ANEXO 2: Carta de Rafael Gambra a Fal Conde, y comentarios a la misma de Manuel de Santa Cruz y del propio Rafael Gambra.
Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1941, Tomo III. Manuel de Santa Cruz. Sevilla. 1979. Páginas 40 – 49.
“DIOS
PATRIA
REY
Madrid, 7 de marzo de 1941
Excmo. Sr. D. Manuel Fal Conde. Sevilla
Nuestro distinguido amigo y respetado Jefe:
Lamentamos grandemente no haber podido hablar con usted más detenidamente en nuestra última visita debido a la premura del tiempo. Menos mal que al fin nos fue posible alcanzar el tren aquella misma tarde.
Nos dirigimos a Vd ahora por la presente para disculparnos de que nuestra conversación con el señor Acedo en su casa tomase en algún momento cierto tono agrio, pero, sobre todo, para hacerle presente, que las causas de ello en modo alguno partieron de nosotros. Es verdaderamente lamentable que dicho señor adoptase desde el primer momento una incomprensible actitud hostil, llegando después de exponerle nuestra actitud frente a la cuestión dinástica actual, a preguntarnos categóricamente si teníamos o no fe absoluta en Vd. y si estábamos o no con el Príncipe Regente y con Vd. Sin duda era su propósito (y el artificio es tan viejo que hasta recuerda a cierto pasaje del Evangelio), cortar toda discusión apoyándose, si afirmábamos, en esa fe ciega, y si negábamos, en una clara deslealtad por nuestra parte. Frente a una tan insólita actitud hubimos de tomarnos la libertad de observarle que fe ciega sólo se ha de tener en Dios –y aún ésta debe ser en lo posible consciente y fundamentada–; y que la fe y adhesión a los hombres nunca puede ser ni incondicional ni ciega, ni siquiera hacia el Rey, que sería para quien únicamente y como a tal podría pedirse un grado superior de adhesión. A este respecto le recordamos el caso de los integristas, que, si bien carecieron en aquel caso de razón, bien pudieron haberla tenido.
Junto a todas estas observaciones, creemos que necesarias, afirmamos allí nuestra adhesión hacia los legítimos representantes de la Comunión, acatamiento y fidelidad avalados por generaciones de lealtad, que, con toda su dignidad en algunos momentos, quizás valga más que otras actitudes más cortesanas pero menos nobles. Quizás llevados con exceso de nuestra sinceridad y frente al giro que daba al razonamiento, hubimos también de observarle que esa nuestra adhesión sería firme siempre que no pretendiera alguno como él transformar, o al menos presentar, a la Comunión Tradicionalista como el partido “falcondista” con todas las características de un partido personalista, en el que, probando una vez más la lealtad a la fe de nuestros mayores, jamás nos encontrarían.
Aclarada esta situación y a cubierto de posibles versiones con dañada intención, creemos apreciará Vd. la injusticia de dicho señor hacia quienes protestando de acatamiento y respeto hacia su persona, sólo pretendían exponerle una opinión que, si bien contradice a las que Vd. sostiene actualmente, sólo van animadas del sincero deseo de servir a nuestra Causa y a nuestra Patria, opinión que, a pesar de la humildad de quienes la defienden, pudiera suceder (y Dios no lo quiera) que, caso de desecharse, un mañana próximo le diera la razón.
Y en segundo lugar quisiéramos perpetuar ante Vd. por este escrito y en breves párrafos, esa nuestra posición frente al asunto debatido y las causas y razones de ella:
Creemos en la absoluta y urgentísima necesidad de nombrar un sucesor a S. M. Don Alfonso Carlos por las causas y para los fines siguientes que, en modo alguno, puede llenar la actual Regencia:
1.º) Para que cogiendo con nuevos bríos la bandera de la Tradición, una en torno a sí a los hoy dispersos miembros de esta heroica Comunión, en la que se observan hoy signos fatales de desaliento y desmembración que no sólo podrían acarrear su decadencia sino su muerte, y con ella la de España.
2.º) Para abrir una esperanza y un horizonte de solución inmediata a la nación, sacándola de la desorientación general, y a nosotros mismos del desaliento que nos produce la falta de esperanza fundada de triunfo, fruto natural de un inexplicable interregno ya sin razón de ser.
3.º) Para cumplir con el deber señalado en el documento de la Regencia de Don Alfonso Carlos, en el que la instituye con la obligación de nombrar sucesor “sin más tardanza que la necesaria”.
4.º) Para aprovechar una suprema crisis en nuestra Patria y una ocasión de triunfo quizás única en que un Rey verdaderamente tradicionalista y entusiasta podría sumar todos los nobles anhelos del pueblo español.
5.º) Para cortar la disidencia cada vez más acentuada y grave de ciertos elementos nuestros hacia una solución positivamente antitradicionalista y funesta para la Patria como sería la del Príncipe D. Juan, a la que con esta indecisa actitud de Regencia parece que damos pábulo.
6.º) Para evitar que una tal restauración en dicha persona traiga tras unos posibles años de paz y relativo bienestar material, la muerte de nuestra secular rebeldía y con ella la de toda esperanza de restauración del orden católico y nacional que representamos y, en fin, de la Patria misma.
7.º) Para que a la hora de la paz en el mundo, que quizás tarde más de lo que muchos creen, tengamos en nuestra Patria una Monarquía católica y típicamente nacional que puede hacerse respetar del vencedor sin haber sido instrumento suyo, y podamos ofrecer a aquella sociedad destrozada el tesoro espiritual de nuestra tradiciones católicas y del orden universal que representan para que vea en ello el único cimiento firme en que edificar el futuro edificio social.
8.º) Para que si, apurados todos los infortunios, se dirigieran los rumbos de España hacia su propia perdición, podamos mirar con la frente alta sin tener la menor parte de responsabilidad como hasta aquí, habiendo presentado una línea de conducta nítida de lealtad hacia un rey tradicional y legítimo con el cual hayamos caminado en el tiempo de desgracia en la Patria sin arriar su bandera. Sin haber dejado de brindar nuestra solución a España en los momentos críticos, y sin haber buscado en una política de soluciones eclécticas o indecisas, más propia de británicos que de carlistas españoles, una actitud que quizás pueda entrañar la inconsciente muerte del Carlismo.
Este es, en fin, el motivo que nos mueve a dirigirle nuestras pasadas palabras y nuestras actuales líneas: que si por desgracia estuviésemos en las postrimerías de una santa y secular resistencia nacional contra el espíritu de la Revolución como ha sido el Carlismo español, a cuya Causa tantos han ofrendado su vida y hacienda, que en esta tremenda responsabilidad no nos quepa personalmente participación, ya que hicimos lo que estuvo en nuestras manos por evitarlo.
Y para ello sólo se precisaría una cosa: abandonar esa fatal tendencia que desde antes de la guerra se observa en la Comunión y que consiste en hacer siempre, frente a la cuestión sucesoria, una labor negativa: ver y ponderar en cada posible Sucesor los inconvenientes, las dificultades, en vez de ponerse con sincera voluntad de solución a apreciar las posibilidades y gestionar su consecución pese a todas las dificultades, y dedicar todos los esfuerzos a justificar por medio de endebles argumentos legales e históricos un estado de Regencia indefinida que se contradice con la más elemental visión de las necesidades actuales y que nadie justifica ni aplaude ya ni apoya.
Buenas razones, que le agradecemos, tuvo a bien darnos en apoyo de su tesis. Vd. juzgará si con alguna quedan destruidas estas apremiantes realidades de una actualidad que quizás dentro de unos años miremos como la segunda gran ocasión desaprovechada para un verdadero y total triunfo.
Y nada más. Hemos cambiado impresiones con F. Elías de Tejada, quien cumpliendo órdenes suyas, y con nuestra ayuda, va a empezar la organización de los círculos de estudio especializados. Procuraremos informarlos del mejor espíritu y de la más sana orientación, y evitaremos tocar la cuestión sucesoria, ya que nuestra opinión al respecto no es la de Vd. Pero también sin tratar de justificar ni hacer una apología de la Regencia, lo que chocaría con nuestras convicciones y nos haría responsables de lo que por ella fatalmente sucederá si no se evita a tiempo.
Afectuosos saludos al señor Ferrer y a J. J. Moreno Berraquero, y quedan a sus órdenes sus afmos. s.s.q.e.s.m.
Rafael Gambra
Fernando Ortiz.”
Comentarios: El “Falcondismo” y la adhesión incondicional.
En los primeros párrafos, que pueden parecer accidentales al fin de la carta, pero que no lo son del todo, y desde luego no dejan de ser importantes e interesantes, se toca la cuestión de la fe absoluta en el jefe y como versión concreta de ella, lo que se ha llamado en polémicas internas del Carlismo, el “Falcondismo”. Los agentes de Franco usaban esta palabra con tono peyorativo para hacer creer que el Carlismo era una organización distinta de la de Fal y amiga suya. Al cesar en la Jefatura Delegada, Fal Conde envió una carta circular de despedida a los principales carlistas (16-8-1955). Hacia el final de la misma escribe: “Del Rey abajo, en el Carlismo los hombres no cuentan, no contamos. El “falcondismo” no ha existido más que en la malévola imaginación de nuestros irreconciliables enemigos.”
La proximidad de la guerra, en la que el mando único es un axioma; el estilo del caudillaje en boga por Europa: Führer, Duce, Conducator, Caudillo, análogo, en la propia España; todo esto impregnaba el ambiente y nada de particular tiene que la Comunión Tradicionalista se contagiara a su vez involuntariamente de ese ambiente personalista y dictatorial tan contradictorio y paradójico con su ser.
Además de esto, otras dos circunstancias concurrían a producir una exaltación exagerada de la figura del Jefe Delegado: una, que la necesidad psicológica de las masas, y de muchas personas fuera de ellas, de contar con una idea-fuerza, no se podía satisfacer con la figura del Rey de la barba florida, y en su ausencia, buena era la figura de Fal Conde. Otra, que Fal Conde había llegado a simbolizar mejor que nadie la resistencia a Franco, que le había perseguido cruelmente sin conseguir ni doblegarle ni sobornarle. Vázquez de Mella había dicho que en política los aplausos son siempre “contra alguien”, y no cabe duda de que los aplausos a Fal Conde eran en buena parte contra Franco. Todo esto sin contar los indiscutibles y enormes méritos de Fal, a la sazón sin contrapartida de deméritos.
Algo parecido a lo dicho del posible culto a la personalidad, del “Falcondismo”, cabría decir de uno de sus ingredientes, la incondicionalidad, exigida por el señor Acedo a los autores de la carta.
Eso de la “adhesión incondicional”, importado de la Europa ocupada por el nazifascismo, se había hecho también en España un tópico e inundaba la literatura oficial, además de la falangista, donde campeaba por derecho propio (1).
Terminaré el comentario de este primer aspecto de la carta de Gambra y Ortiz a Fal, señalando que el señor Acedo se pasó a las filas de D. Juan de Borbón cuando lo hizo Arauz de Robles, en 1957. Probablemente hacía mucho tiempo que su fe en la Causa había dejado de ser “absoluta, inquebrantable e incondicional”.
* * *
Llegado al comentario del núcleo de esta carta, el propio don Rafael Gambra, me aporta la siguiente versión, vista desde el presente, del sentido y conexiones del mismo:
“Se trata de una reiteración de la que, en nombre de los “Centros de Orientación Tradicionalista”, dirigí a Fal Conde el año anterior, carta que apareció recogida en el tomo precedente (1940) de esta obra en su página 83. Una y otra carta se relacionan estrechamente con la opinión sostenida por don Luis Hernando de Larramendi el 27 de mayo de 1940 en la reunión convocada por Fal Conde para dar respuesta a una carta de D. Juan de Borbón y Battemberg (véase en el mismo tomo precedente –1940–, páginas 26 y 27). En el fondo de todo ello se debate una cuestión vital para el Carlismo en aquella ocasión, y que habría de tener largas consecuencias e inesperadas vicisitudes en la posteridad.
Larramendi había sido el redactor del Real Decreto de Don Alfonso Carlos estableciendo la Regencia (1936), precioso documento con el que se abre esta obra (tomo I, pág. 13). No era, por ello mismo, sospechoso de parcialidad sobre la legitimidad de esa institución, como se comenta en el tomo II, página 82. Para él, sin embargo, la Regencia era sólo un instrumento de continuidad monárquica aplicable en casos de ausencia, minoridad, etc., del Rey, y también en ocasión como la que se presentaba al Carlismo –es decir, a la legitimidad española– en aquellos días: la previsión cercana –por su edad– del fallecimiento del rey sin que fuera conocida (por su complicada dilucidación) la persona de su Sucesor. La Regencia prolongaba así jurídicamente la vida del Rey hasta dar solución legal a su sucesión. Pero ésta habría de ser inmediata, sin otro límite que el de su posibilidad práctica. Así lo manifestaba el documento institucional al establecer como deber primordial del Regente “proveer sin más tardanza que la necesaria a la sucesión legítima de mi dinastía”.
La muerte de Don Alfonso Carlos a los dos meses de comenzada la Cruzada y el posterior alejamiento del Príncipe Regente Don Javier de Borbón-Parma con ocasión de la Guerra Mundial, no propiciaban, ciertamente, la rapidez en la provisión de Sucesor, y en estas lamentables circunstancias ha de verse la principal tragedia del carlismo contemporáneo, coincidente cronológicamente con sus grandes victorias en los campos de batalla y su notable contribución a la Victoria Nacional.
Sin embargo, en el seno de la autoridad oficial del Carlismo durante aquellos años fue surgiendo una teoría nueva y distinta de lo que era la Regencia y del papel que estaba llamada a desempeñar. A esto se refería Larramendi durante el debate para una respuesta oficial a la carta de D. Juan de Borbón: tras de declarar improcedente tal respuesta oficial, puesto que “sería ineficaz para la exclusión de D. Juan y, lejos de tener utilidad práctica, prolongaría la subversión del diálogo entre el derecho y la usurpación, y hasta de que la usurpación interpele y recrimine a la Legitimidad”, alude a la “indicación (contenida en ese proyecto de respuesta) del procedimiento para llegar a la Monarquía, que es por demás de mala doctrina antitradicionalista” (tomo II, 1940, pág. 27).
Ese procedimiento coincidía precisamente con la nueva interpretación que, más o menos claramente, se estaba dando a la Regencia al considerarla, no meramente como un medio de emergencia para la continuidad monárquica, sino como el medio normal y legítimo para la instauración de la Monarquía en España. Esto otorgaba a la Regencia un cometido restaurador nacional y una permanencia indefinida hasta tal eventualidad, por completo ajenos al espíritu con que se estableció la Regencia y, según Larramendi, a la recta doctrina tradicionalista.
Para ésta, el Rey reconocido por los carlistas no lo es de un grupo o Comunión, sino de todos los españoles –aun de quienes lo ignoran o no lo reconocen–: es Rey en el destierro, como la Comunión Tradicionalista es la España leal a su legítimo soberano. La sucesión, por lo tanto, es automática y nace del derecho sucesorio vigente, sin que intervenga en ella acuerdo popular alguno, y, menos aún, el de los grupos o partidos hostiles a esa Legitimidad. Para esta nueva teoría de la Regencia habría de ser ésta “instrumento de restauración”. Proclamada oficialmente en España, discutiría, como de cuestión abierta, sobre la designación de Sucesor. Incluso se brindaba como solución “nacional” al General Franco para que hiciera suya esta institución. (Véase en el tomo anterior –1940, pág. 7–, el documento oficial “Fijación de Orientaciones”, en el que, más o menos claramente, se expone esta concepción.)
En las cartas que comentamos y en la objeción de Larramendi se hacer ver, sobre las razones teóricas y legales que se oponen a esta interpretación y “táctica”, que tal contingencia (la instauración oficial de la Regencia) probablemente no llegaría jamás, que si llegase aprovecharía a la candidatura de D. Juan, única persona real conocida, y que con esa dilación sine die se iniciaría y consumiría la descomposición interna del Carlismo.
Los hechos han confirmado el primero y el tercero de estos temores; el segundo era condicional, y no se ha dado el caso. El dictamen de Larramendi sobre la cuestión sucesoria era favorable a Don Duarte Nuño de Braganza, rey legítimo de Portugal para los integralistas portugueses, simétricos a los carlistas en estos reinos. Era un dictamen de posibilidades históricas brillantísimas, pero no exento de aspectos objetables en su desarrollo jurídico. Sin embargo, por estos años –1941-42– un joven que hubiera sido una gran cabeza del Tradicionalismo de no haber muerto en plena juventud –Fernando Polo– empezaba a escribir un libro de profunda erudición histórica sobre la cuestión dinástica, libro cuya tesis era que, excluida la rama dinástica alfonsina como rebelde a la Legitimidad, recaerían los derechos sucesorios en el propio Don Javier de Borbón-Parma. Coincide este dictamen con el deseo de Don Alfonso Carlos expresado en carta a aquél, fecha 10 de marzo de 1936: “Esta Regencia no debe privarte de ningún modo de un eventual derecho a mi sucesión, lo que sería mi ideal, por la plena confianza que tengo en ti, mi querido Javier, que serías el salvador de España” (reproducida en tomo II, pág. 35).
Este libro no fue acogido ni publicado por la Comunión Tradicionalista hasta 1949, muerto ya su ilustre autor el 10 de marzo de 1949, a los veintiséis años de edad. Cuando las posibilidades de la Regencia “como fórmula de instauración monárquica” se vieron agotadas, la Comunión Tradicionalista se “reenganchó” a su primitivo deber de cumplir el testamento de Don Alfonso Carlos, y publicó la primera edición de este libro bajo el título “¿Quién es el Rey?”
A partir de ese momento, y como veremos en su día, se presionó constantemente sobre Don Javier para que aceptase la Sucesión de la Monarquía Legítima Española. Las vacilaciones y escrúpulos que caracterizaron a este Príncipe dilataron varios años más, sobre los ya perdidos, la provisión a la sucesión legítima. Cuando ésta llegó, dimitido Fal Conde de la Jefatura Delegada, se inició una inoportunísima política de acercamiento a un Régimen (el de Franco) caduco ya, en gran parte por sus propios vicios políticos. Y después, abdicando Don Javier en su primogénito Don Hugo, advino la impensable veleidad socialista de este príncipe.
Resulta fácil pensar que para este desenlace cualquier otra solución hubiera sido mejor, incluso la Regencia indefinida. Señalemos, sin embargo, que la otra solución dinástica sostenida incluso dentro del tradicionalismo –la entonces representada por D. Juan de Borbón– no hubiera sido menos catastrófica. Entre una y otra desgracia media, sin embargo, la diferencia de que la segunda era previsible, al paso que para prever la primera hubieran sido necesarias dotes proféticas. En cuanto a la tesis de la Regencia como “fórmula nacional”, es obvio que había ya dado todos sus frutos y que cualquier hipotética viabilidad había ya terminado. Lo que resulta claro es que la “fórmula de la Regencia” retrasó en más de una década los intentos serios para hallar una solución dinástica. ¡Quién sabe si, sin ella, se hubiera logrado separar a Don Javier de su empeño bélico con los aliados en la Guerra Mundial para interesarlo seriamente en la Causa española, y si, en consecuencia, hubiera educado a su primogénito en la fe histórica de sus antepasados!
Pero de futuribles no hay que disputar. La Providencia teje y desteje para nuestro bien o para nuestro castigo, y a nosotros sólo nos cabe el cumplimiento del deber de cada día, por encima de fantasías y oportunismos.”
(1) De cuánto repugnaba a la naturaleza carlista y católica es exponente la anécdota siguiente:
Un grupo de personas hacía tertulia en la residencia del arzobispo de Sión y Vicario General Castrense, don Luis Alonso Muñoyerro. Entre ellas estaban el general don Carmelo Medrano Ezquerra y el coronel don José Sanz de Diego, héroe del 10 de agosto de 1932, defensor del Alcázar y comandante del Tercio del mismo nombre, muy popular por su carlismo y su piedad. Medrano era conocido por su participación en el Alzamiento de Melilla y por su franquismo delirante. La conversación se deslizó hacia críticas de la situación política. Medrano ponía cara larga y el ambiente se enrarecía. Sanz de Diego, con la sencillez y libertad de los santos, no se recataba; hasta que Medrano le dijo con reticencia:
– Coronel, yo no dudo de que usted es incondicional del Generalísimo.
Esta invectiva produjo unos segundos de silencio y expectación.
– Pues no lo crea, mi general –replicó con calma cachazuda Sanz de Diego–. Yo no soy incondicional más que de Nuestro Señor Jesucristo, y de ahí para abajo, una adhesión incondicional mía a cualquier hombre, atentaría a mi dignidad humana.
Aclararé, para valorar correctamente tan preciosa respuesta, que a la sazón el concepto de dignidad humana no había alcanzado la divulgación hasta la chabacanería que después ha tenido.
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