Fuente: Centinela, Boletín de Orientación e Información del Requeté de Cataluña. N.º 4 y 5. 1958. Página 6.



TENTAR A DIOS


Por Dios, por la Patria y el Rey
lucharon nuestros padres;
Por Dios, por la Patria y el Rey
lucharemos nosotros también.


No es jactancia, vano alarde, esa estrofa del ORIAMENDI en boca de los carlistas. Es un voto que a Dios ofrecen públicamente, y para más obligarse invocan el ejemplo de nuestros padres, los MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN, que a lo largo de más de un siglo han ido empapando con su sangre todas las tierras de España. Cuando Dios y la Patria demandan su cumplimiento, el Rey lo ordena y los carlistas lo cumplen con fervoroso entusiasmo. Seis Reyes cuentan en la dinastía legítima –Carlos V, Carlos VI, don Jaime, don Alfonso Carlos y don Javier–. Cuatro, los tres primeros y el último, de los difuntos, alzaron el pendón de guerra y tras de ellos se lanzaron a la lucha legiones de intrépidos voluntarios en campañas de varios años; en su calidad de Regente, S.M. don Javier va indisolublemente ligado a la Cruzada de liberación con lazos que no pueden romperse. No se trata, pues, de una lírica y pasajera exaltación de juvenil entusiasmo guerrero de circunstancias, sino cruda realidad atestiguada por más de cien años de la historia que estamos viviendo.

Cantando esa estrofa templaban su espíritu los requetés que durante la república se adiestraban para la lucha que estaban decididos a emprender, y con ella se enardecían los que en la Cruzada se lanzaban al asalto de trincheras y parapetos. «Lucharon nuestros padres», cantaban, porque en el camino del cumplimiento de sus deberes patrióticos tropezaron con el hierro y el fuego de quienes a los legítimos Reyes habían usurpado el trono y defendían la usurpación contra el pueblo español, empeñado en defender el derecho de la legitimidad que había de ser garantía de su libertad. Esos Reyes usurpadores a quienes en aquella sazón podían referirse eran la Reina Gobernadora, doña Isabel, Alfonso XII, abuelos de don Juan de Borbón y de Battemberg.

¿Y ALFONSO XIII?

¿Se puede decir lo mismo de su padre, Alfonso XIII? No hubo guerras civiles durante su reinado; cuando se inició la Cruzada había abandonado el trono y España. El Poder público no estaba ya en sus manos; disponía de él la segunda república y contra el Poder se luchó para derribarla. El hierro y el fuego que tantas víctimas causaron en las filas de los MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN los manejaban los hombres de la república. ¿Acaso puede tener algo que ver con ellos Alfonso XIII?

Es cierto que, con deliberada intención puso el mayor empeño en hacer resaltar que no quería tomar parte en el pleito debatido por España a costa de ríos de sangre. Para no verse en el caso de tomarla traspasó el Poder supremo al Comité más demagógico que podía formarse; conglomerado de unas facciones que se manifestaban dispuestas a retener el Poder por todos los medios, si es que llegaban a alcanzarlo. En trance tan angustioso para la Patria, don Alfonso no tuvo empacho en librarse de los deberes inherentes a la posesión de la corona; pero no pudo llevarse consigo las consecuencias de su deplorable reinado, de uno modo especial las del acto deliberado del 14 de abril que le dio fin. Ésas quedaron aquí vivas y operantes en las desdichas que sufrimos los españoles. Si él pudo irse a París librándose de los cuidados de gobierno, nosotros nos quedamos aquí a merced de los tiranos sin entrañas en cuyas manos nos había dejado, revestidas del Poder que él «legalmente» les había traspasado. Y con el Poder el rango de gobierno legalmente establecido que tan a maravilla había de servirles para recabar de los gobiernos extranjeros consideración, apoyo y medios bélicos. Puso, además, a su disposición, las fuerzas coactivas que la nación tiene para defenderse y ellos emplearon en su daño y para forzar la obediencia de cuantos se resistían a secundar su nefanda labor. Asimismo la hacienda y el tesoro públicos con que corrompieron tantas conciencias, pagaron tantos nefandos servicios y la enorme cantidad de pertrechos bélicos que tantos estragos hicieron en las filas de los MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN y de cuantos defendían la causa sagrada de la Patria. Azaña, Casares, Largo Caballero, Negrín disponían cómo todo ello debía emplearse; pero los aviones y los barcos, los cañones y los fusiles; bombas, balas, bayonetas y cuantos pertrechos bélicos pudieron usar los habían recibido de manos de Alfonso XIII, restados al servicio de la Patria cuando más había de necesitarlos para defenderse del sectarismo anticatólico, del marxismo y el separatismo políticamente confabulados para destruirla. Sin esos medios que Alfonso XIII les dio no hubieran resistido una semana el empuje del pueblo español. Lo que podían por sí mismos, sin la fuerza que da la posesión del Poder público, se puso de relieve en los ridículos intentos de Jaca y Cuatro Vientos. Por más que emplearon elementos militares como fuerza de choque, no resistieron los primeros disparos.

Alfonso XIII estuvo presente y de un modo relevante en la Cruzada. No al lado de acá, junto a quienes morían en defensa de la Patria, que tantos miles de mártires dieron a la Tradición; sino al de allá, con los rojos, que en virtud de esa presencia pudieron emplear los medios bélicos que hicieron tan larga y cruenta la lucha. Triste y dolorosa verdad que se hace patente a la luz de los hechos que nos ofrece la más cruda realidad. Hemos de recordarlos para ser fieles a la memoria de nuestros MÁRTIRES y al servicio que la Patria nos exige en estos momentos. Si no se hubiera prescindido de la lección que se deduce del proceso histórico que llevó a España a la catástrofe de la primera república, nuestra generación no hubiera sufrido la horrenda hecatombe de un millón de muertos que cierra el proceso de la Restauración canovista. Téngalo muy presente quienes andan a la busca de fórmulas políticas. Lo peor que a Cánovas pudo ocurrirle fue el haber salido adelante en su empeño; su triunfo lo logró a costa de las grandes desdichas sufridas por la Patria, del luto que hubo de reinar en todos los hogares españoles cuando se liquidó su obra funesta.

¿Y DON JUAN?

Don Juan trata de disputar el trono a S.M. don Javier, desde que su padre le traspasó sus pretensiones. Tras de ese empeño ha hecho público su propósito en julio último, reclamando la atención internacional mediante una conferencia de prensa por él convocada al efecto en la residencia suiza de Bel Regard. De lo que dijo en tal ocasión merece recogerse lo siguiente:



«En este sentido, fiel guardador del testamento de mi padre, el malogrado Rey D. Alfonso XIII, espero poder servir, con la ayuda de la providencia, los altos destinos de mi patria, así como mi hijo, el Príncipe Juan Carlos, constituye ya, desde ahora, para la continuidad de esta obra, en el curso normal de la sucesión monárquica, una firme garantía adornada por singulares merecimientos de lealtad y prudencia.»



Ése es el compromiso que con particular solemnidad quiso contraer públicamente en presencia de su madre, para eso se celebró en la residencia suiza, y de su hijo y heredero llamado expresamente para ello. El texto no se improvisó; leyó lo que indudablemente escribió pesando el alcance de cada palabra, cuando ya se estaba gestando la maniobra que en diciembre don Rafael Olozábal, los Oriol y Arauz de Robles, acompañados de unos cuantos amigos, habían de llevar a efecto en el Plantío y Estoril. Si no puede asegurarse que la declaración de Bel Regard se hizo con exclusivo objeto de fijar por adelantado el sentido de la acogida que a los conjurados se haría en Estoril, es evidente que se aprovechó la ocasión para hacerlo.

La corona no quiere recibirla de S.M. don Alfonso Carlos, sino de Alfonso XIII. A este quiere suceder, al usurpador, al que abandonó a la Patria en el mayor peligro de su historia; no al legítimo Rey de la Cruzada. Eso es clarísimo. «Fiel guardador del testamento del Rey mi padre.» Su testamento de Rey. A nadie quiere engañar y sale al paso de quienes en su nombre pretenden seducir a los ingenuos. Sea esto dicho en su elogio, que bien lo merece, cuando no faltan quienes se empeñan en confundirnos. Ellos son los que se engañan cuando van a Estoril a rendirse a las plantas de quien ni es ni puede ser otra cosa que el sucesor de Alfonso XIII y continuador de la dinastía isabelino-alfonsina contra la cual lucharon los MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN.

Don Juan y su hijo se proponen servir a la Patria, pero no de cualquier manera. Con sincera claridad se dice en la declaración que de lo que se trata es de continuar la obra de Alfonso XIII en «el curso normal de la sucesión dinástica». Acerca de cuál sea el curso en cuestión nadie puede engañarse, no era necesario detallarlo; la historia lo ha registrado. Primera etapa: Reina Gobernadora, Isabel II hasta ir a parar a la catástrofe de la septembrina y la república consiguiente; segunda etapa: Alfonso XII, Alfonso XIII y la indefectible catástrofe de la segunda república, más horrenda que la primera. Ésas son la obra y la continuidad dinástica que nos ofrece don Juan: dos etapas que irremisiblemente nos han conducido a dos catástrofes a cual más horrenda. Si se emprendiera una tercera etapa del mismo proceso ¿cabrá darse por engañado o sorprendido cuando al fin se llegue a una catástrofe de peores consecuencias todavía?

De milagro y a costa de sangre vertida por los MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN nos hemos librado, en los dos intentos, de caer en el abismo cuando ya nos asomábamos a él. Ésa sí que es una gracia especialísima de la Providencia. Pero no se puede tentar a Dios. Y tentarlo sería, en grado sumo, frustrar el milagro de la Cruzada yendo a buscar en los torrentes de sangre que en ella vertieron los MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN el impulso que alce hasta el trono al sucesor de Alfonso XIII, destinado a iniciar la tercera etapa que inevitablemente habría de llevarnos a una nueva catástrofe, que podría ser definitiva y desde luego habría de ser mucho más horrenda que las anteriores.

LUIS ORTIZ Y ESTRADA