Aunque en el siguiente documento anónimo se advierten ciertos resabios de la ideología del tradicionalismo político francés o europeo (influenciado y viciado por el tradicionalismo filosófico y otras corrientes intelectuales reaccionarias a la moda en el pensamiento político francés-europeo de aquél entonces), sin embargo se pueden considerar meramente accesorias y no afectan al conjunto general substancial de esta brillante, justa y correcta denuncia que se establece en el referido documento contra la Revolución rupturista y sus "constituciones" artificiales copiadas del extranjero frente a la verdadera y genuina constitución tradicional española.
----------------------------------
¿Por qué cae la Constitución en España?
Todos sabemos que la Constitución política de la monarquía española, promulgada por las Cortes extraordinarias en 1812, desapareció al presentarse Fernando VII entre sus vasallos de vuelta de su cautiverio; y todos estamos viendo del mismo modo que, a pesar de la fuerza visible e invisible con que fue restablecida en 1820, y sostenida posteriormente, se halla por segunda vez amenazada de una muerte próxima. Sus apasionados, no obstante, no ven ni quieren ver en la primera caída, más que un efecto de la traición y perfidia de una parte del ejército, del deslumbramiento de los pueblos enajenados y olvidados de sí con la vista inesperada de su deseado monarca, y de las maquinaciones de los llamados serviles, para trastornar una obra incompatible con sus ideas e intereses; ni quieren ver en esta segunda tormenta, más que las nuevas maquinaciones de este mismo partido, fomentadas por varias potencias extranjeras, temerosas de que el ejemplo dado en España cunda en sus dominios, e inflame en ellos las ideas liberales, trabajosamente reprimidas hasta el día. Podrá ser cierto que las referidas causas hayan en realidad ejercido, o estén ejerciendo el respectivo influjo que se las atribuye; mas ¿han sido o son las únicas? ¿Tan claro es que la constitución de Cádiz es enteramente adecuada a las circunstancias particulares de España? ¿Tan claro es que no le ha sido dada a contratiempo y fuera de sazón? ¿Tan claro que la naturaleza revistió a sus autores de aquellas insignias que distinguen a los legisladores que ella envía? He aquí una porción de reflexiones que merecen examinarse, porque cualquiera de ellas puede dar un resultado que nos fuerce a reconocer que la suerte que ha cabido a nuestro código en su origen y restauración es la que le corresponde, y la que necesariamente debe caberle cuantas veces se trate de ponerle en planta.
Se ha dicho muy propiamente, que la Constitución (tomando esta voz en su significación general) era respecto del Estado, lo que el temperamento respecto del hombre; pues, en efecto, la Constitución de un Estado no es más que el resultado de la reunión de sus varias propiedades particulares, o aquel temple, por decirlo así, diferente del de todos los otros Estados, al menos hasta cierto punto, que procede de la referida reunión; que es justamente en lo que consiste el temperamento del hombre, a quien por este motivo se da también el nombre de constitución. Mas siendo esto así, toda nación que ha nacido, tiene ya por solo este hecho su Constitución propia; constitución que, como el temperamento, se desplegará en la infancia, se fijará al salir de la juventud, y conservará su peculiar carácter todo el resto de su existencia.
Y si la Constitución de un pueblo es cosa necesaria de su origen, y de su infancia, es consiguiente que lo sean sus leyes fundamentales, que designamos con el nombre de Constitución política, y que son a la Constitución general, lo que el régimen al temperamento humano, esto es, el método conveniente para desarrollarse, y crecer, y para conservarse luego con la mejor salud posible. Y también es preciso que uno de los sucesos más importantes de aquella primera época sea la aparición del legislador, personaje extraordinario, como decía el conde de Maistre. Porque, en verdad, si pretendiésemos expresar la idea que tenemos todos de los que llamamos y fueron realmente legisladores de los pueblos, con sólo compararlos y medirlos con los soberanos posteriores, nosotros seríamos los primeros que reconociésemos la imperfección de nuestra explicación, y la mucha diferencia que reina entre ella y el objeto principal. El Soberano legislador, no sólo se distingue del resto de sus sucesores por la excelencia de las prendas personales que se suponen en él, sino también por la grandeza misma de la dignidad, y por el grado singular en que posee la soberanía. No es lo mismo determinar el plan, y echar los fundamentos de un edificio, que continuarlo; y aunque uno y otro sea obra de arquitectos, es evidente que el que concibe el plan, y sienta las bases, procede con otra autoridad y libertad que todos los que reciben la obra en lo sucesivo, comenzada ya, y más o menos adelantada, los cuales de necesidad tienen que limitarse a dar la cima conforme a la idea del primero. Y siguiendo esta misma semejanza, aún después de concluida la obra, serán indispensables arquitectos que cuiden de su conservación y reparación; mas ¡cuánto no distarán ya sus funciones de las del autor! Pues lo mismo sucede en las categorías de los Soberanos: todos ellos poseen esta sublime dignidad, pero conforme al estado y edad en que cada uno halla la nación; estado y edad que determinan necesariamente la extensión de sus facultades.
Mas todo esto quiere decir que, cuando se presenta un hombre, o una junta de hombres, con la pretensión de dar leyes fundamentales a una Nación que ha llegado ya al punto de madurez, ni los hombres son del linaje de los legisladores que cría la naturaleza, ni la legislación que proponen viene comunicada en sazón y conforme al orden que la misma tiene constante y necesariamente adaptado. Por consiguiente, si los adelantamientos no responden a los esfuerzos, si la constitución no es bien recibida, si encuentra un tropiezo en cada paso, si perece antes de realizarse y de salir de la esfera de proyecto, no hay que buscar otra causa de tantos desastres que la oposición de la naturaleza, y de la inflexibilidad de sus leyes. Y he aquí una primera causa bien obvia, y bien natural de la muerte abortiva de nuestra constitución de Cádiz, que no puede atribuirse ciertamente, ni a maniobras de serviles, ni a intrigas de extranjeros. Las Cortes extraordinarias trataron de dar a España los medios de desplegar su constitución y de fijarla, cuando España la había desplegado ya totalmente, y fijado con la mayor firmeza; luego, era natural que estos medio quedasen sin uso, o que no produjesen efecto alguno favorable, sino en su caso las convulsiones y temblores que estamos experimentando.
Es cierto que las Cortes, según se lee en el encabezamiento o prólogo mismo de la Constitución política de la monarquía, no se propusieron cambiar las leyes fundamentales, y que, por el contrario, su único objeto fue asegurar su observancia por medio de providencias oportunas; pero ello es evidente, a pesar de todas las protestaciones, que en realidad se trastornó todo el orden antiguo; que se destruyó todo el fondo de la monarquía sin dejar de este género de gobierno poco más que el nombre; que se excluyó al Monarca del ejercicio directo del poder legislativo; que se le limitó de una manera extraordinaria el uso del ejecutivo; que se depositó la verdadera soberanía en una junta popular por mil títulos; y, en una palabra, que se estableció, en lugar de nuestra antigua monarquía moderada, una democracia casi absoluta.
Y esta mudanza tan considerable o, por mejor decir, tan entera, no ha podido menos de ser también otra causa que haya impedido tomar la menor consistencia a las leyes que la ocasionan. Las constituciones de los Estados varían, y deben variar sin duda; pero a la manera que el hombre, es decir, insensiblemente, y pasando de la infancia a la juventud, y de ésta a la edad perfecta o varonil. Semejante variación es de la esencia de todo ser que tiene alguna especie de vida sobre la tierra, pues consiste meramente en el desarrollo y producción de los gérmenes primitivos, sin la cual sería imposible que ningún viviente llegase al estado de perfección. Mas, siguiendo esta misma analogía, toda variación que, en vez de ser una producción natural, es un retroceso hacia los gérmenes y hacia la infancia, o una sustitución de principios diversos, es obra espuria e irregular, sobre todo si en lugar de efectuarse insensible y pausadamente, se ejecuta de golpe y en todas sus partes. Y, sin embargo, tal ha sido la variación que se ha intentado por la Constitución política de Cádiz en que, como acabamos de ver, se trató de hacer retroceder el gobierno de la unidad a la división, contra su tendencia natural de la división a la unidad, y en que se determinó ejecutar todas las grandes y multiplicadas alteraciones consiguientes a aquel primer paso, a un mismo tiempo y de una sola vez. Aun cuando el movimiento hubiera sido de la división a la unidad, es decir, conforme a su dirección propia, sin embargo, siendo repentino y precipitado, habría sido contrario al orden natural, y no era posible que dejase de producir convulsiones y trastornos, en vez de un estado de cosas acordado y permanente. ¿Cuánto mayores, pues, no han debido ser las agitaciones habiendo seguido una marcha inversa?
Otro vicio esencial de la Constitución que ha debido oponer una resistencia invencible a su establecimiento, procede del fundamento religioso que se le ha querido dar. Porque es indispensable que todo gobierno tenga por cimiento la religión: éste es un punto sobre que nadie discorda; el lenguaje de los filósofos de todos los tiempos es uniforme; la historia se conviene con los filósofos, y hasta la fábula con la historia; y si los antiguos han dejado escrito que siempre es un oráculo el que funda las ciudades, y siempre un oráculo el que anuncia la protección divina al héroe fundador, nuestros padres nos han repetido, y nuestros ojos desengañan de que las naciones jamás se civilizan sino por medio de la religión. La América entera es una prueba que habla.
Hasta nuestros filósofos se manifiestan penetrados de esta verdad, y publican a boca llena que la religión es parte integral de todo gobierno; mas como el gobierno consta también de otras partes esenciales, les parece una consecuencia necesaria que la religión deba colocarse de modo que ni oscurezca ni embarace las demás partes; y de aquí concluyen que, si bien el soberano no puede prescindir de echar mano de ella, está con todo autorizado para templarla y acordarla con el gobierno según lo juzgue más conveniente.
A la verdad no hay necesidad de más para inutilizar todo el influjo político de la religión, y para convertirla en un instrumento de opresión y de tiranía intolerable. Si depende del soberano el arreglo de la religión ¿qué influjo podrá esperarse que ejerza ella sobre el soberano? Habrá dogmas, habrá preceptos, habrá castigos: mas para los súbditos. Y, en tratándose del soberano, habremos de contentarnos con que nos responda lo que estos mismos filósofos han hecho gala de responder a sus mujeres, a sus hijos, y a sus criados: la religión es indispensable con respecto a vosotros, porque vuestra fidelidad, vuestra sumisión, y vuestro amor nos son necesarios; mas por lo que toca a nosotros, pensaremos hasta qué punto pueda ser adoptada sin perjuicio de nuestra libertad.
Pero no es esto lo que ha dicho el resto del género humano; y nuestros políticos, o no han entendido esta tradición universal, o la han trastornado con una falacia. La razón que ha movido a todos los hombres a declarar que la religión es esencial a la sociedad, es cabalmente la contraria de la que obliga a nuestros políticos a subyugarla. Justo y necesario es prescribir obligaciones a los súbditos, y estrecharles a su cumplimiento con castigos y recompensas de parte del Cielo; pero lo es igualmente prescribirlas a los gobiernos, y moverlos del mismo modo con las mismas promesas o amenazas. El súbdito debe llenar la obligación de la obediencia, el Soberano el deber de la justicia, y ambos el precepto del amor; y ambos deben reconocer un superior y un tribunal irrecusable ante quien deban precisamente comparecer, cuando sean citados a dar cuenta de su conducta, y a recibir el premio o castigo que provenga de su fallo. Y aún el divino autor del libro de la sabiduría parece que se complace en recordar a los Reyes estas lecciones con cierta preferencia. «El juicio, dice (1), que se hará con los que presiden, será durísimo. Al pequeño se le dispensa misericordia; mas los poderosos sufrirán los tormentos poderosamente. No dejará Dios a un lado la persona de nadie, ni respetará la grandeza de cualquiera que sea; porque él hizo al grande, y al pequeñuelo, y tiene igualmente cuidado de todos. Pero a los más fuertes les esperan tormentos más fuertes. Reyes: a vosotros se dirigen estos mis razonamientos, a fin de que aprendáis la sabiduría, y no os apartéis de ella.» Así, cuando se dice que la religión es necesaria a toda nación, quiere decirse que su influjo debe ser absolutamente superior y general, y que debe contener con su autoridad indeclinable lo mismo a los Soberanos, que a los súbditos.
Y, por eso, hablando con la debida precisión y exactitud, la religión no es parte sino fundamento o base del gobierno. ¿Se desea una prueba directa? Pues reflexiónese que el gobierno es una mente y voluntad pública, de las cuales una piensa y otra determina, y una acción exterior que ejecuta lo pensado y decretado. Aquí está la esencia de todo gobierno; lo demás son accidentes, y modos de facilitar los movimientos y operaciones. Pero como el entendimiento humano es por sí ciego y expuesto a errar; como su juicio y voluntad están subyugados por las pasiones, y sin fuerzas propias que los conduzcan y mantengan en los caminos de la verdad y de la virtud; el gobierno, que al fin se compone de hombres, necesita de una luz que le alumbre, de una guía que le dirija, y de una fuerza extraña y superior que arregle y contenga sus pasiones. Ahora, esta luz, esta guía, esta fuerza extraña y superior, no son seguramente el gobierno, sino cosas superiores al gobierno, cosas de que todo gobierno que no haya de ser ciego y apasionado tiene necesidad; y, por consiguiente, base y fundamento de todo gobierno razonable y justo. Mas, cabalmente, estas cosas son la religión.
Así cuando la religión queda subyugada al gobierno político, se ha faltado manifiestamente a la doctrina de todos los siglos; pues en un Estado de esta clase no hay religión para el Soberano o, lo que es lo mismo, el Soberano no está enfrenado por motivos y leyes superiores y sobrenaturales, que es en lo que consiste la religión, llamada así del verbo latino religare, enlazar, atar fuertemente.
Sin embargo esto es lo que ha pretendido nuestra Constitución política, sujetando indistintamente al gobierno político todas las decisiones y decretos tanto conciliares como pontificios (2), y concediéndole sin restricción la facultad de ejecutar las reformas que crea convenientes al bien de la Nación (3); facultad que la conducta constante de las Cortes ha manifestado extenderse a los negocios eclesiásticos, es decir, a los bienes, a las personas, al orden, a la educación religiosa.
Y lo peor es que, como las providencias dictadas por las Cortes en estos puntos son las mismas que las dictadas por las asambleas constituyente y legislativa de Francia para aniquilar el catolicismo en aquel reino, el pueblo se ha persuadido íntimamente de que el fin de nuestra constitución y de nuestros legisladores es el mismo que el de la constitución y asambleas de Francia, es decir, la destrucción de toda religión, y con especialidad de la católica. Así, a pesar de todas las protestaciones de que no se trata más que de reformas útiles y de aumentar por su medio el lustre y florecimiento de la religión, a pesar de las órdenes apretantes y aún violentas para que se predique esto mismo hasta en las iglesias y al pie de los altares, por boca de los mismos Sacerdotes, y aún de los Obispos, el pueblo que observa el empobrecimiento a que se ha reducido el sacerdocio, el desprecio y los malos ojos con que le miran los reformadores, las arterías con que se trata de hacerle un objeto de risa y de escarnio, la crueldad con que millares de solitarios han sido arrojados de sus moradas y puestos en la calle, sin miramiento ni a la ancianidad y achaques de unos, ni al desamparo de otros, ni a los derechos y justicia de todos… el pueblo, digo, que ve todo esto, y que la difamación, la cabala, la violencia, la opresión, la sátira, la fuerza y la astucia están empleadas a una para reformar la Iglesia, no puede menos de afianzarse más y más en su dictamen y de considerar tales protestas como las protestas de Juliano. Aún antes de tener estas pruebas exteriores, y desde el momento mismo en que la Constitución vio la luz, el pueblo había manifestado ya un sentimiento confuso, pero uniforme y general, de que se encerraban en ella gérmenes poco favorables al catolicismo; y sean las que fueren las causas que dieron origen a este sentimiento, su existencia fue un hecho que todos reconocimos, y el gobierno con especialidad, pues no dejó de trabajar constantemente desde un principio en borrarlo y en sustituir otro diametralmente opuesto.
Pues una Constitución de esta clase ¿qué raíces ha podido echar en el ánimo del pueblo? Porque, aunque por el artículo 12 en que se dice «que la religión católica, apostólica, romana, única verdadera es y será perpetuamente la religión de los españoles, y que la nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra», y aunque por medio del anuncio que se hizo de ella «en el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu santo, autor y legislador supremo de la sociedad», parece que se le dio ya un semblante no solo indubitablemente católico, sino religioso: ¿qué viene al fin a ser ni este anuncio, ni aquella cláusula general, cuando por otra parte el gobierno se constituye árbitro de la religión? Los edificios grandes no pueden reposar sobre cimientos de perspectiva. Aún cuando el pueblo no hubiera echado de ver el disfraz, la Constitución habría venido a tierra dentro de poco tiempo; empero hoy que lo ha conocido, hoy que se encuentra colocado en una región a donde para él no penetran las influencias del cielo, es imposible que permanezca en ella, ni que deje de hacer los mayores esfuerzos para retroceder aceleradamente hacia su atmósfera natural.
¿Y quién sostendrá la Constitución en este conflicto? ¿Sus autores y fautores principales? ¿Los crédulos a quienes sedujo con su novedad y sus promesas? ¿Los hombres cuya elevación y cuya fortuna es inseparable del nuevo orden de cosas? ¿O la sostendrán los malvados y los imprudentes, cuyos crímenes y cuyas locuras no les permiten mirar sin estremecerse la vuelta del orden y el reino de la justicia?
Por lo que hace a los filósofos que concibieron la Constitución, no se propusieron ciertamente dejar a España en el pie que ella presentaba a primera vista, pues su objeto era sin duda alguna fomentar lo que desde el principio de la revolución francesa se ha llamado causa de la libertad: causa a cuyo favor se estaba trabajando activísimamente entre nosotros desde los principios del reinado de Carlos III, y que había ido logrando desde entonces ventajas diarias y considerables en las clases superiores, y que al principio del siglo se creyó bastantemente preparada para aventurar un ataque general y decisivo cuyo buen éxito se miraba como infalible. Este ataque le dio Buonaparte, instrumento necesario de la revolución universal a que aspiraba la filosofía.
A los ojos de muchos, este personaje, en vez de ser un instrumento de la revolución, ha sido por el contrario su azote y su cuchillo; y ciertamente en Francia él es quien contuvo el carro despeñado de la democracia y de la anarquía, quien volvió el orden, quien restableció el gobierno, y quien hasta cierto punto sojuzgó las ideas filosóficas y puso freno al espíritu de innovación y de trastorno. Y, sin embargo, no dejaba de ser por eso un instrumento de la revolución universal; y los jefes y directores lo conocían bien. Buonaparte, o estimulado por su ambición insaciable, o forzado por la necesidad de dar una dirección fija y determinada a las fuerzas inmensas físicas como morales que estaban en sus manos y que no podía prescindir de mantener en movimiento, había emprendido la carrera de los conquistadores, y sus progresos fueron los que todos sabemos, y los que todo hombre reflexivo debió preveer desde un principio. Mas al fin ¿cuál venía a ser el resultado de tantas conquistas? Una destrucción de cuanto existía anteriormente en los Reinos conquistados: destrucción de sus antiguas leyes, de sus antiguas costumbres, de sus antiguas relaciones políticas, de su antiguo patriotismo y aún de su antigua religión; pues nadie ignora que para Buonaparte no había más religión que su política. Pero cabalmente éste era el primer paso, y el más difícil, que los revolucionarios tenían que dar para llevar adelante su obra; y, así, a pesar del genio dominante y despótico de este hombre, y a pesar de su manía de crear un reino para cada uno de sus hermanos, parientes y amigos, los revolucionarios se unieron constantemente a él, y fomentaron sus proyectos ambiciosos con cuanto estuvo a su alcance, seguros de que sus construcciones políticas perecerían con su autor, pero que las destrucciones permanecerían. Y de esta manera, aunque Buonaparte mismo creyese trabajar para sí, en realidad trabajaba para la revolución.
Mas en España el golpe descargado por Buonaparte para acabar de desplomar el edificio de esta monarquía, no sirvió más que para despertar y dar movimiento a los gérmenes que encerraba su Constitución, y que estaban íntegros y sanos en el ánimo del pueblo. Una resistencia desesperada y una constancia inquebrantable hicieron palpar a la Europa, que nos despreciaba porque no nos conocía, que podíamos ser destruidos pero no vencidos; y que la vieja, la decrépita, la ignorante España tenía otra vista, otro vigor y otra robustez que las lozanas e ilustradas naciones del Norte, cuyas murallas habían caído a tierra con sólo el ruido de los tambores revolucionarios. Nadie se penetró más bien de ello que los Jefes de la grande empresa. Y convencidos de la necesidad de debilitar la antigua constitución, convirtieron hacia este punto todos sus pensamientos, y escogieron el momento de la disolución de la Junta central y de la convocación a Cortes por estamentos, hecha de orden del Rey, para ejecutar el plan.
No es mi ánimo atribuir estas miras a todos los que intervinieron en la formación de las Cortes extraordinarias de Cádiz, ni a todos los que intervinieron en la formación de la Constitución, ni a todos los que la firmaron; lejos de esto, reconozco entre ellos con mucho placer sujetos muy recomendables por sus prendas y virtudes, y muy dignos de figurar en otra parte, más bien que en este monumento de perdición. Pero ¡cuántos hombres honrados, y aún avisados, no han servido en toda Europa a la revolución contra su voluntad, contra su pensamiento, y contra su esperanza! No hablo pues de los que no han sido más que instrumentos, sino de los que han sido autores y causa.
El primer paso dado con aquel objeto fue impedir a toda costa la reunión de las Cortes por estamentos, suprimiendo la convocatoria espedida ya por la Junta central, y formando en su lugar una asamblea única, con el nombre de Cortes, compuesta de personas de todas clases indistintamente, y tomándolas de las que se hallaban refugiadas en Cádiz; a quienes allí mismo, otros sus paisanos fugitivos declararon representantes de sus respectivas provincias. Y desde el instante en que se instalaron las Cortes de esta manera, se destinó un enjambre de plumas a escribir sobre los derechos del pueblo, sobre su dignidad, sobre su independencia y, al fin, sobre su soberanía. Las doctrinas esparcidas sobre estos asuntos, poco ventilados entre nosotros hasta aquella época, se oponían directamente a las pretensiones de Buonaparte y, por esta razón, era natural que hallasen, como en efecto hallaron, partidarios desde luego; y las Cortes, que procuraban fundar sobre ellas su legitimidad, consiguieron no ser desconocidas en las provincias, ignorantes de la convocación hecha por el Rey, y ansiosas de encontrar un recurso en su miseria.
Lograda esta primera ventaja, se ponderaron con gran ruido los desórdenes del último reinado, se gritó mucho contra el despotismo, y se persuadió la necesidad de asegurar la observancia de las antiguas leyes. Ni la mayor parte de los individuos del congreso, ni la de los vecinos y refugiados de Cádiz, descubrieron en estos propósitos cosa ninguna impropia del celo y del patriotismo, y que no pudiera ser además muy provechosa y razonable. Algunos más perspicaces no dejaron de preveer, sin embargo, los designios que podían ocultarse bajo aquéllas laudables apariencias, y los riesgos a que la Nación podía verse expuesta con estos pretextos; pero el gran número, lleno por una parte de confianza y de buena fe, y arrastrado por otra del torrente de escritos que inundaban al público, se declaró a favor de las nuevas propuestas.
Desde que se dio por sentado que las cortes debían dedicarse a asegurar la observancia de las leyes fundamentales, no se les podía contestar el derecho de examinar y fijar cuáles eran dichas leyes; y no se necesitaba más que disfrazar con el traje de leyes antiguas otras cuyo fondo fuese diverso, para obrar una variación substancial en la antigua constitución. He aquí justamente lo que se hizo por medio del nuevo código, en que, bajo el nombre de Cortes, se introdujo una representación nacional, no sólo diversa de la antigua, sino opuesta diametralmente; en que, bajo las expresiones y apariencias mayores de respeto a la dignidad real, se despojó al monarca de su verdadera autoridad, haciéndola pasar insensiblemente al seno del nuevo cuerpo legislativo; en que, bajo el aparato más solemne de celo por la religión católica, se abrió una puerta escusada a la tolerancia; y en que, a título de asegurar las Américas unidas a la península, se les concedió carta de libertad y de independencia.
Mas estas disposiciones, como quiera que trastornasen y destruyesen el orden antiguo, es evidente que no podían ser más, para los revolucionarios, que las excavaciones donde debían sentar los cimientos del edificio proyectado. Y aún es claro que estas excavaciones no podían quedar en tal estado, y que era necesario que la degradación de la dignidad real trajese su abolición; que la tolerancia religiosa pasase a ser indiferencia, o a desconocer, por lo menos, la dominación de ninguna religión determinada; y que reducido el gobierno a una democracia, desapareciesen todos los elementos monárquicos o aristocráticos anteriores, toda distinción de clases, todo privilegio de rango, toda perpetuidad de propiedades en una misma familia. Adoptada en España la Constitución francesa de 1791, era necesario experimentar efectos semejantes a los que experimentó esta Nación en aquella época, es decir, que no podía prescindirse de consumar las destrucciones comenzadas; y que si allí se dictó una nueva constitución con este objeto, era indispensable dictar otra en nuestra península con el mismo fin.
El tiempo ha ido acreditando la legitimidad y exactitud de este modo de pensar. Desde un principio, el nuevo orden de cosas ha manifestado progresivamente cierta inclinación conocida al gobierno popular, cierta divergencia del centro de la religión católica, cierta aversión notoria al sacerdocio y a la grandeza, cierto encono profundo con la persona del Rey, y una licencia desenfrenada en el modo de hablar y de escribir, acompañada de una disolución de costumbres desconocida anteriormente. Y para que no quede la menor duda acerca de las consecuencias de estos antecedentes, diversos corifeos de la revolución y del liberalismo no han reparado en decirnos redondamente de palabra y por escrito que es preciso tratar de la deposición del Rey, y de substituir un gobierno republicano, y de desterrar para siempre lo que ellos llaman despotismo político y religioso. Y tampoco se duda que la constitución de esta nueva república se ha impreso ya, y que cuenta con el apoyo de las sociedades patrióticas, y con el de las secretas que nos sitian por todas partes, juntamente con el de algunos personajes conocidos por su influencia, y con el del gran número de liberales exaltados de todas clases. ¿Qué tiene, pues, que esperar hoy la Constitución de parte de sus verdaderos autores? Lo mismo que la Constitución francesa del 91 de la convención nacional.
Pues, por lo que hace a sus fautores, restauradores y apasionados, tampoco hay que prometerse que se afanen mucho por sostenerla. Cinco clases de gentes pueden contarse en este número: los americanos, los extranjeros, nuestros soldados, nuestro comercio, y los nuevos empleados. A las dos primeras les es indiferente la existencia de ella por más tiempo; a las dos siguientes les es perjudicial y pesada; y a la quinta es una ayuda inútil. Los Americanos de Buenos Aires y Costa Firme es cierto que contribuyeron mucho para la restauración de la Constitución, pero es también sabido que su objeto estaba reducido a alejar por este medio la expedición que les amenazaba, y que habría asegurado todavía aquellos países por muchos años bajo la dominación de la península. Una vez que han logrado ya su intento, y que apartaron la tempestad, nada les interesa ya que España conserve o varíe su gobierno y, en su caso, preferirán verla entregada a nuevas alternativas que la obliguen a fijar sus miradas dentro de su casa. Y respecto a las demás provincias sublevadas de aquel vasto continente, podemos conjeturar que, o bien escuchando las voces de la justicia, y aún de la prudencia, se proponen volver a la obediencia de su legítimo soberano, o bien embelesadas con la perspectiva que ofrece la libertad, se proponen confirmar su independencia. Si lo primero, desearán seguramente el restablecimiento de la monarquía, y la redención del Monarca; y si lo segundo, mirarán nuestras cosas con los mismos ojos que sus hermanos del Paraguay y de Venezuela.
Ahora, los extranjeros que dieron cebo a nuestra revolución en 1820 pertenecen, o a la clase de los revolucionarios de oficio, o a la clase del comercio. Aquéllos quieren lo mismo que los verdaderos padres de la constitución; y éstos, habiendo conseguido, si no una independencia segura de las Américas, al menos unas alteraciones que de necesidad deben traer la libertad del comercio en aquéllos países, han llenado ya la mayor parte de sus miras; y desde luego ningún provecho les proporciona que España siga con su actual sistema. Así, ni los Americanos ni los extranjeros pueden tener interés en sostener la constitución.
Mas nuestro ejército lo tiene grandísimo en que vaya por tierra, y en que el Monarca recobre su libertad y su dignidad. Por un lado, debe estar ya convencido de que las tropas existentes han nacido del gobierno monárquico, de que este gobierno es su natural elemento, de que él solo puede conciliarles el decoro que las ilustra y mantenerlas en el grado de elevación que les es propio. En los Estados populares hallamos grandes masas de gente armada, pero formadas meramente para los casos de agresión o de una defensa necesaria; fuera de estas circunstancias, la democracia no puede sufrir la vista de una legión ordenada; para ella, la existencia de un ejército con el fin de mantener interiormente el orden público y dar esplendor a la autoridad, es una monstruosidad inconcebible. La oficialidad de un ejército son los sucesores de los caballeros de los siglos feudales, de quienes ha tomado las virtudes que forman su carácter, y que tanto la recomiendan: la fidelidad, el honor, la cortesanía, la generosidad, la discreción, la franqueza, el desinterés, y la noble elevación de sentimientos. Éste es su espíritu de familia, y no puede prescindir, o de conservarle sin basteardar, o de perecer. Y por lo mismo es necesario que conozca que los que con tanto encarnizamiento están persiguiendo hasta las últimas reliquias, y hasta la sombra del feudalismo, no es posible que traten de hacer gracia a los descendientes legítimos y directos de la noble raza de la antigua caballería.
Y, por otro lado, si el alto y generoso espíritu que ha lucido en todos tiempos con tanto brillo en la milicia española ha podido padecer algún eclipse, está muy lejos de haberse extinguido, al menos en gran parte de ella; y basta tener los ojos y los oídos abiertos, para convencerse de que existen todavía militares que encierran en lo hondo del corazón un cierto fuego que los llena a un mismo tiempo de rubor y de honra. Hay cierto silencio elocuente, así como cierta calma anunciadora de grandes tempestades; desengañémonos, una porción de nuestro ejército no puede sufrir, más que por un encadenamiento de circunstancias, tan desgraciado como inevitable, se le esté confundiendo con las huestes pretorianas; y menos todavía verse hecho el juguete y el instrumento de una gavilla innoble, que por más que se engalane con los títulos de liberal y de filósofa, no deja de ser la hez y la basura de la sociedad.
Pues, nuestro comercio, a pesar de su movilidad natural y de su genio bullicioso, no puede dejar de conocer ya que la revolución, que ha propiciado la obra de la independencia de las Américas, la consumará para siempre, y que por tanto quedará para siempre excluido, al menos indirectamente, de aquellos puertos donde hasta hoy tenía su principal riqueza, y que su esfera no saldrá jamás del mero recinto de la península. Y aún en este corto espacio, la agitación inherente a las variaciones ejecutadas no es posible que le permita proceder en sus operaciones con el grado de seguridad necesaria, de suerte que nuestro comercio, obligado también a buscar una calma, sin la cual no puede vivir, aspira volver a los brazos del Soberano, donde únicamente la puede hallar.
No queda pues otro apoyo con quien pueda contar seguramente la Constitución que los nuevos empleados. Pero este apoyo no es, por su desgracia, otra cosa que la carga que la Nación entera trata de sacudir, y cuyo enorme peso, en vez de desalentarla, la pone por el contrario en movimiento, y la convence de la necesidad de deshacerse de ella a toda costa, sin que de ello se resienta la justicia, que la dispensa de todo miramiento para con unas gentes cuya ambición o cuyo egoísmo la han precipitado en el piélago de infortunios que la afligen.
Porque es menester notar que, a medida que nos hemos ido apartando de lo que se llama despotismo de nuestros Reyes y barbarie de nuestros mayores, hemos ido aumentando progresivamente el número de empleados públicos, que hoy forman ya un ejército, a cuya manutención no hay hacienda que alcance. Es verdad que lo mismo ha sucedido en todos los gobiernos de Europa; mas esto es porque todos han seguido el mismo camino de reformas disfrazadas con el nombre de mejoras. Y un efecto tan uniforme y tan general ¿no está diciendo qué es lo que hay que esperar de los nuevos sistemas políticos? El pueblo de España, cuya solidez de juicio no se trastorna con la vocinglería de los predicantes liberales, lo conoce; y, a pesar de todas las palabradas de libertad, de dignidad, y de gloria nacional, sabe muy bien a qué atenerse en este punto; y sabe ni más ni menos a qué viene a reducirse el patriotismo puro, y el celo ardiente y desinteresado del bien público que afecta con tanta énfasis cierta clase de gentes; y por más que se haya tratado de deslumbrarlo, no deja de mirar alrededor de sí, y de contemplar las ruinas que ha causado la Constitución y los precipicios que ha abierto por todas partes.
Porque obra de la Constitución ha sido la rebelión entera de las Américas, y la pérdida, por consiguiente, de nuestra riqueza comercial y de más de una mitad de nuestras rentas públicas; obra suya ha sido el aumento de la deuda pública en muchos cientos de millones, y la destrucción total del crédito del gobierno, sin que ni la sobrecarga enorme de impuestos desconocidos y destructores por su misma naturaleza, ni la usurpación de tanto cúmulo de bienes de uno y otro clero, de las órdenes militares, y del patrimonio real, hija de una violación manifiesta de todos los principios morales y sociales, haya alcanzado a sostenerlo, ni aún al nivel del de la pretendida república de Colombia. A la Constitución se debe que el gran número de empleados del antiguo régimen, muchos de los cuales consumieron sus años y talento en servir útilmente a la patria, ande por puertas; y que el clero entero, apoyo en otro tiempo y remedio de innumerables necesidades públicas y privadas, despojado de sus rentas y bienes, entregado al desprecio, al oprobio y la miseria, y hecho el ludibrio de una facción presbiteriana o filosófica, se halle amenazado hasta en su existencia misma. Ella ha traído que la nobleza, después de degradada, mire con espanto en la suerte del clero los infortunios que la esperan. Y de la fecha de su establecimiento data este crecimiento de disolución, y este incendio de las pasiones que pone grima, y la esclavitud intolerable a que se halla reducido todo hombre honrado y verdaderamente leal, por la insolencia de una soldadesca sin freno y sin vergüenza, y por el furor de aquellas heces de la sociedad que nunca se incorporan con ella sino para turbarla y perderla. Los gabinetes extranjeros nos miran como un pueblo apestado; los sabios de todas partes nos dan voces para que contemplemos nuestras llagas, y el atolladero en que nos hallamos; los hombres de bien de toda la tierra nos compadecen; y los perdidos únicamente, los que hace treinta años están inundando el mundo de crímenes inauditos, los apóstoles del desorden y del caos, y los atletas de la revolución universal, son los personajes que nos aplauden, que nos alientan y que toman nuestra empresa como suya. Y tras esto, ¡iremos a buscar la causa de la resistencia y oposición del pueblo al nuevo sistema en las maquinaciones de los serviles y en las intrigas de las potencias monárquicas! ¡Como si el diluvio de tantos males, y la perspectiva de otros todavía mayores, no bastasen por sí solos para despertar en su alma el deseo de su conservación propia, y para convencerle de la necesidad de atropellar por todo antes que sucumbir tan dolorosa e infamemente!
Si las tropas francesas que, como ha dicho Luis XVIII, pasan a España para dejar a Fernando VII en libertad de dar a sus pueblos las instituciones que no pueden recibir más que de su mano, pudieran ser consideradas como un Ejército que, prescindiendo de las causas mencionadas, y apoyado meramente en su fuerza y en el auxilio de algunos ambiciosos o de algún partido diferente del cuerpo verdadero de la Nación, intentase derrocar la Constitución de Cádiz, para sustituir en su lugar un gobierno montado por los principios de la Constitución Inglesa, de la de Holanda, u otra equivalente, podríamos vaticinar desde hoy que, sin necesidad de extranjeros que viniesen a combatirla, ni de serviles que conjurasen contra ella, su duración sería corta, su vida enfermiza y agitada, y su suerte la de una planta exótica que no se sostiene sino a fuerza de estufas y reservatorios. La Constitución que haya de gobernar a España, es menester que sea indígena del país, de casta española; y nuestras antiguas leyes reúnen estas cualidades sobre el resto de sus prendas que han formado la Nación tal cual es. Tal cual es, repito, y cual la ha retratado con mano maestra, no algún Español deseoso de hacer favor a su patria, sino un Francés, a quien los suyos miran, y con razón, como al Malebranche de la política. Éste es el retrato: «Ha mucho tiempo que los vicios del gobierno, y aún del carácter español, son un lugar común a declamaciones; mas yo confieso que no alcanzo qué es lo que puede faltar a un pueblo que, habiendo sostenido con su valor y constancia, superior a todo elogio, su independencia contra el poder que había subyugado la Europa, y esto sin gobierno; y a pesar de su gobierno, ha vuelto a entrar pacíficamente bajo el yugo de las leyes y del poder, defendiéndose de esta manera de sí mismo, de sus enemigos, y aún de sus amigos. El Español es sobrio, leal, paciente y desinteresado; es valiente, es bravo, es religioso. ¿Qué se pretende darle ni quitarle? Tendrá los defectos de sus virtudes, pero no tiene vicios.» (4) ¿Es parecido? Si para algunos ojos no está bastante acabado, enviemos a M. de Bonald nuestra historia del último trienio, y dejemos el cuidado de darle la última mano, a quien pinta para la eternidad.
Concluyamos: la Constitución cae porque debe caer; porque lleva en su seno un depósito de vicios esenciales que no pueden dejarla tomar consistencia en España; porque sus padres la han abandonado; porque sus amigos la miran o con frialdad o con menosprecio; porque sus criaturas, en vez de contener, excitan el odio y el resentimiento del pueblo; y finalmente, porque el pueblo ve por sus propios ojos y palpa con sus manos que le conduce a una ruina inevitable.
(1) Sap. C. 6 a v. ad. 11.
(2) Art. 171 fac. 14ª 15.
(3) Ibid. facult. 14.
(4) Pensées pag. 51, édit. de Paris, in – 8 de 1817.
Visto en: IURIS DIGITAL
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores