En varios artículos e intervenciones he calificado la situación que vivimos en Cataluña como esperpéntica, en referencia al género creado por Valle-Inclán, que tiene mucho de monumento lingüístico, bastante de feroz mirada sobre determinados momentos de nuestra historia y su pizca genial de retranca gallega.



Recapacitando, he encontrado, sin embargo, una sutil o gran diferencia, según se mire, entre lo político y lo valleinclanesco: no hay ni ha habido héroes clásicos cuya imagen deformaran los espejos cóncavos; dicho de otra manera, no hay forma humana de comparar el triste panorama que ofrece el separatismo catalán con modalidad alguna de la épica, aunque sea para parodiarla: todos los personajes de la trama, todas las propagandas, todo el proceso en sí quedan inmersos en la más profunda vulgaridad, de la cual, por cierto, es significativo el color amarillo bilioso elegido para la reivindicación de sus presos políticos.

Rectifico, pues: posiblemente si el ilustre escritor gallego levantara la cabeza no movería la pluma para retratar a los personajillos del secesionismo catalán; quizás lo hiciera para reflejar la actitud de algunas instituciones nacionales que no se han cubierto de gloria precisamente ante la magnitud del problema.

Para no abandonar las alusiones al arte de Talía y de Melpómene (musas de la comedia y de la tragedia, respectivamente), cada vez me parece más cercana la circunstancia presente a la que pretendía reflejar el teatro del absurdo: Beckett, Adamov, Ionesco y Genet hubieran encontrado material propicio para plasmar simbólicamente lo que está ocurriendo en Cataluña; y no digamos nuestro particular genio nacional, Miguel Mihura, creador de situaciones, diálogos y protagonistas, no solo histriónicos, sino disparatados, inconexos y representativos de la más completa irracionalidad.

Por ejemplo, el hecho de que una parte de la sociedad catalana haya votado a favor de quienes han llevado a su Comunidad al caos, al enfrentamiento social y político y al desastre económico; para más inri, algunos de sus valientes líderes han declarado ahora que su declaración de independencia era simbólica… Es tarea de psiquiatras, concretamente de avezados psicoanalistas, escudriñar en el subconsciente de los votantes de esas opciones.

Tengo para mí que existe una imbricación profunda entre ellos y el sentimiento edipiano no superado, que pretende matar al padre (de padre, patria: España) para refugiarse en un retorno a una supuesta edad feliz bajo las haldas de la madre (aldea: nacionalismo catalán); de momento, a la espera de estudios más sesudos y expertos, apunto la sugerencia.

Como consecuencia, resulta que el preferido de los votos separatistas es un prófugo de la Justicia, afincado en Bruselas que, más que capital europea, ha devenido en trinchera sempiterna de la confrontación entre flamencos y valones. A tal efecto, los fieles de Puigdemont pretenden que tome posesión virtual como presidente de la Generalidad a distancia, mediante algún recurso tecnológico, a modo de ectoplasma conductor de sus masas. Al parecer, tanto los servicios jurídicos del Estado como los de la propia Generalidad, han dicho que si están de broma…

La contumacia de los adeptos del de Bruselas parece incomodar sobremanera a la otra parte de la clientela del secesionismo, que apuesta por el inquilino de la cárcel de Estremeras, aquel que -en feliz expresión de algún periodista- confunde el Tribunal Supremo con un confesionario, y reivindica su calidad de creyente y de hombre de paz (el mismo calificativo que creo aplicó el Sr. Iglesias a Otegui en su día); también ha solicitado el susodicho Junqueras que se le traslade a una prisión catalana, para tomar posesión de su acta de diputado y asistir a las sesiones del Parlamento autonómico, nos imaginamos que escoltado por Mossos d´Esquadra de confianza… También le han dicho que nones y que, si quiere, puede delegar su voto en una persona de confianza, si es que la encuentra en su partido.

De todas formas, no se ilusionen ustedes con esta disputa de personalismos, pues apuesto lo que quieran a que, por una parte, los secuaces de ambos se pondrán rápidamente de acuerdo, y, por la otra, crece la incógnita de cómo actuarán las instituciones españolas para hacer frente, con firmeza y proporcionalidad (Mariano dixit) a esta situación digna de un manicomio.


Lo dicho, pues, puro Teatro del Absurdo, para el que vienen al pelo aquellas frases de Albert Camus que intenta explicar la filosofía subyacente a este género: El hombre vive en el mundo, pero ni lo entiende ni entiende su propia función en él (…); un mundo, en último término, que se le antoja un alucinante vacío. En este desierto, el hombre opera anestesiándose a sí mismo con la convicción de que no está solo.

Esta es la soledad, aunque sea en multitud, en que viven los separatistas, en el seno de una España y de una Europa que pugnan por estar más unidas, aunque -también absurdamente- las instituciones que velan por este fin no estén mucho por la labor.

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