que la ejercían en el pasado o bien fueron absorbidas por otras instituciones mayores o bien cambiaron su nombre.
Para ver el texto original en inglés pinchar aquí.
Fuente: SOCIAL CREDIT SECRETARIAT
Última edición por Martin Ant; 08/10/2014 a las 17:36
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