LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO HUMANISMO PARA EL
CAMBIO SOCIAL
PERSPECTIVAS SOCIALES DEL NUEVO HUMANISMO CRISTIANO
EL DIALOGUISMO HUMANISTA CRISTIANO
Pocas cosas han influido tanto en la sociedad occidental como los esquemas humanistas proclamados en el Concilio Vaticano II provenientes de una Iglesia que había caído en una actitud de permanente dialoguismo en busca de la unidad del género humano, tal como había quedado consignado en la Constitución Lumen Gentium:
“la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, § 1).
Las ideologías de izquierda casi inmediatamente adoptaron el nuevo esquema que habría de ser muy bien utilizado para sus fines proselitistas, particularmente los referidos a los de los grupos extremistas al cobijo de un diálogo que se veía infructuoso con los protestantes y con todas las demás religiones (El 3 de diciembre de 2003, el periódico electrónico El semanal digital.com dio a conocer que los diálogos entre la Iglesia católica y la anglicana se han visto virtualmente congelados por la ordenación de obispos homosexuales que ha hecho esta última. La reunión sostenida por Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos y John L. Peterson, secretario general del Consejo Consultivo Anglicano, concluyó en un fracaso. A esos efectos, han acordado Kasper y el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, nombrar una subcomisión para que reflexione sobre este tema y decidieron posponer, sine die, una próxima sesión plenaria de conversaciones. Es de recordar que el 2 de noviembre de 2003, Gene Robinson fue nombrado obispo de la iglesia Episcopal; Robinson, de 56 años, divorciado y con dos hijos, vive con su compañero desde hace 13 años).
Los gobiernos también lo utilizaron:
- diálogo con los secuestradores, torturadores y extorsionistas de las FARC colombianas;
- diálogo con los terroristas y los grupos armados, como la ETA,
- diálogos con todos, sin que por ello se lograra apreciar ningún permanentemente buen fruto.
Parecía una especie de filosofía iluminista la que había entrado primero al Vaticano y luego a los estamentos políticos, secundada por dos papas, Juan XXIII y Pablo VI y continuada por Juan Pablo II hasta su muerte.
No sólo plantearon una política de no-confrontación sino que quisieron condescender con el sistema económico y político implantado por la fuerza hasta el punto de llegar a desconocer el fracaso que desde la caída del muro de Berlín ha sido para todos evidente.
Su compromiso con una doctrina que pretendía erradicar la pobreza del mundo a contrapelo del único sistema que podía aliviarla, como era el libre mercado, pronto llevó a la Iglesia a liderar, por los medios que fueran, una desconcertante cercanía a las formas más brutales conocidas de gobierno.
El cardenal Sodano fue uno de los que justificó dicha política de aproximación a los regímenes comunistas del este europeo, conocida también como “Ostpolitik”, iniciada por Pablo VI y ejecutada por su Secretario de Estado, el cardenal Casaroli, en la década de los 70.
Por eso el cardenal brasileño, Paulo Evaristo Arns, uno de los máximos propulsores de la “teología de la liberación”, escribió lo siguiente a su “queridísimo Fidel” en 1989:
“La fe cristiana descubre en las conquistas de la Revolución las señales del Reino de Dios”.
Inesperadamente, la mayor religión del cristianismo se convertía en caja de resonancia de unos signos de bondad aparente estrechamente conectados con el igualitarismo, el trabajo, la solidaridad forzada y cualesquiera signos de humanitarismo que puedan atribuírsele a un régimen que sustituye la realidad con la propaganda.
Así, en 1998 mucho quedaron perplejos ante las palabras atribuidas a Juan Pablo II en el avión que lo llevaba a Cuba, según lo informaron los Servicios de Información del Vaticano el 21 de enero de 1998: a tiempo que elogiaba la siniestra figura del guerrillero judío-cubano-argentino, Ernesto “Che” Guevara, decía:
“Estoy convencido de que quería servir a los pobres”, como si este fuese el único hecho a destacar y no las muertes y asesinatos que causó a muchos pobres y a otros no tan pobres.
El Papa también habría dicho estar “convencido” de la existencia en la Cuba comunista de “progresos” en los
campos de la escolarización y la salud. Nunca mencionó el Papa que tales campos son usados por el dictador como medios publicitarios y de control psicológico, mental e ideológico de los infortunados cubanos que padecen su régimen.
Muchos son los prelados que se opusieron vehementemente a esta política de aproximación al comunismo, como los cardenales Mindszenty, Stepinac y Slipyj, quienes manifestaron sus objeciones a la estrategia diplomática de diálogo con tales regímenes.
El lanzamiento en Roma de las memorias del fallecido cardenal Casaroli (Il martirio della pazienza, Ed. Einaudi), Secretario de Estado de la Santa Sede y gran impulsor de la “Ostpolitik”, revivió viejas polémicas en torno de este tema.
Una de las voces más críticas fue la del cardenal eslovaco Ján Korec, nombrado cardenal en 1991 y uno de los más importantes testimonios vivos del resultado de esta política en Checoslovaquia. En extensa entrevista al periódico “Il Giornale” el purpurado la calificó como una “catástrofe” para la Iglesia de ese país pues, según él, “liquidó” la actividad de los católicos que resistían al comunismo a cambio de “promesas vagas e inciertas de los comunistas”.
Del lado comunista todo no pasó de ser una “farsa”, la cual “continúa hoy en China, Corea del Norte, Cuba, Vietnam”, añade el cardenal Korec, sin que tal política muestre ninguna eficacia en el logro de la libertad política de las naciones oprimidas, como la China, Viet Nam y Cuba (“ I martiri dell’Est - L’Ostpolitik di Casaroli danneggiò i cattolici - Intervista con il cardinale slovacco Korec”, Il Giornale, Italia, Jul. 18, 2000).
Sin embargo, el cardenal Agostino Casaroli, en visita a Cuba en 1974, llegó a afirmar que “los católicos que viven en la isla son felices dentro del sistema socialista y son respetados en sus creencias”.
Y en un nuevo y sorprendente desdoblamiento del caso cubano, el Cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado de la Santa Sede, declaró que a pesar de los recientes fusilamientos y condenas en Cuba “el diálogo nunca se interrumpirá” con el régimen castrista, porque él continúa nutriendo una “gran esperanza”: que el dictador Castro “pueda conducir ese pueblo hacia nuevas metas de democracia”, respetando las supuestas “conquistas” que el régimen comunista habría “alcanzado en estos decenios”. (Agencia Católica de Noticias, 30 de abril de 2003)
Lo de “nuevas metas” de democracia que viejas metas ya han sido alcanzadas, lo cual no deja de ser un evidente despropósito. No menciona el oprobio al que ese pueblo es sometido, sus carencias y el hambre física que lo agobia, amén de que ni las nuevas ni las viejas metas de democracia se han visto por parte alguna.
Todas estas actitudes están relacionadas no sólo con la infiltración comunista que vino sufriendo la Iglesia desde los años 30, sino con el nuevo humanismo que la sacude.
Un provocativo escrito de Euldaldo Forment, intitulado El valor de ser persona en el nuevo humanismo (Profesor de filosofía y metafísica de la universidad de Barcelona), 142 nos introduce en el fondo de la nueva visión humanística de la Iglesia contemporánea. Para comprender en toda su dimensión el tema, hemos escogido este artículo publicado en la revista “Humanitas” porque, al ser Forment un filósofo de la vieja escuela tomista, su cambio de visión en virtud de la autoridad de la Iglesia refleja las modificaciones experimentadas por esta escuela que hoy se denomina neotomista.
El escrito se puede dividir en dos temas conexos, “La crisis del humanismo moderno y el nuevo humanismo”. En la primera, el autor nos hace una crítica de lo que el humanismo moderno ha significado en cuanto a la destrucción de los valores tradicionales se refiere. Para ello se apoya en un olvidado filósofo existencialista, Nicolás Berdiaeff, quien en 1923 hizo algunas profundas observaciones sobre las tendencias modernas. Observaba:
“El humanismo no ha fortalecido, sino que ha debilitado al hombre... porque el humanismo ha acabado siendo antihumano” (Euldaldo Forment, “Humanitas”, El valor de ser persona en el nuevo humanismo, p. 115).
Berdiaeff también nos decía que en la Edad media “el catolicismo no solamente conducía el hombre al cielo, sino que también suscitaba la belleza y la gloria sobre la tierra”, advirtiéndonos que esta edad no se caracterizó por tener una cultura cerrada, sino, por el contrario, fue de gran apertura. Pero, además, nos hace un interesante aporte: que “el Renacimiento no iba dirigido contra el catolicismo... el humanismo, en sus comienzos, no se distanciaba
aun mucho del cristianismo, bebiendo en dos manantiales: la Antigüedad y el cristianismo”.
Con esto sugiere que, a pesar de que en el renacimiento se escondía la semilla anticristiana, esa semilla ha venido a germinar en la edad moderna con su antropocentrismo porque, esencialmente, rompe con la Antigüedad, con el cristianismo y con el hombre mismo porque aniquila su libertad.
El hombre moderno, pues, se convierte en un esclavo a quien “se le da muerte cuando [el hombre] se rebela y pretende ignorar lo que está por encima de él... porque si todo está permitido a éste, entonces la libertad se convierte en esclavitud de sí mismo”.
Si bien estas reflexiones enfocan el problema de la edad moderna, nos dan también una perspectiva desde la cual podemos analizar si en la época contemporánea el llamado “nuevo humanismo” no ha debilitado las construcciones culturales de la gente que está, hoy más que nunca, muy dispuesta a aceptar lo que hasta ayer parecía política y socialmente inaceptable.
Llama la atención que una de las metas a lograrse con el nuevo humanismo sea contrarrestar la decadencia que se experimenta. Pero su origen antropocéntrico nos devela, justamente, el papel que desempeña en debilitar las raíces culturales de la sociedad contemporánea.
Este neo-humanismo entiende que en la persona humana se expresa su propia individualidad y singularidad, de donde se derivan las perfecciones del ser humano en toda su belleza y dignidad. Derívanse también la igualdad de derechos, entre los que se encuentran aquellos “indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de la personalidad”.
Así, “la igualdad humana se basa en la uniformidad personal”, fundamento de los Derechos Humanos y del preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, aprobada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948.
La aludida Declaración contiene prácticamente los mismos principios que la originalmente formulada por la Revolución Francesa.
Sobre su contenido Pío VI había dicho:
“Los 17 artículos sobre los Derechos del Hombre que son una repetición fiel a la declaración hecha por la Asamblea Nacional de Francia de esos mismos derechos, tan contrarios a la religión y a la sociedad...” (Pío VI, encíclica Adeo nota, 23 de abril de 1791).
No dejamos, pues, de notar que si para la religión tales derechos son contrarios a ella, no podrían ser menos los principios en los que se fundamenta el régimen comunista. Pero si éste y aquellos han dejado de serlo para la mayor religión cristiana que tanto influye en la vida de los pueblos occidentales, nuestras reflexiones tienen que avanzar más en la influencia que ha tenido el Nuevo Humanismo en este cambio de actitud.
Para analizarlo, debemos, sin embargo, empezar por hacer algunos comentarios generales desde la órbita de la política, del derecho y de la filosofía.
EL NEO-HUMANISMO POLÍTICO
Visto en sí mismo, el tema de los Derechos Humanos conmueve por su comprensión con las aspiraciones del hombre; nada puede haber más caro a lo que él siente por sí mismo, a la idea que tiene de su personal valía que un pronunciamiento de esta naturaleza.
Visto políticamente, nada, tampoco, puede tener mayor actualidad y validez.
Es más, quien se atreviera a pronunciarse en contra del concepto «Derechos Humanos», ni sería político, ni la sensatez podría reclamarla como atributo. Pero sí vale la pena traer a cuento que la política es como un juego de máscaras en el que no se puede revelar completamente el fondo verdadero de las cosas ante el peligro de que todo quede
inmediatamente deformado por la opinión pública que no hace finas distinciones. De allí que sea aplicable el concepto de «persona» a la política misma, en el sentido de su significado original que no es otro que «máscara» del actor en latín, justamente lo que se usa para esconder lo que yace en el fondo.
El pensamiento realista impone que toda libertad (o derecho) debería ser negativa, lo cual significa ausencia de ciertos “males” antes que la presencia de ciertos “bienes”. Por ejemplo, la paz es la ausencia de la guerra, que es una acción, y no la presencia de la paz misma que no es una acción. No se introduce, pues, la paz para acabar con la guerra, sino que se quita la guerra para conseguir la paz.
El gran premio Nóbel de economía, Friedrich A. Hayek, nos ilustra sobre los cuatro grandes valores negativos
existentes: La Paz, La Libertad, La Justicia, La Democracia (de carácter limitado) (Friedrich Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 3 (Chicago: The University of Chicago Press, 1981), p. 131-133. La idea de Hayek era una democracia limitada por la ley para evitar el abuso de las mayorías sobre las minorías), los cuales deben ser proveídos por un gobierno que aspire a sacar al hombre de su condición primitiva e insertarlo en la civilización.
La precaria comprensión de lo que son éstos y otros valores negativos es lo que ha originado la orgía de derechos que observamos en el mundo posthumanista contemporáneo:
- derecho al trabajo,
- derecho a una vivienda digna,
- derecho a la vida,
- derecho a una justa remuneración,
- derecho al libre desarrollo de la personalidad,
que no son sino algunos de aquellos valores positivos cuyo añadido sólo significa excesos y extravagancias jurisprudenciales y desbordamientos legales.
Políticamente, mejor expresado que el “derecho a la libertad” es la “libertad de la esclavitud, de la servidumbre involuntaria y de toda discriminación por raza o género”.
Mejor que el “derecho al trabajo” es la “libertad de trabajar en cualquier profesión u oficio”, entre otras razones, porque el derecho presupone que alguien lo otorgue con su sola exigencia; de lo contrario es un derecho abstracto que se queda en letra muerta.
Estas razones nos sugieren que
· la libertad de asociación y reunión,
· la libertad de participar en la formación de gobierno, y
· a no ser privado de la propiedad de forma arbitraria;
· la libertad de la tortura, del trato inhumano, cruel o degradante;
· la libertad del arresto arbitrario o del exilio;
· la libertad de acceso a juicios justos y públicos;
· la libertad de la interferencia con la correspondencia;
· la libertad de pensamiento, opinión, creencias, conciencia y religión,
son enunciados con mayor contenido que el cúmulo de derechos especificados en la mayoría de las constituciones modernas y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pero es conveniente saberlo: tales libertades, hoy mal convertidas en derechos, provienen, antes que de dignidad alguna atribuible al hombre, de la Ley Natural que otorga un fuero especial a la persona humana por su naturaleza racional.
Existe una interesante tesis de Leopoldo-Eulogio Palacios en la que afirma que
“la razón decisiva para basar los derechos humanos en la naturaleza y no en la persona es que la naturaleza tiende siempre al bien común, que es el bien de la especie, mientras que la persona tiende al bien particular, que es el bien del individuo... Si abandonamos la naturaleza por la persona... la perspectiva cambia radicalmente. Se derrumba el derecho natural, que se convierte en derecho de lo personal” (Leopoldo-Eulogio Palacios, La persona humana, pp. 492-494), con todo lo que ello implica, a saber: el derecho ilimitado, desbordado, añadiremos nosotros.
Ya tendremos oportunidad de profundizar un poco más, sobre este tema de la libertad humana y plantear lo que la Iglesia entendía por ello antes del Concilio Vaticano II.
EL NEO-HUMANISMO JURÍDICO
La pregunta de cuáles personas son las que han de ser consideradas como iguales, y cuándo sus actos han de merecer igual tratamiento, plantea un problema político-filosófico de primer orden que sólo comienza a resolverse con la comprensión de que la igualdad absoluta no existe ni en la naturaleza ni en la vida humana. Resulta apropiado, entonces, considerar la igualdad como una abstracción del derecho para casos específicos de tratamiento ante la ley común a todos más aplicable a los procedimientos jurídicos que a los fallos judiciales o escenarios económicos donde los tribunales o el mercado deben obrar sin interferencias ideológicas.
León XIII ya lo había dicho:
“En este género estatuyen los naturalistas: que los hombres todos tienen iguales derechos y son de igual condición en todo” (León XIII, encíclica Humanum genus, 20 de abril de 1884. Esta encíclica condena estas tesis como propias de la francmasonería y los llama “obreros del reino de Satanás”),
y remataba san Pío X:
“Tales han sido en el pasado las doctrinas de los pretendidos filósofos del siglo XVIII, aquellas de la Revolución y del liberalismo tantas veces condenados” (San Pío X, Carta Apostólica “Nostre Charge Apostolique”, 25 de agosto de 1910).
El problema jurídico surge cuando el tema se ve a la luz de la hermenéutica del derecho, de la lógica y de lo que se constituyó como tradición de la Iglesia. Dicho de otra manera, los derechos del hombre existen sólo en hombres concretos e individuales, en circunstancias concretas y en casos específicos.
El ‘derecho a la propiedad privada’, por ejemplo, sólo se materializa con arreglo al justo título, que es lo que en concreto genera la posesión del bien y su disfrute. Más concretamente, lo que existe es el derecho al acceso al justo título sobre la propiedad y no, propiamente, el derecho a la propiedad privada. Nadie podría reclamar una casa, por ejemplo, dando voces en una esquina invocando el derecho proclamado. En una disputa judicial donde dos o más titulares aspiren al reconocimiento de su derecho de posesión, el juez de la causa tendrá que decidir a favor de quien más derecho tenga o de quien más derecho se infiera; esto supone que el otorgamiento del derecho a una persona es, necesariamente, la denegación del mismo derecho a otra.
Luego, la pretendida y abstracta igualdad de derechos es perfectamente inexistente y es esto, justamente, lo que hace que exista la propiedad privada.
De lo contrario, no podría haberla, pues al reclamar todos iguales derechos sobre todo, ésta dejaría de existir.
El catolicismo ya se había pronunciado sobre este particular al afirmar:
“Sin embargo, la desigualdad de derecho y poder dimana del autor mismo de la naturaleza (...)” (León XIII, Del socialismo (de la encíclica Quod Apostolici muneris del 28 de diciembre de 1878)
antiguo Denz. 1849).
Al decir esto, la Iglesia también reconocía que la igualdad de los hombres consistía en que todos habrían de ser juzgados por la misma ley, y no porque éstos tuvieran iguales derechos sobre todo. Entonces, mucho más apropiado y lógico resulta hablar de igualdad de ‘garantías procesales’ ante la ley antes que de igualdad de derechos.
Sucede que cada derecho específico surge de una obligación específica; si no fuese así, el derecho al trabajo, por ejemplo, se convertiría en una entelequia, pues primero existe la obligación de trabajar antes que el reclamo a hacerlo y éste sólo se da en caso de una abierta discriminación. Un vago, valga el caso, no podría reclamar trabajo a nadie (La encíclica de Juan XXIII, Pacem in terris, al contrario, asigna una simultaneidad al nacimiento de los deberes y derechos (Denz. 3957). El derecho al trabajo es, también, una de sus banderas principales (Denz. 3963).
Es más, el hecho de que en algunas constituciones los llamados «derechos fundamentales» se hayan explicitado poco significa en la práctica si no existe el ente capaz de hacerlos cumplir.
Por ejemplo,
¿a quién acude el % de la fuerza laboral desempleada en España para que le tutelen el derecho fundamental al trabajo?
Mucho tememos que la mayor parte de estos enunciados sean letra muerta que sólo sirve para apaciguar ánimos políticos o acaloradas ideologías.
El llamado “derecho al trabajo” es una de esas formulaciones socialistas encaminada a interpretar la naturaleza como fuente suprema de abundancia independiente de las actividades del hombre.
La naturaleza no conoce ni concede derecho económico alguno a título gratuito; tampoco suministra con abundancia medios ni productos. A lo sumo, lo que la naturaleza impele es al «deber» de trabajar como reseña de su propia mezquindad y de la necesidad que tienen los miembros de la sociedad de cooperar para evitar la hambruna y la extinción.
Por ello no podría predicarse que el derecho al trabajo procede del Derecho Natural en el mismo sentido que proviene el derecho a la propiedad y su usufructo una vez se haya adquirido por medio del ejercicio de la obligación de trabajar.
Similar cosa ocurre con la “libertad de expresión”.
A pocos se les ocurrió que esta libertad era también un ‘derecho’ restringido, pues no podría haber libertad de gritar “fuego” en un teatro lleno de gente cuando tal incendio no existe. Mucho menos podría haber libertad de calumniar o difamar públicamente; así, lo único que en la vida práctica se percibe son las restricciones a la libertad y a los derechos que no concuerdan con los enunciados de la teoría constitucional.
Luego, desde este punto de vista, reclamar igualdad de derechos y libertades para los seres humanos es una ficción que no está avalada por la praxis jurídica o política, ni por el devenir social. Aceptarlo ha significado para los juristas, los filósofos y la propia Iglesia una disminución de su nivel intelectual (El lector podría hacer un ensayo: entre en una cafetería cualquiera y pregúntele al primero que se encuentre si él considera que usted tiene los mismos derechos que él; como de seguro la respuesta ha de ser que sí, láncele la siguiente pregunta: “¿a qué?”, y esto lo dejará desconcertado).
Es en esta filosofía política donde han abrevado muchas de las constituciones del Concilio Vaticano II y que, como era de esperar, dieron origen a la teología de la liberación y otros desvíos doctrinales. La Iglesia comenzaba a asimilar la secularización de un mundo en pleno arrebato utópico, enfermedad de la que nunca antes había sufrido y que terminó por aumentar el contagio a la sociedad entera.
EL NEO-HUMANISMO CRISTIANO
El llamado “humanismo cristiano” desde su antropocentrismo fundamental pretende acoger toda obra humana por el hecho de ser humana. (Los “humanistas católicos” han acogido las tesis antropocéntricas de Maritain, las cuales quedaron reflejadas y aprobadas en varios de los textos de la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, uno de cuyos principales redactores fue Juan Pablo II, así como en otros textos, del Concilio Vaticano II).
Esta es su más abultada característica. Ahora bien, el trasunto teológico según el cual los derechos dimanan de la dignidad de la persona humana presenta graves aporías.
La más importante distinción de persona se construye a partir de las nociones que da Aristóteles sobre lo que es un sujeto y lo que no es (Aristóteles, Categorías, 1 a 20-1, b 10),; así, Pedro es un sujeto y es persona porque es individuo; pero lo que se dice de Pedro no es sujeto, es accesorio, accidental. Por tanto, la persona es sustancia, mientras sus atributos son accidentes.
Ahora bien, la dignidad es lo que puede predicarse de la persona humana, es decir, es un accidente, un atributo ontológico que no forma parte de su sustancia como bien moral o ético. Los actos son, pues, accidentes y no sustancias, en el lenguaje aristotélico-tomista el cual fue muy afín a la Iglesia.
Debemos distinguir, entonces, que si bien la persona humana es la más perfecta de las criaturas, resulta exagerado decir que, independientemente de sus obras concretas, esa persona sigue siendo digna, moralmente hablando. Por tanto, cualquier dignidad que la persona tenga en el plano meramente físico, como criatura de Dios, no puede extenderse al plano moral, donde son las obras las que la determinan.
Por ello, aunque el malhechor tenga la misma dignidad física del justo, pierde su derecho a la libertad o a la vida, por sus malas obras; es decir, se convierte en ser indigno de la vida o la libertad, aunque preserve su dignidad como ser creado. El delito, o el pecado, destituye al hombre de su dignidad. Luego la dignidad humana no puede ser el fundamento de ningún derecho, como tal, o por lo menos así lo creía y proclamaba la Iglesia antes de que fuera penetrada por el nuevo humanismo.
El predicado fundamental que sustenta la noción del igualitarismo de los Derechos Humanos se encuentra en una extraña mezcla que hace la constitución conciliar Gaudium et spes entre el fin del hombre, que es Dios, y la simultaneidad del amor a Dios y el amor al prójimo, verdadero giro antropocéntrico que ya desde el inicio de la constitución se percibe.
Dice Gaudium et spes:
“Pues todos, creados a imagen de Dios, que hizo «de uno todo el linaje humano para que habitara toda la faz de la tierra» [Act 17, 26], son llamados a un solo e idéntico fin, es decir, a Dios mismo. Por esto el amor a Dios «y» al prójimo es el primero y mayor mandamiento. La sagrada Escritura nos enseña que no se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo...” (§24) (Gaudium et spes, (§24). Denz., 4324).
Entonces, la frase “La sagrada Escritura nos enseña que no se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo...”, le da todo vigor a la afirmación, “Por esto el amor a Dios «y» al prójimo es el primero y mayor mandamiento”. Es decir, se aprovecha la conexión lógica del amor a Dios «y» el amor al prójimo para establecer una identidad entre las dos partes de la sentencia.
Pero no es así. Lo que existe es una semejanza entre uno y otro amor, pues en el uso de la analogía no se debe confundir el analogado principal con el analogado secundario y, en todo caso, se debe guardar la proporcionalidad existente entre lo uno y lo otro. (Así, cuando se dice, “el hombre debe ser bueno como Dios”, se entiende que ningún hombre lo puede ser, porque Dios es mejor que nosotros; entonces, lo que se intenta decir es que debemos participar en su bondad y esta analogía nos hace participar proporcionadamente).
Esto claramente se ve en que cuando Jesús ruega al Padre que todos sean uno, “como nosotros también somos uno” (Jn 17:21-22), no se está refiriendo a que los Apóstoles sean uno en identidad de sentido con la Trinidad beatísima, sino que sean uno en la Verdad.
Entonces, la exageración (antes se llamaba herejía) consiste en homologar lo anteriormente citado de la Constitución en un sólo y mayor mandamiento, cuando claramente se sabe que el primero y mayor mandamiento es amar a Dios; y luego amar al hombre, por analogía proporcionada, como se ama a Dios, lo cual establece una clara diferenciación entre la primera y la segunda Tabla de la Ley.
Por tanto, la segunda sentencia no se infiere válidamente de la primera por ser éste un razonamiento lógicamente defectuoso, además de serlo en el sentido teológico.
Perdida, pues, la proporción en todos los razonamientos, y perdidas también las distinciones y el principio de no-contradicción, Juan XXIII subvierte los fines del hombre, convirtiéndolo en la fuente máxima de donde emanan todos los derechos.
Es decir, la Iglesia finalmente aceptó:
· el nominalismo voluntarista de Scoto,
· el racionalismo cartesiano,
· el subjetivismo kantiano y
· las tesis luteranas, rechazando de plano la Ley Natural.
La Iglesia se ha sumado, pues, al formidable ataque que el humanismo hace sobre el realismo y el conocimiento clásico. Este cambio no ha tenido pocas consecuencias a juzgar por el indiferentismo con el que la mayoría de católicos hoy reciben las más exóticas propuestas y decisiones de los poderes públicos en materias que afectan la vida de la familia, la vida humana y la moral pública.
Esto lo iremos descubriendo en la medida en que avancemos en nuestro estudio.
EL NUEVO HUMANISMO Y LA RELIGIÓN
LOS ORÍGENES PRÓXIMOS DE LA DESCRISTIANIZACIÓN
El humanismo católico preconciliar mucho tenía que ver con la salvación del alma, asunto de primordial importancia para cualquier católico y, sobre todo, para el clero y autoridades vaticanas. Esto también ha cambiado significativamente.
Diremos, para empezar, que Roma no aspira ya a la conversión de los antes llamados herejes y cismáticos y que, de cierta manera, la rechaza como método de evangelización.
Ya el cardenal Walter Kasper lo ha dicho en inequívocas palabras, interpretando las orientaciones de los últimos papas:
“Nosotros no entendemos el ecumenismo hoy en el sentido de ‘la vuelta’ según el cual los demás tienen que “convertirse” y volverse ‘católicos’. Eso ha sido expresamente rechazado por Vaticano II (...)”. (Walter cardenal Kasper en “Die Furche” del 22 de enero de 2001, tomado de Il Regno de marzo de 2001, citado por la agencia Zenith. Es ampliamente conocido que este cardenal niega la historicidad y autenticidad de los Evangelios; niega la resurrección, incluso la de Lázaro; niega que Cristo sea Dios y considera que los milagros de Jesús han sido inventos de los evangelistas. Fue nombrado por Juan Pablo II obispo de Rottenburg, Sttutgar, en 1989).
En una convención de la Comisión Episcopal Nacional de Italia, celebrada entre el 5 y el 17 de noviembre de 2003, el cardenal Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, volvió a afirmar el pluralismo sin principios de la Iglesia católica actual; allí el que
“el diálogo ecuménico es un camino por medio del cual el Espíritu de Dios habla a la Iglesia y la enriquece con percepciones más profundas y aspectos nuevos, hasta ahora no contemplados, de la verdad única que es Jesucristo”. Esto se debe al hecho de que la Iglesia ha adoptado la filosofía del mundo en la que “yo no existo sin el otro; y el otro no me limita, sino que me enriquece” (Sí Sí No No, junio de 2004, p. 1. Esta es la típica terminología profana de Hegel),
pues ahora la doctrina se expone según las fórmulas del “pensamiento moderno”, al decir de Juan XXIII. (Ver discurso de apertura del Concilio Vaticano II, Gaudet Mater Ecclesia, del 11 de octubre de 1962).
Esta es la norma del ecumenismo religioso: dejarse enriquecer permitiendo asimilar los puntos de vista anteriormente rechazados y condenados por esa misma Iglesia. Es ese también el espíritu y letra de Gaudium et spes, que pide al mundo enriquecer la Iglesia, no para convertir al mundo, sino para “dar un sentido más humano a la familia de los hombres y su historia”.
La Iglesia de Roncalli, Montini, Wojtyla y Kasper, ya no tiene la finalidad de convertir al hombre para hacerlo hijo de Dios, sino para volverlo más humano y alcanzar una paz fraternal y naturalista donde Cristo no parece ya estar presente en la doctrina católica como Rey de la sociedad, sino que comparte su gloria con los protagonistas de las demás religiones.
Es el planteamiento del filósofo judeo-alemán Martin Buber quien creó el principio dialógico entre el “yo” y el “tú” en la vena de la tradición del socialismo utópico y humanitario, existencial y mitológico, porque aquello de “estar-en-relación-recíproca” debería conducir a la meta de la unidad fraternal de todo el género humano.
A este “pueblo de Dios” lo guía, supuestamente, un “Espíritu de Verdad” que lo ha de conducir a la verdad plena, no poseída todavía por nadie. Esta incesante búsqueda niega el dogma según el cual la revelación concluyó definitivamente con la muerte del último Apóstol, rechazando la condena que san Pío X profiriera en su decreto Lamentabili contra la posición modernista de que “la revelación, que constituye el objeto de la fe católica, no se completó con los Apóstoles” (Ver decreto Lamentabili del 3 de Julio de 1907, § 21, y cuya condena se fundamenta en el Concilio de Trento (antiguo Denz. 1501) y Vaticano I (antiguo Denz. 3071)).
Los “aspectos nuevos, hasta ahora no contemplados”, a los que se refiere Kasper, es ese enriquecimiento de la revelación que proviene de otros profetas, de otros iluminados, que continúan revelando la verdad de Dios.
Es por este motivo, entre otros, que ya no hace falta que el católico convierta a nadie puesto que la fraternidad universal está próxima a instalarse en esta tierra si se trabaja asiduamente en la nueva filosofía.
LA FRATERNIDAD SIN PATERNIDAD COMÚN
Hasta hace muy poco el requisito de la fraternidad universal provenía del concepto de una paternidad común que supusiera la conversión de los no católicos.
No obstante, la difusión del nuevo concepto de fraternidad de la Iglesia contemporánea gravita sobre el hecho de que su fin primordial en esta tierra es su contribución al progreso material de los hombres avanzando la libertad humana y aun la promoción de todas las creencias bajo la justificación de la “dignidad humana”, al margen de que esto ya lo están haciendo muchas ONG dedicadas al tema.
Por ello Juan Pablo II, afirmó que:
“Hace falta saludar el puesto dado a los derechos humanos que recuerdan que el ser humano es el centro de la vida social... La divisa de Francia de ‘libertad, igualdad, fraternidad’, asocia oportunamente la libertad individual con la necesaria atención a todos los hermanos, entre ellos los más débiles y los más frágiles, desde la concepción hasta la muerte natural” (Mensaje del papa Juan Pablo II al obispo de Valencia, Francia, en agosto de 1988).
Dos cosas se deben resaltar de esta afirmación humanista:
la primera, que ya el centro de la vida social no es Dios para la Iglesia, sino el ser humano;
la segunda, que la divisa naturalista de Francia produjo el primer genocidio de la historia moderna, pero
con católicos.
Entre esta divisa y la del Concilio Vaticano II, monseñor Lefebvre había establecido un interesante paralelo; había dicho: “la correspondencia entre «libertad, igualdad y fraternidad», tres palabras de la Revolución Francesa, y «libertad religiosa, colegialidad y ecumenismo», tres palabras del Concilio Vaticano II, es verdaderamente estrecha” (Tomado de la conferencia de monseñor Richard Williamson en Buenos Aires, 19 de diciembre de 2002).
La importancia de este marco de referencia es resaltada en estas palabras por monseñor Richard Williamson: “Disueltas las naciones, disuelta la cristiandad, las pone en una nueva unidad. Dissolve: libertad, igualdad; coagula: fraternidad, libertad y liberación de lo antiguo, igualdad para destruir la autoridad, liberación del espíritu de la verdad objetiva” (Richard monseñor Williamson, “Extractos significativos de la conferencia dada por S.E.R. Mons. Richard Williamson en Buenos Aires, el 19 de diciembre de 2002. Primera Parte”. FIDES; Fraternidad Sacerdotal San Pío X, Venezuela No. 1318-1320. Tercer domingo después de Pentecostés).
Al mencionar la divisa de la Revolución, la Iglesia postconciliar, en boca de Juan Pablo II, se olvidaba de lo que aquellas palabras significaron para los laicos y curas católicos perseguidos por la Revolución Francesa, lo que no aleja el peligro de construir una fraternidad sin Padre común, es decir, puramente humanista.
LOS BIENES DE ESTA TIERRA
Dentro de los bienes de esta tierra se encuentran la “dignidad humana”, la “comunión fraterna” y “la libertad”. Son bienes abstractos, protegidos por las leyes de los países civilizados. A éstos se les añade otros bienes de carácter tangible que la Iglesia también promociona en la reorientación del papel que desempeña en la sociedad humana.
La constitución Lumen gentium ordena:
“Procuren, pues, seriamente [los seglares] que por su competencia... los bienes creados se desarrollen al servicio de todos y de cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos... y que a su manera estos seglares conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana”.
Es el incremento del reino de Dios en la tierra por obra de la Iglesia peregrina,
“... la cual, al introducir este reino... favorece y asume, en lo que tienen de bueno, todas las riquezas, recursos y costumbres de los pueblos; pero al recibirlas, las purifica, las fortalece y las eleva”.
Es decir, también los bienes materiales son elevados y purificados para que entren a formar parte del reino de Dios, con lo cual dicho reino queda reducido a un plano puramente naturalista.
Esta es la “tierra nueva” que la tenemos ya en figura aquí, porque en esta tierra “crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar una vislumbre del siglo nuevo”.
No es, pues, la Iglesia militante, la prefiguración de ese reino, como antes se decía, sino el crecimiento del cuerpo de la familia humana, alimentada por el progreso y la libertad. Al final, es la humanidad la que realiza el reino de Dios, donde volveremos a encontrar, “los bienes de la dignidad humana, la comunión fraterna y la libertad... tras de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor... limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados... El reino está ya presente en esta tierra misteriosamente...”
Se podría afirmar que este ya no es el lenguaje de una Iglesia preocupada, de manera principal, por la salvación del alma; este es el lenguaje de una ONG arrebatada por inspiraciones místicas.
La política, claro, no podía quedarse por fuera de este esquema naturalista.
“La mejor manera de llegar a una política auténticamente humana”, prescribe Gaudium et spes, “estriba en fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común, y robustecer las relaciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política, y al fin, el recto ejercicio y límites de los poderes públicos”.
No habría nada de particular en esta sentencia, acertada, por demás, a menos que fuera la Iglesia la que la estuviera enunciando. Se nota la falta de preocupación por una vida política animada por los valores auténticamente cristianos; su preocupación estriba en que esa vida política esté animada sólo por los valores humanos. Para nada se habla de la “justicia”, la “benevolencia” y del “servicio al bien común”, inspirados por la verdad revelada, como se habría enseñado en la Iglesia preconciliar.
Esta forma de hablar nunca fue, propiamente, católica en su forma ni en su contenido; igualmente ajeno es que este bien común “abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección”.
Esta curiosa perfección proviene de los valores humanos, imperfectos, por demás. Aquí no existe nexo alguno con lo sobrenatural, lo cual contrasta notablemente con la forma, modo y fondo con los que se expresaban antes estas mismas cosas.
Sobre esto mismo se expresaba antes la Iglesia de la siguiente manera:
“Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios” (León XIII, Inmortale Dei, § 3, 1 de noviembre de 1885).
Sin embargo, para la Nueva Iglesia,
“es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios” (Gaudium et spes, § 74).
Esta declaración pone al hombre por delante de Dios en cuanto se rompe ese vínculo entre la política y la religión y el sacerdote queda como un simple funcionario ejecutor de un orden, pero no de una relación.
La tradición católica nunca vio en la “familia humana” un valor superior al de las naciones cristianas. Hoy sí lo ve, pues en la separación de la Iglesia y el Estado se pretende que surja una comunidad de hombres libres, sin ataduras religiosas, que sea mejor que aquella fomentada por la Iglesia para conformar verdaderos Estados cristianos. Surge, sin embargo, un complicadísimo problema en los valores de esta “familia humana” cual es la norma moral común para la vida familiar. Por ejemplo,
¿cómo puede el ecumenismo conciliar hallar respuesta a la poligamia, en el caso musulmán, y al matrimonio temporal, en el caso del Islam chiíta, visto ello desde la perspectiva de la fe católica?
Nos tememos que, no encontrando ninguna fórmula que pueda resolver el dilema moral que a los católicos plantean tales esquemas, el Vaticano se ha decantado por “normas objetivas” que no dependen ya de la revelación sino de la “conciencia moral” de cada cual, conciencia que se va formando en la investigación que se hace con otros hombres de diversas creencias.
Por eso Gaudium et spes dice: “La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se les presentan al individuo y a la sociedad”.
La conciencia es, en últimas, lo que determina las normas de la moralidad que han de aplicarse. Esto es pelagianismo puro, antes condenado por la misma Iglesia que hoy lo proclama.
MARITAIN Y EL COLECTIVISMO CATÓLICO
Muy unido a tales ideas pontificias estaba el conocido filósofo Maritain, íntimamente ligado a Pablo VI como su consejero y maestro; Maritain había sido inspirado por Emmanuel Mounier, un militante de extrema izquierda que creía que los sacerdotes debían ayudar a construir un mundo socialista. Maritain había hecho suyas estas ideas a partir de 1926, año en el que comenzó a sufrir una radical transformación en sus creencias filosóficas. El «destape» lo realizó en una serie de conferencias dictadas en la Universidad de Santander en 1934, que luego se convirtieron en un libro intitulado Christianisme et Democratie, publicado en 1945. Luego publicó Humanisme intégral.
Su tema era reconciliar la Iglesia con el mundo; su doctrina era marxista, tanto en lo político como en lo económico. La diferencia era que Maritain era cristiano y Marx ateo; el
primero creía en la libertad; el segundo, no.
De Maritain dice el profesor Louis Salleron:
“Maritain reprueba el comunismo pero llama y favorece su realización ya que considera que es el resultado necesario de los errores pasados y que vehiculiza, por otra parte, un raudal de verdades sociales cuyo desenvolvimiento debe asegurar el cristianismo. Desafiamos a todo lector de buena fe a impugnar nuestra interpretación” (Cita tomada de Michael Davies, El Concilio del Papa Juan, Op. Cit., p. 396, quien, a su vez, la toma del artículo de Louis Salleron, 18 de octubre de 1973, Le Chili et la politique chretienne (Chile y la política cristiana)).
La postura de Maritain ha sido sólo novedosa en cuanto era mantenida por un filósofo católico de tanta relevancia, pero ya venía gestándose desde tiempos de la Revolución Francesa en los que cada vez con más fuerza se negaba el derecho de la Iglesia a intervenir en el orden social. Así, el propósito del humanismo integral de Maritain era construir una fraternidad universal donde reinara la justicia, el amor y la paz sociales.
En esta fraternidad la Iglesia tendría su papel, aunque de ninguna manera dogmático, ya todos los hombres, independientemente de sus creencias y religiones, podrían pertenecer a ella, compelidos por el deseo de buscar la unidad en la democracia fraterna.
Pablo VI tomó estos mismos ideales de su maestro Maritain y los adoptó como suyos; este papa quería una Iglesia y una sociedad «abiertas» que permitirían construir un paraíso en la tierra fundamentado en la buena voluntad del hombre.
La constitución Gaudium et spes refleja este sentimiento que fue también compartido por Juan Pablo II, principal redactor de esa constitución y quien también tuvo similar preocupación por el advenimiento de ese reino terrestre. Imposibilitados ambos para lograrlo, volcaron su atención sobre las Naciones Unidas, de la cual Pablo VI dijo:
“Los pueblos se vuelven hacia las Naciones Unidas como hacia su última esperanza de paz y concordia; nos arriesgamos a traer con nosotros su tributo de honor y de esperanza a la par del nuestro” (Pablo VI, discurso ante la ONU, 4 de octubre de 1965. Las Naciones Unidas son dignas del mismo tributo que se lleva a Cristo).
Fue por este tipo de ideas de antiguo conocidas que Pío XII había, en otro tiempo, decidido alejarlo de su cargo como Pro-secretario de Estado y enviarlo al arzobispado de Milán, sin nombrarlo cardenal, como tradicionalmente se hacía con quien desempeñara dicho cargo. Dice el biógrafo de Montini, Douglas Woodruff que, “[Pío XII] pensaba que las simpatías políticas de monseñor Montini se hallaban demasiado a la izquierda para hacerlo aceptable como papa”.
Con Pablo VI y el Concilio Vaticano II se orienta, pues, el catolicismo hacia una religión de corte humanista y naturalista que rompe con los criterios de la anterior Iglesia cuyos frutos fueron vistos en el contexto del conflicto, la guerra, la intolerancia, las divisiones en fronteras de dogmas contraproducentes para la ansiada paz entre los pueblos.
Por eso el Concilio Vaticano II se aprestó a proclamar al hombre como el centro del culto y la unión de todas las religiones, gran meta de una nueva religión que se perfilaba.
Tal proclama fue recibida con alborozo: el Gran Oriente de Francia, declaraba en 1968 en su periódico “L’Humanisme”:
“Entre los pilares que se derrumbaron con suma facilidad destacamos el Magisterio... la Presencia Real Eucarística, que la Iglesia pudo imponer a las masas medievales y que desaparecerá con la creciente intercomunión e intercelebración de sacerdotes católicos y pastores protestantes...” (Douglas Woodruff, Pope Paul VI (CTS, London, 1974), p. 4.).
El ideal humanista de las sociedades secretas y de innumerables ONG al servicio de los nuevos ideales se realizaba sin necesidad de persecuciones, luchas y guerras.
Finalmente, cuando Pablo VI murió, similares muestras de condolencias fueron expresadas por los masones y los comunistas. Éstos últimos manifestaron así sus condolencias:
“Los comunistas de Roma y de su provincia expresan su pesar y sus condolencias por la muerte de Pablo VI, Obispo de Roma, y recordándolo no sólo por su apasionado compromiso y la gran humanidad por la que trabajó por la paz y el progreso de las naciones, para promover el diálogo, la comprensión y los posibles entendimientos entre hombres de diferentes creencias e ideales, sino también por la atención constante que dedicó al mejoramiento moral y material de Roma.
Firmado: Federación Romana del Partido Comunista Italiano”.
Para completar el cuadro de deudos, en la «Rivista masónica» se publicó un artículo intitulado Ne ambiguità ne contradizione que decía:
“Para nosotros, es la muerte de quien hizo caer la condena de Clemente XII y de sus predecesores. Por primera vez en la historia de la Masonería ha muerto el Jefe de la más grande religión occidental que no estuvo en estado de hostilidad con los Masones. Y por primera vez en la historia, los Masones pueden llevar su homenaje a la tumba de un papa, sin ambigüedad ni contradicción” (“Rivista masónica”, no 5 luglio 1978, Ref. LXIX - XIII della nuova serie).
Este era el nuevo lenguaje de comprensión fraterna que también la Iglesia postconciliar había hecho suyo y por el que se multiplicarían las organizaciones que de diversas maneras habrían de emplear en el futuro los instrumentos necesarios para acelerar los cambios sociales y culturales que se avecinaban.
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