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Tema: Único error político de Fal Conde: la mala interpretación de la Regencia

  1. #1
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    Único error político de Fal Conde: la mala interpretación de la Regencia

    Visto en: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI

    Fuente: Koinós: El pensamiento político de Rafael Gambra. Miguel Ayuso. Páginas 40 -44.




    Se inicia entonces una tercera fase de lo que hemos llamado la lucha de Rafael Gambra. Esta va a producirse en el interior del carlismo, pese a que siempre se mantuviera leal respecto a su continuidad legal, esto es, a lo establecido por don Alfonso Carlos en su testamento político, la Regencia en don Javier de Borbón-Parma y la jefatura de don Manuel Fal Conde. (…) Sin embargo, ya en 1939 consideró [Rafael Gambra] que la interpretación de la Regencia decretada por el carlismo oficial era desviada y había de resultar letal para el futuro de la causa [42]. Hoy cree que los hechos posteriores le dieron desgraciadamente la razón.

    Y es que, en opinión de don Luis Hernando de Larramendi, autor como es sabido del documento de la Regencia, la tal debería ser medio de continuidad monárquica, a modo de prolongación legal del reinado de don Alfonso Carlos, al no haberse resuelto durante su vida la difícil cuestión sucesoria. Por lo mismo, se dice en el Decreto que el Regente habrá de resolver la cuestión «sin más tardanza que la necesaria» y «sin perjuicio de los derechos que él mismo pueda tener» [43]. (…).

    (…)

    Mientras tanto, Fal Conde y sus colaboradores más cercanos, casi todos de progenie integrista [47], forjaban la interpretación de la Regencia criticada por Gambra. Para ellos, la ausencia de príncipe que asumiera los derechos del carlismo era una suerte, calificada a menudo de «providencial», porque la Regencia habría de ser –según ellos– el instrumento, no sólo de continuidad dinástica, sino de instauración de la monarquía. La Regencia, así, debería mantenerse indefinidamente para que agrupase a todos los monárquicos de cualquier signo y, una vez proclamada en España, proveer bajo su presidencia a designar al príncipe de mejor derecho. Entonces, unas Cortes auténticamente representativas, tradicionales, reconocerían y proclamarían al nuevo Rey.

    Teoría que, en opinión de Gambra, contradice lo que siempre fue la monarquía hereditaria, en la que la sucesión se realiza automáticamente sin que hayan de mediar ni Regencias ni Cortes. Y que, además, no podía sino acarrear la ruina del carlismo, por cuanto esa Regencia jamás podría triunfar, ya que si algo atrae de la monarquía es su continuidad establecida, nunca la provisionalidad y el problematismo de una tal Regencia. Con todo, si por un imposible llegara a establecerse, desembocaría sin duda en don Juan de Borbón como príncipe más notorio y conocido. Finalmente, sería inevitable el surgimiento de soluciones al margen (o en su contra) de esa Regencia indefinida, como sucedió con el grupo de Estoril, el octavismo, etc. Sin contar con la interrupción durante años, fomentada inexorablemente por la solución indefinida, de toda gestión para resolver la cuestión dinástica, y precisamente los años decisivos para un eventual triunfo de la Causa por ser los subsiguientes al triunfo en una guerra donde sólo los requetés combatieron como tales monárquicos [48].

    Por su parte, Gambra y su grupo de amigos, (…) hicieron lo posible por promover la [candidatura] del propio don Javier y que se iniciasen los trámites para que aceptase la sucesión. A ese efecto, Polo escribió el libro [¿Quién es el Rey?], y procuraron que la censura, tras largos intentos, autorizara su publicación con algunas mutilaciones. Pero la Editorial Tradicionalista, sin embargo, no lo publicó hasta bastante años después, en 1949, fallecido ya su autor, cuando la experiencia comenzaba a demostrar –como ellos habían previsto– que la Regencia «como vía de instauración monárquica», lejos de imponerse, estaba desmembrando y disolviendo el carlismo. Se publicó, además, sin el prólogo, redactado por Gambra, explicativo de su circunstancia y razón de ser [49]. A partir de esa publicación se empezó ya una política encaminada a que don Javier aceptase él mismo la sucesión, pero se habían perdido diez años decisivos para las posibilidades que, a raíz de la guerra, hubiera tenido el carlismo.





    [42] Cfr. su carta de 1941 a don Manuel Fal Conde, en Manuel de Santa Cruz, Apuntes y documentos…, tomo 3 (1941), Sevilla, 1979, págs. 40 y ss.

    [43] Cfr. su opinión de 1940, en Manuel de Santa Cruz, Apuntes y documentos…, tomo 2 (1940), Madrid, 1979, págs. 26 y ss.

    [47] Gambra, en su opúsculo Melchor Ferrer y la «Historia del tradicionalismo español», Sevilla, 1979, s. p., ha tipificado muy agudamente las distintas actitudes que han convivido en el seno del carlismo: integrismo, carlismo vergonzante y carlismo genuino. Escribe después que «estas actitudes dentro del carlismo se han mantenido –como escisiones a veces o como tendencias– hasta nuestros días». «Fal Conde supo, en los años que precedieron a la guerra de liberación, aunar todas las voluntades en un solo carlismo ortodoxo y combativo. Fue la suya una acción providencial para España y para la historia misma del carlismo, por más que esas tendencias y fisuras rebrotaran pronto por motivaciones diversas».

    [48] En años posteriores vemos a Gambra dirigiéndose tenazmente al equipo directivo de la Comunión Tradicionalista en la insistencia de las ideas resumidas en el texto. Cfr., por ejemplo, Manuel de Santa Cruz, Apuntes y documentos…, cit., tomo 5 (1943), Madrid, 1980, págs. 114 y ss., y tomo 8 (1946), Sevilla, 1981, págs. 115 y ss.

    [49] Cfr. Manuel de Santa Cruz, Apuntes y documentos…, cit. Tomo 11 (1949), Sevilla, 1982, págs. 155 y ss.
    Última edición por Martin Ant; 14/11/2016 a las 13:43

  2. #2
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    Re: Único error político de Fal Conde: la mala interpretación de la Regencia

    ANEXO 1: Voto particular de Luis Hernando de Larramendi.

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1940, Tomo II, Manuel de Santa Cruz. Madrid. 1979. Páginas 26 – 28.




    Actas de la Preparación de la Respuesta
    [que habría de dar don Javier de Borbón-Parma y Braganza a una carta recibida de don Juan de Borbón y Battemberg sobre la cuestión dinástica]


    En Madrid, a 27 de mayo de 1940, se reúnen bajo la presidencia de don Rafael Díaz de Aguado Salaberri, delegada por don Manuel Fal Conde, los señores don Manuel Senante y Martínez, don Amancio Portabales, don Luis Hernando de Larramendi, don Federico Bertodano, don Jesús Cora y Lira, don José María Lamamie de Clairac, don Calixto González Quevedo, don Jesús Elizalde, don José María Valiente y don José Luis Zamanillo.

    El señor Salaberri, cumpliendo el encargo del señor Fal Conde, da lectura ante los reunidos de la carta dirigida por Don Juan de Borbón y Battemberg al Príncipe Regente Don Javier de Borbón Parma, y de la que asimismo S. A. dirige al señor Fal Conde, solicitando que con el asesoramiento de los leales que crea conveniente oír, le envíe un proyecto de contestación a la de Don Juan, y por último, de un anteproyecto que con tal finalidad envía dicho señor Fal Conde, elaborado después de escuchar algunas opiniones.

    Complementando este anteproyecto se acompaña una carta del llorado Rey Don Alfonso Carlos al Príncipe Regente, de fecha 10 de marzo de 1936, cuya copia se propone que sea enviada por S. A. con la contestación que dirija a Don Juan de Borbón.

    Invitados los reunidos por el señor Salaberri para que cada uno exponga su opinión, expresa la suya el señor Larramendi en los siguientes términos: 1.º Entiende que la contestación a Don Juan de Borbón que se proyecta, pretende tener carácter oficial como lo demuestra el hecho de esta consulta que se hace y del proyecto de levantar un acta de esta reunión; 2.º que dicha contestación es a su juicio absolutamente ineficaz para la exclusión de Don Juan y lejos de tener utilidad práctica prolonga la subversión revolucionaria del diálogo entre el derecho y la usurpación y hasta de que la usurpación interpele y recrimine a la Legitimidad; 3.º que además la contestación es comprometedora en cualquier forma, y en la que se ha redactado también en conjunto, y especialmente en la declaración de que la sucesión está abierta por no haberse determinado aún la persona del Sucesor, y en la indicación del procedimiento para llegar a la Monarquía que es por demás de mala doctrina antitradicionalista; 4.º que la única fórmula de excluir a Don Juan, cerrar la cuestión, cumplir el deber, servir a España y no tener sin nuestra solución a la Patria dando testimonio de no solucionar ni los más primordial nuestro, y sacando del confusionismo al país y a los leales, es determinar y publicar la designación del Sucesor; 5.º que si como parece más probable, la heroica adscripción militar del Príncipe Regente al Ejército combatiente francés merma la neta y plena autoridad de S. A. como Regente, ya que en nada modifica la voluntad neutral decidida de la Comunión Tradicionalista, que más se expresa en prevenciones antialiadas y hasta entre reservas, con algún muy somero y poco claro matiz germanófilo, será indispensable que la designación de Sucesor lleve fecha anterior o se complemente con alguna otra fórmula sin salir del pensamiento de S. M. el Rey Don Alfonso Carlos, en el texto de su institución de la Regencia, y 6.º que cada minuto que ha pasado sin designar Sucesor es una desgracia, y desde la guerra es una desgracia mayor y un error incomprensible, sin que hubiera razón política que pudiese prevalecer en contra, pues la dificultad no es razón y hasta presenta el desconsolador aspecto de parecer pretexto.

    En disconformidad con la opinión del señor Larramendi que queda consignada, los restantes reunidos unánimemente convienen en que la contestación del Príncipe Regente a Don Juan de Borbón es convenientísima, por no decir necesaria y plenamente eficaz en orden a dejar sentada de una vez la exclusión del mismo, sin que ello entrañe diálogo alguno sino la resolución por quien puede hacerlo sobre la pretensión de un aspirante a la sucesión. Prestan su más caluroso y entusiasta asentimiento al anteproyecto de contestación remitido por el señor Fal Conde, y únicamente se permiten indicar que sería prudente suprimir toda alusión relativa a una instauración de la Regencia, ya que esta idea podría comprometer y atar las manos a S. A., en caso de no ser viable dadas las difíciles circunstancias actuales del mundo y de España, creando con ello una dificultad para llevar a cabo la designación directa, para lo que está autorizado S. A. en el documento de institución de la Regencia. Proponen por ello que el párrafo que comienza diciendo: «El bien común suprema ley reguladora…» sea sustituido por el siguiente:

    «El bien común suprema ley reguladora de la sucesión en la Soberanía y postulado fundamental de la Legitimidad, ha reclamado de Mí aplazar durante la guerra española y período de tiempo inmediato a ella la determinación del Sucesor en los derechos de los legítimos Reyes de España, sin que por ello haya dejado de meditar y trabajar en orden a tal determinación.»

    Sin que proceda añadir a esta redacción como antes se expresa, nada relativo a instauración de Regencia.

    Los reunidos, al emitir este dictamen se permiten indicar a S. A. el Príncipe Regente, la conveniencia de que por los medios que su prudencia estime adecuados, se acelere la designación concreta del Sucesor, aprovechando el momento y coyuntura que estime más oportunos.

    Y reiterando sus sentimientos de acatamiento, adhesión y entusiasta servicio a S. A. en la defensa de la santa Causa de la tradición y de España, firman este acta en el lugar y fecha al principio expresados.

  3. #3
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    Re: Único error político de Fal Conde: la mala interpretación de la Regencia

    ANEXO 2: Carta de Rafael Gambra a Fal Conde, y comentarios a la misma de Manuel de Santa Cruz y del propio Rafael Gambra.

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1941, Tomo III. Manuel de Santa Cruz. Sevilla. 1979. Páginas 40 – 49.




    “DIOS
    PATRIA
    REY

    Madrid, 7 de marzo de 1941



    Excmo. Sr. D. Manuel Fal Conde. Sevilla

    Nuestro distinguido amigo y respetado Jefe:


    Lamentamos grandemente no haber podido hablar con usted más detenidamente en nuestra última visita debido a la premura del tiempo. Menos mal que al fin nos fue posible alcanzar el tren aquella misma tarde.

    Nos dirigimos a Vd ahora por la presente para disculparnos de que nuestra conversación con el señor Acedo en su casa tomase en algún momento cierto tono agrio, pero, sobre todo, para hacerle presente, que las causas de ello en modo alguno partieron de nosotros. Es verdaderamente lamentable que dicho señor adoptase desde el primer momento una incomprensible actitud hostil, llegando después de exponerle nuestra actitud frente a la cuestión dinástica actual, a preguntarnos categóricamente si teníamos o no fe absoluta en Vd. y si estábamos o no con el Príncipe Regente y con Vd. Sin duda era su propósito (y el artificio es tan viejo que hasta recuerda a cierto pasaje del Evangelio), cortar toda discusión apoyándose, si afirmábamos, en esa fe ciega, y si negábamos, en una clara deslealtad por nuestra parte. Frente a una tan insólita actitud hubimos de tomarnos la libertad de observarle que fe ciega sólo se ha de tener en Dios –y aún ésta debe ser en lo posible consciente y fundamentada–; y que la fe y adhesión a los hombres nunca puede ser ni incondicional ni ciega, ni siquiera hacia el Rey, que sería para quien únicamente y como a tal podría pedirse un grado superior de adhesión. A este respecto le recordamos el caso de los integristas, que, si bien carecieron en aquel caso de razón, bien pudieron haberla tenido.

    Junto a todas estas observaciones, creemos que necesarias, afirmamos allí nuestra adhesión hacia los legítimos representantes de la Comunión, acatamiento y fidelidad avalados por generaciones de lealtad, que, con toda su dignidad en algunos momentos, quizás valga más que otras actitudes más cortesanas pero menos nobles. Quizás llevados con exceso de nuestra sinceridad y frente al giro que daba al razonamiento, hubimos también de observarle que esa nuestra adhesión sería firme siempre que no pretendiera alguno como él transformar, o al menos presentar, a la Comunión Tradicionalista como el partido “falcondista” con todas las características de un partido personalista, en el que, probando una vez más la lealtad a la fe de nuestros mayores, jamás nos encontrarían.

    Aclarada esta situación y a cubierto de posibles versiones con dañada intención, creemos apreciará Vd. la injusticia de dicho señor hacia quienes protestando de acatamiento y respeto hacia su persona, sólo pretendían exponerle una opinión que, si bien contradice a las que Vd. sostiene actualmente, sólo van animadas del sincero deseo de servir a nuestra Causa y a nuestra Patria, opinión que, a pesar de la humildad de quienes la defienden, pudiera suceder (y Dios no lo quiera) que, caso de desecharse, un mañana próximo le diera la razón.

    Y en segundo lugar quisiéramos perpetuar ante Vd. por este escrito y en breves párrafos, esa nuestra posición frente al asunto debatido y las causas y razones de ella:

    Creemos en la absoluta y urgentísima necesidad de nombrar un sucesor a S. M. Don Alfonso Carlos por las causas y para los fines siguientes que, en modo alguno, puede llenar la actual Regencia:

    1.º) Para que cogiendo con nuevos bríos la bandera de la Tradición, una en torno a sí a los hoy dispersos miembros de esta heroica Comunión, en la que se observan hoy signos fatales de desaliento y desmembración que no sólo podrían acarrear su decadencia sino su muerte, y con ella la de España.

    2.º) Para abrir una esperanza y un horizonte de solución inmediata a la nación, sacándola de la desorientación general, y a nosotros mismos del desaliento que nos produce la falta de esperanza fundada de triunfo, fruto natural de un inexplicable interregno ya sin razón de ser.

    3.º) Para cumplir con el deber señalado en el documento de la Regencia de Don Alfonso Carlos, en el que la instituye con la obligación de nombrar sucesor “sin más tardanza que la necesaria”.

    4.º) Para aprovechar una suprema crisis en nuestra Patria y una ocasión de triunfo quizás única en que un Rey verdaderamente tradicionalista y entusiasta podría sumar todos los nobles anhelos del pueblo español.

    5.º) Para cortar la disidencia cada vez más acentuada y grave de ciertos elementos nuestros hacia una solución positivamente antitradicionalista y funesta para la Patria como sería la del Príncipe D. Juan, a la que con esta indecisa actitud de Regencia parece que damos pábulo.

    6.º) Para evitar que una tal restauración en dicha persona traiga tras unos posibles años de paz y relativo bienestar material, la muerte de nuestra secular rebeldía y con ella la de toda esperanza de restauración del orden católico y nacional que representamos y, en fin, de la Patria misma.

    7.º) Para que a la hora de la paz en el mundo, que quizás tarde más de lo que muchos creen, tengamos en nuestra Patria una Monarquía católica y típicamente nacional que puede hacerse respetar del vencedor sin haber sido instrumento suyo, y podamos ofrecer a aquella sociedad destrozada el tesoro espiritual de nuestra tradiciones católicas y del orden universal que representan para que vea en ello el único cimiento firme en que edificar el futuro edificio social.

    8.º) Para que si, apurados todos los infortunios, se dirigieran los rumbos de España hacia su propia perdición, podamos mirar con la frente alta sin tener la menor parte de responsabilidad como hasta aquí, habiendo presentado una línea de conducta nítida de lealtad hacia un rey tradicional y legítimo con el cual hayamos caminado en el tiempo de desgracia en la Patria sin arriar su bandera. Sin haber dejado de brindar nuestra solución a España en los momentos críticos, y sin haber buscado en una política de soluciones eclécticas o indecisas, más propia de británicos que de carlistas españoles, una actitud que quizás pueda entrañar la inconsciente muerte del Carlismo.

    Este es, en fin, el motivo que nos mueve a dirigirle nuestras pasadas palabras y nuestras actuales líneas: que si por desgracia estuviésemos en las postrimerías de una santa y secular resistencia nacional contra el espíritu de la Revolución como ha sido el Carlismo español, a cuya Causa tantos han ofrendado su vida y hacienda, que en esta tremenda responsabilidad no nos quepa personalmente participación, ya que hicimos lo que estuvo en nuestras manos por evitarlo.

    Y para ello sólo se precisaría una cosa: abandonar esa fatal tendencia que desde antes de la guerra se observa en la Comunión y que consiste en hacer siempre, frente a la cuestión sucesoria, una labor negativa: ver y ponderar en cada posible Sucesor los inconvenientes, las dificultades, en vez de ponerse con sincera voluntad de solución a apreciar las posibilidades y gestionar su consecución pese a todas las dificultades, y dedicar todos los esfuerzos a justificar por medio de endebles argumentos legales e históricos un estado de Regencia indefinida que se contradice con la más elemental visión de las necesidades actuales y que nadie justifica ni aplaude ya ni apoya.

    Buenas razones, que le agradecemos, tuvo a bien darnos en apoyo de su tesis. Vd. juzgará si con alguna quedan destruidas estas apremiantes realidades de una actualidad que quizás dentro de unos años miremos como la segunda gran ocasión desaprovechada para un verdadero y total triunfo.

    Y nada más. Hemos cambiado impresiones con F. Elías de Tejada, quien cumpliendo órdenes suyas, y con nuestra ayuda, va a empezar la organización de los círculos de estudio especializados. Procuraremos informarlos del mejor espíritu y de la más sana orientación, y evitaremos tocar la cuestión sucesoria, ya que nuestra opinión al respecto no es la de Vd. Pero también sin tratar de justificar ni hacer una apología de la Regencia, lo que chocaría con nuestras convicciones y nos haría responsables de lo que por ella fatalmente sucederá si no se evita a tiempo.

    Afectuosos saludos al señor Ferrer y a J. J. Moreno Berraquero, y quedan a sus órdenes sus afmos. s.s.q.e.s.m.


    Rafael Gambra

    Fernando Ortiz.”





    Comentarios: El “Falcondismo” y la adhesión incondicional
    .


    En los primeros párrafos, que pueden parecer accidentales al fin de la carta, pero que no lo son del todo, y desde luego no dejan de ser importantes e interesantes, se toca la cuestión de la fe absoluta en el jefe y como versión concreta de ella, lo que se ha llamado en polémicas internas del Carlismo, el “Falcondismo”. Los agentes de Franco usaban esta palabra con tono peyorativo para hacer creer que el Carlismo era una organización distinta de la de Fal y amiga suya. Al cesar en la Jefatura Delegada, Fal Conde envió una carta circular de despedida a los principales carlistas (16-8-1955). Hacia el final de la misma escribe: “Del Rey abajo, en el Carlismo los hombres no cuentan, no contamos. El “falcondismo” no ha existido más que en la malévola imaginación de nuestros irreconciliables enemigos.”

    La proximidad de la guerra, en la que el mando único es un axioma; el estilo del caudillaje en boga por Europa: Führer, Duce, Conducator, Caudillo, análogo, en la propia España; todo esto impregnaba el ambiente y nada de particular tiene que la Comunión Tradicionalista se contagiara a su vez involuntariamente de ese ambiente personalista y dictatorial tan contradictorio y paradójico con su ser.

    Además de esto, otras dos circunstancias concurrían a producir una exaltación exagerada de la figura del Jefe Delegado: una, que la necesidad psicológica de las masas, y de muchas personas fuera de ellas, de contar con una idea-fuerza, no se podía satisfacer con la figura del Rey de la barba florida, y en su ausencia, buena era la figura de Fal Conde. Otra, que Fal Conde había llegado a simbolizar mejor que nadie la resistencia a Franco, que le había perseguido cruelmente sin conseguir ni doblegarle ni sobornarle. Vázquez de Mella había dicho que en política los aplausos son siempre “contra alguien”, y no cabe duda de que los aplausos a Fal Conde eran en buena parte contra Franco. Todo esto sin contar los indiscutibles y enormes méritos de Fal, a la sazón sin contrapartida de deméritos.

    Algo parecido a lo dicho del posible culto a la personalidad, del “Falcondismo”, cabría decir de uno de sus ingredientes, la incondicionalidad, exigida por el señor Acedo a los autores de la carta.

    Eso de la “adhesión incondicional”, importado de la Europa ocupada por el nazifascismo, se había hecho también en España un tópico e inundaba la literatura oficial, además de la falangista, donde campeaba por derecho propio (1).

    Terminaré el comentario de este primer aspecto de la carta de Gambra y Ortiz a Fal, señalando que el señor Acedo se pasó a las filas de D. Juan de Borbón cuando lo hizo Arauz de Robles, en 1957. Probablemente hacía mucho tiempo que su fe en la Causa había dejado de ser “absoluta, inquebrantable e incondicional”.


    * * *



    Llegado al comentario del núcleo de esta carta, el propio don Rafael Gambra, me aporta la siguiente versión, vista desde el presente, del sentido y conexiones del mismo:


    “Se trata de una reiteración de la que, en nombre de los “Centros de Orientación Tradicionalista”, dirigí a Fal Conde el año anterior, carta que apareció recogida en el tomo precedente (1940) de esta obra en su página 83. Una y otra carta se relacionan estrechamente con la opinión sostenida por don Luis Hernando de Larramendi el 27 de mayo de 1940 en la reunión convocada por Fal Conde para dar respuesta a una carta de D. Juan de Borbón y Battemberg (véase en el mismo tomo precedente –1940–, páginas 26 y 27). En el fondo de todo ello se debate una cuestión vital para el Carlismo en aquella ocasión, y que habría de tener largas consecuencias e inesperadas vicisitudes en la posteridad.

    Larramendi había sido el redactor del Real Decreto de Don Alfonso Carlos estableciendo la Regencia (1936), precioso documento con el que se abre esta obra (tomo I, pág. 13). No era, por ello mismo, sospechoso de parcialidad sobre la legitimidad de esa institución, como se comenta en el tomo II, página 82. Para él, sin embargo, la Regencia era sólo un instrumento de continuidad monárquica aplicable en casos de ausencia, minoridad, etc., del Rey, y también en ocasión como la que se presentaba al Carlismo –es decir, a la legitimidad española– en aquellos días: la previsión cercana –por su edad– del fallecimiento del rey sin que fuera conocida (por su complicada dilucidación) la persona de su Sucesor. La Regencia prolongaba así jurídicamente la vida del Rey hasta dar solución legal a su sucesión. Pero ésta habría de ser inmediata, sin otro límite que el de su posibilidad práctica. Así lo manifestaba el documento institucional al establecer como deber primordial del Regente “proveer sin más tardanza que la necesaria a la sucesión legítima de mi dinastía”.

    La muerte de Don Alfonso Carlos a los dos meses de comenzada la Cruzada y el posterior alejamiento del Príncipe Regente Don Javier de Borbón-Parma con ocasión de la Guerra Mundial, no propiciaban, ciertamente, la rapidez en la provisión de Sucesor, y en estas lamentables circunstancias ha de verse la principal tragedia del carlismo contemporáneo, coincidente cronológicamente con sus grandes victorias en los campos de batalla y su notable contribución a la Victoria Nacional.

    Sin embargo, en el seno de la autoridad oficial del Carlismo durante aquellos años fue surgiendo una teoría nueva y distinta de lo que era la Regencia y del papel que estaba llamada a desempeñar. A esto se refería Larramendi durante el debate para una respuesta oficial a la carta de D. Juan de Borbón: tras de declarar improcedente tal respuesta oficial, puesto que “sería ineficaz para la exclusión de D. Juan y, lejos de tener utilidad práctica, prolongaría la subversión del diálogo entre el derecho y la usurpación, y hasta de que la usurpación interpele y recrimine a la Legitimidad”, alude a la “indicación (contenida en ese proyecto de respuesta) del procedimiento para llegar a la Monarquía, que es por demás de mala doctrina antitradicionalista” (tomo II, 1940, pág. 27).

    Ese procedimiento coincidía precisamente con la nueva interpretación que, más o menos claramente, se estaba dando a la Regencia al considerarla, no meramente como un medio de emergencia para la continuidad monárquica, sino como el medio normal y legítimo para la instauración de la Monarquía en España. Esto otorgaba a la Regencia un cometido restaurador nacional y una permanencia indefinida hasta tal eventualidad, por completo ajenos al espíritu con que se estableció la Regencia y, según Larramendi, a la recta doctrina tradicionalista.

    Para ésta, el Rey reconocido por los carlistas no lo es de un grupo o Comunión, sino de todos los españoles –aun de quienes lo ignoran o no lo reconocen–: es Rey en el destierro, como la Comunión Tradicionalista es la España leal a su legítimo soberano. La sucesión, por lo tanto, es automática y nace del derecho sucesorio vigente, sin que intervenga en ella acuerdo popular alguno, y, menos aún, el de los grupos o partidos hostiles a esa Legitimidad. Para esta nueva teoría de la Regencia habría de ser ésta “instrumento de restauración”. Proclamada oficialmente en España, discutiría, como de cuestión abierta, sobre la designación de Sucesor. Incluso se brindaba como solución “nacional” al General Franco para que hiciera suya esta institución. (Véase en el tomo anterior –1940, pág. 7–, el documento oficial “Fijación de Orientaciones”, en el que, más o menos claramente, se expone esta concepción.)

    En las cartas que comentamos y en la objeción de Larramendi se hacer ver, sobre las razones teóricas y legales que se oponen a esta interpretación y “táctica”, que tal contingencia (la instauración oficial de la Regencia) probablemente no llegaría jamás, que si llegase aprovecharía a la candidatura de D. Juan, única persona real conocida, y que con esa dilación sine die se iniciaría y consumiría la descomposición interna del Carlismo.

    Los hechos han confirmado el primero y el tercero de estos temores; el segundo era condicional, y no se ha dado el caso. El dictamen de Larramendi sobre la cuestión sucesoria era favorable a Don Duarte Nuño de Braganza, rey legítimo de Portugal para los integralistas portugueses, simétricos a los carlistas en estos reinos. Era un dictamen de posibilidades históricas brillantísimas, pero no exento de aspectos objetables en su desarrollo jurídico. Sin embargo, por estos años –1941-42– un joven que hubiera sido una gran cabeza del Tradicionalismo de no haber muerto en plena juventud –Fernando Polo– empezaba a escribir un libro de profunda erudición histórica sobre la cuestión dinástica, libro cuya tesis era que, excluida la rama dinástica alfonsina como rebelde a la Legitimidad, recaerían los derechos sucesorios en el propio Don Javier de Borbón-Parma. Coincide este dictamen con el deseo de Don Alfonso Carlos expresado en carta a aquél, fecha 10 de marzo de 1936: “Esta Regencia no debe privarte de ningún modo de un eventual derecho a mi sucesión, lo que sería mi ideal, por la plena confianza que tengo en ti, mi querido Javier, que serías el salvador de España” (reproducida en tomo II, pág. 35).

    Este libro no fue acogido ni publicado por la Comunión Tradicionalista hasta 1949, muerto ya su ilustre autor el 10 de marzo de 1949, a los veintiséis años de edad. Cuando las posibilidades de la Regencia “como fórmula de instauración monárquica” se vieron agotadas, la Comunión Tradicionalista se “reenganchó” a su primitivo deber de cumplir el testamento de Don Alfonso Carlos, y publicó la primera edición de este libro bajo el título “¿Quién es el Rey?”

    A partir de ese momento, y como veremos en su día, se presionó constantemente sobre Don Javier para que aceptase la Sucesión de la Monarquía Legítima Española. Las vacilaciones y escrúpulos que caracterizaron a este Príncipe dilataron varios años más, sobre los ya perdidos, la provisión a la sucesión legítima. Cuando ésta llegó, dimitido Fal Conde de la Jefatura Delegada, se inició una inoportunísima política de acercamiento a un Régimen (el de Franco) caduco ya, en gran parte por sus propios vicios políticos. Y después, abdicando Don Javier en su primogénito Don Hugo, advino la impensable veleidad socialista de este príncipe.

    Resulta fácil pensar que para este desenlace cualquier otra solución hubiera sido mejor, incluso la Regencia indefinida. Señalemos, sin embargo, que la otra solución dinástica sostenida incluso dentro del tradicionalismo –la entonces representada por D. Juan de Borbón– no hubiera sido menos catastrófica. Entre una y otra desgracia media, sin embargo, la diferencia de que la segunda era previsible, al paso que para prever la primera hubieran sido necesarias dotes proféticas. En cuanto a la tesis de la Regencia como “fórmula nacional”, es obvio que había ya dado todos sus frutos y que cualquier hipotética viabilidad había ya terminado. Lo que resulta claro es que la “fórmula de la Regencia” retrasó en más de una década los intentos serios para hallar una solución dinástica. ¡Quién sabe si, sin ella, se hubiera logrado separar a Don Javier de su empeño bélico con los aliados en la Guerra Mundial para interesarlo seriamente en la Causa española, y si, en consecuencia, hubiera educado a su primogénito en la fe histórica de sus antepasados!

    Pero de futuribles no hay que disputar. La Providencia teje y desteje para nuestro bien o para nuestro castigo, y a nosotros sólo nos cabe el cumplimiento del deber de cada día, por encima de fantasías y oportunismos.”








    (1) De cuánto repugnaba a la naturaleza carlista y católica es exponente la anécdota siguiente:

    Un grupo de personas hacía tertulia en la residencia del arzobispo de Sión y Vicario General Castrense, don Luis Alonso Muñoyerro. Entre ellas estaban el general don Carmelo Medrano Ezquerra y el coronel don José Sanz de Diego, héroe del 10 de agosto de 1932, defensor del Alcázar y comandante del Tercio del mismo nombre, muy popular por su carlismo y su piedad. Medrano era conocido por su participación en el Alzamiento de Melilla y por su franquismo delirante. La conversación se deslizó hacia críticas de la situación política. Medrano ponía cara larga y el ambiente se enrarecía. Sanz de Diego, con la sencillez y libertad de los santos, no se recataba; hasta que Medrano le dijo con reticencia:

    – Coronel, yo no dudo de que usted es incondicional del Generalísimo.

    Esta invectiva produjo unos segundos de silencio y expectación.

    – Pues no lo crea, mi general –replicó con calma cachazuda Sanz de Diego–. Yo no soy incondicional más que de Nuestro Señor Jesucristo, y de ahí para abajo, una adhesión incondicional mía a cualquier hombre, atentaría a mi dignidad humana.

    Aclararé, para valorar correctamente tan preciosa respuesta, que a la sazón el concepto de dignidad humana no había alcanzado la divulgación hasta la chabacanería que después ha tenido.

  4. #4
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    Re: Único error político de Fal Conde: la mala interpretación de la Regencia

    ANEXO 3: Carta de Rafael Gambra a Fal Conde.

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1943. Tomo V. Manuel de Santa Cruz. Madrid. 1980. Páginas 114 – 119.





    Carta de don Rafael Gambra y don Ignacio Hernando de Larramendi a don Manuel Fal Conde.




    Madrid, 22 de febrero de 1943.

    Excelentísimo señor don Manuel Fal Conde, Delegado de S. A. R. Don Javier de Borbón Parma, Regente de España.

    Nuestro querido y respetado Jefe:


    Muy pronto va a hacer dos años del viaje de alguno de nosotros a ésa con objeto de exponerle nuestros puntos de vista respecto a la política de la Comunión Tradicionalista y a los problemas, o problema fundamental, que tiene hoy planteados. Hoy, ante la situación de la Comunión y de la Patria, queremos dirigirnos de nuevo a usted confiados en su recto juicio y en la amable solicitud con que siempre nos ha acogido y escuchado nuestra humilde opinión. Lo hacemos respondiendo a una llamada de nuestra conciencia y a una necesidad de nuestro corazón ante los peligros que corre una Causa tan justa y a la que hemos dedicado nuestra vida y nuestros esfuerzos.

    Reciba estas líneas con toda la sencillez con que se las expondríamos de palabra y que nos ocurre al correr de la pluma; y con la expresión, una vez más, de nuestro tradicional respeto y adhesión.

    Usted tuvo la amabilidad de exponernos sus propios puntos de vista. Creemos que en lo fundamental podrían resumirse unos y otros del siguiente modo, comenzando por los suyos:

    1. La única fórmula de restauración monárquica auténticamente tradicional es la de la Regencia, que, una vez instaurada oficialmente en España, deberá designar y proclamar, con el concurso de todos los españoles, al legítimo sucesor de la Corona de San Fernando.

    2. Esta fórmula, además de ser la única legítima, aplaza hasta después de la terminación de la guerra mundial la solución de la intrincada y dificilísima cuestión sucesoria, permitiendo una designación adecuada a las necesidades políticas españolas.

    3. Es, por fin, la única que permite una política de amplia base capaz de atraerse a todos los españoles dejando de una vez zanjadas las contiendas que desde el siglo XIX dividen nuestra Patria.

    Nuestra posición fue la siguiente:

    1. Necesidad ineludible de resolver en el más corto plazo posible la orfandad de Rey de la Comunión Tradicionalista.

    2. La Comunión Tradicionalista no es una fracción de España incapacitada para proveer por sí el Trono de la Patria, sino la única España ortodoxa en su fe y espíritu, a través de la cual se ha mantenido la legitimidad con todos sus atributos legales.

    3. Es imprescindible que antes de la terminación de la guerra mundial, antes de que lleguen los dictados del vencedor, esté instaurada en nuestra Patria la Monarquía que aúne en su torno todas las voluntades y pueda aspirar a que sea respetada por el vencedor.

    4. En cuanto a la Regencia, consideramos:

    a) Que es ilegal, porque S. M. Don Alfonso Carlos (q. D. g.) instituyó en carácter de Regente a su sobrino S. A. R. Don Javier de Borbón Parma con la misión y obligación (a la que prestó juramento) de «Regir en el interregno los destinos de nuestra Causa y proveer sin más tardanza que la necesaria, la Sucesión Legítima que ha sustentado durante un siglo la Comunión Tradicionalista» (punto segundo del documento de la Regencia). En modo alguno le facultó para delegar la Regencia, ni mucho menos para demorar sine die la provisión de Sucesor, supeditándolo a una previa y eventual instauración oficial de la Regencia en España.

    Ley fundamental de nuestra Monarquía es que la designación de sucesor sea función del Rey, como ocurrió con Carlos II cuando se encontró sin sucesor directo; claro está que este poder no es arbitrario sino supeditado a la Constitución natural y auténtico interés de la Patria.

    El Rey, por tanto, puede delegarlo, y ese poder lo tiene hoy íntegro el Príncipe Regente.

    b) Que así entendida será funesta para el porvenir de la Comunión que es el porvenir de España:

    1.º Porque es de todo punto imposible contar con el aliento popular para establecer una institución que no inspira ni el respeto y sumisión de un rey ni el entusiasmo pasajero de otros regímenes. Para corroborarlo, vemos hoy cómo es totalmente ajena al pueblo español y aun al pueblo carlista, e ignorada de las clases directoras.

    2.º Porque, aun cuando por un imposible pudiera instaurarse con la colaboración, como se pretende, de todos los partidarios de la antigua Monarquía liberal, de militares y eclesiásticos de representación, es absolutamente evidente, que sólo podría desembocar en la proclamación del pretendiente Don Juan, con todas sus funestas consecuencias, porque:

    a) Quienes presentan un candidato concreto y conocido, de posible proclamación inmediata, si de la otra parte no se presenta a ninguno porque no sólo no se ha trabajado por buscarle sino que se ha derribado sistemáticamente todo apunte de solución, tienen en la mano todos los triunfos para lograr el éxito.

    b) Si a lo anterior se añade que entre esos elementos están representados todos los grandes intereses de la Banca y de la pseudoaristocracia liberal, y las gentes que escriben y los políticos de todos los tiempos, no es difícil predecir que una tal Regencia por su voluntad o a costa de ella, tiene que desembocar irremediablemente en aquella designación.

    3.º Es funesta, sobre todo, porque sumiría en la confusión a todos nuestros leales, favoreciendo todo género de escisiones y defecciones y llevando a todos los espíritus el desaliento y la apatía.

    4.º Por último, cuando acabe la guerra, sea cual fuere su resultado, el vencedor tratará de imponer su hegemonía que se traducirá, según los casos, o en un socialismo totalitario de Alemania o Rusia, o en una república liberal o monarquía masónica dependiente de Inglaterra.

    En cualquier caso sería imprescindible que para esa hora estuviera nuestra Patria regida por su auténtico Rey tradicional que podría conseguir hacerse respetar, lo que nunca se conseguiría mientras estemos al pairo con el actual sistema o con una Regencia provisional y heterogénea.


    Después de este cambio de puntos de vista las cosas siguieron, claro está, el rumbo prefijado. Han pasado dos años. Quizá hayan sido los definitivos para nuestra Causa y nuestra Patria.

    Pero nuestros humildes vaticinios, desgraciadamente, se han cumplido hasta ahora: no ha pasado nada. De vez en cuando la habilísima política de reunir colaboraciones para la Regencia nos traía optimismos momentáneos por la adhesión de un Cardenal Segura o un Duque de Alba, o esperanzas inmediatas por la adhesión de los generales o de la embajada yanqui…

    Todo quedó siempre en nada, como no podía por menos de suceder. Mientras tanto, la Comunión escindida, desorientada, abatida, atomizada y hasta tal punto ajena y desconocedora de todos estos manejos políticos y de nuestra actual situación, que puede decirse que el Carlismo no existe como partido organizado y coherente.

    No queremos usar de eufemismos y suavizar el estado de la situación, ni creemos, por otra parte, que debemos engañarnos mutuamente con éxitos imaginarios. Hoy, por desgracia, todo el mundo se da cuenta de esto: ni el Gobierno tiene en consideración a nuestras organizaciones, ni los grupos políticos nos conceden beligerancia…

    Suponemos que no lo conseguirán por ahora; pero lo que parece evidente es que en breve el triunfo definitivo será de estos sofistas o de los verdugos que vienen detrás, de cualquiera menos de nosotros. Porque según el viejo adagio filosófico, el operar –y el vencer–, se siguen del ser, y cuando hemos llegado a no ser nada como grupo, mal se puede esperar la más elevada forma de operar que es el saber triunfar.

    Solución a nuestro problema no hay más que una. No es una opinión ni una ocurrencia, es sencillamente, volver a ser como siempre fue el Carlismo. Posiciones claras y terminantes.

    Frente a la pretendida usurpación, frente a la desanimación de tantos espíritus que no ven horizonte, la clara y terminante proclamación del legítimo sucesor de Don Alfonso Carlos. Del Rey que nos una, nos aliente y nos dirija. Del Rey que abra una esperanza a los corazones y brinde a la Patria la clara solución concreta del Tradicionalismo.

    ¿Brotará con él un renovado entusiasmo en España que aúne todas las voluntades para su proclamación? Es muy posible que sí, téngase en cuenta que hoy no se ve más que el Franco-Falangismo de raíz germana, la monarquía liberal, desprestigiada y masónica, y el comunismo con sus crímenes y horrores. Sistemas todos harto y tristemente experimentados. De ahí la actual apatía o indiferencia. De la Regencia nadie sabe, ni puede saber, nada. Falta la solución auténticamente española, la del honor y la integridad, la de los requetés del 18 de Julio, que en tiempo no muy lejano miraba la gente con tanta simpatía.

    También es posible que no ocurra esto y continúe la noche negra de los tiempos de nuestra Patria. Pero aún en este caso se conseguiría que el Carlismo siguiera agrupado, que no se perdiese en el confusionismo de una monarquía pseudotradicional, o en el terror de una nueva fase socialista.

    ¿Que las dificultades son inmensas? Los sabemos, pero tenemos la suficiente fe en Dios y en lo que el Carlismo es para no creerlas insuperables. Si llega a prender el convencimiento de todo lo que con el corazón en la mano decimos, trabajando, gestionando incansablemente, sabiendo que estos son los momentos y que toda tardanza es una desgracia irreparable, creemos que con la ayuda de Él que todo lo puede, se conseguiría.

    En nuestra anterior entrevista apuntamos la solución de don Duarte. La creíamos factible, y ciertamente no nos ha desilusionado la afectuosa acogida que nos dispensó cuando tuvimos el honor de visitarlo a su paso por Madrid, y el interés que por España y el Carlismo nos demostró.

    Pero ésta no es más que una posible solución de la que en momento alguno podemos hacer bandera. Se interpretó mal nuestra pasada conversación con usted al decir que fuimos a proponer la candidatura de don Duarte.

    Aunque, particularmente, la juzgamos como la más eficaz y de futura gloria de España, nuestra tesis se cifra exclusivamente en la necesidad ineludible de proclamar cuanto antes un sucesor a nuestro vacante Trono en la persona de un Príncipe íntegramente tradicionalista, y en que el Regente S. A. R. Don Javier está a ella obligado, y no puede delegar en nadie.

    Y no perdemos nunca de vista la célebre y audaz frase de Aparisi en que hay tanta verdad como profundidad y amplitud de miras: «La cuestión carlista no es una cuestión española; es una cuestión europea. Es más, mucho más que una cuestión política; es una cuestión social y religiosa; de suerte que en nuestros aciertos o errores está interesado el mundo; y si es lícito usar una expresión atrevida, está interesado Dios mismo.»

    Vemos que por este camino todo se hunde, que no hay esperanza. Nos dirigimos a usted con la sencillez de quienes creen que para resolver las cosas basta con llevarlas al ánimo de quien puede hacerlo. Dicen que la experiencia le convence a uno de la ingenuidad de tal procedimiento, pero estamos seguros de que en el seno del Carlismo no tienen cabida los amargos desengaños, sino que se sirve siempre con la convicción de que en todos existe una enorme buena voluntad.

    Y así nos dirigimos a usted. El porvenir, ¿quién lo sabe? No se presenta muy halagüeño, pero desde luego creemos que en esta cuestión tan sencilla puede estar la clave de toda posible esperanza para la Comunión, para España y para el mundo.

    Y si todo hubiera de perderse, incluso la posibilidad de una futura restauración a través del Carlismo, que no se olvide que hubo quienes con todas sus fuerzas y con todo su corazón trataron de impedirlo.

    Mientras tanto mande como quiera a sus incondicionales y afectísimos amigos y subordinados q. e. s. m.,


    Rafael Gambra

    Ignacio Hernando de Larramendi

  5. #5
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    Re: Único error político de Fal Conde: la mala interpretación de la Regencia

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    ANEXO 4: Carta de Rafael Gambra a Melchor Ferrer.

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1946. Tomo VIII. Manuel de Santa Cruz. Sevilla. 1981. Páginas 115 – 120.



    Carta de D. Rafael Gambra a D. Melchor Ferrer

    Grande era el perjuicio que hacía a la Comunión Tradicionalista el transbordo ya declarado de Rodezno; era un gran impacto. Denunciarlo así, como hacía don Melchor, era verdad. Pero no era toda la verdad acerca de los males de la Comunión Tradicionalista. Había otros, y don Rafael Gambra sale con su carta, que vamos a transcribir, a decirle que sí, que tiene razón, pero que hay además otro mal, y más grave, que es la prolongación indefinida de la Regencia. Equivale, pues, esta carta, al epígrafe de otros tomos titulado “Sigue presente el anhelo de que Don Javier termine la Regencia”.




    “ Pamplona, 20 enero 1947.
    Sr. D. Melchor Ferrer.
    Sevilla.


    Distinguido amigo y correligionario: Llega a mis manos su extenso alegato contra el conde de Rodezno, en el que ha debido invertir mucho tiempo “en minúsculos rencores” (entre unos y otros) que creo es el sentido de la frase del propio Conde. Debo, ante todo, felicitarle por el valor indudable de firmar un tal documento impreso.

    No sé si usted recordará de mí. Allá hacia el 40 ó 41 estuve con otro amigo de Madrid en casa del señor Fal Conde para exponerle unas consideraciones doctrinales y prácticas que ahora le recordaré someramente, y que, si entonces se encaminaban a prevenir grandes males, hoy sólo servirán para lamentarlos. Antes de hablar con el Jefe Delegado tuvimos el gusto de hacerlo con usted.

    Comienzo por darle toda la razón en su crítica negativa de la vieja actitud del Conde. Efectivamente, este señor no ha visto nunca en el Carlismo más que algo “a extinguir” con el obligado reconocimiento del Príncipe D. Juan, del cual sería él mentor, y su posible proclamación oficial, de la cual él sería alma como representante de la “fuerza histórica” del Carlismo. Sin embargo, esta actitud es en él muy antigua, y, a pesar de ella y de su influencia, siguió el Carlismo viviendo y cobrando nuevo vigor y entusiasmo.

    Lo que ha puesto al Carlismo en muy pocos años en trance de disolución y muerte por acefalia, abatimiento y disgregación es otro error aún más peligroso por su apariencia de integridad, y nacido en el seno de sus mismas autoridades legítimas.

    Discute usted con el Conde la afirmación inserta en su carta de que el Príncipe Regente no recibió más facultades que la de dar solución a la cuestión sucesoria sin más tardanza que la necesaria, como, en efecto, se lee en el Documento de la Regencia. Y arguye usted, con mucha razón, que sus poderes se extendían también a regir a la Comunión en el interregno (lo que, por otra parte, no creo se negase en esa frase del Conde).

    Con esto pretende Rodezno, es cierto, que la Regencia sea simplemente un compás de espera hasta la firma de los acuerdos convencionales y teóricos que precedan a la aceptación del Príncipe “en quien concurren las posibilidades de reinar”. Y le aduce usted, muy oportunamente, la carta de Don Alfonso Carlos de 10 de marzo 1936, en que previene el peligro de entronizar a un Príncipe que no ofrezca garantía. Pero acto seguido introduce usted en los textos reales, y en la misión de la Regencia, una interpretación ajena al espíritu y a la letra de aquéllos, de mala doctrina tradicionalista, y mil veces más peligrosa que la vieja y sabida parcialidad del Conde.

    La Regencia es, en efecto, institución legítima y necesaria en casos como éste en que, si bien la ley actúa como a la muerte de los anteriores Reyes, no lo hace de modo para nosotros conocido, y es preciso un tiempo, y con él un interregno, para dilucidarlo. Pero, si es cierto que la Regencia es el medio legítimo de continuidad monárquica en casos como éste, no lo es, en cambio, que sea el medio de restauración monárquica como ustedes disimulada o abiertamente han interpretado.

    Es cierto que Don Alfonso Carlos dijo constituir la Regencia, bien para con el concurso de todos los españoles restaurar la Monarquía, bien para proclamar un Príncipe, etc. Pero esto quiere decir que la Regencia, durante su mandato, no habría de abandonar los intentos de triunfo ni las ocasiones de instaurarse oficialmente. Y, así también previno que la designación del sucesor se trataría de hacer sin más tardanza de la necesaria. De todo esto se deduce (y no es necesario deducir porque es de sobra sabido) que las funciones de la Regencia habían de ser tres: Primero, regir a la Comunión en el interregno; segundo, seguir procurando el triunfo; y tercero, dar solución a la cuestión sucesoria. Las dos primeras comunes a todo gobierno monárquico en el destierro, la tercera propia de la Regencia. Pero estas tres misiones son coexistentes, sin que ninguna deba supeditarse a la realización de la otra, ni menos a un hecho histórico y problemático. Sabido es que la Comunión se consideró siempre la España ortodoxa que a nadie cierra sus puertas y tiene, por tanto, la personalidad necesaria para resolver las cuestiones sucesorias y reconocer y proclamar a sus Monarcas.

    Esta doctrina de la necesidad del auxilio de las Cortes representativas para la proclamación del Príncipe y la necesidad de jurar ante ellas, es muy curiosa. Discutiría yo con usted, por ser la materia que me cae más de cerca, los medios, fases y períodos de transición que serían necesarios para lograr en España aquellas Universidades independientes y con personalidad que se destruyeron de un plumazo. Como ésta, todas las instituciones administrativas, sociales, docentes, necesitarían muy largos años para funcionar con la independencia y representación de antaño. ¿Imagina usted la inmoralidad inmensa a que daría lugar una repentina libertad administrativa en provincias y en municipios en que no queda ni resto de espíritu público ni responsabilidad colectiva? ¿Cree usted muy sencillo restaurar instituciones que vivieron de los años y de la general aceptación aquí donde apenas quedan más vestigios que nuestro recuerdo y añoranza?

    Pues bien, hasta que no existan, en gran parte al menos estas instituciones, no se podría pensar en convocar unas Cortes que no quisieran ser una bufonada más de estos tiempos. ¿Y hasta esa fecha quieren demorar ustedes la cuestión sucesoria? Además, las Cortes no tuvieron nunca un poder sobre las leyes sucesorias vigentes y promulgadas sino que sólo reconocieron y juraron a los Príncipes. Cabalmente es la institución monárquica, por su carácter personal, la única que puede ser restaurada de modo inmediato, y en ello se ha basado siempre nuestra doctrina de la necesidad “de un previo hecho político” en contra de las tesis de las organizaciones católicas de “ir haciendo una obra social de apostolado”. Por este mismo carácter personal, y por la imposibilidad de contar en un caso de restauración con efectivas instituciones que limiten el poder de alguna manera, es de vital importancia el que la persona del Príncipe ofrezca las mayores garantías y no bastaría una fórmula que es lo que podría ofrecer D. Juan.

    También me hace cierta gracia esa doctrina de demorar la resolución dinástica “hasta que se hayan agotado las posibilidades de restaurar oficialmente nuestras instituciones”. ¿De qué posibilidades se trata? ¿De las físicas? ¿De las metafísicas? Temo que no se acabarán nunca, y sobre todo a juicio de quien, al reconocerlo, tendría que publicar el fracaso más total y absoluto de su gestión.

    Los frutos de esta doctrina eran evidentes y fácilmente previsibles: la Regencia legitimista ni vino ni ha de venir nunca al poder. Porque los españoles podrían buscar en la Monarquía una estabilidad, paz y continuidad que la Regencia, de hecho, no ofrece. Para provisionalidades les basta con Franco que, por lo menos es un poder constituido que, bien o mal, mantiene el orden. La Regencia (de venir) lo haría mediante un acto de violencia siempre difícil y peligroso, vista la universal mala voluntad de quien o quienes nos gobiernan. Y si entonces, en una situación difícil y apremiante, nos ponemos a discutir la cuestión sucesoria con la representación extranjera de cada uno de los candidatos, no es difícil prever que la cosa terminaría como el rosario de la aurora si no es que el militar posible autor de esa situación se constituía sobre nuestro fracaso en un nuevo Caudillo. Esto lo ha visto en España todo el mundo. Y, efectivamente, la famosa Regencia perpetua ha dado el fruto de disgregar, dividir y desanimar a todos los carlistas excepto media docena que se viven una vida artificial hablando de supuestos Tercios y juventudes.

    La Regencia así concebida ha hecho este milagro. Después de ser el Carlismo en fecha cercana la única fuerza monárquica combatiente y una de las dos que concurrieron como tales a la guerra, sin haberse dejado de hablar de restauración, todas las posibilidades que se manejan son las ajenas y rebeldes al Carlismo. La situación oficial de éste es hoy totalmente desconocida en España y carece por completo de posibilidades de triunfo. Más aún, si Dios no lo remedia, ésta será la muerte del Carlismo, como Comunión política y como legitimidad al menos. Podrá quedar en la mente y en el corazón de muchos, pero sin organización ni dinastía.

    Ustedes responderán ante Dios y su conciencia de tan desatinada política. Personalmente no me considero responsable, ya que tras prevenir esto mismo hace más de seis años, me retiré a la vida privada, aunque siga reconociendo y trate de exculpar a nuestro Príncipe Regente (q. D. g.). De todo esto puede hacer uso, si gusta, ante el señor Fal Conde a quien le ruego salude en mi nombre.

    Cuente con el afecto y la devoción de su seguro servidor y amigo q. e. s. m.,

    R. Gambra
    ”, rubricado.

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