La paradoja de la libertad
Juan Manuel de Prada
Resulta muy aleccionador someter a revisión crítica las enseñanzas que nos transmitieron en la escuela. Recuerdo, por ejemplo, cómo en clase de Historia nos presentaban siempre a Rousseau como uno de los más grandes prohombres que vieron los siglos; y su obra El contrato social como una de las piedras angulares de la democracia. Con el paso del tiempo, uno entiende que muchas de aquellas enseñanzas que recibíamos eran una amalgama fétida de lugares comunes y afirmaciones mostrencas, hijas de la pereza mental y sazonadas por el prestigio desmesurado que determinados movimientos históricos y corrientes filosóficas tienen entre las gentes gregarias. Muchos años después me decidí a leer a Rousseau; y me topé, para mi sorpresa y horror, con una obra llena de aberraciones y perfidias de la peor calaña, desde la insalvable escisión entre sociedad civil y sociedad política hasta la consideración del hombre como un ser bueno por naturaleza (que lo convierte, inevitablemente, en un ser irresponsable e incapaz de asumir las consecuencias de sus acciones, dislate que luego Freud reafirmaría mediante la creación del «inconsciente»).
En otro artículo publicado en estas mismas páginas ya señalábamos a Rousseau como padre de la ingeniería social y de las manipulaciones de la 'opinión pública'. Pero si tuviéramos que elegir un pasaje especialmente sórdido de El contrato social deberíamos asomarnos a su capítulo VII: «A fin de que el pacto social no sea una fórmula vana, encierra tácitamente el compromiso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de que cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre». Vemos aquí cómo Rousseau establece la tiránica infalibilidad de la voluntad general; y también la sobrecogedora necesidad de «obligar» a las personas a «ser libres», ajustando su pensamiento al de la voluntad general. Lo que Rousseau defiende, a la postre, es que el disidente de la voluntad general sea reeducado y forzado a comulgar con la voluntad general. En realidad, Rousseau postula lo mismo que los absolutistas a los que dice combatir, limitándose a desplazar la titularidad de esa soberanía absoluta del monarca a la mayoría, que puede lavar el cerebro al disidente hasta convertirlo en una oveja más del rebaño. Quien se desvía de esta voluntad general estaría, a juicio del cínico Rosseau, rechazando la libertad; y por ello la sociedad debe obligarlo a someterse a la mayoría (por supuesto, esta coacción no se consideraría reprobable, sino por el contrario saludabilísima). La libertad en Rousseau ya no es un valor intrínseco de la propia naturaleza humana, ligado a la razón (de tal modo que el hombre, cuanto más racionalmente actúa, más libre es), sino que sería un mero acatamiento de la voluntad general, que es soberana para decidir lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, con un poder ilimitado. Este concepto de libertad es, exactamente, el que tienen los regímenes totalitarios, donde en efecto al disidente se le «obliga» a ser libre.
Tristemente, este concepto corrompido y monstruoso es también el que ha triunfado en nuestra época. Pero el totalitarismo ya no se ejerce al modo brutal de antaño, sino al modo que el gran Tocqueville (del que, en cambio, no nos hablaban en clase ni de coña, vaya por Dios) preludió en La democracia en América: «Cadenas y verdugos eran los instrumentos groseros que antaño empleaba la tiranía, pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el mismo despotismo. Los príncipes habían, por así decirlo, materializado la violencia; pero las repúblicas democráticas de nuestros días la han hecho tan intelectual como la voluntad humana que quieren reducir. Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, golpeaba vigorosamente el cuerpo; y el alma, escapando a sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: 'Pensad como yo o moriréis', sino: 'Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. Permaneceréis entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de apestados e incluso aquellos que crean en vuestra inocencia os abandonarán. Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte'».
Bien mirado, aquellos profesores que nos presentaban a Rousseau como un gran prohombre de la democracia estaban formulando una verdad sarcástica y paradójica.
La paradoja de la libertad
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