La comprensión social-creditista de la libertad
Por Oliver Heydorn
La libertad es indudablemente un bien muy grande. Es en realidad uno de los objetivos clave y uno de los principales frutos de cualquier orden social exitoso. Pero el mayor problema de decir, dentro de un contexto de asociación, que uno está “a favor de la liberad personal” está en que la “libertad” ha venido a significar tantas cosas distintas para tanta gente diferente, y las varias definiciones no son de ninguna manera compatibles. Los anarquistas tienden a interpretar la “libertad” de una manera; los libertarios de otra; los liberales clásicos en una tercera forma, y así sucesivamente. Ninguno de ellos interpreta la libertad como un derecho absoluto de hacer lo que uno quiera, ni siquiera el anarquista (pues se opone a que la gente use su libertad para establecer, o apoyar de cualquier otra forma, instituciones coercitivas). En contraposición a los colectivistas de todo tipo: comunistas, fascistas, socialistas, etc., los social-creditistas también están a favor de la libertad del individuo por encima y en contra de cualquier despotismo del grupo. Pero, ¿qué significa “libertad” desde el punto de vista del Crédito Social?
Quizás la forma más fácil de comenzar a proporcionar una respuesta a esta cuestión sería observar que la concepción social-creditista de la legítima “libertad-en-asociación” de un individuo implica una libertad que es más bien social que antisocial. Una libertad socialmente compatible abarcaría aquellas elecciones que a) no eliminen sin debida causa la capacidad de ningún otro de funcionar libremente, o b) no eliminen o minen la capacidad de las asociaciones económicas y políticas de una sociedad de funcionar óptimamente en la consecución de sus respectivos propósitos.
Más allá de esto, resulta también importante reconocer que la noción social-creditista de la libertad es social en un tercer sentido: constituye uno de los principales fines –si no el único fin– de una autoridad social legítimamente ordenada. En otras palabras, las limitaciones sobre la elección mencionadas en el párrafo precedente son necesarias en aras de la maximización de la libertad concreta de cada individuo dentro de un contexto de asociación.
Esto conduce a un resultado paradójico: a fin de conseguir la libertad real para todos, –la Libertad con L mayúscula–, es necesario a veces imponer limitaciones funcionales sobre ciertas pretensiones menores de “libertad”. Para maximizar la verdadera libertad, se debe tener límites. Lo que el social-creditista quiere no es libertad en teoría, o la libertad como un ídolo abstracto, o libertad para esta o aquella persona o grupo especial, sino más bien la extensión de una libertad concreta, una “Libertad” que pueda ser vista, oída, sentida y vivida, para cada individuo y con la máxima medida que permita la ley natural.
“Autoridad” y “Libertad” no son, por tanto, dos polos de una dicotomía irreconciliable para el social-creditista. Por el contrario, tanto una legítima autoridad como una legítima libertad poseen su lugar apropiado en la visión de la sociedad del Crédito Social. Tal y como Douglas lo expresó en uno de sus primeros trabajos:
«(…) nos vemos confrontados con las alternativas fundamentales de la libertad y la autoridad. Pero debería ser posible (…) ver que éstas no son necesariamente alternativas en absoluto: son políticas cada una fundamentalmente “correcta” en su propio plano de acción» [1].
Con tal que cada una se mantenga en su propia esfera y estén correctamente relacionadas la una con la otra, no hay necesidad de que haya conflicto alguno entre libertad y autoridad, y, de hecho, en lugar de antagonismo, debería haber una relación mutuamente armoniosa y de apoyo entre las dos.
Las pretensiones de libertad individual son algo completamente justificable siempre que esas pretensiones no entren en conflicto con las necesidades funcionales estructurales de las asociaciones políticas, económicas o culturales (es decir, los mecanismos/reglas, etc., que estas asociaciones deben incorporar a fin de sobrevivir y desarrollarse o funcionar); éste es el plano de acción correcto de la libertad.
A la inversa, las exigencias de la autoridad, es decir, de las instituciones coercitivas, son plenamente justificables en la medida en que coincidan con las auténticas necesidades funcionales estructurales de la asociación política, económica y cultural; esta esfera particular constituye el plano de acción correcto de la autoridad.
La legitimidad de una autoridad comunal o, en realidad, de cualquier tipo, depende, así, de su conformidad con las leyes objetivas que gobiernan la realidad. De ahí el aforismo: “La verdad constituye autoridad; la autoridad no constituye verdad”. Cualquier imposición política sobre los individuos que trascienda a ese pertinente conjunto de necesidades funcionales constituye una especie de infracción gubernamental, al tiempo que cualquier falla en aplicarlas constituye una especie de negligencia gubernamental. Ambos extremos deberían evitarse escrupulosamente.
Cuando se trata la cuestión de su debida relación, la libertad y la autoridad están íntimamente conectadas. En la visión del Crédito Social, la autoridad existe y ha de ser empleada precisamente en aras de asegurar el más amplio alcance posible para la posesión y ejercicio de la libertad de parte de los individuos dentro de un contexto de asociación. Por esta razón, el uso apropiado de la legítima autoridad es tan importante como el alcance de la legítima libertad o verdadera libertad, porque lo primero es condición necesaria para la maximización de lo segundo; es decir, la libertad es el propio fin y justificación de la autoridad:
«(…) la idea democrática posee validez real si se la separa de la idea de una colectividad. Constituye un legítimo corolario de la más alta concepción del individuo humano el que, en la medida más extensa posible, prevalezca la voluntad de los individuos sobre sus propios asuntos. Sobre sus propios asuntos, deben restaurarse las sanciones de la sociedad a todo individuo afectado» [2].
Nótese que Douglas subraya que la libertad que él propugna es la libertad del individuo sobre sus propios asuntos, no sobre los asuntos de algún otro, o sobre los asuntos de la sociedad, o los asuntos de una asociación. Siempre que el social-creditista defiende con estridencia la “libertad”, no se le debe nunca interpretar, por tanto, como partidario del derecho del individuo en asociación de hacer lo que él quiera, sino más bien como defensor del derecho del individuo a elegir su propio camino en la medida en que sus elecciones sean compatibles con las exigencias funcionales de un orden económico, político y social saludable y exitoso:
«Entre las críticas menos inteligentes hacia el grupo de ideas conocidas como Crédito Social está aquélla que lo moteja de anarquía disfrazada: una especie de “haz-lo-que-quieras” libre para todos. Este argumento es igual que decir que el derecho a elegir si jugar al cricket o al tenis es un derecho a elaborar las reglas del cricket o del tenis».
Habiendo cubierto el necesario marco teórico, resulta ahora más fácil apreciar la que quizás es la respuesta más completa de Douglas a la pregunta: ¿qué es la libertad de acuerdo con el social-creditista?
«La libertad es una cosa real. Es la cosa más importante que hay en juego hoy día en el mundo; y, más allá de toda otra cosa, es necesario que su naturaleza sea comprendida. Consiste en el poder de elegir o rechazar una cosa a la vez. Consiste en el poder de elegir si se quiere jugar al cricket o si se quiere jugar al golf, o si no se quiere jugar a ninguno de los dos. En definitiva, no consiste en el poder de parte del no jugador de cambiar las reglas del cricket o del golf; eso no es libertad, es opresión» [4].
Hablando metafóricamente por un momento, uno ha de tener libertad de jugar al juego o de no jugar al juego, pero no ha de tener libertad para cambiar unilateralmente o rechazar las reglas del juego para así adaptarlas a uno mismo a expensas del bien común.
El ejemplo concreto clásico que se ha usado repetidamente en la bibliografía del Crédito Social para ilustrar este armonioso concepto de la “Autoridad Legal en aras de la Verdadera Libertad” es el de las carreteras, sus reglas, y su subsiguiente uso.
En la medida en que obedecen las reglas –las cuales, si estamos hablando dentro del contexto de un sistema de carreteras apropiadamente diseñado, constituyen algunas de las necesidades funcionales para un viaje seguro, eficiente, sereno y efectivo–, la libertad de los individuos para viajar por las carreteras a cualquier parte en cualquier tiempo se maximiza. Esto es lo que verdaderamente constituye la “peak freedom” –por tomar prestado un americanismo– en contraposición a la cáscara vacía de la libertad que constituye la tarjeta de visita del ideólogo libertario.
Tal y como magistralmente lo explicó Eric Butler en su opúsculo Social Dynamics:
«Una de las principales funciones del gobierno es mantener un estricto Imperio de la Ley. A menudo se afirma, falsamente, que toda ley es una vulneración de la libertad del individuo. La verdadera libertad es imposible salvo dentro de un convenido Imperio de la Ley.
»El imperio de la ley significa que el individuo, así como el gobierno, está ligado en todas sus acciones por reglas claramente definidas enunciadas de antemano. Las leyes viales son un buen ejemplo del imperio de la ley. Particularmente a partir del advenimiento del coche de motor ha sido muy esencial que las leyes viales –que permiten a los individuos usar un servicio común– estuvieran diseñadas para proteger a todos los individuos. Lejos de que el imperio de la ley en relación a las carreteras sea una vulneración de los derechos del individuo, –con tal que haya un respeto general hacia ese imperio de la ley–, aquél incrementa los derechos del individuo. Los individuos que insisten en que deberían tener “libertad” para conducir como quisieran por las carreteras producirían el caos. El imperio de la ley tal y como se aplica a las carreteras establece que todos deben viajar por un lado de la carretera; que deben pararse ante las luces rojas y proseguir bajo las luces verdes. Si el conductor viola el imperio de la ley y es detectado por la policía, entonces es penalizado. En la medida en que los conductores obedezcan al imperio de la ley, habrá el máximo de seguridad y libertad para todos los individuos que usen las carreteras. La única responsabilidad del gobierno es producir un imperio de la ley que tenga el respeto de todos los miembros de la comunidad. Ciertamente no es la función correcta del gobierno insistir en cómo los individuos habrán de obrar dentro del imperio de la ley. Tal y como dijo tan acertadamente uno: “dentro de las leyes conocidas del juego, el individuo es libre de perseguir sus fines y deseos personales”» [5].
Otra de las lecciones interesantes que se desprenden de la analogía de los sistemas de carreteras, es que hace bastante clara la división entre el papel del experto y el papel del individuo consumidor, cliente o ciudadano. Es ésta otra importante faceta dentro de la filosofía política y social del Crédito Social que ha de ser abordada cuando se trae a discusión la naturaleza, así como el lugar apropiado, de la “libertad-en-asociación”.
De acuerdo con la teoría del Crédito Social, es de exclusiva responsabilidad de los pertinentes expertos diseñar las reglas, los mecanismos, los sistemas, etc., que se necesitan para conseguir un resultado funcionalmente satisfactorio en términos de la política del individuo: el individuo solamente ha de juzgar de las reglas, mecanismos, sistemas, etc., de los medios administrativos, por sus resultados.
Si un sistema de carreteras, por ejemplo, o una parte del mismo, se traduce en demasiados accidentes (más de los que podría justificarse como inherentes a la naturaleza de las condiciones humanas o naturales), entonces el individuo está justificado para exigir que se haga algo para hacer más seguro ese sistema de carreteras o un trozo particular de carretera, de manera que pueda llegar a ser lo más seguro humanamente posible. Lo que no está justificado a hacer es decidir cómo deberían hacer su trabajo los expertos. Se puede dar una opinión, por supuesto, pero en última instancia son los expertos los que deben decidir qué y cómo deberían hacerse las cosas a fin de conseguir la política democráticamente deseada: la del bien común. Son ellos los que, a su vez, serán considerados responsables por los resultados insatisfactorios.
Ahora bien, aquello que es generalmente cierto de los sistemas de tráfico, lo es igualmente de la sociedad cuando se trata de asociaciones económicas, políticas y culturales. Hay un “imperio de la ley” que gobierna a la asociación para el bien común. Los pertinentes expertos deben descubrir qué reglas necesitan ponerse en práctica a fin de maximizar la libertad concreta para el ciudadano individual medio; deben implementarlas correctamente; y, a continuación, deben ser obedecidas por todos. Si los sistemas, mecanismos, etc., seleccionados por los expertos no proporcionan los resultados deseados, entonces deberíamos sancionarles, quitarles si fuera preciso, y reemplazarles por otros. Si hubiera conflicto entre la difusión de la Libertad con “L” mayúscula y las supuestas libertades de los aprovechados, piratas, parásitos o bucaneros, deberemos situarnos del lado de la funcionalidad y la verdadera libertad por encima y en contra de cualquier falsificación de la libertad personal.
Ciertamente, la gente debería tener el derecho a optar por quedarse fuera de cualquier sociedad basada en tales principios mediante la emigración; pero a lo que no tiene derecho es a negar unilateralmente o a alterar esos principios para adaptarlos a sí misma.
Por ejemplo, no deberíamos, en nombre de una desenfrenada “libertad” económica, permitir que los individuos y corporaciones, etc., hagan lo que quieran si sus elecciones interfieren con el cumplimiento del verdadero propósito de la economía y, en consecuencia, la Libertad económica con “L” mayúscula para el individuo medio queda de este modo sacrificada.
Douglas se dio cuenta de que una de las consecuencias bastante predecibles de las falsas, y a menudo impracticables, concepciones de la “libertad-en-asociación”, fue la de provocar que algunos individuos y grupos, e, incluso, naciones enteras, abandonaran enteramente el ideal de la libertad en favor de algún tipo de colectivismo. El ala liberal de la falsa dialéctica “Libertad vs. Autoridad” alimenta, de esta forma, directamente al ala totalitaria:
«Probablemente se hayan hablado y escrito más sinsentidos alrededor de las palabras freedom y liberty que con cualesquiera otras dos palabras de lengua inglesa. Como consecuencia de ello, se nos ha suministrado una disertación del Señor Mussolini, sugiriendo que la libertad es una palabra desgastada y desacreditada. El Señor Mussolini está equivocado. La libertad volverá por sus fueros, aunque es muy posible que dos grupos que parecen ser enemigos de ella y tienen mucho en común, incluyendo muy posiblemente un origen similar, esto es, el bolchevismo y el fascismo, puedan ser necesarios a fin de aclarar las mentes del público de muchas de las concepciones erróneas que rodean a la idea, mediante la demostración de aquello que no es» [6].
[1] C. H. Douglas, Credit Power and Democracy (Melbourne: The Social Credit Press, 1933), página 144.
[2] C. H. Douglas, The Brief for the Prosecution (Liverpool: K. R. P. Publications Ltd., 1945), página 72.
[3] C. H. Douglas, Programme for the Third World War (Liverpool: K. R. P. Publications Ltd., 1943), páginas 59 – 60.
[4] C. H. Douglas, “These Latter Hours”, The Fig Tree, Nº. 2 (Septiembre 1936), página 4.
[5] Eric Butler, Social Dynamics (Fitzroy, Australia: W. & J. Barr Pty. Ltd., fecha desconocida), páginas 24 – 25.
[6] C. H. Douglas, Social Credit, edic. rev. (New York: Gordon Press, 1973), página 38.
Fuente: CLIFFORD HUGH DOUGLAS INSTITUTE
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