Fuente: Misión, Número 327, 19 Enero 1946. Página 7.
De los jacobitas y del Carlismo
Por J. J. Peña e Ibáñez
Después de la derrota de Culloden, que segó definitivamente las posibilidades de los Estuardos, el Gobierno de Luis XV hizo una nueva proposición a los jacobitas. Se encargó de las gestiones el Cardenal Teucin, quien ofrecía al príncipe Carlos Eduardo, en nombre de Francia, el apoyo de ésta para colocar a Jacobo III en el trono inglés. A cambio, los franceses pedían que se les cediera Irlanda. El hijo de Jacobo III replicó enojado: «No, señor Cardenal. Todo o nada. Ninguna división.»
No obstante, a pesar de esta laudable decisión de los Estuardos que no se avenían a enajenar parte alguna de las tierras cuya Corona reclamaban, su bandera estuvo invariablemente unida a la de los Estados europeos enemigos de Inglaterra. Las diversas intentonas realizadas durante algo más de medio siglo por los jacobitas para reponer a los Estuardos en el trono de la Gran Bretaña, partieron de fuera de las Islas Británicas, con la complicidad de monarcas extranjeros y como una fase más de las guerras internacionales de la época. Fue así la de los Estuardos una carta que en sus manejos diplomáticos tuvieron siempre presentes las Cortes de Versalles, Madrid y Viena, usándola de distinto modo según aconsejasen las circunstancias.
El intento de recobrar su Corona, hecho por el propio Jacobo II en 1689 y 1690, a raíz de ser destronado, tuvo todo el apoyo de Luis XIV. Igual le ocurrió a Jacobo III en 1708, siendo su expedición un episodio de la guerra de Sucesión española que en más de media Europa ardía entonces. Nada varió el estado de las cosas porque Francia se comprometiera en Utrech a abandonar sus tratos y amistades con los Estuardos. Que a poco, en 1715, tuvo lugar un gran alzamiento jacobita, preparado desde tierra francesa y abiertamente favorecido por el Rey Sol ya en sus postrimerías. Cuatro años más tarde, cuando España hallábase en lucha con la Cuádruple Alianza, constituida por Austria, Francia, Inglaterra y Saboya, Alberoni, en cuyas combinaciones contra el Gobierno inglés ocupaba lugar importante la reclamación dinástica de la familia Estuardo y que había tramado ya un proyecto para enzarzar contra Inglaterra al rey sueco Carlos XII con la bandera jacobita, preparó en nuestros puertos una expedición que llevaría hasta suelo británico a Jacobo III. Esta intentona, realizada en 1719, la segaron las tempestades en el mar. Nuevamente se cotizó la causa jacobita a propósito de los planes fantásticos que entre Madrid y Viena tejía Riperdá, sin que pasaran las cosas más adelante. Por fin, la postrer tentativa de los Estuardos, en 1745, preparóse y se desarrolló bajo el amparo de Francia y con ocasión de la guerra de Sucesión de Austria o de la Pragmática, en la que todas las fuerzas de Luis XV, en tierra europea, en el mar y en las colonias, se batían con las de Inglaterra.
De este modo, las reivindicaciones dinásticas de los Estuardos aparecieron siempre ligadas a los intereses de Estados que hacían la guerra al pueblo inglés. Es indudable que la voluntad de aquellos príncipes no era el supeditar su país a las miras de los otros monarcas de Europa, pero tampoco admite discusión que los esfuerzos jacobitas para recobrar el trono de la Gran Bretaña se produjeron todas las veces con trazas de intervención extranjera. Podía el príncipe Carlos Eduardo rechazar una proposición francesa intolerable para un patriota inglés, pero sus palabras quedaron en el secreto de las negociaciones diplomáticas, mientras lo que a la vista de las poblaciones de la Gran Bretaña se presentó reiteradamente como cierto fue el ser los jacobitas auxiliares de empresas francesas y españolas. Esta unión con extranjeros cuando Inglaterra se veía complicada en guerras exteriores estimo que fue uno de los factores causantes del fracaso jacobita.
Regla vieja y constante en la Historia es que las guerras civiles, cualquiera que sea su móvil, repercuten en el exterior. Contribuye a ello el constituir ocasión para que las potencias extrañas procuren explotar en provecho propio las disensiones íntimas de otro país, bien con el propósito de disminuirlo, bien con ánimo de conseguir en él posiciones de preponderancia. Y colabora la natural preocupación de los bandos que luchan, ansiosos de contar con el reconocimiento de los otros Estados. Si se analizan las guerras civiles modernas se observará al punto esta realidad, manifestada en intromisiones oficiales u oficiosas del extranjero y en contactos más o menos activos de cada parte con las cancillerías. Así, toda guerra civil suele tener una proyección internacional.
Pasando a observar en este orden de cosas qué sucedió en España respecto al fenómeno del Carlismo durante la prolongada división surgida en nuestro país hace más de cien años, los hechos muestran que en ninguna ocasión de su permanente vigilia guerrera tuvieron los partidarios de Don Carlos aquel carácter de agentes o colaboradores de poderes extranjeros que fue compañía constante de los jacobitas. Nunca se ha podido decir de ellos que hayan estado al servicio de fuerzas extrañas. Y si se lanzó contra los carlistas la calumnia del antipatriotismo a propósito del misterioso alzamiento de San Carlos de la Rápita, tal imputación es a todas luces injusta, por la sencilla razón de que al producirse la intentona acaudillada por el general Ortega la guerra de África ya estaba concluida. Aparte de eso, en medio de la oscuridad que envuelve la preparación y desarrollo del citado movimiento carlista aparece bien claro que el golpe no tenía relación alguna con otras potencias, pues su trama estaba toda dentro del país, y que existieron amplias y desconocidas ramificaciones en el bando isabelino, las cuales, al frustrarse el plan, fueron cuidadosamente ocultadas.
El Carlismo no dependió del extranjero ni consintió jamás ser utilizado como palanca por fuerzas exteriores. Esta conducta ha sido en toda su existencia norma invariable. No es que en las guerras carlistas se quebrase la ley que convierte las contiendas civiles, quiérase o no, en pleitos de alcance internacional. Al contrario, aquellas luchas apasionaron a Europa y estuvieron a lo largo de su desarrollo en el primer plano de la actualidad. Lo ocurrido fue que las intervenciones extranjeras se produjeron precisamente por el lado opuesto al Carlismo, para derrotar a éste y aplastarle.
Durante la primera guerra carlista fue esto bien notorio. A Don Carlos le reconocieron Holanda, Prusia, Austria, Rusia y Nápoles. Estas adhesiones se debieron a pura cuestión de principios y no se tradujeron en asistencia material. Los países citados no tenían intereses en España, y ni en ellos se preparó el alzamiento carlista ni de ellos recibió el rey Carlos más que palabras alentadoras. Así, entre la montaña de difamación con que diversos sectores de la política española obsequiaron al Carlismo, jamás se le ocurrió a nadie decir que fuera agente del Emperador de Austria o que estuvo al servicio del Zar. Es que, en verdad, todo se había reducido a un mero reconocimiento diplomático, del cual la causa de Don Carlos bien poco o nada sacó. El bando liberal sí tuvo sustanciales apoyos exteriores, recogidos por Balmes en una concluyente página de sus “Escritos Políticos”, apoyos de los que fue columna vertebral la Cuádruple Alianza, formada por los Gobiernos de Madrid, París, Lisboa y Londres, reflejada en socorros de dinero, armas y tropas. La pelea del Carlismo, respecto al exterior, cumplióse en absoluta soledad. Estaban con sus enemigos, y activamente, los vecinos próximos de España. Él tuvo, desde luego, la simpatía de grandes sectores de la opinión europea, incluso en los países que se pusieron al lado de Doña Isabel. Pero ahí quedó todo; su gesta fue solitaria, y en el terreno de los hechos no recibió apoyos de tal o cual potencia.
Hubo un momento en que le llegó una oferta tentadora. Ocurrió al principiar el verano de 1839. Holanda se prestaba a conceder a Don Carlos 24 millones de pesos fuertes a cambio de que cediera las Filipinas a una Compañía holandesa semejante a la que entonces tenían en la India los ingleses. Sabida es la penuria de recursos en que se desenvolvió la acción del Carlismo desde el principio al fin. La suma ofrecida por el Gobierno holandés era muy considerable para aquel tiempo. Por otro lado, frente a la opinión falsamente difundida, la causa de Don Carlos se mantenía firme aunque sólo faltasen dos meses para el Convenio de Vergara, pues sin la desgraciada actitud de Maroto las tropas carlistas podían haber prolongado la lucha mucho más. Precisamente el mismo Maroto, en su “Vindicación”, no sé por qué dejó escapar una afirmación que en nada favorece a su tesis. Dice que en 1839 andaba el Carlismo hacia la victoria merced al enorme auge de Cabrera. En efecto, si la campaña se había estabilizado en el Norte, es evidente que el Gobierno liberal a duras penas podía contener en el territorio vasconavarro a las fuerzas carlistas. E igualmente es cierto que Cabrera estaba llegando a un grado tal de potencia y organización, en un amplio territorio de Aragón y Levante, que su ejército estaba a punto de ser tan numeroso y fuerte como el dirigido por Maroto. Allí, como en Cataluña, fue más lenta que en el Norte la creación de un ejército regular por los carlistas. Pero Cabrera lo había logrado ya en 1839, y en Cataluña la organización se perfeccionaba a grandes pasos. Sin Vergara, les esperaba a los liberales trances más angustiosos que los precedentes. En semejantes condiciones, el ofrecimiento holandés era una aportación económica importantísima. Jamás habían visto los carlistas en sus vacías arcas una cantidad de dinero así. Pero Don Carlos rechazó con indignación la propuesta. Y Pirala, liberal de arriba a abajo, escribió esto: “A tener Don Carlos y sus partidarios menos patriotismo, recursos les sobraban; pero preferían la muerte a la deshonra”. (“Historia de la guerra civil”, tomo V, pág. 520).
En sus insurrecciones siguientes aún se vio el Carlismo en mayor soledad. Don Carlos VII no tuvo siquiera la adhesión platónica de otros monarcas. Si las Cortes de Viena y San Petersburgo simpatizaban o no con él, la realidad fue que mantuvieron correctas relaciones diplomáticas con los Gobiernos de Madrid. Y si a la notificación primera que el rey Carlos VII envió a los distintos Estados de Europa contestaron de Londres con un hábil y cortés eufemismo negador, de Berlín la devolvieron con ruda grosería. A espaldas de Don Carlos no había potencias extrañas.
Esa fue la línea permanente del Carlismo. Nadie pudo acusarlo jamás de servir a otros intereses que los de España, pues que se sacrificó siempre en aras de la dignidad nacional y nunca hubo quien le aventajase en abnegación y sacrificios por la Patria. Por encima de filias y fobias, esto ha sido generalmente admitido por sus adversarios, salvo alguna rara y torcida excepción, y así ha entrado ya en la Historia. Desde su nacimiento y en toda su vida, sin intermitencias, sus príncipes, sus jefes, sus masas y sus voluntarios tuvieron siempre, con aferramiento tenacísimo, con lealtad insuperable, vocación y voluntad de servir a la santa causa de la tradición española. Consumióse así el Carlismo, para renacer reiterada y sucesivamente de entre las llamas, en la defensa y exaltación de la suprema síntesis española: Dios, la Patria y el Rey. Y no hay quien pueda desmentirlo.
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