Razón teórica y razón práctica (ABC, 24 de Agosto de 1974)


Cuando Immanuel Kant publicó su «Crítica de la razón pura» (1781) y su «Crítica de la razón práctica» (1788) hacía ya cinco siglos que Santo Tomás de Aquino, en su «Suma Teológica» (1265 y ss.), había distinguido la ratio especulativa y la ratio práctica o ratio operativa. Notemos, sin embargo, ciertas diferencias fundamentales entre los puntos de partida y la orientación del Aquinatense y las del filósofo alemán.

Para ambos la razón pura, teórica o especulativa, parte de unos principios conocidos a priori –«ex principiis indemostrabilibus naturaliter cognitus», dice Santo Tomás– de los que se deducen las conclusiones lógicamente consecuentes. Pero mientras, según el Doctor común, la ley eterna que rige el universo es reflejo de la razón divina, y la razón humana no puede participar plenamente de la luz de aquélla sino de una manera imperfecta, en cambio, según el filósofo alemán, la razón humana se despliega de modo inmanente y aspira a regir el mundo por sí sola.

La razón práctica se refiere a los principios a priori de la acción, según Kant, que, dándole un giro copernicano, estima que no son nuestras ideas las que deben adecuarse a las cosas, sino éstas a aquéllas.

Así, la naturaleza es reducida a materia bruta –la res extensa de Descartes– para aplicarle nuestras ideas que no tienen más límite para operar sobre ella que los dimanantes de su resistencia material. El mundo, la organización social, son mera materia para una praxis que trata de realizar los modelos a priori que la razón teórica dicta. El hombre ya no trata de comprender el orden de la naturaleza, sino de dominarla, y para ello es realista en el conocimiento y aplicación de las técnicas adecuadas a este fin, que pone al servicio de sus ideales, aunque éstos no sean sino sueños y utopías. De ahí los enormes éxitos parciales en la esfera operativa y los dolorosos desengaños que en el orden total sufre el hombre.

Cuando éste cree haber alcanzado el desarrollo acelerado se halla ante la inflación, el agotamiento de las materias primas y energéticas, la polución atmosférica, la contaminación de las aguas, la destrucción de la naturaleza…

Cuando cree hallarse a punto de conquistar la libertad se halla preso en las más complicadas reglamentaciones y sometido a las imposiciones dictadas por sus propios adelantos técnicos…

Cuando piensa tener conquistada la igualdad es presa de los totalitarismos colectivistas más opresores…

Cuando empieza a sentir próxima su liberación del frío y del calor, del hambre y del esfuerzo doloroso, de las enfermedades y, especialmente, de todos los viejos «mitos», se halla en la sociedad de consumo dominado por sus apetencias, que le debilitan moralmente, mientras sus hijos abominan de cuanto él consideró progreso y comienzan a adorar nuevos «mitos» y a perseguir nuevas «utopías», en cuyo trayecto se vislumbra la catástrofe…

Y avanzando hacia la prometida desaparición del Estado y del derecho coercitivos, se encuentra en el Archipiélago Gulag…

Para el Aquinatense, en cambio, la razón práctica no es esclava de la razón teórica. No puede serlo, puesto que no alcanzamos con ésta el conocimiento divino de la ley eterna, que ninguno de nosotros puede lograr totalmente, sino que únicamente la percibimos a través de sus efectos. Es decir, la vía del conocimiento natural del hombre asciende del conocimiento de las cosas a las ideas, de lo singular a lo universal, valorando empíricamente la adecuación de las cosas según su «necesidad» y su «utilidad», juzgadas por la razón práctica.

La ley humana no es sino un dictamen de la razón práctica. Y ésta jamás podría aconsejar una liberación teórica que condujera a la esclavitud, una descolonización que trajera masacres –véase la Relectio de Indiis, del padre Vitoria– ni una conquista utópica que no tuviera asegurada su viabilidad y su bondad. Ni por perseguir una perfección ideal destruiría lo existente sin tener la certeza de no producir mayores males y de no impedir mayores bienes reales y de posible logro y mantenimiento.

¿Será por esto que todos los utopistas consideran a Santo Tomás superado y pasado de moda?

Pero el Aquinate no se encerró en un empirismo romo, sino que buscó elevarse hasta el conocimiento del orden total de la creación, que examinó armónicamente en sus diversos ámbitos: divino y humano; material, moral, jurídico, político… En esto también su pensamiento difiere de las ideologías actuales que conciben monolíticamente el orden humano, ya sea reduciéndolo al orden de las leyes naturales económicas, como los fisiócratas y el liberalismo manchesteriano; ya a un panjuridismo, como el socialismo y la tecnocracia; ya a un determinismo histórico, como los diversos historicismos; ya a un positivismo naturalista, como el sociologismo; ya a un materialismo dialéctico, como el marxismo; todos los cuales persiguiendo bien sea la libertad individual, bien sea la igualdad o la seguridad, o bien el desarrollo, lo hacen siempre con pérdida total de la visión plena del orden de las cosas y, muchas veces, en forma contradictoria.

La visión del orden de la creación, en la imagen que Santo Tomás nos ofrece, tiene la estructura orgánica de una catedral gótica infinita, que requiere para su solidez de todos sus pilares y para su armonía exige el adecuado equilibrio de todos sus elementos. Las distintas esferas del orden de la creación humana forman un conjunto del que ninguna parte puede hipertrofiarse ni minusvalorarse. Cada una juega su propio papel en la total armonía. Los ámbitos de lo jurídico y de lo moral, que no pueden olvidar la naturaleza de las cosas ni la realidad histórica viva, las esferas de los consejos y de los preceptos, de lo que positivamente debe ser exigido por el Estado u otras autoridades y de lo que ha de ser determinado por los órganos sociales naturales o por las personas privadas, son ámbitos que no deben interferirse, sino complementarse en el armónico conjunto.

Si alguno de estos ámbitos se debilita o se hipertrofia pierde el todo su armonía y con su pérdida toda la catedral, privada de su equilibrio, peligra en su estabilidad.

Pensemos en que deje de funcionar el ámbito de la moral social al debilitarse sus sentimientos y deteriorarse las costumbres. Entonces:

– o bien se extenderá el ámbito de lo positivamente impuesto por el Estado, creándose una presión que asfixiará toda libertad, adormecerá las iniciativas, el impulso personal y, con ellas, la espontaneidad social del progreso, descomponiéndose los vínculos sociales naturales;

– o bien se caerá en un hedonismo egoísta y materialista que conducirá a la disolución social, a la corrupción y, finalmente, a la revolución.

El dilema es fatal y su salida, después de choques alternativos contra uno y otro término, como una nave en la tormenta entre Scylla y Caribdis, tendrá que pasar por el desastre. A no ser que el Estado se limite a restablecer el orden en lo más perentorio y se produzca la reacción social imprescindible. Para evitar su descomposición, aquél debería estimular esa reacción en lugar de tratar de sustituir permanentemente a la sociedad en sus funciones con intervenciones protésicas y ortopédicas, con las cuales al fin no tendría sino «la muerte herrumbrosa de las máquinas», según una gráfica expresión de Ortega y Gasset en «La rebelión de las masas».

Es precisa, pues, esa prudente apertura en favor del auténtico fortalecimiento de las personas, de las familias, de los municipios, de los cuerpos naturales básicos, corporaciones, universidades, de la restauración biológica del entramado social y de la moral enraizada de nuevo en las costumbres…; pero nada se conseguiría con la apertura a las ideologías nacidas de la razón teórica enloquecida, a las apetencias partidistas, a la disolución de la moral, a la destrucción de la familia y de las costumbres, a los nuevos mitos y utopías, cada uno de los cuales nos ofrece una estructura modelo, que sería impuesta mecánicamente como un corsé ortopédico a la sociedad.


Juan Vallet de Goytisolo


Fuente: HEMEROTECA ABC