Jordan Peterson, liberalismo clásico y Crédito Social de Douglas



Por Oliver Heydorn


Jordan Peterson, el ahora famoso Profesor de Psicología de la Universidad de Toronto, se ha identificado a veces a sí mismo como un liberal clásico. Con su ascenso como fenómeno de internet, la filosofía social del liberalismo clásico y los sistemas político/económicos inspirados por él parecen estar recibiendo un nuevo impulso (¿o es simplemente un soplo de aire final?), mientras la sociedad moderna en que vivimos, una sociedad originariamente basada en los principios del liberalismo clásico, se ve a sí misma cayendo más y más profundo en una tiranía marxista posmoderna, tanto económica como cultural.

Si bien Peterson dice muchas cosas verdaderas y beneficiosas y, pienso yo, ha hecho mucho bien en un mundo que está rápidamente retirándose del ideal liberal clásico de la “sociedad libre”, es de importancia crítica para los social-creditistas llegar a la conclusión de que, lejos de ser la solución a nuestras enfermedades sociales, el liberalismo clásico es parte muy grande del problema, y de que la filosofía social que Douglas defendía y que proporciona al Crédito Social su base, es algo fundamentalmente diferente del liberalismo clásico. En la medida en que alguna palabra pudiera describirla con exactitud, la filosofía social sobre la cual estableció Douglas su visión social-creditista de la sociedad sería la de “cristiana” y no la de liberal. El liberalismo político, económico y social, es decir, la idea de que las instituciones coercitivas sólo están justificadas si maximizan los derechos negativos del individuo, el derecho a “que no me interfieran”, constituye, de hecho, una muy sutil e insidiosa corrupción del ideal cristiano de la sociedad, el cual la entiende como algo que existe para servir al individuo y asegurar las condiciones de su bienestar… para que así él, a su vez, pueda servir a Dios y a su prójimo.

El liberalismo clásico es una falsa “filosofía” en el sentido douglasiano del término; esto es, nos proporciona un cuadro o concepción falsa de la realidad. La política pública que se basa en dicha falsa filosofía debe conducir, y en verdad lo hace, a resultados desastrosos. En efecto, si bien una sociedad basada en los principios del liberalismo clásico podría ser infinitamente preferible al tipo de sociedad a cuya dirección estamos continuamente desplazándonos, es a causa en gran medida de ese liberalismo por el que hemos llegado a nuestra presente situación primariamente.

El liberalismo político, económico y social –cualesquiera que fueran sus intenciones en teoría– ha demostrado él mismo ser una fuerza altamente corrosiva que, en nombre del individuo, ha destruido muchas de las instituciones, leyes, mentalidades y costumbres que habían tradicionalmente protegido la integridad moral y cultural de nuestra sociedad. No hay ni un solo fenómeno condenado –y correctamente condenado– por los conservadores sociales y culturales –con independencia de que nos refiramos al aborto legalizado, la eutanasia, la pornografía y los “matrimonios” del mismo sexo; o el ascenso del feminismo y la descomposición del matrimonio y el orden familiar tradicional; o la erosión de los valores cívicos, los modales y la responsabilidad personal; o la proliferación de una insípida e internacional cultura consumista con acentos americanos por todos lados; o el fenómeno de las migraciones masivas y la imposición del multiculturalismo en comunidades orgánicas– que no haya sido defendido y, en efecto, propugnado y llevado adelante en nombre de los “derechos” individuales. Todas estas manifestaciones de corrupción y decadencia no son más que el propio liberalismo desplegándose él mismo mientras tiende inexorablemente a su lógica y final conclusión: la total desintegración y desorden social.

Puesto que la naturaleza aborrece el vacío, la tremenda deficiencia en la dirección y cohesión social que el liberalismo deja a su paso, es decir, su masa amorfa de individuos atomizados, sin vínculos con nadie u obligaciones hacia nadie mayor que ellos mismos, y sin una política o filosofía común, simplemente deja abierta la puerta para que la voluntad de los individuos más fuertes en la sociedad se imponga de facto sobre el resto de la comunidad:

«[…] el hombre medio de la calle, incluido el político medio, el estadista medio, y la persona media, no sabe siquiera hacia dónde está yendo, y mucho menos cómo llegar hasta allí. Ésta es una de las principales explicaciones del caos de ahora, y deja el camino despejado para aquéllos que tienen una concepción del mundo que quieren. En la medida en que tengan una clara concepción, unida al uso de aquella organización que únicamente puede alcanzar el éxito, y que está de hecho funcionando en el mundo, continuarán siendo la fuerza que imponga la actual política al mundo. Ésta es la razón por la que el sistema se mantiene […]» [1].

Mientras habla de los derechos de todo hombre en teoría, el liberalismo conduce invariablemente a una sociedad que acepta pasivamente la ley de la jungla, es decir, la ley de “la fuerza es el derecho”, como el principio general organizador de sus asuntos. Allí donde se ha adoptado el liberalismo como la filosofía política y social reinante, hemos visto la dominación de los intereses creados en el ámbito de la política económica por encima del bien común durante décadas, por no decir siglos, hasta hoy. Esto no es en absoluto sorprendente dado que, en nuestras sociedades modernas, el elemento más poderoso se compone de élites financieras. Ha sido sólo más recientemente cuando hemos estado empezando a ver la transformación de ese monopolio y dominio económico y financiero en una total dominación política y cultural: una dominación que llega hasta el punto de socavar los mismos primeros principios del propio orden social liberal. La audacia y las exigencias irracionales de los “Guerreros de la Justicia Social”, exigencias a las que con razón Peterson se ha opuesto con tanta vehemencia, han hecho cada vez más evidente la naturaleza autodestructiva del liberalismo. Es por medio de fenómenos tales como el del “Guerrerismo” de la Justicia Social, patrocinados por los poderosos en los altos puestos, por lo que el liberalismo degenera eventualmente en tiranía.

El engaño envuelto en el liberalismo es tan satánicamente astuto ya que promueve, bajo el disfraz de la “libertad”, un estado de cosas en donde la injusta dominación de los poderosos reduce a la mayor parte de la sociedad a una forma u otra de lo que solamente podría describirse como esclavitud.

Douglas reconoció que este mecanismo liberal de control oculto ha sido una de las más significativas fallas en el funcionamiento de los asuntos políticos en la Inglaterra posterior a la Reforma:

“Ahora bien, si ustedes recuerdan, el aspecto religioso de la Guerra Civil consistió en la llamada libertad de conciencia; en otras palabras, se nos permitió tener, y muy rápidamente tuvimos, bajo el Protectorado, 57 religiones, todas ellas diferentes; y la única razón por la que no tuvimos 570 religiones fue porque el pueblo no podía pensar con la suficiente rapidez. No estoy diciendo que cualquiera de ellas fuera correcta o errónea. No estoy interesado en ello. El aspecto sutil que más bien estoy tratando de introducir es el siguiente: que las filosofías en la mente del pueblo en el país se volvieron completamente caóticas, y que eso dejó vía libre para la dominación de una filosofía que no era ninguna de ellas. No estoy sugiriendo que la filosofía que había antes del ascenso del Protectorado fuera una filosofía correcta. Lo que estoy diciendo es que los intentos de los Estuardos consistían en tener un principio unificado detrás de su política, y que ello fue completamente contrarrestado bajo el pretexto de la libertad de conciencia, de la cual no era posible que pudiera venir una política coherente, ni vino” [2].

La noción de que el liberalismo debe terminar en tiranía ciertamente resulta irónica, pero es enteramente lo que uno podría haber predicho sobre la base de una cuidadosa observación tanto del mundo natural como de la historia humana. Vivimos en un mundo imperfecto; de hecho, en un mundo caído, de acuerdo con la revelación y enseñanza cristianas. En el mundo tal y como lo conocemos, y no como quizás podríamos haberlo tenido, el establecimiento del orden y el logro y mantenimiento del auténtico progreso requieren un esfuerzo inteligentemente dirigido, al servicio de un objetivo-política realista. Las cosas no florecen de una manera óptima si simplemente se las deja solas. Si, por ejemplo, uno quiere un huerto con comida suficiente para alimentar a su familia, se deben tomar medidas que protejan el huerto y que aseguren que las condiciones necesarias para el crecimiento y bienestar, o el florecimiento, de los frutos y vegetales del huerto queden satisfechas. Esto requiere la construcción de barreras protectoras como muros o cercas para así mantener fuera a roedores y otros animales, el uso de varias medidas de tratamiento para mantener a raya a los insectos y otras pestes, y quizás el uso de equipos de irrigación o fertilizantes para asegurar unas condiciones óptimas de crecimiento. Si, en nombre de algún ideal abstracto de “libertad”, se deja el huerto completamente indefenso y las plantas desprovistas, es decir, a total merced de los caprichos de la naturaleza, no debería sorprendernos el que las plantas no prosperen y la familia se muera de hambre en consecuencia.

En efecto, parecería como que, por varias razones que no puedo examinar o justificar debidamente en el curso del presente artículo, el liberalismo fue deliberadamente introducido, si no insertado, como la ideología político-económica dominante en Occidente, con el fin de asegurar que, moral, social y culturalmente el Occidente fuera eventualmente despojado de todas sus armas defensivas e infraestructuras de apoyo, y quedara efectiva y completamente destripado como consecuencia. El liberalismo, de hecho, ha servido como una suerte de Caballo de Troya por medio del cual los bárbaros han sido dejados dentro de las puertas de la ciudad. Los bárbaros, por supuesto, no son el enemigo en sí, sino sólo los utensilios ciegos de destrucción empleados por las fuerzas superiores que diseñaron y construyeron el Caballo de Troya y que convencieron a Occidente de recibirlo como un gran regalo. No podemos esperar de manera razonable, o bien que se retrocedan las agujas del tiempo hacia un periodo anterior cuando los frutos del liberalismo no eran tan venenosos (como quizás Peterson espera que se haga), o bien que nos pueda salvar una intrépida reafirmación de los principios liberales frente a la locura intensificada. El liberalismo no nos puede ayudar; con él es como hemos llegado hasta aquí. Para revertir nuestra suerte debemos reemplazar el liberalismo, que simplemente constituye una corrupción secular del orden social cristiano tradicional, por los principios sociales del verdadero cristianismo.

Los errores generales del liberalismo clásico parecen ser esencialmente como mínimo tres: 1) el “individuo” del que se preocupa el liberalismo parece ser más una abstracción teorética, al estilo del “Hombre Económico Racional”, que algo que tenga como referencia a hombres y mujeres concretos que realmente existan; 2) los derechos que el liberalismo busca maximizar o promover son formulados principalmente –si no exclusivamente también– en términos negativos, es decir, “el derecho a que no me interfieran” [3]; y 3) el liberalismo simultáneamente ha negado que cualquier otra cosa fuera del individuo abstracto –como comunidades concretas, la ley natural o incluso Dios mismo– pueda ser poseedor de derechos legítimos que pudieran limitar o constreñir los aludidos “derechos” negativos de los individuos. El único límite que admite el liberalismo es el de que nadie debería tener derecho a impedir a los demás ejercer sus derechos negativos. En su variante más extrema, la del libertarismo, el liberalismo reduce el Estado al papel de un “vigilante nocturno” cuyos únicos poderes y deberes consisten en proteger la vida y la propiedad.

Agradecidamente, C. H. Douglas reconoció (al menos implícitamente al comienzo de su carrera como publicista, y más y más explícitamente en sus posteriores escritos) que la filosofía social sobre la que se asentaban sus propuestas políticas y económicas, y que él consideraba como la justa o correcta forma de observar al mundo, no era el liberalismo en absoluto –ya sea el clásico o cualquier otro–, sino que tenía una orientación fundamentalmente cristiana [4].

En su mismo primer libro, Economic Democracy, Douglas indicaba que la visión del Crédito Social para la sociedad se basaba en «[…] la supremacía del individuo, considerado colectivamente, sobre cualquier interés externo» [5]. A primera vista, esto puede sonar como el liberalismo, pero Douglas inmediatamente procedía a puntualizar su afirmación insistiendo en que lo que él estaba defendiendo no debía confundirse ni con el anarquismo ni el individualismo (alias liberalismo) y, menos aún, con ningún tipo de colectivismo:

“En primer lugar, esto no significa anarquía, ni significa exactamente lo que comúnmente se denomina individualismo, que generalmente se traduce en un derecho a forzar la individualidad de otros para subordinarla a la voluntad de poder del auto-titulado como individualista. Y, muy señaladamente, no significa colectivismo en ninguna de las formas con las que nos han familiarizado los fabianos y otros” [6].

Los contrastes con el anarquismo (es decir, la afirmación de que ninguna institución coercitiva está justificada) y el colectivismo (es decir, la afirmación de que las instituciones coercitivas están justificadas porque el individuo es relativamente insignificante y existe para servir al grupo en todo caso) son bastante claros, y no se requiere una clarificación exhaustiva. Pero Douglas también diferencia la posición del Crédito Social acerca de la naturaleza y derechos de las instituciones coercitivas de la que tiene el liberalismo.

El Crédito Social difiere del liberalismo precisamente porque evita, igual que el cristianismo, esos tres errores que mencionamos anteriormente.

En efecto, los grupos y las asociaciones y la sociedad generalmente existen para servir al individuo, de tal forma que el individuo pueda sobrevivir y desarrollarse. Pero el “individualismo” del Crédito Social no es el escabroso, autosuficiente individualismo de los libertarios o la actitud del “yo primero” del liberalismo clásico. Se trata, por el contrario, de un individualismo social que reconoce que los individuos humanos existen como “personas-en-comunidad” y no existen ni pueden existir fuera de la familia y de otras asociaciones orgánicas de las cuales ellos forman parte. Puesto que los individuos humanos dependen de esos grupos para su supervivencia y desarrollo, incluso para su misma existencia, ha de resultar claro que las necesidades funcionales de esos grupos, es decir, lo que esos grupos necesitan a fin de poder continuar su existencia y desarrollarse, han de ser también plenamente respetadas por el bien del individuo. Esto es, si buscamos servir al individuo, maximizar sus derechos legítimos a la autonomía y a la libertad, y promover su bienestar, no ha de ser el individuo abstracto, no ha de ser tal o cual individuo, sino más bien todos y cada uno de los individuos concretos los que han de recibir, sobre una base equitativa y en el contexto de sus varios vínculos orgánicos con los otros, su debida parte en los beneficios de la asociación política, económica y cultural.

De esto se sigue que el correcto orden social no debe buscarse para simplemente maximizar los derechos negativos de los individuos, sino para asegurarles varios legítimos derechos positivos. Un derecho positivo o una libertad positiva consiste en la garantía de que uno tenga acceso a varios recursos, ya sean económicos, políticos o incluso culturales, de tal forma que se pueda elegir cómo vivir la propia vida; y sin lo cual ningún número o grado cualesquiera de derechos negativos son de algún uso en absoluto. Puede ser enteramente legítimo imponer límites sobre la libertad negativa de tal o cual individuo a fin de asegurar que todos los individuos concretos en la comunidad posean la especie y grado de libertad positiva que les es debida si se quiere conseguir adecuadamente los verdaderos propósitos de la asociación política y económica.

Desde una perspectiva de Crédito Social, lo que importa sobre todo es que las asociaciones, que sólo existen primeramente con el fin de servir al bienestar de los individuos concretos, puedan cumplir bien dicho propósito. Las exigencias de su funcionalidad han de sobrepasar, por tanto, cualquier teórico derecho de tal o cual individuo, o de algún individuo abstracto, a que no le interfieran. La afirmación de varios “derechos” negativos por parte del individuo debe subordinarse a las necesidades funcionales de las asociaciones de tal forma que los individuos puedan ser apropiada y satisfactoriamente servidos por la asociación en cuestión.

Los individuos banqueros, por ejemplo, pueden y deberían estar obligados a acatar la política monetaria del Crédito Social, es decir, la “Distribución del Crédito” (aun cuando sus beneficios personales en términos de poder y lucro fueran menores de lo que lo son bajo el actual “Monopolio del Crédito”) en caso de que esa política sea necesaria a una asociación económica para cumplir bien su verdadero propósito y para optimizar, a largo plazo, las ventajas económicas de todo individuo (incluyendo las de los banqueros mismos). El liberalismo económico, es decir, el reinado libre sin restricciones del mercado (que, de todas formas, no existe en ninguna parte sobre la tierra en una forma completamente pura) es incompatible con la insistencia del Crédito Social en la prioridad de la función sobre cualquier preocupación abstracta con la “libertad”.

De la misma forma y por la misma razón básica, el liberalismo político, social y cultural resulta también incompatible con una sociedad cristiana y de Crédito Social. Por citar brevemente sólo otro ejemplo, la antigua política de la “Australia blanca” es un completo disparate para el liberal; fue una arbitraria e injusta limitación sobre los individuos inmigrantes realizada por el Estado: inmigrantes que, bajo el actual “Monopolio del Crédito”, podrían ser de una gran importancia financiera y, por tanto, económica. Si todos somos simplemente individuos atomizados que estamos flotando en el éter, ¿cómo podría justificarse cualquier “discriminación” que no estuviera basada en consideraciones financieras o económicas? Pero para el social-creditista (y para los verdaderos cristianos, podríamos añadir) –que está interesado en minimizar los conflictos sociales y en proteger las identidades y culturas orgánicas para beneficio de los individuos que estuvieran orgánicamente conectados, racial y culturalmente, a la sociedad que les dio el nacimiento– semejante política tenía una gran cantidad de sentido práctico.

De esta forma vemos que, para el social-creditista, la verdadera libertad en la asociación no consiste en la capacidad de hacer lo que uno quiera dentro de los más amplios límites posibles (es decir, el Estado “vigilante nocturno” del ideólogo libertario), sino más bien la capacidad de todos y cada uno de los individuos de poder ejercitar su libre iniciativa mientras recurre, en la mayor medida posible, a los recursos de la sociedad para que le ayuden a conseguir sus legítimos objetivos [7]. Desde este punto de vista «[…] no hay dificultad alguna en concebir una condición de control individual de la política en interés común […]» [8].

En otras palabras, todas las personas deberían ser libres para ejercer el control individual de la política (tanto negativa como positivamente) en la medida en que ello no amenace al interés común, esto es, en la medida en que no sea antisocial. El interés común es aquello en lo que radica el interés de cada individuo, es decir, se refiere a aquellos intereses que todos los individuos necesariamente tienen en común, o política común [9]. ¿Y cuál es nuestra política común más general? Nuestra política común más general consiste en que las diversas asociaciones políticas, económicas y culturales que componen una nación sean capaces de cumplir sus verdaderos propósitos en la medida en que ello sea objetivamente posible y con la menor cantidad de molestias para todo el mundo. El Crédito Social insiste en que esta política común debe ser respetada y cumplida, y ello, a su vez, requiere el reinar sobre todos aquéllos que hacen de la “libertad” abstracta o teórica un ídolo.





[1] C. H. Douglas, The Policy of a Philosophy (Vancouver: The Institute of Economic Democracy, 1977), página 10.

[2] C. H. Douglas, The Policy of a Philosophy (Vancouver: The Institute of Economic Democracy, 1977), página 4.

[3] La excepción a esto sería el llamado “liberalismo de bienestar” que también reconoce la legitimidad de derechos y libertades positivas.

[4] Como escribió Douglas: «[…] La «libertad» deja de interesar a la gente, desde el momento en que se da cuenta de que ella no significa ser libre». C. H. Douglas, The Big Idea (Bullsbrook, Australia: Veritas Publishing Company, 1983), página 64. En contraste con la promoción liberal de un ideal abstracto de “libertad”, el Crédito Social se interesa en proporcionar a cada individuo libertades concretas.

[5] C. H. Douglas, Economic Democracy, 3ª ed. (London: Stanley Nott, 1931), página 5.

[6] Ibid., página 5.

[7] Cf. C. H. Douglas, Economic Democracy, 3ª ed. (London: Stanley Nott, 1931), página 142.

[8] Ibid., 135.

[9] Cf. C. H. Douglas, Seguridad: institucional y personal (Liverpool: K. R. P. Publications Ltd., 1945), página 12. «Para ponerse de acuerdo sobre una política, solamente es necesario encontrar un factor común de la experiencia humana. Existen ciertas gentes que tontamente dicen que es imposible ponerse de acuerdo en una política. Pienso que eso es ridículo. A veces resulta difícil conseguir un acuerdo sobre una política en favor del otro compañero, pero no existe dificultad alguna en conseguir un acuerdo sobre una política en favor de uno mismo».



Fuente: Clifford Hugh Douglas Institute