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Tema: La familia patriarcal en la Historia (Christopher Dawson)

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    La familia patriarcal en la Historia (Christopher Dawson)

    LA FAMILIA PATRIARCAL EN LA HISTORIA

    Christopher Dawson, Dinámica de la Historia universal, Ediciones Rialp, 1961, pp. 122-129.



    El concepto tradicional de la familia se funda en una concepción de la Historia algo cándida y parcial. En tiempos pasados, el conocimiento de las épocas anteriores se confinaba a la historia de la civilización clásica y a la de los judíos, en los que la familia patriarcal reinaba sin disputa. Pero cuando el horizonte europeo se ensanchó a consecuencia de los descubrimientos geográficos de los tiempos modernos, los hombres se apercibieron súbitamente de la existencia de sociedades cuya organización social era absolutamente diferente a todo lo que habían imaginado. El hallazgo del totemismo, la exogamia, las instituciones matrilineares, la poliandria y la libertad sexual organizada fue causa de que se formulara un número de nuevas teorías relacionadas con los orígenes del matrimonio y de la familia. Bajo la influencia de la filosofía evolutiva prevaleciente, los eruditos, como Lewis Morgan, abordaron la teoría de la evolución gradual de la familia desde el punto de vista de la promiscuidad sexual primitiva en todas sus fases, desde los enlaces matrimoniales colectivos y el aparejamiento temporal, hasta las formas superiores de matrimonio monógamo y patriarcal tal y como existen en las civilizaciones avanzadas. Naturalmente, esa teoría fue privativa de los socialistas. Recibió el consenso oficial de los jefes del socialismo alemán a fines del siglo XIX, y su importancia, para el pensamiento ortodoxo socialista, es similar a la de la interpretación marxista de la Historia. El mundo científico no la aceptó jamás de una forma definitiva y hoy día ha sido, por lo general, abandonada, aunque todavía cuente con algunos defensores entre los antropólogos; en Inglaterra, E. S. Hartland y el Dr. Briffault, cuya vasta obra The Mothers (3 vols., 1927), está enteramente consagrada a esta cuestión. Según Briffault, la sociedad primitiva era totalmente matriarcal en su organización, y el grupo familiar primitivo consistía solamente de una mujer y su descendencia. La asociación sexual prolongada, tal y como la encontramos en todas las formas existentes de matrimonio, excepto en Rusia, no es natural ni primitiva, y no se practica en la sociedad matriarcal. La unidad social original no era la familia, sino el clan, que se basaba en la estructura matrilinear y estaba sujeto al reparto común por lo que a las relaciones económicas y sexuales se refiere. La familia según, la entendemos nosotros no tiene nada que ver con la cuestión sexual o biológica, puesto que es una institución económica que debe su existencia a la importancia adquirida por la propiedad privada y a la consiguiente dominación que los hombres ejercen sobre las mujeres. Así, pues, no es «más que un eufemismo que explica la situación del varón individualista y de los subordinados que de él dependen.»

    Pero a pesar de esa lógica coherente y de la existencia indudable de las instituciones matrilineares en la sociedad primitiva, esa teoría no se ha visto sancionada por las investigaciones más recientes. La tendencia definida de la antropología moderna es la de desacreditar los antiguos conceptos de la promiscuidad primitiva y el comunismo sexual, subrayando al propio tiempo la importancia y universalidad del matrimonio. Tanto si la organización social es matrilinear o patrilinear, como si la moralidad es estricta o relajada, la norma universal de toda sociedad conocida es la de que la mujer se case con un solo varón antes de concebir hijos. La importancia de esa norma fue mostrada por el Dr. Malinowski. «El postulado universal de legitimidad —dice— tiene un significado sociológico cuyo valor no todavía ha sido suficientemente reconocido. Significa que en todas las sociedades humanas la tradición moral y la ley decretan que el grupo formado por una mujer y su descendencia no representa, sociológicamente, una unidad completa. También en este caso el mecanismo cultural funciona de la misma forma que lo hace la naturaleza al entregarnos sus dones: es decir, exige que la familia humana se componga de un macho y una hembra»1.

    Es imposible dar de lado el concepto de familia, para buscar un estado social en el que las relaciones sexuales se mantengan en su fase presocial, pues la regulación de las relaciones sociales es el requisito previo esencial de cualquier clase de cultura. La familia no es un producto cultural, es, como demuestra Malinowski, «el punto de partida de toda organización humana y "la cuna de las culturas nacientes"». Ni el sentido paternal ni el sexual son exclusivamente humanos. Existen igualmente entre los animales, y solamente adquieren significación cultural cuando su función biológica pura es compensada por una relación social permanente. El matrimonio es la consagración social de las funciones biológicas, con lo que las actividades instintivas del sexo y de la paternidad quedan socializadas y se da origen a una nueva síntesis de elementos culturales y naturales que adoptan la forma de la familia. Esa síntesis se diferencia de las condiciones existentes en el mundo animal en que el individuo no tiene derecho a obedecer a sus instintos sexuales fuera de la asociación impuesta, es decir, está obligado a satisfacerlos de acuerdo con una norma establecida. La falta absoluta de contención, que se creyó erróneamente ser un aspecto característico de la vida salvaje, no es más que un mito romántico. En todas las sociedades primitivas se regulan las relaciones sexuales mediante un complejo y concienzudo de restricciones, cuya infracción no significa meramente una violación de la ley tribal, sino también una acción moralmente censurable. Esas normas tienen su origen en el temor al incesto, crimen fundamental contra la familia, puesto que conduce a la desorganización de los instintos familiares y a la destrucción de la autoridad familiar. No es necesario insistir sobre las importantes consecuencias del incesto, tanto en la psicología individual como en la social, ya que constituye la tesis fundamental de Freud y su escuela. Infortunadamente, cuando éste aborda el asunto desde el punto de vista histórico —en Totem y Tabu— invierte la verdadera relación, y deriva la estructura sociológica de un complejo psicológico previamente existente, en lugar de hacerlo a la inversa. En realidad, como el Dr. Malinowski demuestra, la represión fundamental que se encuentra en las raíces de toda vida social no es el recuerdo reprimido de un crimen instintivo (Freud, en su tragedia prehistórica de Edipo), sino la represión deliberadamente constructiva de los impulsos antisociales. «Los comienzos de la cultura implican la represión de los instintos, y todos los elementos esenciales del complejo de Edipo, o de cualquier otro complejo, son productos de aquélla en la formación gradual de la cultura»2.

    La institución de la familia produce, inevitablemente, una tensión social, que si bien es creadora también es dolorosa. Pues la cultura humana no es instintiva, sino que ha de adquirirse en virtud de un esfuerzo moral continuo que implica la represión del instinto natural y la subordinación y sacrificio del impulso individual a la finalidad social. El error fundamental del hedonista moderno es el de suponer que el hombre es capaz de renunciar a todo esfuerzo moral y de rechazar toda represión y disciplina espiritual, conservando, sin embargo, sus logros culturales. La Historia es una prueba palpable de que cuanto mayores son los triunfos de una cultura mayor será el esfuerzo moral y más estricta la disciplina que éste exige. El tipo antiguo de sociedad matrilinear, aunque de ningún modo exento de disciplina moral, requiere menos esfuerzo de represión y es compatible con un comportamiento sexual bastante más laxo que el de las sociedades patriarcales. Pero, al mismo tiempo, es incapaz de llevar a cabo grandes empresas culturales y de adaptarse a circunstancias variables. Sus movimientos se ven entorpecidos por el complicado y fastidioso mecanismo de sus hábitos tribales.

    La familia patriarcal, por el contrario, exige mucho más de la naturaleza humana. Exige castidad y espíritu de sacrificio por parte de la mujer, y obediencia y disciplina por la de los hijos, y el propio padre debe asumir una pesada carga de responsabilidad y subordinar sus sentimientos personales a los intereses de la tradición familiar. Pero por estas mismas razones, la familia patriarcal es un órgano mucho más eficaz de vida cultural. No se limita a la práctica de las funciones sexuales y procreadoras, sino que constituye el principio dinámico de la sociedad y la fuente de continuidad social. Por ello también, adquiere un carácter religioso que no existe en las sociedades matrilineares y que se manifiesta por el culto al hogar familiar o al fuego sagrado y las ceremonias de la religión ancestral. La idea básica del matrimonio ya no es, pues, la satisfacción del apetito sexual, sino, como decía Platón: «La necesidad que todo hombre siente de aferrarse a la vida eterna de la naturaleza en función de los hijos de sus hijos, que venerarán a los dioses en su lugar»3.

    Esa exaltación religiosa de la familia influye profundamente en la actitud del hombre ante el matrimonio y en el aspecto sexual de la vida en general. No se limita, como a menudo se supone, a la idealización del varón posesivo en su capacidad de padre y cabeza de familia, sino que transforma igualmente el concepto sobre la mujer. La familia patriarcal fue la creadora de esos ideales espirituales de maternidad y virginidad que han influido tan profundamente en el desarrollo moral de la cultura. No cabe duda que la deificación de la maternidad por la adoración de la Diosa Madre tuvo origen en las antiguas sociedades matrilineares. Pero la Diosa Madre primitiva era una deidad barbárica y formidable que personificaba la fecundidad despiadada de la naturaleza, y los ritos que a ella se dedicaban iban usualmente acompañados del libertinaje y la crueldad. Fue la cultura patriarcal la que transformó a esa siniestra diosa en las graciosas figuras de Deméter, Persefone y Afrodita, y la que creó esos tipos de virginidad divina como Atenea, la que da sabios consejos, y Artemisa, la protectora de la juventud.

    De hecho, la sociedad patriarcal fue la que dio vida a esas ideas morales que penetraron tan profundamente en la civilización y que hoy forman parte integral de nuestro pensamiento. No sólo los conceptos de piedad y castidad, sino también los de honor y decencia, se derivan de la misma fuente, de forma que aun cuando la familia patriarcal ha desaparecido, seguimos conservando la tradición moral que ella creó4. En consecuencia, observamos que todas las civilizaciones que en el mundo han existido, desde Europa a China, se fundan en la tradición de la familia patriarcal. A ella deben el vigor social que les permitió prevalecer sobre otras culturas de tipo matrilinear, que, lo mismo en Europa que en Asia occidental, en Clima que en India, habían precedido a las grandes culturas clásicas. Aún más, es un hecho demostrado que la estabilidad de estas últimas se debió en gran manera a la conservación del ideal patriarcal. Una civilización como la de China, en la que la familia patriarcal siguió siendo la piedra angular de la sociedad y el fundamento de su religión y de su ética, pudo mantener sus tradiciones culturales durante más de 2.000 años sin perder su vitalidad. Sin embargo, en las culturas clásicas del mundo mediterráneo el caso no es el mismo. En ellas la familia patriarcal no supo adaptarse a las condiciones urbanas de la civilización helénica y, por consiguiente, la cultura perdió totalmente su estabilidad. Las condiciones de vida, tanto en la ciudad estatal griega como en el imperio romano, favorecían al hombre sin familia, quien podía consagrar todas sus energías a las obligaciones y placeres de la vida pública. Se impuso la norma de los matrimonios tardíos y de las familias reducidas, y los hombres satisfacían sus instintos sexuales mediante la homosexualidad o las relaciones con esclavas y prostitutas. Esa aversión al matrimonio y la reducción deliberada de la familia mediante la práctica del infanticidio y del aborto fueron indudablemente las causas principales de la decadencia de la antigua Grecia, como Polibio indicó en el siglo II antes de Jesucristo5. Y los mismos factores se manifestaron con igual actividad en el imperio, donde la clase ciudadana era extraordinariamente estéril y no se reproducía naturalmente en su medio, sino por la introducción incesante de elementos extraños, que, sobre todo, procedían de la clase de los siervos. Así, pues, el mundo antiguo perdió sus raíces tanto en la familia como en el país, lo que naturalmente fue causa de un marchitamiento prematuro.

    La reconstitución de la civilización Occidental se debió al advenimiento del cristianismo y al restablecimiento de la familia sobre una nueva base. Aunque el ideal cristiano de familia debe mucho a la tradición patriarcal y encontró su justa expresión en el Antiguo Testamento, fue, en muchos aspectos, una nueva creación que difería esencialmente de todo cuanto había existido con anterioridad. Mientras que la familia patriarcal era en su forma original una institución aristocrática y el privilegio de una raza dominadora o de la clase patricia, la familia cristiana era común a todas las clases, incluso a la de los esclavos6. Todavía fue más importante el hecho de que la Iglesia insistiera por primera vez en el carácter mutuo y bilateral de las obligaciones sexuales. El marido pertenece a la mujer con la misma exclusividad que la mujer al marido. Las relaciones del matrimonio eran así más personales e individuales que las del sistema patriarcal. La familia dejó de ser un miembro subsidiario de una unidad superior, la casta o el clan, para convertirse en una unidad autónoma y de contenido propio que no debía nada a ningún poder excepto a sí misma.

    Es precisamente ese carácter de exclusividad y estricta obligación mutua el que constituye el blanco de los críticos modernos de la moralidad cristiana. Pero, a despecho de lo que se pueda pensar, no cabe negar que el matrimonio monógamo e indisoluble, resultante de aquellas disposiciones, es el fundamento de la sociedad europea y el regulador del desarrollo completo de nuestra civilización. Indudablemente ello implica un esfuerzo considerable de represión y disciplina, pero sus mantenedores afirman que su existencia ha hecho posible la coronación de una empresa que de otro modo jamás hubiera sido realizada, dada la laxitud de las condiciones que imponían las sociedades matrilineares o la poligamia. No encontramos una justificación histórica para la afirmación de Bertrand Russell de que la actitud cristiana con respecto al matrimonio ha causado efectos embrutecedores en las relaciones sexuales y ha hecho descender a la mujer a un nivel inferior al que tenía en la civilización antigua: por el contrario, gracias al matrimonio las mujeres participan mucho más activamente en la vida social y ejercen mayor influencia en la civilización europea que en las sociedades helénicas y orientales. Y ello se debe, en parte, a esos mismos ideales de ascetismo y castidad que Bertrand Russell considera como el origen de todos los conflictos. Pues en una civilización católica el ideal patriarcal se compensa con el ideal de virginidad. La familia, pese a su importancia, no controla la total existencia de sus miembros. El aspecto espiritual de la vida pertenece a una sociedad espiritual en la que toda la autoridad se reserva a una clase célibe. Así, pues, la relación sexual queda superada en uno de los aspectos esenciales de la vida, y marido y mujer se encuentran en un mismo plano. Creo que esa es la razón principal por la que el elemento femenino encuentra su expresión más profunda en la cultura católica y por la que, incluso hoy día, la rebelión femenina contra las restricciones que impone la vida familiar se acusa mucho menos en la sociedad católica que en cualquier otra.

    En la Europa protestante, por otra parte, la Reforma acentúa la importancia del elemento masculino en la familia, al abandonar el ideal de virginidad y al destruir el monasticismo y la autoridad independiente de la Iglesia. El espíritu puritano, nutriéndose de las tradiciones del Antiguo Testamento, creó un nuevo patriarcalismo e hizo de la familia tanto la base religiosa como social de la sociedad. La civilización perdió su carácter comunal y público para convertirse en privada y doméstica. Y, sin embargo, en virtud de un curioso capricho del desenvolvimiento histórico, esa misma sociedad puritana y patriarcal fue la que dio vida al nuevo orden económico y la que ahora amenaza con la destrucción de la familia. El industrialismo no creció en los centros culturales urbanos del Continente, sino en los más remotos distritos de la Inglaterra rural, en los hogares de tejedores y artesanos no conformistas. La nueva sociedad industrial estaba totalmente desprovista del espíritu comunal y de las tradiciones cívicas que habían caracterizado a la ciudad antigua y medieval. Su interés era solamente el producir riqueza, y cedía la resolución de los restantes aspectos de la vida a la iniciativa privada. Aunque la antigua cultura rural, basada en el hogar como unidad económica independiente, comenzaba a desaparecer para siempre, el «ethos» estricto de la familia puritana siguió rigiendo las vidas de los hombres.

    Ello explica las anomalías del período victoriano, tanto en Inglaterra como en América. Fue esencialmente una época de transición. La sociedad había entrado en una fase de industrialismo urbano intenso, aunque continuara fiel a los ideales patriarcales de la vieja tradición puritana. Tanto la moralidad puritana como la economía industrial masiva fueron movimientos excesivos y parciales, y cuando ambos convergieron en aquella sociedad produjeron inevitablemente una situación imposible.

    Por consiguiente, el problema con que hoy nos enfrentamos no se debe realmente a la rebelión intelectual contra la moralidad tradicionalmente cristiana, sino a las contradicciones inherentes a un estado anormal de la cultura. La tendencia natural de la sociedad —que se percibe con mayor claridad en América que en Inglaterra— es la de abandonar la tradición puritana y entregarse pasivamente a la maquinaria de la moderna vida cosmopolita. Pero ésa no es la solución. Ello conduce meramente a la demolición de la antigua estructura social y a la pérdida de los cánones tradicionales de moralidad, sin que se cree nada que pueda sustituirlos. Al igual que ocurrió durante la decadencia del mundo antiguo, la familia va perdiendo irrevocablemente su forma y su significado social, mientras que el estado absorbe más y más la vida de sus miembros. El hogar deja de ser el centro de la actividad social familiar; se convierte simplemente en el lugar donde van a dormir un número de asalariados. Las funciones que en otro tiempo correspondían al cabeza de familia pasan ahora a ser de la competencia del Estado, quien educa a los hijos y asume la responsabilidad de su manutención y de su salud. En consecuencia, el padre ya no mantiene su posición vital en el círculo familiar; como dice Bertrand Russell, es un extraño para sus hijos, quienes le reconocen «como el hombre que viene todos los fines de semana». Aún más, la reacción contra las restricciones que impone la vida familiar, que en el mundo antiguo era una característica privativa del varón de la clase ciudadana, es hoy común a ambos sexos y a todas las clases sociales. Para la joven moderna, el matrimonio y la maternidad no representan las condiciones de una vida completa y satisfactoria como lo eran para su abuela, sino unos conceptos que exigen el sacrificio de su independencia y el abandono de su carrera.

    Las únicas salvaguardas de la familia que nos restan en la civilización urbana moderna son su prestigio social y las sanciones de la tradición moral y religiosa. El matrimonio sigue siendo la única forma de unión sexual que la sociedad tolera abiertamente, y el hombre y la mujer ordinarios están usualmente dispuestos a sacrificar su conveniencia personal para evitar los riesgos del ostracismo social. Pero si hemos de aceptar los principios de la nueva moralidad, esa última salvaguarda quedará destruida y las fuerzas de la disolución actuarán libremente sin el menor control. Es cierto que Russell accede a que se mantenga la institución del matrimonio a condición de que se le desposea de todos sus principios morales y de que deje de imponer sus exigencias de continencia. Pero es obvio que esas condiciones colocarían al matrimonio en una posición evidente de subordinación. Dejaría de ser la forma exclusiva e incluso normal de las relaciones sexuales y se limitaría estrictamente a la producción de hijos. Pues, como Russell no se cansa de indicar, el empleo de medios preventivos de la concepción convierte la copulación en algo totalmente independiente de la paternidad y, por consiguiente, el patrimonio del futuro se confinaría a aquellos que buscaran la paternidad por su valor intrínseco y no por el que tiene como complemento natural del amor sexual. Pero, bajo esas circunstancias, ¿quién se tomará la molestia de casarse? El matrimonio perderá todo su atractivo para los jóvenes que amen el placer, así como para los pobres y los ambiciosos. Las energías del joven se consagrarán al amor sin concepción, y los hombres y mujeres comenzarán a pensar seriamente en formar una familia estrictamente limitada, una vez que disfruten de cierta prosperidad y hayan alcanzado la edad madura.

    Es imposible imaginar un sistema más opuesto a los principios del bienestar humano. Lejos de ayudar a la sociedad moderna a solventar sus dificultades presentes, la precipitaría a la crisis. Inevitablemente, conduciría a la decadencia social con mucha mayor rapidez y con efectos más universales que las causas que produjeron la desintegración de la civilización antigua. Los defensores del control dé la natalidad no pueden dejar de reconocer las consecuencias de una disminución progresiva de la población en una sociedad que ya es de por sí estacionaria en cuanto a su número, pero, no obstante, continúan activando su propaganda en apoyo de una disminución del promedio de nacimientos. Muchos de ellos, como el doctor Stopes, están sin duda tan preocupados con el problema de la felicidad individual, que no se detienen a considerar cómo se ha de lograr la supervivencia de la raza. Otros, como Russell, están obsesionados con la idea de que el exceso de población es la causa principal de las guerras y creen que la reducción del promedio de nacimientos es la mejor garantía de una paz internacional. Sin embargo, la Historia no ofrece ningún caso que justifique tal creencia. Las poblaciones más grandes y prolíferas, como las de China e India, han mostrado siempre ser fundamentalmente no agresivas. Los pueblos más guerreros son usualmente aquellos de cultura comparativamente inferior y que cuentan con poca población, como los hunos y los mongoles, o los ingleses del siglo XV, los suecos del XVII y los prusianos del XVIII. Si, a pesar de todo, la cuestión de la población fuera susceptible de originar una guerra en el futuro, no puede dudarse de que las naciones con amplias posesiones y población decreciente serían probablemente las que la provocarían. También es probable, sin embargo, que el proceso se desarrolle de forma pacífica. Los pueblos que permiten que las bases naturales de su sociedad desaparezcan bajo las condiciones artificiales de una nueva civilización urbana, se consumirán gradualmente y sus puestos serán ocupados por aquellas poblaciones que vivan con más sencillez y que conserven las formas tradicionales de la familia.



    NOTAS

    [1] B. MALINOWSKI, Sex and Repression in Savage Society (1927), pág. 213.

    [2] MALINOWSKI, o. c., pág. 182.

    [3] Leyes, 773, F.

    [4] Esa es la razón por la que la Iglesia católica ha asociado siempre sus enseñanzas sobre el matrimonio a la tradición patriarcal, e incluso hoy día, el servicio de casamiento se concluye con la antigua bendición patriarcal: «Que el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob sea con vosotros y que sancione mi bendición para que veáis a los hijos de vuestros hijos hasta la tercera y cuarta generación.»

    [5] Escribe que en sus días la disminución de la población griega era tan enorme, que las ciudades parecían desiertas y los campos abandonados. La razón de ello no era ni la guerra ni la peste, sino el hecho de que los hombres, «dada su vanidad, avaricia y cobardía, no deseaban casarse ni tener hijos». En Beocia, especialmente, se observaba una tendencia entre los hombres a ceder sus propiedades, a título de beneficiencia pública, a determinadas sociedades en lugar de dejarlas a sus herederos, «de forma que los beocios tienen con frecuencia más comidas gratuitas que días hay en el mes». Polib. Libros XXXVI, 17, y XX, 6.

    [6] El mismo cambio, sin embargo, tuvo lugar en China, donde, debido a la influencia del confucianismo, toda la población adoptó gradualmente las instituciones familiares, que eran, en origen, peculiares a los miembros de la nobleza feudal.
    Última edición por Kontrapoder; 18/09/2017 a las 20:55
    raolbo y Pious dieron el Víctor.
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

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