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Tema: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

  1. #1
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    De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 1 de Noviembre de 1969, página 20.



    Nos escribe don Manuel Fal Conde


    Don Manuel Fal Conde nos escribe como él sabe hacerlo: pegando fuego al hielo, que en este caso es estopa.


    “Querido Javier:

    Ahora mismo no me acuerdo si te hablo de tú o de usted. Opto por lo primero por ley de simpatía y afecto.

    Estamos andando los primeros pasos de esta nueva vida. Que yo tengo para mí que nuestro camino está ahora en cumbre, alto puerto, cimera sin visibilidad hasta no rematar la altura. Pero si no tropezamos con los que vienen de vuelta, sino que echamos la segunda para no quemar los frenos, lo que sigue del camino es coser y cantar.

    Yo sueño con la juventud. Me parece que debemos coincidir. Cuando en aquellas calendas los veteranos nos contaban, con sus consabidas exageraciones y machaconas repeticiones, las iras de su entonces, nuestro comentario “¡eso mismo digo yo!”, iba cargándose de las mismas iras y las mismas exageraciones. Y cuando nos liamos la manta a la cabeza y armamos el festival aquél en el que otros bailaron con las guapas, los veteranos decían: “¡Lo mismo que antes!”…

    Por eso, cuando desde esta cumbre a que hemos llegado tenemos que pensar en lo que ahora importa, estamos otra vez del lado de la generosidad de la juventud. Lo que importa es saber estar.

    Insisto: el ser nos lo ha conservado Dios, que no ha permitido que desaparezcamos; a nosotros nos toca saber estar.

    Pues bien: yo, desde mi rincón del que no he de salir, pienso mucho en “El Pensamiento”. En lo que empiezo a preparar a modo de Memorias, diré lo que logramos en Prensa y lo que se nos arrebató.

    Como creo que a los carlistas, al menos a los de estas latitudes, les dice algo que aparezca mi firma, y tanto interesa ir divulgando fuera de Navarra, pienso mandar una serie de artículos, pequeños, no cargados políticamente, con algo de humor y de ironía, que evoquen personalidades carlistas de la Cruzada, propagandas de aquéllas de la República, en fin, mil cosas que pueden gustar sin mayores sofocos…

    Improvisando estas letras, en vísperas de viaje a Madrid y Barcelona, ya pienso en una docena de articulillos así, a los que iría bien un título común de este modo: “De las tierras del Sur”. Podían ser semanales por una temporada.

    Ya me dirás. Un abrazo de

    Manuel Fal Conde”.


    * * *


    N. de la D.– ¿Qué ya le diré, don Manuel? ¿Y qué he de decirle sino Amén?...

  2. #2
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 18 de Diciembre de 1969, página 8.



    DE LAS TIERRAS DEL SUR (I)

    José María Alvear Abaurrea, el Jefe de Córdoba

    Con bandera rojigualda en diciembre del 31.– Una bofetada sonora.– 20.000 entradas para un mitin provocaron su suspensión.– Y dijo Guerrita: «La República es una esaborición».

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Don Manuel Fal Conde cumple lo prometido. Iniciamos hoy una serie de artículos históricos sobre la brava presencia del Carlismo andaluz en aquel berenjenal hirsuto y malencarado de la II República.


    No se trata de ensayos doctrinales, sino de rememoraciones anecdóticas, perfiles biográficos y narraciones a la de Dios ampare, con ángel y “kozkor”. (Para los lectores andaluces, digamos que “kozkor” es lo que tienen cuantos tienen lo que hay que tener).

    Don Manuel había programado una publicación distanciada, semana a semana, pero nos va a perdonar si en este punto no seguimos su consejo. Y ello, por dos razones: porque acabamos de leer los trabajos y no somos capaces de hacer esperar a los lectores, y porque el domingo celebran nuestros jóvenes su día anual. Don Manuel, que siempre fue joven y amigo de los jóvenes, va a comprenderlo. Estamos seguros.

    Si de paso logramos una “propinilla”, mejor que mejor…


    * * *



    El advenimiento de la República –aborto del 14 de abril– fue recibido en Andalucía con apretado ceño. No iban a faltar, claro está, elementos conservadores, medrosos, transaccionistas –residuos de la Monarquía liberal– que se aprestaran a su reconocimiento, colaboración, adhesionismo… el afeitado de los cuernos socialistas del marrajo. Pero la quema de los conventos había sido un clarín que invitara a los mozos “al toro por los cuernos”.

    Al sano pueblo no persuadieron las farisaicas prédicas del acatamiento, vías legales y mal menor. Y desde los grupos guardianes de los conventos hasta la aparición de los requetés uniformados, instruidos y en pie de resistencia activa en Quintillo, va un proceso instructivo y formador, cuyo mérito pertenece a un grupo de jóvenes que bien pronto el Rey Alfonso Carlos –el anciano venerable entusiasta admirador de la juventud carlista– había de distinguir y enaltecer.

    Doble es la vertiente de este renacer carlista andaluz: la instrucción doctrinal en lo que va consiguiendo en prensa y círculos de estudio, y la cohesión de voluntades, temperamentos y caracteres en una verdadera milicia.

    Desde los primeros días de esta propaganda y defensa contábamos con José María de Alvear y Abaurrea, primogénito del insigne patriarca del Carlismo andaluz, el nobilísimo Conde de la Cortina. Trasunto en ideales, virtudes, justicia y caridad inmensas con sus trabajadores y con los pobres del amadísimo Montilla, había constituido, aún joven, una familia, bien pronto supernumerosa y siempre noble y digna.

    Como había sido de generosa y abnegada su vida de ideales, fue su inmolación en la muerte. En empresa extremadamente audaz, a la que él concurrió solamente por sentido altísimo y heroico de la caballerosidad, un gesto estupendo de valor y dignidad, le ocasionó la muerte. Los días 31 de julio, en memoria de aquél del 1936 en Navalperal de Pinares, tendrán siempre para nosotros enlutado crespón.


    SUSPENSIONES… Y 20.000 ENTRADAS

    Desde primeros de diciembre de 1931 en que empezaron nuestros mítines con Lamamié de Clairac, hasta el aniversario de “La Niña”, a cuya época nos vamos a referir, Andalucía Occidental, que constituía una región carlista –y sin mengua de lo que por su lado también movía la Oriental–, hizo oír la voz de la Tradición en las cuatro capitales y en todos los pueblos importantes.

    “El Siglo Futuro” informaba del verdadero alarde de organización que significó el que el mitin magno anunciado –y de antemano presagiado con el éxito– para la plaza de toros de Sevilla, como final de la campaña de dos semanas de propaganda simultánea de las cuatro provincias, suspendido, no hay que decir que arbitrariamente, por el gobernador, fuera en tres fechas trasladado a la plaza de toros de Córdoba.

    Jefe provincial, José María Alvear; local, Javier Larru; colaborador destacado, José María García Verde.

    Cuando la noche anterior de ese domingo 3 de abril de 1932 el otro poncio suspendió el mitin –detrás de cortinas siempre el Ministerio de la Gobernación– había distribuidas más de 20.000 entradas como informaba el mismo “Siglo Futuro”.

    Se pudo suspender el tren especial contratado desde Sevilla pero no el vagón especial reservado en el exprés de Madrid, los autobuses y vagones del rápido Cádiz-Madrid tomados desde Jerez y Cádiz.


    AQUELLA BOFETADA…

    Aquella mañana, pese al tiempo desapacible, Córdoba bullía en fuego carlista: De la campiña, de la sierra, llegaban autobuses sin cesar que paraban ante la plaza de toros. De Madrid había llegado la expedición del exprés que, como la de autobuses, organizara el inolvidable Aurelio González de Gregorio. Ortiz Estrada había de informar en una buena crónica en la que denunciaba las insolencias de mozalbetes y gente republicano-socialista durante el trayecto.

    El tembloroso gobernador cerró el Círculo Tradicionalista de calle Gondomar por presión de los diputados ácratas Bruno Alonso y Margarita Nelken, que la tarde del sábado dieron una conferencia a las paredes y sillas de un pequeño salón.

    La multitud aglomerada en los alrededores de la plaza se dirigió, ordenadamente, hacia la estación del ferrocarril, próxima la llegada del rápido de Sevilla que, en sustitución del tren especial, transportaba a sevillanos, gaditanos y jerezanos insumisos a la suspensión.

    El andén, las entrevías y la plaza exterior estaban atestados.

    Por entre la multitud se filtraron los diputados socialistas y el grupo de sus admiradores, pues que aquéllos marchaban en ese tren a Madrid. La llegada del convoy, con tantas ventanillas llenas de carlistas, provocó los primeros vivas. Aquellos “Viva España” que tanto irritaban a los gobernantes del paraíso republicano. (Años después habíamos de volver a padecer el rebrote de esa misma malquerencia al inveterado vítor).

    Bruno Alonso, ya en la plataforma del vagón, sacó la pistola. La Nelken, más “caballerosa”, se la sujetó para que no disparara y le arrastró hacia dentro del vagón. Pero un diputado republicano cordobés, cuyo nombre no tengo ganas de recordar, lanzó un viva la República que de parte del público que abarrotaba los andenes causó cien vivas a España y al Rey, y de parte de nuestro José María Alvear –corpulento, fuerte, intrépido– mereció en la carota del estúpido provocador, tan soberbia bofetada que le derribó bajo el andén, entre vías.

    ¡Cuántas humoradas, cuántas gratas exaltaciones, mereció los años siguientes, en especial en la cárcel los días que pasamos juntos, aquella sonora, contundente, solemne bofetada!


    CON BANDERA ROJIGUALDA

    En medio de los enardecedores gritos de nuestro trilema, un joven –¿de Madrid? ¿de Jerez?– que no he podido identificar, enarboló airosamente una gran bandera española, la gloriosa roja y gualda que habían proscrito como símbolo monárquico.

    Con su presidencia se organizó la manifestación hacia el paseo del Gran Capitán, en el que en el Hotel Simón se hospedaban nuestros diputados y oradores.

    Córdoba recibió la manifestación con aclamaciones de todo el vecindario. Desde los balcones rebosantes se contestaban nuestros vivas, y en algunos aparecieron colgaduras bicolor.

    Sobre la manifestación, volaron dos avionetas que tampoco habían recibido noticia de la suspensión del mitin y venían a honrarlo volando sobre la plaza de toros. Al poco, en su discurso, Jaime Chicharro haría una cálida alabanza de los hermanos Ansaldo, que eran los dos pilotos de las avionetas, en una de las que venía el sin igual Manolo González Quevedo, organizador de ese gesto maravilloso.

    Don Francisco Contreras, de Jerez, había de decir que era la primera vez que, bajo la República, se ostentaba en público la gloriosa bandera de nuestra Patria.


    LA FRASE DE “GUERRITA”

    Aquellos magníficos organizadores habían preparado tres banquetes en distintos hoteles para la salida del frustrado mitin. Éstos se celebraron, corriéndose la consigna de que a la terminación se acudiera al Regina a los discursos o brindis.

    Hablaron Rodezno, Martín de Asúa, Chicharro, Lamamié de Clairac y Esteban Bilbao. Durante su discurso, un comisario de Policía le interrumpió comunicando la suspensión gubernativa y la detención de los oradores y organizadores.

    Quedamos detenidos los oradores –callando los diputados, Rodezno y Lamamié, su inmunidad–, Alvear y yo.

    Estábamos en un despacho del Gobierno Civil. Por la calle circulaban grupos y grupos, y se daban palos a granel con los de la Casa del Pueblo, que no habían cesado de provocar a nuestros amigos que, bien hacían turismo en la ciudad, bien con los cordobeses pedían nuestra libertad.

    A media tarde recibimos una visita sensacional. El califa de la torería de todos los tiempos, que ya sabíamos tenía entrada preferente para el mitin, Rafael Guerra “Guerrita”. Capa parda con ricos broches, camisa de pechera rizada, sombrero cordobés negro y sus eternas patillas.

    La conversación, los comentarios transcurrían sobre el abuso de autoridad habido. El Guerra era de pocas palabras. Menos allí, entre personas para él desconocidas. Por fin, en un silencio de todos, el maestro abrió su boca:

    “La verdad es, pronunció, que la República es una esaborición”.


    TRES RETOS

    El recibimiento a la República en Andalucía quedó cifrado antes de su primer aniversario con estos tres vigorosos vetos:

    La solemne bofetada por un noble caballero.

    La ostensión de la bandera nacional por un requeté anónimo.

    Y la condenación inapelable del rey de la torería, maldición fulminante del “ánge” andaluz: ¡¡esaboría!!
    Rodrigo dio el Víctor.

  3. #3
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 19 de Diciembre de 1969, página 8.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR (II)

    DOMINGO TEJERA DE QUESADA

    PROCESADO 53 VECES POR LA REPÚBLICA.– SEVILLA LO HIZO DIPUTADO PARA SALVARLE.– SEIS DIARIOS CARLISTAS EN ANDALUCÍA.– EL CASO DE «LA UNIÓN».– DOS MESES INJUSTOS (59 DÍAS) DE PRISIÓN.

    Escribe Manuel FAL CONDE



    En Sevilla, el siglo XIX y principios del XX tuvieron tres grandes paladines de la Causa tradicional. Los tres, insignes eclesiásticos: Fray Francisco Alvarado, “El Filósofo Rancio”, martillo de afrancesados; don Francisco Mateos Gago, debelador de la audacia protestante atentatoria a la unidad católica; y don José Roca y Ponsa, el Magistral, el campeón de la verdad frente al malminorismo.

    De este último, de quien no se ha escrito cuanto se debiera, en este momento sólo interesa evocar que, seminarista de la inagotable cantera de sacerdotes sabios y santos, que es el Seminario de Vich, fue desterrado a Canarias por la primera República, con otros tres compañeros, por sus actividades carlistas. Allí siguió sus estudios, y allí obtuvo su primera canonjía, y desde Las Palmas lanzó sus primeras publicaciones políticas contra la República y la Monarquía alfonsina.


    MODELO DE VOCACIÓN PERIODÍSTICA

    Canario de naturaleza, don Domingo Tejera y de Quesada, ya desde niño se formó en la enseñanza y virtudes del paladín de la verdad política, y cuando en futuras oposiciones apareció el doctor Roca y Ponsa en Sevilla, magistral de su catedral, Tejera, ya periodista y ya diestro en las luchas políticas –primero en Madrid, en el redoble de tambor que fue el maurismo–, vino a Sevilla con puesto en la prensa local. Era muy devoto del santo magistral, y bien pronto acredita su pluma en la defensa de todas las causas justas, el valimiento de los débiles y la enemiga contra el caciquismo.

    La dirección del diario “La Unión”, dio a Tejera el puesto en el que había de destacarse como uno de los primeros periodistas tradicionalistas de España.

    Juan José Peña Ibáñez había de decir en “Misión”: “Tejera fue un modelo de vocación… un arrebato de vocación… vocación apasionada. En los años de la República no hubo en el periodismo español paladín como Domingo Tejera”.


    CINCUENTA Y TRES VECES PROCESADO

    Era su prosa diáfana y clara, fácil al humorismo o las finas ironías, eficaces en su poderosa dialéctica. Era su integridad profesional inasequible a la adulación o al soborno. Era su viril temperamento sensible a las más nobles reacciones. Y era su valor indomable. Habíamos de verle impávido en los mítines o manifestaciones tradicionalistas de “Sevilla la roja”, ante atropellos, agresiones, disparos. Habíamos de admirarnos de su entereza de voluntad sacando “La Unión” en plena huelga revolucionaria. Habíamos de verle en la Cruzada de cronista, y más que de simple cronista, de eficaz cooperador, en el Tercio de Requetés de la Virgen de los Reyes, donde recibió una herida. Pero más que ese valor, con serlo grande y sereno, era impresionante su valor cívico. Padre de una numerosa familia –ejemplarísima, que había de dar a Dios cuatro hijos religiosos– y sin otros haberes que los de su siempre mal retribuida profesión –sacerdocio con pobreza en su concepción espiritual–, afrontaba la responsabilidad de la lucha contra la tiranía con tal denuedo, con tal heroico alarde de valor personal que en los cortos años de la República fue procesado cincuenta y tres veces por desacato al régimen. Un ilustre abogado sevillano muy afín a nosotros, y amigo personal de Tejera y mío, Valpuesta, y yo, llevábamos la defensa del “record-man” de causas penales por delito político. Cincuenta y tres.

    Yo, que sólo cinco veces estuve procesado por la República, sé muy bien cuánta molestia, cuánto impedimento para la vida ocasiona ese comparecer y declarar, poner fianzas y gozar de libertad sólo provisional.


    SEVILLA LO HIZO DIPUTADO

    En un artículo necrológico a honra del santo magistral Roca y Ponsa, fallecido en Canarias –de él podremos declarar cosas muy hermosas–, decía Tejera que cuando compareció la primera vez ante los tribunales en causa por sus artículos contra el régimen, el insigne teólogo le escribió “satisfecho de que siguiera sus huellas” –porque el doctor Roca había estado procesado en Las Palmas en causa que levantó gran admiración a su persona–. Y termina don Domingo así: “Y tanto que le obedecimos, que al irse al diablo aquel régimen, los sumarios, para honor nuestro, alcanzaban la cifra de 53”.

    El noble gesto sevillano de presentarlo, y la victoria de sacarlo diputado en las elecciones de 1933, alivió su situación y cortó la cuenta, porque la inmunidad le amparó en sus siguientes, inalterables campañas.

    La amnistía, después, le libró de Dios sabe cuántas condenas.


    LOS DIARIOS DE LA COMUNIÓN EN ANDALUCÍA

    No era menor su enemiga a la Monarquía liberal, a los partidos políticos de entonces y al abuso de autoridad. Ni flaca su convicción de la necesidad de sustituir la irritante farsa de los mismos por las auténticas representaciones sociales que constituyen el nervio vital del Tradicionalismo.

    En méritos a su gran formación y sólida cultura, el Rey le nombró consejero del de Cultura Tradicionalista, creado en junio de 1934, en el que el primero de sus dieciocho miembros era el doctor Roca y Ponsa.

    Con su colaboración eficacísima y alientos, la Comunión, que en prensa estaba a cero en 1931, pudo tener al producirse el Alzamiento, o sea, en cinco años, los siguientes diarios:

    En Sevilla, “La Unión”, dirigida por Tejera.

    En Jaén, “El Eco de Jaén”, dirigido por Melchor Ferrer.

    En Jerez, el “Diario de Jerez”, dirigido por Jesús Fuentes, y con intervención del mismo Tejera.

    En Almería, “La Independencia”, dirigido por don Fructuoso Pérez, luego mártir en la Cruzada, que está comprendido en expediente de beatificación de buen augurio.

    En Granada acabábamos de adquirir “El Noticiero Granadino”, y en Huelva, “El Diario de Huelva”.

    Seis diarios, amén de la orientación carlista que seguían “La Información” de Cádiz y “El Defensor” de Córdoba. Eso aparte de algunos semanarios que como “El Observador” era un luchador de vanguardia, vendido en las calles por nuestros requetés frente al “Sin Dios, órgano de la liga atea”, que pregonaban los comunistas.

    ¿Qué fue de toda esa importantísima cadena de prensa?


    “LA UNIÓN”, SUSPENDIDA GUBERNATIVAMENTE

    La unificación nos privó de toda nuestra prensa en toda España. Salvo raras y muy oprimidas excepciones. Una de ellas fue “La Unión”, que pudo algún tiempo seguir defendiendo en lo posible nuestros ideales. Parece increíble: los ideales sellados hacía nada de tiempo con tanta sangre. Hasta que también le llegó la hora inexorable, y “La Unión” fue gubernativamente suspendida de modo definitivo.

    Su personal, cajistas, linotipistas y redactores, y el propio director, quedaron automáticamente despedidos y a la ventura de Dios, con sus mujeres y sus hijos. Se les prometió un despido laboral. No se les dio.


    “PIDO A DIOS UN POCO MENOS DE LO NECESARIO”

    Pero Tejera era de un temple heroico como jamás se conoció igual. Recordemos que, con su vena humorística incesante y con su gracia peculiar, solía decir: “yo pido a Dios en el padrenuestro que me dé un poco menos de lo necesario. Un poco menos. Para seguir estando pendiente de su merced y su Providencia”.

    ¿Y qué milagro de la Providencia no habrá sido el que ha realizado su abnegada mujer?


    TEJERA, EN PRISIÓN

    No fue sólo la cesantía. Tuvo también el invicto paladín de la verdad que padecer una prisión. El ex diputado tradicionalista, el adalid de la España Tradicional, el periodista modelo, fue por orden gubernativa a la cárcel de Sevilla. Nos produjo inmensa tristeza.

    Pero cuando obtuvo la libertad nos decía: “He estado en la cárcel dos meses injustos. Digo injustos porque han sido 59 días, que les ha faltado uno para los dos meses justos…”.

    Una anécdota cierra esta semblanza de entrañable recordación. Nunca se resignó a la imposición de signos, saludos, himnos de importación extraña, y expresivos de un ideario que él no compartía. Nos congratulábamos a veces de haber pasado los años críticos sin haber tenido que saludar nunca con el brazo en alto.

    Una tarde, pasaba Tejera por la plaza del Duque, y en el cuartel inmediato, el de Infantería, formada la guardia, el cornetín tocó la oración. La gente, todos los transeúntes, se pararon, y en posición de firmes hacían el saludo romano. Don Domingo, parado, se descubrió. Un “patriota” próximo le dijo: “¡Salude!”. Él contestó tranquilo: “¡Cállese!”. Se repitieron las consignas: “¡Salude!” y “¡Cállese!”.

    Y al terminar el toque de la oración, el fervoroso falangista empezó a decir: “Le decía a usted…”, cuando don Domingo se le anticipó: “Le decía que se callara, porque estaba rezando la oración”.

    “Es verdad”, asintió el otro.

    ¡Cuán poderosa es la dialéctica de la gracia!...

  4. #4
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 20 de Diciembre de 1969, página 8.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR (III)

    José María García Verde, o el ascetismo Carlista

    Viajaba en tercera… y aportaba la diferencia.– El hombre del capote más raído.– En el calabozo, se oían sus rosarios… y los de unas prostitutas.

    Escribe Manuel FAL CONDE



    En aquellas crueles nevadas de la guerra de Somosierra, el Alto del León o Navafría, Celestino García Verde, muy pasada la edad militar, voluntario en el Requeté, siempre de acá para allá, al servicio de cuantos le demandaran: intendencia, transportes, frentes y hospitales, regido de mano maestra por la infatigable María Rosa Urraca Pastor, cuya secretaría desempañaba; nadie podría asegurar si comía, si llevaba algún más confortable abrigo que el del capote de clase de tropa que vestía, tan raído como su boina, si dormía en cama o en una dura silla, alternando su cabecear el sueño con largas oraciones de rodillas, que le acarrearan aquella enfermedad de los huesos que le costó la vida.

    Pobreza, austeridad, inmolación en la Cruzada y por la Cruzada.


    EL MEJOR DE ENTRE LOS BUENOS

    Sus hermanos sintieron su muerte con dolor propio en esa entrañable hermandad de tan ejemplar familia, y con edificación al ejemplo de virtudes que les había dejado.

    En los labios de los hermanos de Celestino oí la misma expresión: “Era el mejor de todos nosotros”.

    Ya es decir. Yo quería mucho a Celestino. Asentía al olor de virtudes excelsas. El copón del sagrario de mi oratorio, tiene a su pie una inscripción con su nombre, fecha de su muerte y una jaculatoria de sufragio.

    Pero, ¿mejor que Hermenegildo, el auténtico trasunto de su padre, don Hermenegildo García Sanz, el patriarca y fundador de tantas obras óptimas? ¿Mejor que Manolo, el que en Argentina, en plena Pampa, es centro y motor de fecundo apostolado católico y español, el que, no obstante estar allí nacionalizado, vino voluntario a la Cruzada a cumplir importantes cometidos? ¿Mejor que Tomasa y que Cándida, y que Mercedes la angelical, o que Ricardo, otra conciencia candorosa? ¿Mejor que José María, al que va dedicado este artículo?

    No, es difícil el juicio comparativo entre excelsos. Pero a la hora de la recompensa, a la hora de la luz y de la paz, los que van quedando, y en prueba de amor y de humildad, pueden proferir la sentencia: “Era el mejor de todos nosotros”. Y por lo patente en las descendencias, podrá seguirse esa piadosa proclamación, como despedida y broche de vidas ejemplares, y como citas para el cielo.


    UN SECUESTRO

    José María García Verde cambió la brillante carrera de ICAI por el campo. Campo de labor y ganadero en campiña cordobesa donde constituyó su hogar, que había de ser escuela de hogares cristianos. Vocación por el campo, que es vocación de laboriosidad y constancia, surco profundo de arado en la tierra fecunda, y surco de oración en el cielo, por la lluvia y el sol.

    Unido en enlace perfecto de virtud y amor con una rama del árbol, también ejemplar, de Hernández Ros Codorniú, murciano, en el campo, entre las familias de sus trabajadores, como patriarca, rector, maestro, iban a dar a Dios días dichosos de misiones o ejercicios espirituales, de catequesis, de pasatiempos de juventud de sus hijos alternando con los de sus obreros. La capilla de Escalonías, la escuela de Escalonías, la generación aquella de Escalonías, tienen el sello de un ejemplar apostolado familiar y social.

    Un día habían de sufrir una prueba tremenda. La presencia de “huidos” en la próxima sierra no les había persuadido de que era conveniente dejar de habitar en el campo hasta que hubiera más cómoda estancia. Un día, el sobrino Gildo, el primogénito del primogénito, fue cogido prisionero. Fue secuestrado en pretensión de un fuerte rescate.

    En aquellos difíciles tiempos se planteaba el dilema: rescatar, que era dar dinero a los malhechores, o negarse, que era la segura muerte de la víctima. Para familias de este temple había otro designio: orar, orar mucho con sus trabajadores, y confiar en el heroísmo del secuestrado.

    Ya Gildo se había escapado de su casa el año 38, imberbe todavía, para irse al Requeté. Trabajo me costó localizarlo y cuando, en Derroñadas, le hice mil y pico de reflexiones, no contra su generoso proceder sino por la infidelidad habida con sus tíos, ya que su padre estaba en América y a ellos se lo tenía confiado. Y cuando le creí convicto y arrepentido, y pretendí un asentimiento expreso, me contestó levantando la cabeza, inclinada mirando al suelo: “Que todo eso está muy bien, pero que cuando pueda vuelvo a escaparme”.

    Y también de los rojos se escapó. En una madrugada de luz confusa, entre monte y hojarasca, a todo correr y oyendo las balas que le seguían. Que le seguían como las avemarías de los rosarios de Escalonías.

    Años después, un hijo mío, en la cárcel de Sevilla –ni qué decir tiene que caricias gubernamentales–, cuando fui a visitarle me recibió alborozado: “Papá, he conocido a uno de los secuestradores de Gildo, que está aquí por otras cosas, pero que me ha contado el secuestro y se asombra del valor temerario de este requeté”.


    ORGANIZACIÓN DE LA PRENSA CARLISTA

    García Verde era un consumado ejercitante de vida interior: Sagrada Eucaristía, santo rosario –rezado con ese inconfundible ritmo, claridad y meditación que le caracterizaba, si bien todavía no llegara al usado en las Pampas–, proselitismo católico y político, y caridad, inmensa caridad.

    Huía los cargos, aficionado al pasar inadvertido de la vida oculta de Nazaret; pero en lo político, no se negó a ser lo que se le designara, vista la necesidad de asumir responsabilidades y riesgos. En la Cruzada, comisario carlista de Sevilla; después, jefe regional de Andalucía Occidental.

    No era la actuación política sólo una obra noble, espiritual, patriótica a secas; una actividad temporal sobrenaturalizada. Era el apostolado mismo católico, el apostolado del Reino de Cristo en la vida social. Ni el cardenal Segura encontró mejor colaborador en la propugnación de sus ideales santos, los ejercicios internos especialmente; ni la Comunión tuvo carlista más fiel a los planes de los jefes, en la conspiración, en el reclutamiento, en la propaganda, en la lealtad al Rey.

    Había sido, con Palomino y García de Paredes, el gran organizador de la Prensa tradicionalista en Andalucía, que sin un solo papel periódico el 14 de abril, llegó a tener el 18 de julio seis diarios propios de la Comunión, pertenecientes a la Impresora Bética, S. A. –IBSA–, que García Verde regentaba, y a la que consagró incontables desvelos y grandes generosidades.

    ¿Alguno de sus íntimos le vimos alguna vez cansado en la acción, desalentado ante las contrariedades, impaciente o malhumorado, como por ejemplo por las chiquilladas y locuras de los jóvenes o por las defecciones tristes y dolorosas de los que hemos visto desertar? Jamás en su carácter tuvo entrada la flaqueza.


    ROSARIOS EN EL CALABOZO

    Una anécdota lo revela:

    De resultas de la sublevación de Sanjurjo en Sevilla, a él le detuvieron en Córdoba. Con razón o sin ella, le daban gusto, porque hubiera sufrido si no le ponían en situación igual a la de sus buenos amigos que estábamos en la cárcel de Sevilla.

    Aquellos guardias de Asalto fundados en amparo y defensa de la República, le encerraron en el calabozo del Gobierno Civil, y al cabo de varias horas o de un día, metieron en el mismo calabozo a dos prostitutas detenidas en la calle, quizás bebidas, en un escándalo.

    El instinto les había hecho medir la hondura de la ofensa a aquel gran caballero, modelo insigne –dicha sea de paso– de castidad y modestia al par que de grande hombría.

    Acusó la ofensa José María. ¿Cómo?... Les habló con toda caridad. Les dijo que él era un hombre casado y un caballero, y que las consideraba y respetaba plenamente. Pero que como la tarde se les haría larga, las invitaba a rezar el rosario. Y manos a la obra, rosario en ristre: “Por la señal…”. Y las infortunadas mujeres empezaron a contestar y a subir el tono de voz, según él la subía.

    Grande y sonora la voz de nuestro amigo inolvidable, bien pronto produjo en la guardia próxima a la puerta del calabozo la impresión de estarse realizando un acto contrario al laicismo del Estado. Por lo que le mandaban callar. La respuesta era elevar más la voz.

    Y rosario tras rosario, y consideración espiritual en cada misterio, produjo en las infelices detenidas los efectos que eran de esperar. Los guardias, en cambio, para contrarrestar sonidos pusieron un gramófono que tenían en la guardia, o estaba allí quizás procedente de algún delito, con las más chillonas canciones.


    SIEMPRE VIAJO EN TERCERA

    ¿Austeridad de vida? En aquel mayo de 1934, cuando me hice cargo de la Jefatura de la Comunión, nos reunimos a comer en una simpática tasca de la calle Toledo una veintena de “lanzados”. Muy frente al parlamentarismo y muy resueltos a la acción, se acordaron cosas buenas y de gran sacrificio. Una de ellas –acuerdo de pobres en Causa pobre– viajar en tercera clase, para la diferencia aplicarla a prensa, armas, propaganda, organización. Pues bien. Desde entonces hasta su muerte, García Verde, viajero continuo, se consagró a la tercera –sleeping-tabla que él decía–. Y llevaba nota de lo que ahorraba, que escrupulosamente aplicaba a la Comunión. Materia de otro artículo sería contar el apostolado que hacía en los trenes con viajeros, con ferroviarios, con guardias civiles de la pareja de escolta. Gran conversador, llevaba siempre en los labios lo que rebosaba de su corazón.

    En este moderno fluir de asociaciones u obras de seglares, hermanados para procurarse la santificación como religiosos en espíritu, con votos según estado, no conozco ni concibo que haya ejemplar más típico que este místico elevado, asceta riguroso y hombre tan de acción que conspiró para el Alzamiento, luchó en él como cruzado y desempeñó altos cargos en la Comunión.

    Continuaré con él.
    Rodrigo dio el Víctor.

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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 21 de Diciembre de 1969, página 6.





    DE LAS TIERRAS DEL SUR (IV)

    JOSÉ MARÍA GARCÍA VERDE: Su muerte, testimonio de la verdad

    QUERÍA ENCONTRARSE CON SUS REQUETÉS.– «RENUNCIAMOS A NUESTRO PADRE», HIZO REZAR A SUS HIJOS.– «AMÓ HASTA EL SACRIFICIO A LA PATRIA», DIJO EL CARDENAL SEGURA.

    Escribe Manuel FAL CONDE



    El tema García Verde excede de los límites de estos artículos, meras pinceladas. Pero es tan luminosa su vida y tan edificante su muerte, que hemos tenido que dedicarle esta segunda parte.

    Como su vida, así su muerte. O de otro modo: su muerte fue el broche de la vida.

    Su objetivo predilecto, los ejercicios espirituales, sobre todo predicados por el Cardenal Segura, le llevaron aquel año 55 a la tanda de San Juan de Aznalfarache. Yo no pude hacerlos, como otras veces. Pero pude llevarle junto con don Manuel Senante –otro abogado– y luego recogerles. En el intervalo, atendí algo imprescindible en Madrid.

    Ya entró enfermo. No pudo acostarse. Durmió muy poco y en la silla. Así eran los dolores que le destrozaban. Cuando les recogí, me quedé tristemente impresionado.

    Urgía llevarle a Madrid, a médicos.


    «MI DOLOR, POR MIS IDEALES»

    Y empieza entonces un período de agravación, de agonía y muerte, lleno de misteriosas manifestaciones suyas, parte, que no todas, recogidas por su hermano Manolo en un precioso folleto en edición privada, edición cordial para sus hijos, hermanos y amigos íntimos.

    Sus generosidades, ofreciendo los dolores tremendos de uno de los días, por la conversión del hijo de un amigo –políticamente desafecto– que había apostatado; u ofreciendo sus últimos momentos por la prolongación de la vida del Cardenal, que en Sevilla agonizaba, pero que mejoró y aún vivió dos años.

    Aquel incesante manifestar los ideales de su vida, que en aquella «cátedra de la verdad» –que él decía–, la muerte, ratificaba; aquel gozo indescriptible, inmenso, «¡que no se puede resistir!», según su expresión, que el Señor le concedía en esos momentos sin límites «ya que el Señor lo daba ¡por los ideales por los que tanto luché!», y encargaba imperativamente: «se lo decís a Don Manuel, y éste al Rey». –Yo era Don Manuel cuando hablaba con sus hijos, pues entre nosotros me decía, como los íntimos, Pepe–.


    «RENUNCIAMOS A NUESTRO PADRE»

    Rodean al querido enfermo su piadosa mujer, su hermano Ramón, sacerdote jesuita, sus hermanas, sus hijos. José María manifiesta sentimientos íntimos del más alto tono espiritual: la muerte inmediata que ve venir en relación a la vida de luchas incesantes por sus ideales, que quiere dejar sellados con la declaración de ésa que tiene por cátedra de la verdad.

    La ratificación de sus ideales, las ansias de cielo donde lo esperan sus Requetés. Pide encargos para el Cielo. (El diálogo con el Dr. Quevedo, cuya hija, la ya famosísima Teresita, estaba entonces próxima a la elevación a los altares, es de una emoción impresionante).

    Pero se esfuerza por exteriorizar esa paz, ese gozo inenarrable que presiente tan claro como señal de inmediata salvación que invita a todos, con la mayor instancia a su mujer, a que estén alegres, a que no lloren, a que den gracias a Dios.

    Y así, con el Santo Viático y la Sagrada Unción, recibidos con admirable conciencia y devoción, entra en agonía, y durante cinco horas se mantiene en profundo silencio, no sin algunas manifestaciones de lucha interna.

    Ha pedido el padre modelo a sus hijos que hagan ofrecimiento a Dios del gran sacrificio de renunciarle. Hacedlo así: «Renunciamos a nuestro padre ¡pero de verdad!». Los hijos, conmovidísimos, contestaron: «Renunciamos a nuestro padre».


    UN TRUEQUE ESPIRITUAL

    Estos hijos, dignos de tales troncos, durante esas horas de agonía, apartados en un lado de la habitación de la clínica, a propuesta –¿quién mejor?– de Ramón, ya estudiante jesuita, acuerdan en un gesto heroico pedir al Señor… quiero copiarlo por temor a cualquier desviación: «pedir al Señor que el Purgatorio que le corresponda pasar a su padre se lo mande a los hijos en esta vida, o en la otra, y distribuido en la forma que a Él le plazca». Y así lo hicieron callada y sigilosamente.

    Tras esas horas de agonía, despertó el agonizante, y con voz clara y mirada llena de paz y dulzura, dijo que el Señor le había concedido una hora para pedirles perdón por si les había desedificado en esa lucha anterior, para decirles que tenía una paz maravillosa, para despedirse nuevamente y darles la bendición y, descubriendo que estaba enterado del acto heroico realizado por sus siete hijos durante su agonía, dijo que también por él había sido por lo que el Señor le había concedido esa hora. Y como Manolo, al que le prohibía que se sumara a lo convenido, dijera que no entendía a qué se refería, hizo que Ramón se lo explicara.

    Horas ésas llenas de misterios de los que la Iglesia se reserva el juicio, pero que para nosotros, sus amigos, contienen la declaración con el sello de la muerte de nuestra verdad, de la Verdad.


    GRATITUD DEL REY

    De corazón a corazón, el Rey, en las cartas a la viuda, a Manolo García Verde y a mí, expresaba su profundo dolor, su gratitud a su ejemplar fidelidad y a sus servicios en la Jefatura Regional de Andalucía Occidental. La mejor de todas sus propagandas, dice, fue su conducta.


    ELOGIO DEL CARDENAL

    Pero dejemos el colofón al insigne Cardenal Segura:

    En la homilía –panegírico se le llama en la publicación que se hizo– de los funerales del primer aniversario, dijo:

    «Podemos decir de don José María García Verde «defunctus adhuc loquitur» –nos habla después de su muerte– y hemos de procurar aprovechar estos momentos para entender lo que nos dice desde su sepulcro».

    Su vida pura, inmaculada… su perfección y el bien de las almas, modelo de esposo, padre edificantísimo. El rasgo de caridad de sus últimos días de su vida ofrecida por la salud del Cardenal –dice su Eminencia– «que corría riesgo gravísimo en aquellos momentos».

    Declara seguidamente que Dios aceptó su ofrecimiento; a él le debe la salud y la vida.

    «Amó hasta el sacrificio a la patria –copio del panegírico– dando su nombre al partido político más meritorio y perfecto… en el que colaboró decididamente hasta el fin de su vida».

    Alaba su celo por los ejercicios espirituales y dice que la lección suprema fue la de las horas que precedieron a su muerte, recogidas en el libro o folleto a que nos hemos referido, para el que tiene cálidos elogios.


    JÓVENES: TENED FE

    En estos tiempos de nuevo cerco a la Comunión, a cuantos se sientan desfallecer, a los que se vean halagados por la seducción de nuestros enemigos, a los jóvenes que nos miran entre dubitativos y esperanzados, yo quisiera ponerles el ejemplo de este gigante de la fe carlista y decirles lo que el Cardenal Segura, aplicando el texto de San Pablo relativo al justo Abel: «nos habla desde el sepulcro».

  6. #6
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 23 de Diciembre de 1969, página 3.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR (V)

    El sargento MANUEL GARCÍA FERRERA

    LA AGRUPACIÓN GREMIAL TRADICIONALISTA.– PATRIMONIO DE UN HEROE: LA VIRGEN Y LOS COLCHONES.– DE CÓMO RENUNCIÓ A UN PUESTO LABORAL.

    [Escribe Manuel FAL CONDE]



    Cuantos insensatamente pretenden acabar con el Carlismo por los medios generales de la captación humana –el temor, el halago, la dádiva– desconocen este profundo misterio de la pervivencia carlista, siglo y medio ya, sobrenadando todos los temporales.

    Porque sin una gracia especial de Dios no se comprende esta maravillosa resistencia, esta firmeza invariable, esta integridad en su conducta política, más de admirar y más de estudiar como carisma en nuestras masas populares.

    En el renacer carlista del año treinta y uno en Andalucía, tomó mucha parte la feliz iniciativa de agrupar a los obreros –especialmente del gremio de la construcción– para procurarse el trabajo dignamente sin verse arrastrados por las tiranías de la U.G.T. –sindicalismo socialista– o C.N.T. –manejado por el anarcosindicalismo.

    No menos de dos mil quinientos obreros estuvieron inscritos en la Agrupación Gremial Tradicionalista. Les facilitamos local en el magnífico centro de la calle Alfonso XII, asesoramiento y oficina. No les pedíamos su confesionalidad política, pero muchos nutrieron el Requeté.

    Hombres de ese concepto de la dignidad personal; de esos arrestos en la organización de su trabajo; de esa resolución de defenderse contra las coacciones que les esclavizaban, sin pistolerismo, ni represalias, pero sin dejar la suerte de su mujer y sus hijos en las manos de explotadores sin conciencia, daban el tono, la vocación del requeté.

    La vocación y el tono que había de asombrar al mundo por su heroísmo en las primeras vanguardias.

    Habríamos de verles, tras la unificación, sufrir horribles tribulaciones, privaciones, falta del necesario trabajo por no rendirse a la exigencia, contra naturaleza, de renunciar tan fecundos ideales y aceptar otros impuestos.


    SUS PODERES: LA VIRGEN Y UNOS COLCHONES

    Manuel García Ferrera ha dejado al morir un ejemplo edificante. Dejó, al salir voluntario con el Tercio de la Virgen de los Reyes, mujer y varios hijos. Sin otros medios de vida que su trabajo, la familia fue albergada por la duquesa viuda de Osuna en una casa de su propiedad en Espejo. Manuel, sargento y cocinero, daba en la campaña el más callado ejemplo de disciplina y abnegación. Se conquistó la estimación de jefes y compañeros.

    Cuando llegó la hora de la normalidad, no pudo formar en Sevilla el necesario hogar. Un día me enteré de que la familia seguía en Espejo, y él con su mujer vivía en la galería descubierta de una casa de vecindad. Fui al querido general Queipo y le pedí un piso de los que, con feliz iniciativa, estaba construyendo en Triana. Me lo dio, en la calle Betis.

    La viuda de Martos, la sin par presidenta de las margaritas, le visitó, apenas instalado (¿?), y volvió impresionada. Me contaba riendo que todo el menaje de la casa –la nueva casa– era un cuadro de la Virgen de los Reyes, unos recortes de prensa clavados en la pared –de Queipo y míos– y los colchones en el suelo. A todo lo más, dos sillas.

    Su trabajo de florista le permitió, sin claudicar en organizaciones políticas adversas, traer su familia y vivir con extremada estrechez pero con ejemplar honradez.

    La vida de Ferrera era un alarde de la Providencia divina.


    CAMINOS DIVERGENTES

    En Sevilla también germinó la semilla de la discordia. Tanto como discordia, no. La discrepancia de conductas entre los fieles a unos ideales cifrados en realidades políticas de bien común, sin ficciones verbalistas y ritualismos escénicos de cuño extranjero; y los cansados, los impacientes, los ansiosos de participar en el festín de los cargos. Los cargos botín de guerra; los cargos para la oligarquía imperante…

    Era, seamos sinceros, muy dura la distinción de castas: afectos y desafectos. Con todas sus consecuencias.

    Pero no renovemos las heridas. No excitemos el corazón ni subamos al rostro el rubor de la indignación, con el aguijón de los recuerdos. Todo pasó, todos pasaron, y el Carlismo sigue vivo y vigoroso. Porque lo temporal acaba y sólo perdura lo que es eterno.

    Resistamos a la pasión del rencor, como resistimos a la de la codicia.

    No discrepancia alguna, no discordia interna, sino esa codicia, esa ambición de cargos, fue el virus que prendió en unas docenas de carlistas. Una queja contra la legítima autoridad; una vestidura rota; un susurrante rumor de que Franco entregaba el poder a Don Juan “cualquier día de estos próximos”; una revisión del orden sucesorio dinástico –limpia la ejecutoria genealógica de don Francisco de Paula, robustecida la complexión genética de Don Francisco de Asís–, ¡la palmada en la frente!: “Si el orden agnaticio indica a Don Juan…”.

    Magna asamblea en Madrid –63 asistentes–. Rumbo a Estoril y acto sensacional de reconocimiento de Don Juan por 44 asistentes. Se titularon la Comunión Tradicionalista, oyeron de labios de Don Juan su aceptación del ideario de Carlos VII, claro que sin declarar que formaba parte del mismo, en categoría de primario, la legitimidad dinástica que excluye a la liberal.

    Pero en la declaración de Don Juan –que no rectificaba ni dejaba sin efecto sus declaraciones en el pacto con Prieto– hubo una frase interesantísima que conviene citar literalmente:

    “Si a las dificultades que en tal momento –el de la restauración monárquica– ha de crear el antimonarquismo, hoy larvado y casi silencioso, se uniese la discrepancia dinástica carlista en todo su volumen, la vida de la Monarquía restaurada sería muy difícil o imposible”.

    De ese convencimiento dimanaba el afán por captar requetés. Y en todas partes se vieron nuestros más representativos requetés solicitados, halagados, empujados al juanismo.


    “MI REY NO ES ÉSE”

    También en Sevilla. El corrimiento de tierras hacia Estoril estaba favorecido por el poder público. Como lo estuvo con amplias consignaciones y franquía el octavismo de primer grado, o el antoñismo que le sucedió, o el “nada más por ahora” subsiguiente.

    En Sevilla, la paga a la escisión no fue muy amplia que digamos: dos tenencias de alcaldías. Menos da el diablo. Y esto no era el diablo, pero tampoco el Ángel de Luz.

    El leal García Ferrera, siempre atrasado económicamente, siempre cargado de hijos, siempre de acá para allá con claveles, sus nardos, sus crisantemos, un día se vio atendido por un teniente de alcalde, teniente que había sido suyo en el Tercio de la Virgen de los Reyes. Café o cerveza en un bar, y charla hábil y penetrante.

    “Te doy un puesto en transportes municipales, de plantilla y buena retribución, si te unes a nosotros y mandas tu adhesión al Rey, a Don Juan”.

    – ¿A quién ha dicho usted? Usted se ha equivocado conmigo. Yo le he aceptado esta convidada por amistad, que la amistad no tiene nada que ver con lo otro, pero por esta cruz le juro que para mí no hay más que un Rey, y el Rey por el que yo daría la vida no es ése. Ése, quédese usted con él…

    Y se despidió sin el taconazo –el taconazo de sus alpargatas– y el usual saludo con que le había saludado al principio: “a sus órdenes, mi teniente”.

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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 17 de Febrero de 1970, página 8.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR (VI)

    Primeros pasos en la Prensa. FRANCISCO LÓPEZ-MENESES

    Escribe Manuel FAL CONDE



    En el importante movimiento de Prensa del carlismo andaluz, tomó mucha parte, de pionero y de guion, el semanario “El Observador”, que editábamos en Sevilla desde junio de 1931.

    Lo había fundado y sostenido como diario el insigne Conde de Aldama en Cádiz. Ese ejemplar de santidad que acabó su vida de sacerdote jesuita, como su mujer profesa salesa, sus tres hijos varones entraron y son luminosamente sacerdotes de la Compañía, y sus hijas hacen honor al apellido en las Esclavas del Sagrado Corazón.

    Años después, en 1916, y también en Cádiz, volvió a publicarlo el gran propulsor del integrismo gaditano, pero integrismo no reconocementero, don Lucio Bascuñana, que lo sacó catorce años hasta el último día de 1929.

    Precisamente en marzo del 30 se inició en Sevilla el resurgimiento tradicionalista –y digo tradicionalista como genérico– mediante la reunión de tres integristas, dos carlistas y tres que entrábamos de novatos. Uno de éstos, Francisco López-Meneses.

    En asamblea regional, ya en fines de ese año, don Lucio Bascuñana propuso que se reanudara la publicación de “El Observador”, y en gesto humorístico muy propio de su arrolladora dialéctica, deshiló un gran paquete que traía y presentó la colección del semanario enfilándome a mí, que actuaba de secretario, y me requirió a que yo promoviera esa publicación.

    Su misma iniciativa me indicó para jefe regional, cargo inexistente en la Comunión carlista y en el partido integrista, y sus argumentos, el peso de su prestigio y las recomendaciones de don Manuel Senante, que nos presidía, me hicieron aceptar.

    Así nació la Jefatura Regional de Andalucía Occidental; pero con nombramiento de jefe concordante, del marqués de Villores y de don Juan Olazábal; unión tradicionalista gestionada por Senante.

    Instrumento de resistencia a la República, órgano de la acción de las juventudes, ya conoció un personal apto para esa política de tantos riesgos. De ahí que, director ante la ley de imprenta, el hombre ideal era López-Meneses: los cuarenta años, soltería impenitente, lealísimo a toda prueba, de simpatías arrolladoras entre los jóvenes y los obreros de la Agrupación, en cuyas funciones directivas actuaba.


    CUENTAS CON LA POLICÍA

    Pronto vino el primer procesamiento por un artículo de redacción, cuya responsabilidad López-Meneses aceptó.

    Injurias al Ministro de la Gobernación, que el fiscal encontraba inferidas a Casares Quiroga por el comentarista de “Los sucesos del día de San Lorenzo”, que en editorial dedicaba “El Observador” a la sublevación de Sanjurjo, en la que nuestro amigo, como todos los carlistas sevillanos, había estado implicado, pero librándose de la chamusquina subsiguiente porque fui yo quien asumió para mí todas las resultas, y no tan plenamente que pudiera librar de la cárcel a un mínimo grupo de jóvenes, Enrique Barrau entre ellos.

    “El Observador” calificaba de tiranía al gobierno represor del noble gesto del 10 de agosto, y sobre el director recayó el procesamiento. Pero la Sala de lo Criminal de Sevilla, compuesta por tres magistrados que antes y siempre han sido gloria de la Administración de Justicia española, revocó el auto de procesamiento por no encontrar en aquellas frases y aquellos juicios condenatorios indicios racionales de criminalidad.


    * * *


    Hombre de la preparación de López-Meneses, bien pronto se especializó en la investigación antisectas, masonería, judaísmo, comunismo, y fue eficaz su labor en la formación de un servicio de confidencias del socialismo favorito del Gobierno. Magnífico aquel servicio que llevaba un teniente de la Guardia Civil retirado.

    Un día el servicio nos informó del acuerdo tomado por el comité de asesinar a cuatro personalidades sevillanas. Una, el laborioso y dignísimo sevillano don Pedro Caravaca, acababa de caer bajo las balas asesinas. A los otros tres, Eduardo Luca de Tena, Bonet y Víctor Ramos, yo personalmente les avisé el inminente peligro que corrían. Formulamos la denuncia a la Policía y a la Guardia Civil.

    Pusieron unos policías a los amenazados, pero ni una detención ni un impedimento a las reuniones en el antro criminal de la calle San Primitivo, 2.


    CAE EN LA CALLE EL PRIMER MÁRTIR

    López-Meneses era empleado de la casa de Ramos Catalina, cuyo gerente, don Víctor ya nombrado, era excelente carlista y cuidadoso patrono de sus empleados.

    Un día, a la salida de la fábrica, dejando a su puerta la pareja de policías, y acompañado de López-Meneses, que se había propuesto no dejarle solo mientras corriera tal peligro, unos pistoleros, por la espalda, lo derribaron a tiros, y huyeron sin que persona alguna de los muchos transeúntes, guardias incluso, acudiera en socorro del herido, ni en persecución de los malhechores.

    López-Meneses, descuidado de su propio peligro, atendió al moribundo que allí, en la acera de Capuchinos, a dos pasos de la fábrica, rendía su vida.

    En su entierro, reacción vigorosa de la opinión sana sevillana, tuvimos la satisfacción inmensa de impedir que el gobernador se colocara en la presidencia del duelo. El gobernador era Alonso Mallol, luego en el 36 director general de Seguridad, de siniestro recuerdo.

    Una anécdota revela mejor que un extenso relato cuál era la lamentable situación en aquellas épocas.

    Don Francisco López-Meneses no volvió del entierro de su principal y amigo íntimo. Su ausencia producía gran inquietud. Podría haber sido víctima de un atentado, o tal vez haber sido herido al mismo tiempo que Ramos Catalina y lo hubiera disimulado.

    Nos dimos a buscarle. La Guardia Civil de una brigadilla contra el pistolerismo que actuaba de buena fe, me dio la confidencia de que estaba detenido en la comisaría de policía donde ya habíamos preguntado y requerido siéndosenos negado.

    Entré en la comisaría ya sobre seguro, y so pretexto de ser abogado y llevar la representación de la infeliz viuda del asesinado, logré introducirme en la sala gabinete de investigación, y sorprendí una de las escenas de más fuerte indignación contra el abuso de autoridad que he presenciado en mi vida.

    El detenido –los sicarios le consideraban sólo retenido– alumbrándole la cara con fuertes focos, desconcertantes, le mostraban álbumes de fotos de delincuentes para que reconociera a los pistoleros. Así llevaban tres o cuatro horas, interrogando a un hombre afligido en máxima aflicción, sin haber dormido la noche intermedia, por la vela fraternal del difunto en el departamento anatómico; sin haber comido; sin haber podido comunicar a nadie la inicua y sospechosísima detención.

    Dominé mis nervios, porque la intervención en lo profesional es un magnífico sedante de impulsos, y para darme exacta cuenta de la maniobra que se intentaba, y cuando creí logrado el hilo, di un salto, me encaré con los agentes, les mostré en las caras mismas las portadas de los cuadernos de fotos que varias veces le habían estado mostrando sin que viera nunca a qué época se referían, y les reproché con la dureza que el caso merecía que en agosto de 1933 estaban indagando con fotos de hacía dieciocho o veinte años –el más reciente era de 1915–, y además coaccionándole para que concretara en personas que a la policía les convendría fueran objeto de la acusación para causar el conveniente despiste.

    Mis gritos –porque grité a todo plan– causaron la alarma hasta en el comisario, cuyo despacho no estaba lejos, y cuando yo cogí del brazo, enérgica y desafiantemente al querido amigo, víctima de aquella canalla oficial, un guardia, en la puerta de dicho despacho, me dijo, entre cortés y autoritario: “de parte del señor comisario, que haga el favor de pasar”.

    Yo le contesté: “Dígale que no quiero. Que con él ni detenido, si me detiene, tendré conversación alguna. Y dele este papel con el número de mi pistola Astra, que la policía me quitó indebidamente, pues que tenía licencia, en un registro; y que él, el señor comisario personalmente, vendió en quince pesetas al ratero Fulano de Tal, de cuyo poder la recogió la Guardia Civil, por la que conozco y tengo estos datos. Que no pido los tres duros, ni quiero la pistola, ni admito conversación con él”.

    (Repito que teníamos buen servicio de investigación, y ese dato magnífico lo llevaba yo ad cautelam siempre en un papelito en la cartera).

    Y marchamos, intocables, escaleras abajo. Un guardia de la puerta, sin duda alertado sobre la salida del detenido, titubeó, miró al otro guardia de arriba de la escalera, que nos veía bajar. Éste se encogió de hombros; el de la puerta saludó militarmente. En la calle estaban dos guardias civiles de paisano, los de la brigadilla, que nos habían ayudado y que se frotaban las manos de gozo.


    MAGNANIMIDAD DE ESPÍRITU EN LA PERSECUCIÓN

    “El Observador” se hizo eco de la general indignación en un artículo, “Derechos de ciudadanía”, contra la indefensión en que se vivía y contra la complicidad de la autoridad. Ex profeso se cuidó mucho la forma. No había punto alguno por el que pudiera ser sancionado el periódico. Pero se dictó nuevo procesamiento contra el director, López-Meneses, y esta vez bajo tribunal de urgencia, o sea, con prisión preventiva incondicional.

    Se celebró el juicio oral. Esa foto del queridísimo amigo, cuya memoria yo quiero brindar a las juventudes carlistas –se había destacado en la guarda de los conventos el año 31; salió con el Tercio de la Virgen de los Reyes, como requeté del de reserva, ya cumplidos los cuarenta; se le trajo del frente para la Intendencia del Tercio en la retaguardia y para continuar la investigación antimasónica; y fue siempre gran propulsor de nuestra prensa– le sorprendió en la sala de Audiencia. Así, entre dos guardias y esposado.

    Yo le defendí. La sala fue benévola dejándome desahogar malos humores contra el régimen, pero no pudo –repito, la legalidad era la de tribunal de urgencia– dejar de condenarle. El mínimo: un mes y un día.

    Cuando fui a la cárcel a comunicarle la sentencia, y que por haber extinguido la pena en la prisión provisional ya llevaba su libertad, riéndose, que era la constante expresión de su paz interna, no tuvo otro comentario que éste:

    – ¿Un mes y un día? ¿Y para esto tanto jaleo?

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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 7 de Marzo de 1970, páginas 8 y 6.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [VII]

    Felícito García Caballero: Obreros al Requeté

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Es verdad de a folio que no hay falsedad absoluta, sino que las causas erróneas contienen una razón de verdad, una razón de bien que es el captador de las voluntades. Porque el hombre no ama el mal como tal, sino en tanto el bien que envuelve.

    Así, aquella vastísima organización internacional, la Confederación Nacional del Trabajo, dentro de cuya estructura germinaba el anarquismo, no desconocía la dignidad del obrero como los esclavizadores sindicatos socialistas.

    De ahí el acierto del carlismo sevillano de constituir aquella agrupación gremial, con régimen cooperativo de producción en la construcción.

    De la Agrupación vino al Requeté, en su momento constituyente como Tercio de la Virgen de los Reyes y bajo la capacidad organizadora de su fautor Enrique Barrau, un albañil, en estimable categoría profesional, como quiera que había servido en Marruecos y traía el empleo de brigada de Zapadores: Felícito García Caballero.

    Carácter serio, aún adusto, pero de una resistencia inacabable para la broma. Aguante, se dice en el léxico humorístico. De ahí que en el Tercio, más que por su nombre, cuya acentuación unos cargaban en esdrújulo Felícito, otros en grave Felicíto, como es muy usual en la fonética andaluza, se le llamaba por el mote amistoso de “Tiriti”. ¿Porque, en su pretensión de amable bromear sobre los muy serios balazos, él los calificara de “tiritis”? Que oírlos bien los sabía oír y aguantar el que, como dijo Pérez Olaguer, y el P. Copado hace suyo, era “varias veces heroico”.


    SEVILLA “ARRISCADA”

    Sevilla tiene ante España un título de más enjundia patriótica que su tipismo sandunguero: su inconformismo con la tiranía, su rebeldía sublime. Fiel a los acuerdos de sublevación, el 10 de agosto respondió al llamamiento de Sanjurjo, y se rindió cuando quedó sola. Y, no obstante ese fracaso, dolorosísimo, de tremendas consecuencias, volvió a ser la primera –y esta vez no única– en el alzamiento del 18 de julio. Esa fecha, que ha quedado como símbolo glorioso, denota a Sevilla como pionera.

    Y al lado del heroico y todavía no bien agradecido general Queipo de Llano, un par de docenas de requetés pisaron la calle en desafío escalofriante. Todavía no se les permitió la boina roja, ya conocida por nuestros mítines, porque se la considerara en exceso provocativa, y porque ya al lado del general aparecieran otras tendencias partidistas. Los primeros días salieron con gorro del Ejército que se les diera en el cuartel de Granada.

    Entre ellos, con el acento en esdrújulo o en grave, pero muy gravemente dispuesto al título de “Tiriti”, Felícito García Caballero, ex brigada de Ingenieros, oficial de albañil, valiente muchas veces.

    Castejón, el primer comandante de la Legión que pasó a la península, y al que Sevilla debe tanto, llevó a sus órdenes unas secciones en la toma a la bayoneta de la Macarena, San Luis, San Marcos; asombrado del valor de aquellos muchachos, mandados ya por Enrique Barrau, dijo: “Quien no crea en Dios, que vea luchar a los requetés”. Don Antonio Castejón, de tan gloriosa hoja de servicios, conservó, y presumo que conserva, en su corazón, esa férvida admiración al heroísmo del Requeté.

    La medalla del 18 de julio, como las de Lopera y Sierra Tejonera, honraban el pecho de Felícito. Por méritos de guerra, tras una campaña magnífica, ganó las estrellas de teniente provisional.


    UN ILUSTRE Y VETERANO GENERAL DECLARA QUE NUNCA HABÍA VISTO NI MANDADO UNA INFANTERÍA MEJOR QUE EL REQUETÉ

    Los Tercios de Requetés andaluces merecieron, por su comportamiento en la toma de Mano de Hierro, la siguiente distinción del general Soláns, jefe del II Cuerpo del Ejército, en la orden general de 29 de marzo de 1938:

    “Al presenciar desde mi Puesto de Mando el avance más que impetuoso, arrollador de los Batallones 1.º y 5.º de Requetés de la 22 División, no he podido por menos de sentirme orgulloso de ser español. Llevo más de 40 años de servicio, y he asistido y tomado parte en más de un centenar de combates; durante todo el tiempo de mi permanencia en África, he mandado siempre fuerzas indígenas; pues bien, hoy me veo precisado a confesar que jamás he visto ni he mandado una infantería mejor. Vuestro avance, no inmediato a las explosiones de nuestra Artillería, sino metidos materialmente entre ellas, os han permitido llegar a las trincheras sin dar tiempo a sus defensores ni siquiera a ponerse en pie. Ello ha sido causa del copo total de la guarnición, y ello ha evitado asimismo que os hayan podido hacer numerosas bajas los enemigos, pero, en cambio, habéis soportado la de nuestra propia Artillería con valor rayano en heroísmo. Que Dios os premie vuestra abnegación y sacrificio, pues los hombres no disponemos de medios adecuados para premiar tan sublime comportamiento. Os abraza y os da las gracias en nombre de la Patria, vuestro General”.


    EL REQUETÉ DE RESERVA EN PRIMERA FILA. SE ACABARON LOS “TIRITOS” Y PARA FELÍCITO GARCÍA ESTALLÓ LA PAZ

    Por disposiciones militares, sin duda sabias y acertadas, pero concebidas, como todo lo inspirado por la prudencia política, en normas para lo ordinario y común, Felícito, por falta de título alguno académico y por exceso de edad, no pudo acogerse a las convocatorias para las Academias Militares o para la regulación de empleos de Villaverde.

    Es que el Tercio de Nuestra Señora de los Reyes tuvo la ilustre presencia de personalidades muy mayores: en la plana mayor de Redondo, su primer jefe, Tejera, don Domingo, don Fernando Contreras, más cercano a los sesenta que a los cincuenta, los dos heridos leves; don Jaime Carnevali y de Imaz, carlista benemérito, hijo del coronel de la escolta de Don Carlos en Valcarlos, incorporado al quehacer de la restauración tradicionalista de Sevilla desde los primeros días, salido en el Requeté de reserva con otros cuantos muy maduros boinas rojas, y que halló la muerte en un accidente de camión en el frente; y don Severino Arregui Olalquiaga, casado y con hijos, navarro glorioso que se incorporó al Tercio a los 62 años y encontró la muerte al poco, con el empleo de cabo, en Lopera. Está enterrado en la cripta del monumento-basílica a los Mártires de la Tradición de Pamplona, en uno de los cuatro ángulos que rodean los panteones de Sanjurjo y Mola; él, como el requeté más viejo, y representando la merindad de Estella.

    En contraste, Leoncio Barrau, un chiquillo, mandaba la sección de ametralladoras porque dos años antes, un crío por tanto, había sido de los que habían hecho en Italia un curso de oficial; de los de este Tercio, digno de mención por esa preparación extraordinaria, Eugenio Díaz Casado.

    Contraste, repito, con la edad de Joaquín Bilbao, de sobrenombre “el niño”; o un higuereño, mi paisano, escapado de su casa con 14 años; Alonsito Moreno de la Cova, escapado del colegio de El Palo de Málaga con la misma edad.

    El P. Copado, el mejor cronista de las campañas de los Requetés, cuenta de otro peque que, en plena noche de lluvias torrenciales, estando en su puesto de centinela, se extrañó el comandante de que estuviera mojándose a todo mojar teniendo el capote en el suelo, y que le dijo “es que lo tengo tapando la munición, que sería peor se mojara que me moje yo”.


    UN ALBAÑIL Y UN MARQUÉS

    El avance de los años, los fríos de las sierras infiltrados en el pulmón, y vuelta por segunda vez a los albañiles. La unificación había disuelto, como tantas obras grandes, la agrupación gremial. Alérgico a la protección oficial, su porvenir y el de su mujer y sus hijos estaba escrito: su palustre, su nivel y sus nuevos callos, y a la paz de Dios reintegrado en un clima laboral de abrumadora mayoría de vencidos que no convencidos.

    El mayor dolor de mi vida ha sido el de la deserción de unos pocos que, perdida la esperanza –no la fe, porque la creencia en la verdad del carlismo no se pierde, no sé si como rescoldo del fuego salvador o escozor del remordimiento; pero perdida la esperanza en el próximo triunfo–, buscaban victorias más facilonas –¡y qué tremendo desengaño han sufrido!– o se inmolaban inermes en el altar del dominador. Pero tanto como es de potente y encendido el amor a nuestros vínculos de ideales puros, ha sido para mí [doloroso] verles desplegar sus vacilantes y medrosas velas.

    Y paralelos a ese enormísimo desgarro del alma han sido los constantes estrujamientos espirituales, el totalitario encasillado discriminario de los nuevos encomendamientos: “afectos o desafectos al Movimiento”.

    Felícito García Caballero, que en su pobreza supo honrar su segundo apellido, que a su vez podría adjetivar caballero carlista, en dos ocasiones, aquí memorables, pudo medir la dimensión de lo heroico en su paciente sufrimiento:

    Una de ellas, como él lo contaba, era sufrir que sus compañeros o subalternos de construcción le gastaran la chunga malévola, impía, de llamarle: “mi teniente”. “Manda algo más, mi teniente”.

    La otra, en su triste final, su triste final en unas habitaciones desmanteladas de una casa en ruinas de la calle Doncellas, del barrio de Santa Cruz. Enfermo, pobrísimo, aceptando la caridad ajena.

    Por las Conferencias le visitaba un marqués y trataba con perfecta caridad, como es uso de esa benemérita asociación; pero un día incurrió, quizás inadvertidamente, en una inconveniencia:

    “¿Y los suyos, los requetés, qué hacen por usted?”

    El caballero carlista perdió la serenidad. Irguiéndose en su lecho le contestó:

    “Señor marqués, los míos, los requetés, son míos, no de usted. Se portan conmigo como hermanos. Usted no tiene derecho a tocar ese tema”.


    ¡OIDO A LA CAJA!

    Aunque la tónica de estos artículos es la exaltación de personajes carlistas andaluces representativos del carlismo de estas tierras, pero ya muertos, porque el sello de la muerte dentro de nuestra disciplina confiere la aureola de la verdad y la autenticidad, en éste, habiendo copiado la famosa orden del general Soláns, faltaría a la justicia si no consignara como nota que la gloria de esa acción memorable se debe al comandante del Tercio de la Virgen de los Reyes, don Ignacio Romero Osborne, marqués de Marchelina, actual presidente nacional de las Hermandades de Requetés.

    Lanzado al asalto como el más avanzado boina roja, recibió de nuestra propia artillería –artillero él, por cierto– la herida que le costó la pierna, y la gloriosa mutilación que padece. Cuando le retiraban en una camilla, mandó a los camilleros que pararan y le pusieran frente a la posición porque no quiso evacuarse sin conocer la terminación del asalto, que remató el teniente Vicente Romero Morante. Cuando éste izó la bandera española, el marqués de Marchelina permitió ser evacuado.

    Ni se concedió al Tercio la Laureada de San Fernando, ni al marqués y a Romero Morante la individual.

  9. #9
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 15 de Marzo de 1970, página 16.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [VIII]

    DE LA MONJA MARGARITA AL CIEGO VETERANO QUE MENDIGABA POR AMOR

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Más de una vez me confesó con timidez de sublime candor una hermana de nuestro Lamamié de Clairac, esclava del Sagrado Corazón, que cuando se preparaba para salir a la iglesia a la hora de la oración ante el Santísimo, al ponerse el velo del ritual del Instituto, que asemeja ante los fieles la pareja de adoradoras a los puros ángeles que al mismo tiempo rinden su pleitesía ante el Rey de los Cielos, se introducía bajo el otro velo, el negro, el de hábito, una boinita roja, de aquellas preciosas emblemáticas boinas de un par de centímetros de diámetro que nuestras margaritas confeccionaban y nos repartían para las solapas.

    Y que se presentaba así ante el Señor, como esclava adoradora, y tocada con la boina de margarita suplicante. Y se me quedó fija en la imaginación la bella presentación de la M. María Lamamié de Clairac de Salamanca, uniendo en mi hermanar carlistas de tan variadas y complejas diferenciaciones personales, pero unidos en los supremos y permanentes ideales sustentadores de la Causa. ¿Con quién hermanaba yo en mi admirativo pensar aquel gesto de la esclava fervorosa y humilde?

    Ésta es la bella historia –bella para mi emocionado mirar el fondo religioso profundo de nuestro ideal santo–, la historia de San Miguel, el ciego de las esclavas de Sevilla.


    MENDIGANDO UNA LIMOSNA DE LUZ ESPIRITUAL A UN MENDIGO CIEGO

    Allá por los años veinte y en mi juventud –eso de florida no le va bien–, juventud trabajosa y dura, consultaba una vez y pedía sus oraciones para un problema a mi confesor, santo jesuita, hombre de inmensa caridad pero aficionado a meter a sus dirigidos por trotes espirituales de la alta escuela ascética. O sea, como para hombres.

    Un día me dijo:

    – ¿No conoces a Miguel, el ciego de las Esclavas de la calle Cervantes?

    – Sí, Padre, le contesté. Muy frecuentemente, a temporadas diariamente, hago en esa iglesia la visita al Santísimo, y suelo dar la usual limosna al humilde ciego del vestíbulo.

    – Pues mira, ese cieguito es un alma santa. Consúltale tu caso y pídele sus oraciones.

    Años y años llevaba yo viendo allí sentado, en una desvencijada silla de enea, al ancianito ciego, que no solía pedir la limosna, sino que la tomaba cuando se le daba y la agradecía con sencillas palabras de aquéllas que todavía tenían vigencia en la gratitud del mendigo. Pero jamás le había mirado con caridad de más quilates que la de la “perra gorda”, medida de esa clase de caridades en uso por aquellas etapas del desarrollo.

    Llegué en su busca como las balas. No tan bala que no pensara por el camino: “Señor: es hermoso esto de pedir limosna de luz espiritual a un mendigo ciego. Pero Tú eres la verdad y la luz”.

    – Hermano Miguel… porque me ha dicho el Padre que se llama Vd. Miguel. Yo sólo le conocía de vista… (Sentí turbación al haber nombrado el sentido de que él carecía). Pero ahora sé que se llama Miguel y que es dirigido del Padre. Yo también. Él me encarga que le consulte un asunto del espíritu y le pida sus oraciones.

    De ahí salió una amistad. Repito, una amistad; y siguió creciendo en los años posteriores. Pero mi gratitud, mi amistad, no podía tener la modalidad personal de limosnas más cuantiosas, porque desde el principio me dijo que si quería que fuéramos amigos no le socorriera con cantidad alguna fuera de la despreciable moneda del acostumbrado socorro para el acostumbrado “Dios se lo pague”.

    Amistad, vuelvo a repetir, pero sin posible igualación; él, con su consejo de aquella vez, que luego quizás se repitiera en otras ocasiones, y yo, en defecto de virtudes, el desprendimiento de unas pesetas que dieran alguna comodidad en la vida y le librara, siquiera los días de frío, de pasar allí sentadito en su silla desvencijada el día entero.

    Porque le llevaba su hija, a cuyo amparo estaba acogido, y le recogía a la tarde. De vez en cuando, tentando con las manos las paredes y la puerta, hacía visitas al Santísimo, todo el día Manifiesto, alimentándose con una pobre comida que solía tener en una lata, al lado, en el suelo.


    LA PLENITUD DE LA AMISTAD ABRIÓ EL SECRETO DE LA PERSONALIDAD CARLISTA

    Un día me recibió gozoso:

    – Me he enterado que en esta misma calle han abierto los carlistas un centro, y que Vd. es el presidente. No puede Vd. imaginar cuánta es mi alegría. Paso por delante, y por los pasos que mide su fachada, que mi hija me avisa cuál es, comprendo que es muy pequeño, pero ¡un centro carlista en Sevilla!

    – Pero Miguel –le pregunté impresionadísimo–, ¿es Vd. carlista?

    – Sí señor, a mucha honra. Carlista y veterano de Don Carlos. Yo hice la guerra en Cataluña a las órdenes del general Savalls, y como jefe supremo Don Alfonso Carlos. Pero me casé, enviudé, perdí la vista… mi hija me tiene atendido en todo. Yo no necesito pedir. Lo hago por amor a Ntro. Señor Sacramentado.

    Me quedé estupefacto. Me asomé, más que antes ya lo hubiera intentado, a la santidad de aquella vida interior, y luchaba entre el respeto y la emoción que alternativamente me vedaban preguntar y me impulsaban a la indignación más extensa.

    Él siguió:

    – No necesito las limosnas para mí, porque mi hija, querido amigo, me tiene perfectamente atendido, pero las aplico a mis pobres.

    (¡A mis pobres! A los pobres del pobre santo).

    – Y comprenderá Vd. que hasta ahora no le haya descubierto que soy carlista, que fui voluntario de Don Carlos, para que no sufra menoscabo esa personalidad que tengo tan grabada en el alma. Quede la condición de mendigo –mendigo voluntario de Jesús Sacramentado– para Miguel Sancho, el ciego de las Esclavas.


    * * *


    ¿Verdad que este voluntario de Don Carlos viene a ser como el vértice de convergencia del lado vertical del ángulo, la mística candorosa de la monja carlista, y el otro lado, el horizontal, a ras de tierra, pero de tierra áspera y dura, de la ascética carlista de aquel nuestro insigne General navarro, Lerga, liberal, que acabó su vida, ya setentón, de picapedrero?

  10. #10
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 20 de Marzo de 1970, páginas 6 y 8.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR (IX)

    LA IMPRONTA DE LA REALEZA EN LAS ALMAS

    Escribe Manuel FAL CONDE



    SALUD, LA VETERANA

    En el rellano de la escalera de una casa de vecindad de la callecita Gandesa de Sevilla vivía una anciana ciega, muy necesitada por su pobreza y soledad, que visitaban las margaritas de la Conferencia de San Vicente, que tenían fundada para carlistas necesitados y para cuantos pobres podían acoger. De apellido de familia muy digna sevillana, aunque aquí nos interese su sobrenombre familiar porque los símbolos no tienen apellidos. Se llamaba Salud, y la conocíamos por “La Veterana”.

    Hermana de un voluntario de la guerra de los cinco años, ella, de niña, había conocido la guerra, y la parte en la misma de su hermano voluntario glorioso. Y profesaba nuestra fe carlista y su amor a los Reyes con fervor emocionante.

    Era visitante de Sevilla, de paso para Argentina, una joven hija de la Archiduquesa Doña María Antonia de Habsburgo y de un aristócrata mallorquín, tan ilustre por su linaje como por su acrisolado carlismo. En honor de la señorita, distinguida, bellísima y con trazas inequívocas de su egregio linaje que le atraían el título unánime de “La Princesita”, celebraban aquel día un círculo de estudios.


    UNA BUHARDILLA, CÁTEDRA DE CARLISMO

    Mas antes de asistir al mismo, quisieron ofrecer, a la venerable acogida a la conferencia, el honor y la satisfacción de esta visita.

    Entramos en la humilde habitación, y saludaron cariñosamente a la bien querida Salud la Veterana. Acto seguido me presentaron a mí. Paso por alto las frases de regocijo y de sincera humildad con que honró mi presencia y agradeció mi visita.

    Ahora era yo el presentador:

    – Salud: Esta señorita que nos acompaña se llama Blanca Orlandis Habsburgo. (Ésta la saludaba con un cariñoso beso).

    Dijo, mejor, declamó trémula, la ancianita, mientras tenía entre sus manos sarmentosas y besaba la de nardo de la Princesita:

    – Ah, pues tiene que ser hija de Doña María Antonia de Habsburgo, la hija de la Princesa Doña Blanca y del Archiduque Leopoldo Salvador, que casó con un carlista de Mallorca. Biznieta, por tanto, del gran Carlos VII, el Rey más grande que ha tenido España en toda su Historia.

    – Es admirable, interrumpimos todos, el conocimiento que tiene usted de la Familia Real.

    – Sí, señores, ¿qué menos puede pedirse al amor que tengo a mis señores? Allí, junto a la ventanita del cuarto (señalaba hacia el tragaluz del patio, única respiración y débil luz, para ella innecesaria) el retrato de Don Carlos. El vencedor de Lácar y Montejurra, augusto esposo del Ángel de la Caridad, que, faltando, porque voló al cielo, dejó un vacío que por nuestros pecados y divisiones Dios nos castigó con la segunda esposa, tan distinta de Doña Margarita.

    »Y al otro lado de la ventana, ahí tiene Su Alteza, a su hijo el Rey Caballero, nuestro Don Jaime III. Y más allá Don Alfonso Carlos, el defensor de la Puerta Pía como zuavo de Pío IX, el conquistador de Cuenca».

    (Señalaba tres cuadritos con fotos, tamaño postal y molduras escayoladas barrocas. Y no paraba de alabanzas y encomios de los augustos Señores, colmándolos de expresiones de amor y de frases de reverencia. Su voz se hacía trémula por la emoción y el llanto, y su mano blanca como el marfil rimaba con las frases en bella mímica).


    EL CÍRCULO DE ESTUDIOS DE LAS MARGARITAS. MARGARITAS POLIZONES

    No logro recordar si la ausencia del conferenciante fuera debida a imprevisión en contar con él, o que tal vez fuera el benemérito don Domingo Tejera, que, como nos oyera comentar la visita acabada de realizar, desistiera de dar la charla proyectada y me hiciera darla yo para dar cuenta de la emotiva escena.

    Es importante, para la significación del tema que encabeza este artículo, consignar que su efecto sicológico en el numeroso auditorio fue debido a su propia virtualidad, sin preparación alguna personal mía ni el más elemental resorte oratorio.

    Para presentar a la Princesita era obligado informar de cómo conocí yo a su egregia madre y sus dos hermanas, más el pequeño y encantador Juanito Orlandis. Fue a mi paso por Palma, rumbo a Menorca, conducido caballerosísimamente por un capitán de la Guardia Civil, y despedido en el muelle por una inmensa multitud de carlistas, presididos por el queridísimo jefe regional don José Quint Zaforteza; y en primera fila, junto a la compuerta del Jaime, de paisanos, el capitán general don Juan Bautista Sánchez, el que a tantas victorias condujo a los requetés navarros, el modelo de vanguardistas seguros y eficaces, y el gobernador militar, el entusiasta carlista don Alejandro Utrilla, inspector de los Requetés de Navarra en la conspiración y en el Alzamiento, jefe del Tercio de María de las Nieves.

    Cuando ya la rampa de acceso rodaba separándose de la embocadura del barco, Blanquita, todavía niña, pero ya bellísima, saltaba por ella, y salvando una no pequeña distancia, embarcó de polizón.

    “Polizonas” ya llevábamos desde Alicante, dos margaritas abnegadas, Sara Peris y Pilar Sendra, valencianas, avisadas secretamente por la duquesa de Osuna de mi destierro, y que –yo creo que con la complicidad del capitán del Jaime, que era carlista– me las había encontrado en el barco al despegar de tierra. Ellas me acompañaron a Menorca, y me instalaron en el inolvidable pueblo, tan bello como óptimo, de Ferrerías.

    Blanquita nos había acompañado, y al regreso del barco quedó en Palma al regresar las margaritas.


    LA REALEZA, TEMA DE LA MÁS FÁCIL Y FLUIDA IMPROVISACIÓN

    Les relaté la visita a Salud la Veterana. Los resplandores de Loredán y de Puchheim iluminando una buhardilla. El amor delirante de la venerable ancianita. La iconografía real en aquellos pobres cuadritos. Doña Margarita, don de Dios, y Doña Berta –¡pobre señora!–, castigo de Dios por nuestros pecados y divisiones. La inspiración, el brotar de emociones ante una casi niña de sangre real, biznieta del gran Carlos VII.

    ¿Qué fenómeno sicológico es éste? ¿Qué semilla de los más profundos amores del pueblo español? Me preguntaba.

    Pues bien, para contestarme expliqué poco más o menos esto:

    Santo Tomás, no obstante pertenecer como nacional a una república, y ser republicano el régimen de la mayor parte de los Estados que le estuvieron próximos, es clara y manifiestamente partidario del régimen monárquico. Por la estabilidad de la sucesión hereditaria, por la ejemplaridad de las relaciones de las dos potestades religiosa y civil, y por el vínculo del amor entre rey y súbditos.

    Y, entrando en materia, expuse aquella tesis de Santo Tomás según la que Dios reserva a los reyes, por haber sido lugartenientes suyos, un premio especial en la otra vida. ¿No podrá pensarse que es cosa de Dios, como anticipación de ese especial goce celestial, este amor especial, singular de sus súbditos?

    Amor filial, sí. Pero más, porque a los padres se les deja [para] ir a servir al Rey como encarnación de la Patria.

    Amor de súbdito, sí. Pero no de un súbdito cualquiera, como el de las Repúblicas, porque a cualesquiera otras autoridades se les exige inexorable responsabilidad, mientras que los errores del Rey como persona, sus mismas flaquezas humanas, se le disculpan si la institución real queda inmune.

    Esa institución es la Realeza. Y la Realeza es fecunda de amor y fervor aún sin Rey, aún con los Reyes proscritos, como era la prueba, la tremenda prueba más que secular del carlismo.

    Suplan los lectores cuanto aquí cabía explicar, y con cuánta razón hemos dicho que es el tema de más fácil improvisación.

    Realeza, seguí, aún en interregno, aún vacante la Corona mientras la Regencia hacía la designación del Príncipe de mejor derecho que retrotraería la sucesión al tiempo de la muerte del glorioso Don Alfonso Carlos.

    Pero es que estábamos en los años de ausencia del Príncipe Regente, que casi durante un año entero nadie supo de si vivía ni, caso afirmativo, su paradero. (Luego habíamos de conocer su riguroso incógnito nueve meses en el tremendo campo de prisioneros de Dachau).

    Estábamos, pues, huérfanos, y yo, el hermano mayor, guiando la Comunión, verdad que con valiosísimos jefes regionales, pero sumidos en la mayor angustia.

    Seguía, no obstante, la Realeza inspirando las emociones más hondas. “¿Qué es el Rey?”, me preguntaba. Para contestarme, tras una razonada definición de caracteres, con esta tremenda afirmación: “El Rey es un hombre por el que se puede morir”.

    “¿Qué es la Realeza?”. Seguí preguntándome.

    Un resplandor de la grandeza moral del Rey, del que esa belleza de la Princesita es un destello.

    Una unción, acabé, como carisma de Dios, anticipación de la gloria celestial especial que tiene reservada a sus lugartenientes. O si ese concepto puede parecer atrevido y confundirnos con las Realezas de derecho divino que nosotros reprobamos, admitamos que con toda propiedad podemos definir que “la Realeza es en lo humano el más puro embeleso espiritual”.

    “Unción, si no como carisma de Dios, como esa pequeña vela de las embarcaciones para cuando todo el velamen ha de arriarse porque el huracán lo destrozaría y volcaría la nave; la vela unción, solita en la proa, aprovecha el vendaval, mientras más fuerte mejor, para salvar el barco. En la proa de España está haciendo falta la Realeza”.


    * * *


    Yo me había abstraído más de lo necesario. No me daba cuenta que el fluir de conceptos y emociones estaba causando ese “soniqueo” de las narices en el llorar suave de las mujeres, que llenaban el amplísimo salón. Pero es que delante de mí, don Domingo Tejera estaba tomando notas escribiendo con lápiz-tinta (todavía no andaban los bolígrafos), y que en las cuartillas se estaban formando grandes manchas por el pasar del lápiz por las lágrimas que le caían sin cesar.

    Por instantes, me vi a mí mismo presa del contagio. Tenía que defenderme. Acabé súbitamente.


    EPÍLOGO

    Al regreso de un viaje me enteré que la insigne Salud la Veterana había muerto, y que en sus últimos momentos había encargado a las buenas vecinas que la acompañaban que los cuadritos de los Reyes de sus amores me los dieran a mí. Porque no quería fueran a manos de quienes no los estimaran.

    ¿Ves cómo la unción de la Realeza es un carisma de escogidos?

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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 5 de Abril de 1970, página 16.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [X]

    DON ANTONIO GIL BUENO (I). Convicción, actividad, eficacia.

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Imposible condensar en un artículo la multiforme personalidad de Don Antonio Gil Bueno: su amplísima aptitud para las más arriesgadas empresas de ideales; los más acusados contrastes entre la profundidad de los más aquilatados sacrificios y las más abiertas alegrías de la gracia de su tierra.

    Adorador nocturno y ferviente reparador, como en la misión que dispuso el Cardenal Ilundáin en el Aljarafe en reparación de una profanación eucarística, guiando y conduciendo los rosarios de la Aurora, entre el estilo flamenquísimo de los «campanilleros», fácil era oírle el temblor de la voz cantando

    «En Tu Cruz nuestros pecados Te clavaron»

    Pero en otra misión por las Conferencias de San Vicente de Paul, en la cárcel provincial, en la que, cuando salían los presos del confesor, solíamos ofrecernos a ayudarles a rezar la penitencia, Antonio Gil le preguntó a un gitano: «¿Qué penitencia le ha puesto?». Y contestó el cañí: «Seis años y un día».

    ¿Buscaba él estas chanzas jocosas o le saltaban pintorescas a su paso?

    ¿Era el mismo o se había fundido en distinto molde, el cofrade del Cristo de las Penas, descalzo y silente, y el de pocos días después en la caseta «El 85» de la Feria o en las marismas de carretas boyeras destino al delirante Rocío?


    ERA EN TODO EL SEGUNDO, EL TERCERO Y EL CUARTO

    Su intuición genial, su abnegación plena, su repentinización agilísima nunca le llevaron a cargos principales. Fue, por esencia y característica de su vocación de servicio, el colaborador anónimo modelo.

    Defendiéndome yo en cierta ocasión de un homenaje –mi alergia a los homenajes no es por humildad sin llegar a máximo orgullo. Es por sentido de justicia a los colaboradores anónimos– derivé en pro de tres admirables carlistas sevillanos: Enrique Grande, el tesorero del Centro de calle Alfonso XII, al que le preguntábamos si asaltaba Bancos para sostenerlo; Enrique Barrau, el alma del Requeté andaluz; y Antonio Gil, el que estaba en todas las juntas, en todas las comisiones, en todos los bollos, pero siempre de segundo, de tercero y de cuarto. De primero, otros.

    Nunca la humildad y la sencillez de su carácter le atrajeron dicterio humorístico que le asemejara a lo infantil y, en cambio, su sagacidad y su mano izquierda le acarrearon el calificativo de anciano decrépito, viejo zumbón.


    SE ESCURRÍA, COMO UNA ANGUILA, ENTRE LAS MANOS DE LA POLI

    Así resultó, en múltiples veces, que no había zafarrancho carlista en que no estuviera implicado, si no formaba parte de su más eficaz cuadro conspirador, y luego, por arte mágico de su astucia, burlaba la represión.

    Dos ejemplos:

    En la conspiración de Agosto de 1932 en Sevilla, estuvo metido en todos los órdenes civil y militar. Aquel día lo pasó en grande viendo derrocada la República, y aquella noche él fue el enlace con quien el Marqués de Sauceda, Gobernador Civil de Sanjurjo, me avisó que todo había fracasado, y durante toda la noche fue mi gran elemento para quemar u ocultar lista y ficheros, poner a salvo a los más comprometidos carlistas; y luego quedó él en libertad, pero siendo el principal auxiliar en nuestras prisiones; en mis archivos, previniendo los registros que se me hicieron; en los preparativos y ambiente social ante el proyecto oficial, luego frustrado, de llevarnos a Villa Cisneros –¡qué serenatas aquéllas en proximidad de la vieja cárcel del Pópulo en las noches de septiembre!–; en la preparación de las evasiones de tres jefes militares de la prisión militar de la Plaza de España. Antonio Gil era el imprescindible.

    Otro ejemplo: En la carlistada, a grito suelto, de San Javier del año 1945, en la plaza del Castillo, Antonio Gil gozó a sus anchas.

    (Entre paréntesis: pasados los años ya puede serme permitido declarar que ni Don Javier, Regente, ni yo, su Delegado, la habíamos autorizado. Simplemente para no malgastar a la Navarra carlista magnífica. Dos miembros de la Junta Nacional, sus promotores contra mi expresa oposición en nuestra intimidad, ya hoy están fuera de nuestras líneas. El error táctico nuestro permitió al Ministro don Blas Pérez aquella insidiosa acusación del «falcondismo recalcitrante». Indefensos, por la falta de libertad de prensa, de prensa y de todo, no pude rechazar la especie).

    Terminada la manifestación y sus desórdenes, la policía empezó las detenciones. La pista de hoteles y fondas era segura para atrapar carlistas venidos de fuera.

    Antonio Gil, en el cuarto de un hotel, preparaba la maleta. Entró la poli intimidándole:

    «¡Alto! ¿Qué hace Vd.?».

    Contestación meritoria para un doctorado cara dura honoris causa:

    «¿No lo está Vd. viendo?» –señaló unas botellas de vino que había puesto sobre la mesa para ordenar la maleta, en la que ya había guardado la boina–. Y siguió: «Representante de vinos de Jerez que se va porque con estos bochinches no se puede trabajar».

    «Tiene usted razón. Usted perdone».

    Y se fueron.

    También desapareció el supuesto representante de vinos, pero no a Jerez, sino a ganar distancia para poder volver a los dos días a interesarse por los detenidos. Nuestro largo centenar de detenidos.


    MIEDO PA´ PARA´ UN TREN

    Desde que en los años veinte nos hermanamos en las propagandas religiosas y de caridad, pasando por nuestra integración en la disciplina carlista en 1930, hasta su muerte en 1966, los momentos de más intenso dramatismo, sobre el que flotara su alegría congénita, fueron los del inicio de la malhadada República.

    El naciente Requeté velaba iglesias y conventos. Pero la noche del 15 de abril, anunciada que estaba la proclamación del soviet en una concentración magna en la plaza Nueva, quedamos fuera de las casas religiosas dos o tres parejas, para entre la multitud defender mejor desde fuera lo que fuere menester.

    Antonio Gil y yo formábamos pareja. La Guardia Civil, que todavía lo era, disolvió la enormísima concentración a tiro limpio. Lo pasamos mal. Debíamos mantenernos en la calle entre los grupos dispersos, entonces más peligrosos para las casas religiosas.

    Así, en La Campana, por mano del diablo, nos vimos envueltos en un crecido número de presidiarios, que aquella mañana habían soltado los manifestantes proclamadores de “La Niña”. En La Campana nos vimos envueltos en un tremendo tiroteo entre la Guardia Civil y los comunistas. Al escapar de aquel horquillamiento nos dimos de cara con la Guardia de Seguridad que perseguía al grupo de presos, nuestros inevitables compañeros de aventura.

    Corrimos por la calle Sierpes. Pero ellos, corrían velozmente, sí, pero haciendo increíbles zig-zags para cambiar a los guardias el blanco. Antonio Gil, en el acto, les imitó, les mejoró y les ganó terreno. Yo quedé el último. Torpe, pesadote, a la velocidad que podía, pero en línea recta. La sección, que luego resultó mandaba un teniente tradicionalista, el teniente Trigo, me obsequió con toda su función de artificio. Se comprende que tirarían al aire o al suelo.

    Casi al tiempo que yo, entraron los guardias en el Centro de Telégrafos, hoy Círculo de Labradores. Causaban asombro las caras de los forajidos. Tanto que, al verlos irrumpir en el patio del edificio dos señoras, madre e hija, que habían salido a celebrar una conferencia telefónica por telégrafo, que era modalidad que entonces había, la madre cayó desvanecida en los brazos de Antonio Gil que, a cara descubierta frente a la turba insolente, hizo ademán de ampararla. Yo me incorporé en el acto a su actitud, y tan pronto me reconoció el teniente, mientras los guardias esposaban aquella gente, nos ampararon para que acompañáramos a las cuitadas a su casa.

    Al día siguiente en casa, ante mi mujer y los P.P. Jesuitas que teníamos refugiados, contamos la escena y sus impresiones:

    «¡Sinvergüenza, le dije, tú antes de carlista has sido presidiario fugado de la cárcel, porque había que ver cómo corrías! ¡Mejor que ellos!».

    «¡Sinvergüenza tú, me replicó, porque en el reparto de las señoras de los patatús, yo cargué con la madre, pero la niña te la reservaste tú».

  12. #12
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 7 de Abril de 1970.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XI]

    La sal de la isla de San Fernando y la gracia de isla Cristina se encuentran

    Escribe Manuel FAL CONDE


    – y II –



    No sagacidad socarrona, sino viveza de lince. Un gracioso incidente; a la memoria, a la vez, del insigne general, bilaureado, gloria de nuestra Cruzada, don José Enrique Varela Iglesias. Había éste conocido y admirado al carlismo militarmente al encontrar en la Escuela Superior del Ejército alemán, como prototipo de campañas militares, las de Zumalacárregui y la expedición del general Gómez.

    Ahora el mundo militar vuelve a la admiración por las guerras. Ya Varela, en esos primeros años del treinta, adquirió, por esos estudios en Alemania, el conocimiento del valor estratégico de esa táctica, y luego la tomó como meta en su Ordenanza Táctica del Requeté.

    Pero su carlismo ideológico lo debió a la cárcel. Los presos militares, sus compañeros de prisión en San Francisco el Grande o en Guadalajara, le metieron muy honda esa convicción. Dignos de especial relieve los queridos amigos sevillanos, entonces comandante y capitán de Artillería, Onrubia y García de Paredes.

    Estábamos en el 34, en plena conspiración. Un día vino a Sevilla para tratar conmigo determinados puntos. Su novia de los años jóvenes, una distinguida señorita sevillana, me avisó su llegada.

    Yendo yo para su casa, vi un policía que rondaba. Derivé por otro camino, y desde un teléfono le avisé encargándole que lo acompañara a casa de este modo:

    “Mariquita: tú sabes donde yo vivo, Bailén, 6, pero no sabes que mi casa tiene una salida por su parte de atrás a un callejón de servicio de ésa y de otras casas de la misma calle. Mira: cuando hayas logrado despistar al poli, te sitúas en la plaza de la Magdalena, y tomando por la calle Murillo, dirección a la de Bailén, antes de ésta, a la derecha, según marchas en ese sentido, hay un callejón sin salida…”


    … … … … … … …


    “Sí, criatura, un callejón sin salida. Os metéis por él, y la última puerta a la izquierda es la trasera de mi casa. ¿Enterada?: callejón a la derecha, y puerta a la izquierda”.


    UN CONTRATIEMPO

    Pero al aproximarme yo a mi casa, al pasar por esa calle Murillo, vi que la casa anterior a la mía tenía albañiles, y su puerta de acceso, un portalón igual de ancho que la callecita, estaba abierto, con lo que la última puerta a la izquierda era una fondita en la que había elementos peligrosos.

    Entré en casa indeciso sobre lo que sería mejor para evitar aquel mal tropiezo cuando… Antonio en la cancela de Bailén. (Solíamos decirle que, o tenía pacto con el diablo, o si era el ángel de la guarda el que le deparaba tales oportunidades; tenía que ser un ángel gitano –ánge– con estudios especiales).

    – ¡Antonio!, volando, échate por estas calles de la Magdalena, y al coronel Varela y su novia mételos por el callejón, pero cerrando la puerta de la fonda de al lado, que está obstruyendo el paso y confundiendo.

    – Pero si yo no conozco de vista al coronel.

    – Pues a Mariquita.

    – Tampoco.

    – Pues es necesario que te espabiles. Que esta tarde se te ve la vejez a leguas. ¡Por olfato de podenco! No hay tiempo que perder. Les despistas del policía y los metes por el callejón.

    Salió con ese paso de burlerías que usaba en las ocasiones solemnes. Yo abrí con la llave la cancela trasera, apagando la luz del despacho.

    Poco padecieron mis nervios. Pronto apareció en el despacho el coronel, con los ojos más desparramados que en una descubierta en los campos africanos que le conquistaron dos laureadas.

    Ya le sobrecogió el golpe de cancela que cerrara Antonio desde fuera, dejándole a él encerrado dentro. Pero de signo contrario su sorpresa al aparecer yo encendiendo las luces.


    EL DESENLACE

    Aquí la sensacional revelación de José Enrique Varela Iglesias:

    – ¿Pero quién es este tío? Mira lo que nos ha pasado, como para reventar de risa.

    »Nos pusimos a dar vueltas hasta que nos pareció que habíamos despistado al poli. Y ya en esa calle, que dice Mariquita que se llama Murillo, y rápidamente, nos metimos por un callejón a la izquierda y en la última casa de la derecha. Y…»

    – No sigas. ¡Horrible!

    (Porque en ese callejón opuesto al mío, que ya hoy ha perdido toda su fisonomía y ya no existe, la tal casa, entonces la última a la derecha, no era una santa casa).

    – Al ver aquellas mujeres –siguió el coronel– el despiste en que estábamos, nos dijeron: “Ustedes se han equivocado”. Y cuando salíamos, imagínate en qué grado de turbación, un tío relámpago me cogió por el brazo y me dijo: “Usted, sígame, y usted, señorita, puede irse a su casa”. Me dejé detener, como mal menor, como manera de salir airoso de aquella turbación. Pero al conducirme aquí, veo que es elemento tuyo…

    Volvió Gil Bueno, ya por la puerta principal, después de haber tranquilizado a la señorita María que caminaba hacia su casa, y comprobando que no había moros en la costa.

    Los presenté. Se juntaron la sal de la Isla –San Fernando– con la de Isla Cristina, patria chica de Antonio Gil. Se dijeron lindezas. Se dijeron lindezas reventando en carcajadas.

    – Pa´ meterse a policía se necesita tener cara de persona decente.

    – Pos pa´ llega´ a coronel se necesita no equivocar las vueltas a la derecha y a izquierda.


    TODO ÉL Y TODA SU VIDA AL SERVICIO DE LA CAUSA

    Vano intento sería el de una biografía. Mejor esta síntesis: Todo su genio, toda su constancia, toda su maravillosa intuición, estuvieron siempre al servicio de la amistad; de la familia; de la Comunión, no mixtificada con unificaciones ni distingos; de la Dinastía única Legítima, y todo ello sublimado por su pobreza espiritual y por su abnegado sacrificio al servicio de Dios.

    A mis queridos Gil Dauphin, en recuerdo de su buen padre,
    mi amigo entrañable: El carlismo es alegre porque es la verdad y es vida.

  13. #13
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 23 de Abril de 1970.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XII]

    DON JOSÉ DE LA PUENTE APECECHEA. UN DELEGADO DE REQUETÉS HEROICO (I)

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Tiene el Guadiana más remoto origen que el de las lagunas que la geografía española denomina Ojos del Guadiana. También el Tercio del Rocío proviene de acontecimientos anteriores a la presencia heroica de los Requetés de Huelva, mandados por el teniente Guillermo Poole de Arco, en la toma de Riotinto el 26 de julio de 1936, donde fue herido y donde encontró gloriosa muerte el primer mártir del Requeté de Huelva, Jerónimo Pajarón; que, no tardando, habían de constituir unidad militar independiente, mandada por el, en verdad, insigne comandante don Pedro Pérez de Guzmán, que llevó al Tercio a grandes victorias en Córdoba y Extremadura, conquistándole medallas militares colectivas, y atrayendo su acertado mando que las corporaciones de Huelva pidieran para él la laureada.

    La titulación y dedicación a la Virgen del Rocío, tiene en este Tercio mayor sentido que el que animó e inspiró en toda España esa plétora de homenajes y consagración a la Madre de Dios. El Tercio del Rocío, además de esa ferviente devoción, confesaba que en el acontecer histórico quedó virtualmente constituido como guardia y defensa de la Blanca Paloma en este hecho ocurrido los primeros días de marzo de 1932; vigoroso, potentísimo levantamiento popular contra las autoridades republicanas, que restableció la confesionalidad rociera del valiente pueblo de Almonte.


    ¡ALMONTE POR LA PALOMA BLANCA!

    Así encabezaba “La Unión” de Sevilla una extensa y vibrante información sobre los sucesos de la víspera, en su número del 3 de marzo de 1932. Y ninguna síntesis mejor que la copia de los grandes titulares de la crónica periodística:

    “Cumpliendo acuerdo capitular, se arranca de la sala de cabildos una imagen en cerámica de la Virgen del Rocío, y los almonteños, en un desborde de fervor por su Virgen, obligan a que el cuadro sea de nuevo colocado en el salón de sesiones”.

    La sociedad española está engolfada en el sueño de la amnesia. Nada del pasado. No memorar la sustancia impía que contenía, y desde los primeros momentos proliferó, la República del pacto de San Sebastián.

    Pero en toda España el objetivo de ataque y destrucción fue la Iglesia, la religiosidad del pueblo español, la familia cristiana, la educación católica.

    En Almonte no fue un veterano carlista –como de pluma maestra relataba en un bellísimo artículo Lola Baleztena– quien levantó la bandera de la rebeldía contra las autoridades impías que mandaron quitar el crucifijo de las escuelas, sino que fue un futuro requeté del Tercio del Rocío.

    Juan Jiménez Malavé; pero “si quié usté que guerva la cara cuando me llame, dígame er Cabayero”. Así contestó al redactor de “La Unión” que le entrevistaba.


    “ER CABAYERO”, HEROE DE UNA EPOPEYA POPULAR

    Al grito desgarrador de la limpiadora del edificio del Ayuntamiento de que habían quitado el cuadro de azulejos de la Reina de la marisma de la sala capitular, el vecindario se levantó. Se levantó en armas de protesta y reivindicación del honor de Dios. El alcalde y los concejales republicanos y socialistas que habían acordado tal atentado huyeron como almas que se lleva el diablo. Sus familiares se ocultaron como mejor pudieron.

    La manifestación popular hubiera producido los excesos que son propios de todo desorden. El ordenador del “desorden” fue “Er Cabayero”. Acción intrépida, pero con cordura y sensatez.

    “Cerremos el Ayuntamiento”. Y así se hizo cuidadosamente. En la conferencia telefónica con el Gobierno Civil, preguntó: “¿A quién entrego la llave?”. Y, tal como le contestaron, la entregó al comandante del puesto de la Guardia Civil.

    Segunda medida, ésta sancionadora con un poco del destello del talión: recorrer las casas de los munícipes, con todo comedimiento, y retirarles todos los cuadros de la Virgen que fueron encontrando abundantísimos. ¡Oh sarcasmo de la política socialista y republicana! Y con los numerosísimos y grandes cuadros que recogieron, recubrieron, materialmente forraron –yo, que acudí con Lamamié de Clairac y Tejera tan pronto supimos el gesto rociero, pude verlo, y así consta en las fotos de prensa– todas las cancelas del magnífico pórtico del atrio cubierto de la Casa Consistorial.

    “Er Cabayero” montó la guardia.

    Cuando el 18 de julio España hizo lo que cuatro años antes había realizado Almonte, esto es, ejercitar un sagrado derecho de defensa contra la agresión injusta a la fe y a la sociedad, Juan Jiménez Malavé se incorporó al Requeté de Huelva y fue de los fundadores del Tercio de la Virgen del Rocío.

    Boina roja en el Tercio, valiente, disciplinado, querido de todos con su nota personal indicativa del flaco en que podían descargar las bromas: que tenía unos pies tan descomunales que no había botas de su medida en la Intendencia ni en el comercio. Necesitaba zapatos de artesanía. Cuando se le rompieron las botas con que se alistó voluntario, destrozados sus pies, tuvo que seguir sirviendo, pero en la cocina, con los pies vendados con mantas y trapos. Y así otras veces.


    LA PROVIDENCIA MARAVILLOSA DEL TERCIO

    La organización de los Tercios, en lo militar obra del general Varela, su práctica demostró que era buena. Lo político y lo civil estaba encomendado a los delegados del Requeté. Lo técnicamente militar a los jefes e inspectores militares.

    Esa diferenciación era una muestra, una más de miles, de nuestro respeto y reverencia al Ejército. El Ejército español, glorioso por su historia y porque, cuando temporal o circunstancialmente desmerece de su nobleza como el que sirvió a la República roja, es, además de glorioso el que sigue leal a España, glorificado por la sociedad española, que se precia de su brazo armado. Señal de esa glorificación españolísima del Ejército es la que dio en todo momento el Requeté antes y en la guerra, y después de la guerra, y ahora y siempre.

    Bueno es que alguna vez se recuerde, cuando no sea más que para alivio de desmemoriados.

    En la ímproba tarea de los requetés combatientes, el brillo, la gloria, la recibieron los jefes militares, que no pocos debieron al heroísmo idealista sin igual, sus ascensos y sus recompensas militares. El honor del mérito guerrero de nuestros Tercios ha recaído, y de ellos nos congratulamos, en militares ya profesionales antiguos, ya nacidos para esa dignísima vocación en la guerra misma.

    Pero los rectores callados y constantes del Requeté han pasado a la historia con pena, con muchas penas, pero sin gloria.

  14. #14
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 24 de Abril de 1970.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XIII]

    DON JOSÉ DE LA PUENTE APECECHEA (II)

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Con tal carácter levantamos sobre nuestras palmas al delegado del Tercio del Rocío, cuyo nombre, limpio, honestísimo, cristiano viejo, encabeza este artículo.

    Tendría que enaltecer al propio tiempo al capellán celosísimo Padre Barbera, o al dignísimo jefe de Huelva, don Ricardo Fernández de Córdova, pero se sale de mi propósito tomar como símbolos de las desconocidas virtudes del Requeté a personas, incluso amigos muy queridos, que viven. El bailar el agua a los vivos, y besarles las plantas si tienen altos cargos, es servidumbre de la actual patología social.

    Don José de la Puente, Pepe Puente para sus amigos, ya goza de Dios. Cuando el 1.º de septiembre de 1946, a los 66 años, y víctima de esa tremenda señal de la impotencia de la ciencia humana, el cáncer, que a tantos nos hermana, los ex combatientes del Tercio del Rocío, invadidos de una pena muy honda, proferían este unánime sollozo: Hemos enterrado un santo.

    Porque Pepe Puente moría total y absolutamente pobre. Falto de hacienda y hogar, muerto un hermano bondadoso que le había tenido recogido en su casa, y como quiera que no habían tenido hijos él con su heroica esposa doña María Morales Suares, vivían últimamente recogidos en el edificio de Huelva que había sido cuartel del Tercio de Requetés del Rocío. Donde él había prodigado sus generosidades, que en función de caridad fraterna le ofrecía un techo.

    Puente, gran caballero, había sido rico. Retirado de los negocios y de la explotación agrícola, tenía cierta cartera de valores cuyas rentas le permitían una vida cómoda y segura.

    Devoto de la Reina de la marisma, explotó, como los queridos amigos carlistas onubenses, al iniciarse la Cruzada. Sus 56 años no le permitían alistarse en los Tercios nacientes, pero desde los inicios se constituyó en proveedor de sus unidades.

    Así, al separarse el Tercio de la Jefatura de Milicias de Huelva, bajo el mando militar, de gratísima recordación, del comandante don Carlos Ponce de León, al hacer una de sus visitas don José de la Puente en el frente de Córdoba, y ver a los muchachos sin ropa interior para cambiarse, y ateridos de frío por falta de tabardos, él vistió y proveyó de todo a las unidades.

    Sus siguientes visitas al frente eran ocasión de exaltaciones delirantes. En una de ellas llevaba, con delicadeza paternal, unas botas para Juan Jiménez Malavé, cuyos piesazos sangrantes llevaba entre pedazos de mantas liadas con cuerdas. Al verse “Er Cabayero” así atendido –ya posteriormente siguió siéndolo de la providencia del delegado del Tercio– se abrazó a su bienhechor colmándole de besos y bañándole en lágrimas.

    Mas como durante algún tiempo no llegaran las pagas ni de oficiales ni de boinas rojas, don José suplió, cuidadosamente, más bien por diligencia de Fernández de Córdova que suya, de formalizar esa cuenta y sus justificantes, pues se les había ofrecido pagarles. Pero la unificación política, que fue lucrativa para los absorbentes, no tuvo la misma eficiencia para atender nuestras deudas.

    Así, don José de la Puente fue día a día empobreciéndose. El verbo enriquecer –a los compinches; o enriquecerse en reflexivo, muy reflexionado– se conjugó aquellos años entre himnos y desfiles patrióticos. El verbo empobrecerse se nos respetó en gloriosa exclusiva. (Dice el P. Prior que bajemos a la huerta, que trabajéis, y que subamos a comer).

    Empobrecido don José de la Puente, lo maravilloso de este hombre admirable es que siguió siendo de tan heroica generosidad con los requetés. Dos anécdotas que ilustren esta página de honor al carlista heroico.

    El amor es recíproco. En la tremenda orfandad en que quedaron nuestros muchachos al acabarse la guerra, siguieron acudiendo al insigne protector. Sólo Dios sabe los límites, si tuvo límites, del heroísmo de este gigante de caridad. Alguna vez se supo por amigos que la comida del día la habían dado a unos requetés necesitados.

    Otra anécdota, que al par revela la serenidad de espíritu de este hombre. Él, a fuer de caballero y haciéndome una confidencia que ya puedo tener por cancelada, me lo contó.

    Un día llegó un requeté al que desahuciaban por falta de pago. Le socorrió con lo poco que ya quedaba de su ajuar, los cubiertos de plata para el empeño. Cuando su mujer se vio sorprendida con su falta y le denunció: “Pepe, nos han robado los cubiertos”. Él se limitó a ironizar: “Pues han tenido que ser los ladrones”.


    * * *


    Un año fui a las incomparables fiestas del Rocío como invitado de honor del Tercio. Allí estuve con Pepe Puente Apecechea y con “Er Cabayero”. Con esos dos valedores me creí más cercano al corazón de la Virgen.

    Don José de la Puente me regaló, y con ella fui recibido hermano por la Hermandad de Huelva, la medalla, pero con la singularidad del cordón con los colores nacionales.

    También “Er Cabayero” me concedió una distinción singular:

    Delante del altar arden centenares y miles de velas. Agotados todos los candelabros, suelen ponerse en pie apoyadas en la grada del presbiterio. Pero se juntan, se amontonan, y así se forman verdaderas hogueras de cera encendida. Juan Jiménez con una pala retiraba en carretillas la cera semilíquida. Yo quise depositar también la mía. Es el más bello símbolo de adoración e inmolación. Pero aquel boina roja hercúleo me quitó de la mano mi sencillita vela y, poniéndola en sitio preferente, dijo: “Su vela aquí, cerca de la Blanca Paloma”.

    A mí me gustó sobremanera el gesto. La Virgen la aceptó mejor.

  15. #15
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 12 de Mayo de 1970, página 6.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XIV]

    Don Ramón de Contreras y Pérez de Herrasti. Jefe Regional de Granada

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Esta maravillosa longevidad de la Comunión Tradicionalista no se explica, supuesto el designio divino, sin el riesgo del sacrificio. De lindes nacionales allá, [por] la Realeza de la España ideal, fidelísima a unos deberes de legítimo ejercicio y depositaria de un sagrado derecho de los españoles: el derecho a ser gobernados en legitimidad.

    A este tierno Infantito, ¡cuán grave profesión de sacrificios le han impuesto sus padres en la presentación al pueblo carlista!

    Y dentro de las fronteras, esto es, bajo los poderes monárquicos, republicanos, dictatoriales, por este gran pueblo carlista, milagro de supervivencia secular, secularmente incomprendido. Raras veces en mayoría, constituye en algunas regiones del Norte y Levante fuertes minorías, no tan compactas como debieran; y en el resto de España, núcleos pequeños, muy diversos y significativos los carlistas aislados, esos valientes a quienes no hay quién apee de su burro ni haga callar en una discusión.

    Ejemplo, no de estoicismo, que es insensibilidad pagana, sino de fortaleza, que es virtud cardinal hermana de la justicia; es fenómeno singular en el mundo, que ha resistido las más poderosas persecuciones.


    LA PROBIDAD POLÍTICA POR ANTONOMASIA

    Sea un mérito para los jefes: conservar el fuego entre los hielos de la general indiferencia; la honestidad política frente a tanta picaresca; el freno paternal para los ímpetus juveniles, aunque luego, como el inolvidable jefe de Granada del que vamos a ocuparnos, se presentara a la policía, cuando estaban detenidos los requetés por pintar letreros “subversivos”, para hacerse responsable de los mismos; la sabiduría de la prudencia en autorizar cuándo y quién podía aceptar cargos públicos; platicar amabilidades con fuerzas políticas llamadas afines, pero oportunidad en echar la raya de contención de sus abusos, siempre convencidos de que siempre se nos buscaba para absorbernos.

    Y a cada gobernador que iba ocupando la sucursal del centralismo madrileño: “Señor Gobernardor: vengo en nombre de la Comunión Tradicionalista a ofrecerme a usted para cuanto pueda interesar a España, al orden público, a la paz…”, si bien que haciendo constar nuestra disparidad actual con las orientaciones políticas del Gobierno.

    O a cada obispo, acabado de prestar juramento de fidelidad a la Jefatura del Estado: “En representación de la Comunión Tradicionalista vengo a ofrecerme a usted como católicos fervientes, que aman y sirven la religión y a la Iglesia, sin pretender jamás servirse de ella…”.


    BUEN PLANTEL CARLISTA

    O este relevante servicio a la Iglesia del fidelísimo jefe regional de Andalucía Oriental, el modelo de caballeros, don Ramón Contreras y Pérez de Herrasti, de la Real Maestranza de Granada, a cuya honrosa memoria va este artículo.

    Granada tiene abolengo carlista: por el brazo enjoyado aristócrata, los Condes de Padul, los Marqueses de Casablanca, los Herrasti y otros muchos; y por el brazo en artesanía o en labranza, tanto la campiña como la sierra, y en especial las Alpujarras, contienen canteras vivas de mozos y zagales para las hondas, las lanzas, de la imperecedera esperanza del Rey carlista que cantara Valle Inclán.

    En las Alpujarras realizó su mayor recluta el intrépido general Gómez, como si hubiera quedado en sus breñas flotando el alma de don Juan de Austria; y cuando en 1929 Primo de Rivera anunció que se levantaba la veda de elecciones a diputados a Cortes, nuestros jefes hicieron sondeos para presentar un candidato, y me contaba don Fernando Contreras que habían recogido en no pocos pueblos, de bocas de gente anciana, esta peregrina afiliación política: “Yo soy del Rey Don Carlos”, expresión significativa de don Carlos María Isidro, aunque sirvieran, para poder vivir, al cacicato del liberal don Natalio Rivas.

    De ese cuño, pero sin concesión ni mínima a los liberales, fue el Tercio de Isabel la Católica.


    ÉPOCA DE CONFUSIÓN

    La unificación política abrió en España una era de oscurecimiento de ciertas libertades. El aval, el V.º B.º del magisterio de derecho público cristiano, puesto al alzamiento, esa unidad de los espíritus, enfeudó quizá con exceso a la jerarquía eclesiástica. Al menos en copiosa enumeración de casos concretos: la mitificación de nombres y signos; las prerrogativas eclesiásticas de personas o cargos cívicos; la vinculación económica de la Iglesia al Estado.

    En ese prevalerse para fines políticos –quede de una vez para siempre a salvo la intención– de personas o cosas sagradas, tuvo un significado prevalentísimo, como señal y cuño de adhesión política, el juramento. Por respeto a esas intenciones, que he dejado marginadas, no reproduzco aquí la fórmula del juramento publicado, preceptuado oficialmente en el boletín del Movimiento.

    Se perturbaron las conciencias. Yo pedí dictamen de moralistas a dos doctores de primerísima categoría, como reservándoles sus nombres, porque yo no tenía derecho a ponerles en la picota, como en la que yo estaba, a todos los vientos de iras y malos modos.


    UN GRAN CARDENAL Y UN GRAN JEFE CARLISTA

    ¡Qué página de caballerosidad católica y de grandeza de alma escribió don Ramón Contreras!:

    –“Señor Cardenal, se dice que en vista de las discrepancias que sobre el juramento de Falange existían, ha reunido V. Emma. a párrocos y superiores religiosos, y les ha dicho…”.

    –“Sí, les he dicho que se puede, mejor dicho, se debe prestar ese juramento, y que se atengan todos a esa norma”.

    (Este íntegro cardenal de Granada no bailaba en la cuerda de cada personaje visitante).

    Don Ramón: “Pero es que yo he recibido este dictamen de moralistas que dicen lo contrario, y vengo a traérselo”.

    Y con la humilde corrección de su limpio linaje, le entregó la cuartilla que el doctor Parrado leyó atentamente:

    “El juramento promisorio obliga en conciencia, sea la materia grave o leve, y su incumplimiento es pecado grave de perjurio… obliga a manera de ley particular que el jurante se impone con el testimonio divino… el juramento promisorio, según Santo Tomás, obliga gravemente, y peca mortalmente quien jura sin ánimo de prometer y de cumplir lo prometido…”.

    Seguía, tras las citas de los más autorizados moralistas, analizando el juramento oficial de FET de las JONS:

    “Es juramento promisorio”.

    Después de la promesa laudable de defender la Patria y la autoridad legítima, “se ofrecen otras muy especiosas y bastante equívocas, que pueden ser causa de perturbación espiritual. Jurar no tener otro orgullo que el de la Patria in sensu exclusivo es inadmisible. La primera gloria del hombre es Dios. Presenta algunos equívocos, v. gr.: juro mantener sobre todo la idea de unidad en el hombre. El hombre est per se quid unum subsistens sin nuestra defensa. Jurar impasible perseverancia en todas las vicisitudes supone un heroísmo poco común.”

    Retuvo el insigne prelado la cuartilla para copiarla y devolverla, y rogó al señor Contreras que volviera a los pocos días.


    LA HUMILDAD DE LA SABIDURÍA

    Nueva reunión en Palacio de la clerecía granadina:

    El sabio y santo prelado: “Les he vuelto a reunir para leerles un dictamen anónimo de moralista sobre el juramento de Falange y decirles que, ni se puede, ni menos se debe prestar dicho juramento, porque es promisorio y a nadie puede obligarse a prometer sino lo que quiera libremente y porque…” (siguen las razones).

    Nunca aquellos celosos párrocos y piadosos religiosos besaron con tanta veneración el pastoral anillo, por pastoral, ni gozaron tanto los consuelos del Espíritu Santo por la unción del Orden Episcopal.

    Don Ramón Contreras, siempre amante de la jerarquía eclesiástica, creció mucho en su devoción al sabio y humilde cardenal don Agustín Parrado. Con la mayor reverencia, no exenta de su gracia peculiar, relataba el final de su vida edificante.

    Un impresionante hecho ameniza los últimos instantes de la vida, adustos hasta el desabrimiento, que ratifican la conducta recta y ascética de un prelado ejemplar.

    Como era propio de su genio, iba preguntando al médico si ya la gravedad de su enfermedad indicaba la oportunidad del Santo Viático o de la Extremaunción. Si ya debía hacerse la recomendación del alma y encargaba a cada capitular su cometido.

    Todo ejecutado piadosa y devotamente, quedaron solos en el aposento, su hermana, santa mujer que lo cuidó siempre, y un ancianísimo sacerdote de Palencia, que había sido su párroco cuando el doctor Parrado había empezado su vida sacerdotal.

    Entregó entonces a su hermana su rosario de uso ordinario y le dijo que, según su creencia, los cardenales de la Santa Iglesia están ligados con voto de pobreza y que, por eso, no podía dejarle otra cosa que el rosario, porque su modesta hacienda la dejaba al seminario, y a ella la confiaba a la caridad de la diócesis.

    ¡Imponente final de un príncipe de la Iglesia!


    MARAVILLOSO ENCARGO

    En el silencio imponente de la alcoba, don Tomás, el viejo párroco, le dice: “Prométame, señor Cardenal, pedir al Señor cuando esté en su Gloria, llevarme con su eminencia”.

    “Así lo haré”.

    La voz de la inconsolable hermana: “¡Agustín, Agustín, que eso lo ha dicho don Tomás. Que yo no he dicho nada”.

    Se quedó la cuidadosa Marta tan feliz con su rosario, y tranquila en la caridad de la diócesis.

    Pero al día octavo, como en la liturgia de difuntos, don Tomás, que permanecía en Granada durante el novenario, se murió. Dulcemente se murió. Se murió de dolor de ausencia.

    ¡Ah! del desamor de algunos sacerdotes a sus obispos. Que aprendan.


    IGUAL QUE…

    La Reina inolvidable Doña María de las Nieves, para la que hubiera habido que inventar, si no lo tuviera nuestro idioma, el calificativo de amable, tuvo toda su vida una doncella guipuzcoana, llevada con ella en la guerra a los 17 años, y que cuando la Señora murió el 15 de Febrero de 1941, a los 89, Petra Echevarría llevaba al servicio de la Señora –unidísima, fidelísima, inseparable– unos setenta años.

    El buen Eliseo Calle me escribía contándome cómo la óptima Petra no podía ni alimentarse ni llorar.

    A la semana justa se quedó dulcemente muerta. El médico, a preguntas de Eliseo, no supo decir otra cosa que había muerto de pena por la separación.

    ¡Ah! del desamor de algunos carlistas al principio real.
    Rodrigo dio el Víctor.

  16. #16
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 4 de Junio de 1970, página 6.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XV]

    DON JOAQUÍN DE BETHENCOURT Y DOMÍNGUEZ, CAPITÁN DE CRUZADOS

    Escribe Manuel FAL CONDE



    Aún flotaban en el aire las promesas del ministro Albornoz de respeto a la Iglesia, y frescas todavía las tintas de su desafortunada comunicación por el Nuncio Tedeschini a los obispos, cuando ya reventaba la impiedad en docenas y docenas de incendios en templos y conventos.

    En Sevilla, patria del gran maestro de la masonería española y firmante del pacto de San Sebastián, Diego Martínez Barrio, pese a que mentidamente los republicanos protestaron ser ajenos a tales atropellos, tres edificios religiosos fueron profanados: la preciosa capilla de San José, la del Buen Suceso y el colegio de jesuitas de la plaza de Villasís.

    Los ya incipientes requetés veníamos prestando guardia en muchos conventos, uno el de Villasís. Pero los superiores de la Compañía, según comunicación que a mí me hizo el benemérito rector P. José Joaquín Vergara, no permitían que, en caso de asalto, se hiciera fuego desde dentro. Forzoso se nos hacía vigilar y defender desde la calle.

    Cuadrillas bien poco numerosas de gente pagada hacía de incendiarios; la malsana curiosidad y la cobardía colectiva, de comparsas. Mozalbetes descamisados protegidos por los guardias y alentados por la chusma, lanzaban en puertas y techos puñadas de pasta inflamable que producían el incendio. También el odio a la religión del régimen naciente tenía su técnica.

    El pueblo “soberano”, cuando no representado, como en el incendio de la iglesia del Buen Suceso, por prostitutas de la ingrata vecindad que se paseaban por la plaza de San Pedro adornadas con casullas o con el manto de la Virgen del Carmen, constituían, como en la plaza de Villasís, masa infrahumana, impulsada por instintos repugnantes.


    INCAUTADO POR LA REPÚBLICA

    Cuando don Joaquín de Bethencourt y yo llegamos, avisados por teléfono por una vecina de la plaza, nada medrosa, que venía informándonos del fuego prendido en la puerta, y de que, caída ésta, empezaba a entrar la canalla, los guardias no nos dejaron entrar. Los bomberos, “cruzados de mangas”, nos declaraban que el público les abucheaba tan pronto las preparaban para enchufarlas. En la fachada habían puesto este cartel: “EDIFICIO INCAUTADO POR LA REPÚBLICA”.

    Marchamos rápidos a la Comandancia Militar muy próxima. Nos metimos sin preguntar. Seguimos al despacho del general de División, al que encontramos rodeado de los jefes de cuerpos y alto personal. Amigos algunos, caras conocidas todas, militares honorables casi en totalidad.

    Yo me encaré, del modo más provocativo que supe, al general C…, y me presenté con nombre y apellidos. “Yo he sido quien le ha dicho a usted por teléfono varias veces que los incendios están amparados por usted, masón como los que los han decretado, y ahora vengo a reclamarle, como abogado de la sociedad propietaria del colegio de Villasís, que a este señor, padre de alumnos, y a mí nos entregue la posesión del edificio”.

    “Capitán –dijo el general al de Estado Mayor Manuel Escribano, de familia sevillana estimadísima, y que más adelante había de ser el jefe de Estado Mayor de la Columna Redondo de requetés andaluces– ponga una orden a la fuerza pública para que entreguen el colegio a estos señores”.

    Manolo Escribano estaba trémulo de emoción. Yo le dicté la orden que él escribió a máquina gustoso.

    El general firmó sin leer, trémulo también, pero de inquietudes y temores.

    Llegamos al colegio, retiramos la pareja de guardias de Asalto, echamos a los mozalbetes, orden terminante a los bomberos. El arrancar airado del inicuo cartel de incautación, y en el público emponzoñado un murmullo decepcionado: “Esto ha cambiado”.


    LA LEGIÓN CATÓLICA, IDEAL DEL APOSTOLADO LAICAL

    Tenía en el colegio de Villasís su sede la Legión Católica, aquella hermosísima asociación, de muy sólida oración, pero muy activa y fecunda acción de los seglares en todos los campos del apostolado, y que la organización metódica y disciplinal de la Acción Católica eliminó, pero sin sustituirla.

    A media mañana, ya una cuadrilla de albañiles de importante empresa constructora estaba cerrando el enorme portalón de la entrada principal con citara de ladrillo y una puerta pequeña, que allí quedó hasta el reciente derribo. Gesto debido a su director gerente don Ignacio Rojas Marcos.

    Como seguidamente otros legionarios, presididos por don Manuel Portillo –uno de los restauradores del carlismo en Sevilla el año 1930–, don Antonio y don Ernesto Ollero Sierra, don José Arias Olavarrieta, don Pedro Gamero, don Francisco Sánchez Castañer, constituíamos la sociedad propietaria del colegio que, cuando al año siguiente 1932 fue el de Villasís incautado por la ley de disolución de la Compañía, abrió sus clases en la calle Pajaritos.

    A todos, la Compañía nos agradeció el servicio con la preciadísima carta de Hermandad. A don Joaquín Bethencourt, Dios le recompensó además con la vocación de dos hijos jesuitas.


    A LOS 48 AÑOS, CAPITÁN DE FUERZAS DE CHOQUE

    Caballero calatravo, y del linaje directo del conquistador de Canarias, siguió la carrera militar, tan vocacionado al ejercicio de las armas que, cuando la pacificación de Marruecos, cuya campaña servía fervientemente, pidió el retiro absoluto, o sea, sin derechos algunos. Y se dedicó con esmero a la administración del campo.

    El 18 de julio del 1936 no le sorprendió dormido. En estrecho contacto y asidua actividad con García de Paredes, Onrubia, Alvear, con los que tenía tomada posición en el Algarve para el proyecto cautelar de sublevación en la sierra de Aracena; y con otros que permanecían en Sevilla, como Redondo, Marchelina, Benítez Tatay, Nozaleda y la cabeza de Estado Mayor, el formidable Maristany, y el ejecutor y nervio fundamental Barrau, el capitán Bethencourt se incorporó al Requeté en los primeros momentos. Pero con 48 años, y sin querer pedir la incorporación al Ejército. Capitán del Requeté, sin paga alguna. Al fin de la campaña, con el valor inapreciable de lo simbólico, fue nombrado comandante honorario del Ejército.

    Hizo la campaña, superando el impedimento de la edad y de su corpulencia, en marchas y ataques. Ejemplo de virtudes, de sencillez, de hermandad, de valor personal. Caballero de Cruzada.

    Ésta era la lucha interna: sus jefes y compañeros evitándole riesgos y trabajos. Fingiendo servicios extraordinarios propios de su delicadeza en retaguardia. Cuando fue herido, convencido de la conveniencia de llevarse un caballo suyo para las marchas. Pero no renunciaba al caballo en los tiroteos.

    Sus oficiales, en especial Vicente Romero, Luis Ibarra y Paco Balón, le persuadieron un día que se esperaba “tango” de que se quedara él con cierta sección que imaginaban esa vez intocable.

    Accedió por otras razones, pero pringó.

    El parte militar y el parte médico van insertos en esta letrilla del inolvidable Conejo, que tantas veces, después, le cantaban:

    En la sierra de las cabras
    junto a Zarza Capilla
    le han dado a papá Joaquín
    en la misma rabadilla.


    * * *


    No he podido obtener una foto, que me aseguran existe, de Bethencourt con Franco y Varela, los tres compañeros rigurosos de Academia de Toledo, amistad que conservaron en África, como después de África. Fue, me dicen, en verano todavía del 36, y en el aeródromo de Tablada. Él les contó que mandaba un requeté de los de Sevilla. Declaró sus fervores por la boina roja que llevaba puesta. Franco le ofreció un puesto en su plana mayor. Bethencourt se lo agradeció con muy expresivas palabras, pero alegando esta razón de su rehúse:

    “Yo no dejo a mis requetés”.

    Y ellos le correspondían como si fueran hijos.

  17. #17
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 10 de Junio de 1970, página 6.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XVI]

    ENRIQUE BARRAU SALADO (I)

    EL GRAN FORJADOR DE JUVENTUDES GRACIAS A LA CONJUNCIÓN DE UNA VOLUNTAD TITÁNICA CON UNA SIMPATÍA DESBORDANTE

    Escribe Manuel FAL CONDE



    La vieja portera de la casa de pisos de la calle San Pablo, atónita ante el paso de una nutrida multitud de acompañamiento de un féretro llevado por oficiales del Requeté, al hombro sus boinas, con escolta muy lucida de uniformados requetés, no hacía más que preguntarse:

    “¿De quién es este entierro, que jamás se ha visto tal cantidad de hombres llorando?”.

    Y yo observaba que en ningún entierro jamás se guardó tanto silencio, ni nadie miró a nadie. Porque en esos trances dolorosos de la despedida a una vida, todos vemos llorar a los dolientes, porque nuestros ojos secos pueden mirarles compasivamente.

    Pero en el entierro de Enrique Barrau todos éramos dolientes.

    De los grandes impactos de la gracia de Dios experimentados, gozados, en mi larga vida, uno muy especial fue el del Santo Viático llevado solemnemente, con lucido acompañamiento de sus requetés y de sus amigos entrañables, desde la parroquia de la Magdalena a su casa en Muñoz Olivé, 5. Administraba el Sagrado Viático el ejemplar capellán del Tercio de la Virgen de los Reyes, santo y sabio misionero, continuador ya hacía muchos años de la obra heroica de muchachos desencajados de sus familias, las Casas del Niño Jesús, que fundara el santo Padre Aicardo en Málaga, y éste actual, el P. Bernabé Copado, continúa, más las nuevas fundaciones de su celo, de Cádiz y Sevilla. Creyó de provecho espiritual del casi agonizante, dedicarle un fervorín. No anduvo lejos la moción del espíritu de favorecernos a todos con la enseñanza suprema e infalible de la vida y la muerte.

    Hondísima enseñanza la de la palabra ungida del digno hijo de San Ignacio, y la del silencio religioso del moribundo consciente de su próxima gloria. Una vez más que aprendíamos la lección maravillosa de la gracia: la muerte del requeté.

    Una bala enemiga, veintitantos años compañera inseparable del corazón –por tal vecindad, inoperable– se nos llevaba al creador del Requeté andaluz, al formador ideal de las juventudes carlistas de los más puros criterios y de la conducta más ejemplar.

    Lágrimas varoniles de unión en el Santo Viático y, a los pocos días en el entierro, lágrimas escondidas en el dolor de una separación.

    La vieja portera de la calle San Pablo jamás había visto un entierro con tantos hombres llorando.


    EL SACRIFICIO HABITUAL Y CONSTANTE

    La proliferación de partidos políticos es barrunto de revoluciones. A los períodos de atonía política sigue el hervir inquieto de la juventud. Así experimentamos en Sevilla los años 30 y 31.

    En octubre del primero de dichos años, ya abierto nuestro centrito de la calle Cervantes, se me presentó un día un joven espigado, flaco, cuyos ojos de brillar alegre descubrían un alma tan enlutada como su traje. Enrique Barrau tenía 18 años; acababa de perder a su padre idolatrado, el ilustre médico sevillano de su mismo nombre. Y tal huella había producido ese inmenso dolor, y la subsiguiente crisis económica, que verosímilmente se había propuesto como sacrificio inmolatorio, sufragio heroico, no beber. Y en los treinta y más años siguientes, nadie le vio beber una mínima copa de vino ni alcohol alguno. En el alternar abierto y animado de su vida de amistad, en las duras marchas de la campaña, en los fuertes ejercicios de la preparación de requetés. Nunca llevó a sus labios una copa, ni declaró a nadie el origen y el fin de esa promesa.

    Presidente, en aquella época, de la Juventud Tradicionalista naciente, el querido amigo hace pocos meses perdido, ejemplar, leal, Paulino Martínez Turmo, se entendió con él perfectamente el nuevo joven carlista, que bien pronto empezó a derivar por la formación militar de los jóvenes y los primeros requetés.

    Su preparación en la participación nuestra en la sublevación de Sanjurjo; su comportamiento en la cárcel; su servicio militar en la amada arma de Caballería; el alarde de audacia y belleza de Quintillo; toda la propaganda en estas provincias; el Tercio de Nuestra Señora de los Reyes; la guerra; todo, que será objeto de otros artículos, nunca de la extensión que el personaje merece, son expresión de una cabeza y un corazón rectores de una muchachada que le sigue delirante.

    Sea la anécdota la que lo explique:


    JOSELITO MATASUEGRAS

    Don José María Valiente, jefe delegado de la Comunión, llegó una noche a Sevilla hospedándose en el Hotel Madrid, aquel bellísimo edificio que la voracidad de la codicia ha convertido en unos almacenes más. Encargó en conserjería la hora de llamarle.

    Había en el hotel varios requetés, camareros, mozos de equipajes… Uno de éstos, al llegar a la mañana y oír que estaba en el hotel Valiente, se enteró de la hora de llamada, y pidió ser él quien le aporreara suavemente la puerta en lugar del teléfono.

    – “Entre”, dijo el acabado de despertar, pensador ilustre, ex diputado tradicionalista por Burgos.

    – “Buenos días, don José María. ¿Quiere usted que le prepare el baño? ¿Quiere usted que le traiga el desayuno? ¿Un completo, o quiere algo de tenedor? Mire usted, yo soy requeté, que salí el mismito día 18 de julio. Fui sargento en el Tercio de la Virgen de los Reyes con el comandante Barrau”.

    Valiente, con voz perezosa:

    – “¿Cómo te llamas?”.

    – “Pues mire usted; yo me llamo José Rodríguez Muñoz, pero todos me conocen por “Joselito Matasuegras””.

    Despertar fulminante, brinco en la cama, ojos de espanto en el ilustre viajero, y esta pregunta:

    – “¿Matasuegras? ¿Pero es un mote o una profesión?”.

    – “No, don José, mire usté, es que cuando la agrupación obrera tradicionalista, como ganábamos buenos salarios, pensé en casarme, y fui y me eché novia. Y una noche que llegué a verla, y llevaba una pistola que nos habían dado… porque sólo se daban pistolas a los de toda confianza, porque allí no se permitían las represalias, porque como decía el comandante Barrau los requetés no somos pistoleros asesinos. Pero yo con mi pistola iba loco de contento, y la saqué para enseñársela a mi novia. Y mire usted, no quiero acordarme, ella quiso cogerla; yo la sujeté para que no la tuviera en sus manos, y entonces se disparó y la pobre de su madre que estaba enfrente… porque mire usted, entonces los novios hablábamos delante de las madres…”.

    – “Sí, ahora las suegras tienen un seguro de vida”.

    – “Mire usté, fui a la cárcel; salí bastante bien porque ella declaró la verdad, pero la preventiva… y con lo que tardaban los señalamientos…

    “¿Sabe usted lo que hizo el comandante Barrau? Pues que mis compañeros del Requeté, lo mismo obreros que estudiantes, iban a las obras de la agrupación a trabajar en mi puesto para que no faltara a mi madre el salario. Eso lo hacen los padres y los hermanos.

    “Mi novia me perdonaba. Pero cuantito salí y me presenté en su casa, su padre y un tío suyo, que mire usté, sargento de los de Asalto, que ya es decir, se liaron conmigo y salimos los tres trompicaos y heríos.

    Fui al comandante a pedirle otra pistola, porque la pobrecita no hacía más que llorar; le había hecho creer a su padre y al sargento que habíamos terminado, y la querían matar”.

    Valiente: “¡Qué horror!”.

    Sigue Joselito: “¿Y sabe usté lo que resolvió el comandante? Pues que seguir las relaciones iba a ser una locura, y que lo mejor sería que convenciera a mi novia de que termináramos. Y la convencí, y el comandante me recomendó que, para que no volvieran los peligros, los malos recuerdos y Dios sabe si una desgracia, cada uno nos buscáramos novio o novia por nuestro lado. ¿Ve usté, cosas de padre?”.

    Valiente respiró, pidió un completo con café doble y… esparadrapo.

  18. #18
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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 11 de Junio de 1970, páginas 6 y 7.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XVII]

    ENRIQUE BARRAU SALADO (II)

    EL CARLISMO, DE NATURAL REBELDE CONTRA LA TIRANÍA, HA SIDO SIEMPRE PRECAVIDO PARA COLABORAR EN LOS «GOLPES» DE FUERZAS MILITARES

    Escribe Manuel FAL CONDE



    No se ha escrito la posición de la Comunión Tradicionalista ante el golpe de Estado del 10 de agosto. Cuando, tras la suspensión gubernativa, reapareció “El Siglo Futuro”, yo, que era jefe regional de Andalucía Occidental, desde la cárcel publiqué un artículo en el que declaraba que la Comunión no había estado con Sanjurjo el 9 de agosto, pero empezó a estar con él el 11.

    Habíamos recibido instrucciones de agrupar oficialidad carlista o simpatizante para el golpe que en Sevilla dirigiría Sanjurjo. En julio del 31 había tenido una brillantísima actuación.

    Pero un día me llamó a Madrid el Conde de Rodezno. Me recibió en el secretariado de Marqués de Cubas con Lamamié de Clairac.

    Oriol había roto nuestra colaboración al proyectado golpe en una entrevista con Sanjurjo en El Plantío.

    No supe si la discrepancia consistía en problemas de ideales –bien podían discrepar: el uno, alfonsino siempre; el otro, fuertemente decepcionado de las últimas veleidades del monarca–, o si tal vez eran aspiraciones municipales de Álava, como más adelante aparecerían con Mola.

    Rodezno, escéptico sobre las posibilidades carlistas en ese orden, tenía fe sin embargo en el Ejército. ¡Era tan brillante la baraja de generales que se anunciaba! Lamamié, por el contrario, entendía que donde hubiera un gesto de energía contra el régimen debía estar nuestra juventud.

    Pero de consuno me decían que la Comunión, como tal, no podía tomar parte.

    “Lástima, me dijo Rodezno, que deje de colaborar esa magnífica oficialidad que tiene usted en Sevilla. Pero la Comunión no puede comprometerse”.

    “Por eso, dije, no haya apuro. Meteremos el hombro –y el pecho–. Si prospera, sea para la Comunión el éxito. Si nos dan “pal-pelo”, yo acepto toda la responsabilidad”.


    ESTRATEGIA ALDEANA

    La noche de víspera, el chalet Casa-Blanca del Paseo de la Palmera, propiedad de la insigne marquesa de Esquivel, concentró la actividad de militares comprometidos. Un escuadrón de la Guardia Civil al mando del capitán Manuel Franco Pineda, hace pocos días fallecido, protegía la casa y al general Sanjurjo cuando de madrugada llegó. Manolo Franco, de los nuestros fue el primer sublevado del 10 de agosto.

    Cuando apareció un camión de Asalto enviado por el gobernador, persuadió al teniente de que “el mejor servicio” consistía en la retirada.

    La actividad puramente carlista radicaba en mi casa. Mi casa, entonces Bailén, 6, ya he contado en otro artículo que tenía una puerta de escape a un callejón que daba a otra calle. También nosotros teníamos nuestra estrategia. Consistía en tener la puerta de la calle cerrada, pero accesible a una leve presión de cuantos supieran que ese ardid facilitaba la entrada. Por supuesto que, previo asegurarse quien fuere de que no era seguido. La cancela –la ruidosa cancela sevillana– de par en par. Y, lo importante: la casa totalmente a oscuras. Hay que ver el valor que se necesita para entrar en casa a oscuras desconocida.

    Enlaces con Casa-Blanca oficiales, principalmente García de Paredes.

    Esa noche, cruzando el patio a tientas, el hormiguero carlista distribuyendo servicio. La siguiente noche, tras el fracaso del golpe y retirada del general, el mismo hormiguero, pero ocultando ficheros, listas de afiliados, y haciendo desaparecer los complicados.

    El resultado fue sorprendente: la policía no daba una en el clavo. Baste decir que, cuando ya estaba yo detenido, dicté la declaración de un comisario que había pasado el día al servicio del general y todavía no había sido molestado. Los designios de la represión consistían en perseguir a las clases elevadas; y así sucedió que todas las Juntas de la CEDA, ajenas en absoluto al golpe, fueron a parar a la cárcel, mientras que de la Comunión sólo detuvieron a tres.

    Dos jóvenes denunciados por un soplón, Enrique Barrau y el doctor Díaz Domínguez, catedrático y eminente oftalmólogo en Pamplona. A mí me delató una foto en que voy al lado de Sanjurjo por la plaza del Duque en dirección a Capitanía General. ¡Qué abrazo nos habíamos dado en la Campana!

    La prisión se encargó de afiliar carlistas entre los perseguidos como de la CEDA y entre los albiñanistas, en verdad dignos de hermosa mención.


    PREPARADOS PARA VILLA CISNEROS

    Los mejores días de mi vida, decíamos a cada paso del andar ulterior en nuestras luchas políticas. ¡Qué rosarios en común, contraviniendo el sectarismo de la dirección, que prohibía todo acto de culto! ¡Y qué misas leídas en el Lefebvre! O aquellas dos comuniones que yo distribuí, traída la Sagrada Eucaristía por don Lorenzo Pérez, cura de San Martín, disfrazado de paisano y pasando por oficial del notario, del integérrimo Eduardo Frediani.

    Los días 3 y 12 de octubre de 1932, al dorso de un grabado de la Virgen del Pilar, obtuve y conservo con todo el amor de mi alma las firmas de los comulgantes.

    Como guardo el pañuelo que había puesto a modo de corporal sobre el inmundo banco de la celda, en la que una mitad comulgaba mientras la otra mitad vigilaba la puerta. Yo lo guardo porque, al comulgar el estupendo matador de toros José García Carranza “El Algabeño”, dio un sollozo tan profundo que hizo volar una de las Formas.

    Sí, porque formábamos parte de la segunda expedición del “España” para Villa Cisneros. Lo evitó la interpelación al Gobierno de Lamamié de Clairac, repletas sus manos de prensa extranjera que condenaba la salvajada de aquel confinamiento.

    Pero estábamos preparados. Juan Bello –simpático albiñanista– vivía sobresaltado porque le habían asegurado que el barcucho viejo y desrengado tenía en la quilla “un bujero” cerrado con una tapadera de corcho, para que cualquier noche los marinos y guardianes se subieran a los botes y el último quitara el tapón. Y Bello no sabía nadar…

    Cuando el 19 de agosto ingresé yo en prisión, Enrique, que estaba desde el 12, venía luchando contra la baja moral de casi un centenar de presos políticos, en buen número señores maduros, acaudalados, aristócratas, lectores constantes de las duras penas del Código de Justicia Militar, e influidos por la absurda creencia en que cayó Sevilla de que no habría más que una pena, la del fusilamiento. Tenían cohibido el espíritu de los jóvenes.

    Cuando fueron logrando la libertad, nos quedó un representante del pesimismo patológico: un querido amigo particular de Sanlúcar la Mayor, gran patriota, pero que no había tomado parte alguna en el alzamiento. Bajo una crisis nerviosa, bote en ristre de una solución bromural que decía le habían prescrito, no dejaba respirar a los jóvenes.

    Éstos le maltrataban escribiendo por las paredes: “Viva el Rey. Lo dice Julio Morillo”, e imitaban su firma.

    El pobre amigo se destrozaba las uñas borrando letreros, y la juventud le amenazaba con denunciarle a la dirección por desconchar las paredes.

    Enrique Barrau, desde su ingreso, impuso, frente al amedrantado espíritu general, la plena confesionalidad política y religiosa, y la caridad insigne del buen humor y la alegría como edulcorante de la vida que la monótona gotera del pesimismo entristecía.

    Y otra cosa, propia de la prudencia del hombre muy maduro: el que, estando en la cárcel, cumplió la edad militar y fue llamado al servicio, la prohibición de contar o comentar lo que cada cual hubiere hecho el día de la sublevación. Porque la policía, en defecto de mayor ciencia, nos había metido un confidente. Eso, aparte de [que], tras varios días de hábil ensayo humorístico, le llegó su hora de aguantar, de manos de don Francisco Rincón, la más espantosa zurra.


    DE LA RESISTENCIA PASIVA A LA ACTIVA NO HAY SOLUCIÓN DE CONTINUIDAD

    El personal de Prisiones bien pronto consideró y distinguió. La dirección obedecía consignas siniestras contra nosotros.

    Un día hicimos un plante de rancho. Pero al revés. O sea, en vez de no comer el rancho, reclamar por escrito y de palabra, y al fin con el escándalo, que trascendía a los presos comunes y a la calle, que se nos dieran las escudillas y cucharas para presentarnos al rancho –lo cobraban y no lo preparaban para los políticos– para luego protestar su pésima calidad.

    Otra gran protesta contra un teniente de la guardia exterior, conocido comunista, que una noche nos llevó a la puerta de la prisión un coro de campanilleros cantándonos coplas ofensivas para Sanjurjo. Era la protesta contra nuestros chicos jóvenes, vigilantes en la orilla del río, allí próxima, en espera que saldríamos para Villa Cisneros, y nos dedicaban todo el repertorio del cancionero carlista.

    El escándalo que organizamos, coreado por los presos comunes y por curiosos en la calle, obligó al director a hacerme bajar al teléfono, y el caballero militar jefe de[l] día, que era el que hablaba, se convenció de la justicia de nuestra queja y dispuso de manera extraordinaria el relevo de la guardia.

    Deliramos de entusiasmo cuando el teniente entrante nos desagravió, poniendo en un gramófono que tenía para entretener el ocio de la guardia, el pasodoble entonces actualísimo de “La Banderita”.

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    Re: De las tierras del Sur (Manuel Fal Conde)

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    Fuente: El Pensamiento Navarro, 14 de Junio de 1970, página 5.




    DE LAS TIERRAS DEL SUR [XVIII]

    Enrique Barrau Salado (III)

    [Escribe Manuel FAL CONDE]



    NACIDO PARA GUERRILLERO CARLISTA

    No[s] sería corta la talla que le midiéramos a Enrique Barrau si le clasificáramos como prototipo de hijo, de esposo, de padre. Amante hasta el delirio de su buen padre, perdido cuando tenía 17 años; de su bondadosísima madre, nuestra admirada margarita doña Carmen; de su esposa, que le vivió consagrada como en éxtasis; de sus hijos, objetos de todos sus esmeros.

    Tampoco le confundiríamos con lo vulgar si le señalamos la vocación militar, ya desde niño deseada y lograda al fin en méritos de guerra, en pruebas brillantes de la Academia de Valladolid, en servicios relevantísimos hasta teniente coronel.

    Caballista competente, ganadero cuidadoso, hombre de varias y calibradas aptitudes. Pero su vocación de naturaleza, su “sino”, dirían los hombres que le seguían en la guerra con sugestión delirante, era la de guerrillero carlista.

    Cuando a los 18 años se me presentó para inscribirse en la Juventud, me contestó que debía su formación carlista a su tío don José Salado Iznaga, cultísimo tradicionalista, pero nada belicista. Le había inculcado el amor a la sana doctrina, pero al par se le había metido en el corazón el genio de la guerra justa. Es el carisma del amor a la verdad.

    “El cura Santa Cruz”, me dijo un día Barrau que era el héroe de su admiración. Y cuánto le impresionó la noticia que le di de que don Juan Olazábal, el ilustre escritor que, antes de que murieran los últimos hombres del cura Santa Cruz, fue recogiéndoles sus testimonios para publicar su obra, me había enseñado desde la orilla de acá del Bidasoa la escondida entrada de las cuevas del lado de Francia en las que se ocultaba, cuando el rigor de tantos enemigos le hacía disolver sus guerrillas, citándoles para día y lugar determinado.

    Y al Cura Santa Cruz jamás le falló el secreto de su gente. Tampoco a Barrau.


    LA SAGACIDAD DEL CONSPIRADOR

    Nacido yo más para hermanita de la Caridad que para guerrero, tuve sin embargo que conspirar. La idea del deber y la gracia de Dios me situaron en ese orden no del todo mal. Menos hubiera servido para parlamentario, cacique local o adulador de gobernantes. Enrique Barrau, en cambio, se movía en los trabajos delicadísimos de la conspiración como el más avezado revolucionario.

    Salió de Sevilla con una gran maleta de pistolas para Montilla. Nuestro José María Alvear las pedía. En la estación de Córdoba había de cambiar de tren. Del correo Sevilla-Madrid al corto Córdoba-Puente Genil.

    Éste formaba en otra vía. Cruzando el andén con su pesada carga, y en el preciso momento de pasar delante de una pareja de la Guardia Civil, se abrió la maleta y rodaron por el suelo docenas de pistolas.

    Barrau dejó la maleta en el suelo, y empezó a recoger y colocar pistolas. Un guardia le preguntó: “¿Es usted representante?”. “Sí, señor”, le contestó. “¿Quiere usted verlo?”, agregó llevándose la mano al bolsillo de la cartera sin llegar a sacar nada, porque ¿qué iba a sacar?

    Los dos guardias le ayudaron a recoger la piadosa carga.

    Éstas son las breves notas características del ejemplar agente conspirador: No preguntar jamás. Hacer como que no se entera de lo que no le sea informado. Observar con disimulada curiosidad cuanto interese al propósito. No blasonar de estar enterado de todo. Servir con igual interés lo baladí que lo importante.

    Caería en una empalagosa mención de actuaciones mías, relatando múltiples episodios de aquellos años de empeñada acción contra la República. Me servía con la docilidad y la sencillez de un joven, pero con la eficacia del más maduro.

    Sus años veinte son de una anticipada madurez. Aquella barba que se dejó en la cárcel, y luego volvió a ondearla en la guerra, parecía una señal de edad muy superior. Ese buen óleo del magistral pincel de Santiago Martínez pone en su cara rasgos de cuarenta años. Y yo diría que su corazón carlista le impulsaba a buscarse algún parecido con nuestro Carlos VII.

    Cuando en las operaciones de la sierra de Córdoba, con 24 años, militarmente no más que alférez provisional, mandó una columna con oficialidad de todas las armas, se conquistó el apelativo de “El comandante Barrau”. No lo perdió para los requetés, ni cuando para sus soldados en el regimiento de Caballería era “mi teniente coronel”.

    A ese nombre, “Comandante Barrau”, acordó el pleno del Ayuntamiento de Sevilla que se rotulara una calle. En la proposición se le llamaba, y con toda verdad, alma y brazo del Requeté sevillano. No se ha llevado a la práctica, tengo por seguro que porque no existe ninguna calle de la principalidad e importancia que él merece, falta de nombre o de indicación para ser modificada su rotulación.

    Ya un pariente colateral suyo tiene una calle, si bien muy poco conocida, nombrada “Barrau”; y su abuelo, el famoso médico, cuya sabiduría llenó una época, Antonio Salado, da nombre a otra, ésa sí importante.


    LA DELICADEZA Y EL VIGOR DE SU SENTIMIENTO

    Bajo los dictados de su clara inteligencia y el imperio de su férrea voluntad, su corazón tenía sensibilidad para concebir la idea de abrir un Museo del Requeté, tesoro de recuerdos, renovación de emociones para los Tercios andaluces, seductora propaganda para el público, y exaltación de la religiosidad de una Cruzada y de la belleza de un amor de la más bella de las Patrias.

    Y otra muestra de la generosidad de su corazón, publicada en demostración del entrañable afecto (no creo ofenda su memoria que lo califique de cariño filial) que me tenía. Fruto de la unión de los mismos amores, luchas y sacrificios.

    Se enterraba en Madrid al alférez Reyes, de la Guardia Civil, vilmente asesinado. En su entierro, la Castellana y Recoletos iban atestados de la muchedumbre mayor que durante la República se congregó en Madrid.

    Automáticamente se habían formado presidencias de confesionalidad política, aparte las oficiales y de familia que marchaban en cabeza: Gil Robles y los primates de la CEDA; Goicoechea, Calvo Sotelo, Sáinz Rodríguez, etc., de Renovación; y el partido carlista, con la más numerosa presidencia, y única que llevaba una lucida representación de generales y jefes –Fernández Pérez, Muslera, Giraldo, Baselga…– y nuestros diputados, que se ponían en la presidencia. Lo carlista es al revés en eso de las categorías.

    De pronto, aquel tiroteo de metralletas desde una calle de las confluentes a la Castellana, y la instantánea desaparición del inmenso gentío. Pero en otros segundos, la reacción. Debo declarar que los primeros en aparecer fueron los jefes de las tres presidencias, con la circunstancia puramente casual para la mía de que estábamos completamente enfrente de la hilera de pistoleros que repitieron sus ráfagas.

    Dos jóvenes requetés, oficiales de nuestros Tercios, me cubrían con sus cuerpos, impidiéndome por la fuerza correr hacia los pistoleros; uno vizcaíno, que venía dándonos escolta, con el que todavía no había trabado amistad, y cuyo nombre consigno con admiración y gratitud, Fernando Basaldua; y otro, mi inseparable acompañante de aquella temporada, Enrique Barrau. Se me constituían en escudo. Pero forcejeaban entre sí, serlo en exclusiva. La atracción magnética del sacrificio.

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