Fuente: El Pensamiento Navarro, 9 de Agosto de 1979, página 2.
Ortega y Gasset y la europeización
(“New York Times” dijo la verdad)
Este artículo fue escrito en 1956 con ocasión del fallecimiento de Ortega Gasset y de un comentario del «New York Times». Escrito a la sazón para el diario «El Alcázar» fue vetado por la censura oficial. No era entonces fácil perforar aquel muro de triunfalismo y de estolidez. Pensamos que exhumarlo ahora, a los veinticuatro años de escrito, resultará curioso para algunos y revelador para muchos. Ya entonces adular al enemigo se consideraba necesario, y hacer su crítica, como inconveniente y prohibido. ¡Cómo se repiten las situaciones en la Historia!
En uno de sus recientes editoriales, el “New York Times” emite algunos juicios sobre Ortega y Gasset, con motivo de su muerte, que nos parecen muy justos y oportunos: «La muerte de José Ortega y Gasset –dice– traerá a todos el recuerdo de la revolución republicana española, la guerra civil y el gran conflicto intelectual del siglo, que España tiene todavía que resolver. ¿Tiene Europa que terminar en los Pirineos, o formará parte España de Europa algún día? Ésa fue la gran batalla a la que Ortega y Gasset dedicó su vida, como campeón de la europeización. Aun cuando demasiado joven para ser inscrito en ella, Ortega fue uno de los cuatro grandes intelectuales de la “Generación del 98”… Con alguna justificación fue llamado el filósofo de la II República… Pero Ortega y Gasset –concluye el editorial– fracasó en el sentido de que España se encuentra todavía fuera de Europa; pero vendrán otros tiempos…».
Juicio muy exacto el de la significación de Ortega y Gasset, porque esta figura fue la culminación del movimiento “europeizador” y laicista, que empezó en los enciclopedistas y afrancesados del siglo XVIII, se prolongó a través de la Institución Libre de Enseñanza y de la llamada Generación del 98, y encontró su más inteligente expresión en la Revista de Occidente, que es la obra de Ortega y Gasset. Juicio acertado también el del fracaso, al menos en vida, de su obra: nuestra sociedad, en efecto, no se ha acogido a la indiferente coexistencia de opiniones y de credos sobre un fondo religiosamente neutro o “laico”, que es lo que caracteriza a la Europa moderna. Antes al contrario, ha vivido en su seno una serie de luchas político-religiosas encaminadas a mantener nuestra existencia nacional como comunidad católica –confesional– de conciencia; y culminadas hace veinte años en una rebelión nacional contra el intento de imponer políticamente la laicización, lucha que –a lo que creemos– terminó con la victoria de los enemigos de la secularización.
Al editorial que comentamos ha contestado el Embajador español en Washington con una carta cuyos juicios –contradictorios entre sí– no compartimos, dicho sea con todo respeto para su autor. Dice por un lado –apoyándose sin duda en la Geografía de F.T.D.– que España sí pertenece a Europa y que un periodista no debe ignorarlo. Dice, por otro lado, que no es nuevo lo de que “África empieza en los Pirineos” y que tenemos a mucha honra ser africanos. Termina afirmando que nadie puede considerar como un fracaso la obra de Ortega y Gasset, dado su brillante estilo por todos elogiado.
Por nuestra parte, tendríamos bastante que objetar a ese honroso africanismo, pero nuestra discrepancia no es aquí geográfica ni racial. El concepto de “europeo” que emplea el “New York Times” no se opone a africano, sino a lo que los europeos llaman “medievalismo cristiano”. Después de las guerras de Religión y del agotamiento español en ellas, el Occidente dejó de ser la Cristiandad, es decir, un medio religiosamente homogéneo, con creencias, valores y autoridades comunes, para convertirse en la Europa de hoy, esto es, un medio secularizado, laico, en el que conviven grupos y confesiones que no aspiran a presidir la coexistencia general ni a prevalecer sobre las demás.
Nuestra patria, en cambio, se mantuvo en unidad religiosa como una comunidad de fe y de sentimientos por todos compartidos, al menos hasta los primeros intentos “ilustrados” de mediados del XVIII. Desde entonces aparece entre nosotros un movimiento europeizador que sugiere, en mil formas sucesivas, que nuestro pueblo abandone su interna estructura y unidad comunitaria –religiosa–, y se incorpore a la Europa laica y esteticista que nació de la paz de Westfalia.
¿Tendrá razón, en fin, el editorialista del “New York Times” al esperar un futuro en el que España forme parte de esa Europa? Como cristiano y como español, nunca lo he deseado. Debo reconocer, sin embargo, que nos hallamos ante el síntoma más grave que puede esperanzar a los laicistas y europeizadores. Ha sido precisamente con ocasión de la muerte del más ilustre de los laicistas y europeizadores, Ortega y Gasset. Su enterramiento en sagrado, contra la expresa voluntad de toda su vida en ningún momento rectificada, el pleito homenaje de cuantos dicen representar a la España que venció en nuestra Cruzada de Liberación, la resaca de irreligiosidad que tales hechos hayan podido alimentar, no son síntomas demasiado halagüeños para la fe que no hace mucho tiempo se sublevó contra la República de Ortega y Gasset. Pero cuando la siembra haya dado sus frutos –que serán de anarquía y de disgregación–, ¿dónde hallaremos a los píos responsables?
Rafael Gambra
Fuente: Nuestro Tiempo, Número 61, Julio 1959, páginas 3 – 20.
La polémica sobre Ortega, como símbolo
Rafael Gambra
La apacibilidad –quizá excesiva– en que se desarrolla la vida intelectual española desde hace veinte años, se ha visto alterada recientemente por un diálogo en el que figuras de las más representativas del pensamiento español polemizan en una verdadera exhibición de su acero argumental y de su artillería dialéctica. Ya esto –la importancia de lo discutido y la calidad de algunos de los contendientes– sería bastante para atraer la atención general sobre la polémica. Pero además en su motivación hay algo de oscuro que le confiere valor de síntoma o de trasunto de una cuestión mucho más profunda.
Me refiero a la tempestad de comentarios de uno y otro signo que ha despertado el libro del dominico P. Santiago Ramírez La filosofía de Ortega y Gasset, hasta obligarle a la publicación de un segundo volumen titulado ¿Un orteguismo católico? Diálogo amistoso con tres epígonos de Ortega, españoles, intelectuales y católicos [1].
Es conocida la personalidad y significación de los promotores del diálogo.
De una parte Ortega Gasset, no participante en el mismo, puesto que murió hace cuatro años, pero presente como autor de la obra filosófica que inicialmente se enjuiciaba, y representado por los que se dicen sus discípulos. De otra, el P. Ramírez O. P., que es seguramente la figura más representativa del pensamiento tomista en España, y el más destacado entre los religiosos cultivadores de la filosofía y de la teología en este país.
La figura y el pensamiento de Ortega y Gasset
Ortega y Gasset es el autor español que ha alcanzado mayor renombre universal en el ámbito de la filosofía contemporánea. La formación y la primera adscripción filosófica de este pensador correspondieron al neokantismo de la escuela de Marburgo. Después –y ya dentro del ambiente antirracionalista o vitalista de nuestra época– ensayó la creación de un sistema propio al que llamó raciovitalismo. Según sus principios, en el concepto de vida se supera tanto el realismo u objetivismo de la filosofía antigua como el idealismo o subjetivismo de la moderna. El realismo –dice– conocía sólo el mundo de las cosas, pero ignoraba el Yo o sujeto que conoce; el idealismo, en cambio, conoce sólo el Yo. Pero la realidad radical es la vida en la que el Yo vive actuando sobre las cosas, ya que no puede concebirse un conocimiento o una acción sin cosas que hacer o que conocer. La filosofía es el más radical de los quehaceres que constituyen ese vivir, pero la razón que en ella actúa no es la razón especulativa –que parte de conceptos estáticos– sino una razón más profunda en que ésta se engloba: lo que Ortega Gasset llama la razón vital. La razón vital se pliega a la realidad, a la vida, a la circunstancia, siempre cambiante. Y no se pliega en el sentido de partir de unos datos radicales –los datos de la creación– sino en el de someterse a la evolución de esa supuesta primera realidad –la vida– para la que todo lo demás tiene un valor instrumental. Ortega Gasset hace suya la sentencia de Goethe: «La vida existe simplemente para ser vivida».
Pero Ortega Gasset no ha sido únicamente un pensador especulativo, autor de un sistema de filosofía más o menos valioso u original. Es también un literato de calidad, una de las plumas que más elegantemente han escrito el castellano en la última época. Y, por último, un gran pedagogo que ha sabido crear escuela, contribuyendo a introducir la cultura europea contemporánea, particularmente la filosofía alemana, e impulsando un movimiento renovador [2].
Sin embargo, la influencia que Ortega Gasset ha alcanzado no es simplemente la de autor de un sistema seguido por un grupo de adeptos o discípulos, ni siquiera la de un movimiento de renovación cultural sobre nuevos imperativos de rigor intelectual o de perfección estética. Esa influencia se nutre, en gran parte, de una intención político-cultural que trasciende con mucho de la sistemática filosófica de este autor o de sus valores literarios. En este sentido, la obra de Ortega Gasset y su influencia se incluyen en una corriente cultural más amplia, cuyos eslabones anteriores estudió Menéndez Pelayo en la «Historia de los Heterodoxos españoles», y que luego ha sido también llamada nuestra «pequeña tradición» laicista. Antecedentes o estadios previos de esta actitud espiritual fueron el krausismo español, introducido en España por Sanz del Río, y la Institución Libre de Enseñanza, cuya gran figura fue Giner de los Ríos.
Tradición católica y europeización cultural
Para comprender la significación de este movimiento y de su más reciente manifestación –Ortega Gasset con la «Revista de Occidente»– es preciso aludir a aquella realidad espiritual por oposición a la cual se configuró y adquirió sus ideales de rebeldía o renovación. Esta realidad es el catolicismo español o, más propiamente, la gran mayoría católica del país, tal como se ha manifestado en las dos últimas centurias. En España, a diferencia de otros países europeos, la Revolución no ha podido considerarse nunca un hecho consumado. Entiendo aquí por Revolución el tránsito que se ha operado –más o menos violentamente– en los pueblos de Occidente desde una comunidad cristiana –la Cristiandad– de organización corporativa y operativamente informada por la fe católica hasta una mera coexistencia religiosamente neutra, de organización civil o estatal, en la que la religión se convierte en opinión privada y la Iglesia en una corporación, entre las demás, de Derecho Público.
Así, durante todo el siglo liberal o democrático, regiones enteras del Norte de España mantuvieron su estructura corporativa y autónoma –foral, como aquí se dice– contra la unidad constitucional del Estado. Y los supuestos del orden eclesiástico continuaban vigentes en todo el país en la gran mayoría de las conciencias cuyas costumbres no admitían, por ejemplo, otro matrimonio que el canónico y veían una especie de sacrilegio en la supresión del crucifijo y la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Más aún, las varias guerras civiles del pasado siglo –realistas primero, carlistas después– constituyen un aspecto de esta interna aporía: la resistencia de ese espíritu comunitario, religioso –a la vez corporativo y monárquico en su proyección política– frente a la secularización estatista del país. Y la guerra de 1936, de cuya victoria nació el actual régimen español, fue todavía en su más radical y originaria motivación un eco de aquellas luchas político-religiosas; lo cual no es incompatible con que se mezclaran en su desarrollo y en sus consecuencias políticas otras fuentes de inspiración muy distinta.
Esta lucha entre Comunidad y Secularización no ha estallado en forma bélica o violenta más que en determinados momentos de exaltación o persecución; habitualmente ha permanecido en estado larvario y durante más de un siglo el gobierno del país ha vivido de transacciones más o menos efímeras entre ambos conceptos de la vida y la sociedad. Tampoco ha sido consciente esa pugna para la mayoría; antes bien, fueron legión las posiciones eclécticas y conciliadoras, tanto entre católicos como entre laicistas. Sin embargo, la desgarradura espiritual resurgía siempre en cuanto cesaba el statu quo vigente: en las Cortes de Cádiz; al morir Fernando VII; con la Primera República; con la Segunda…
Dentro del sector liberal del país, el grupo intelectual consciente del profundo sentido de la cuestión fue precisamente el que se agrupaba en torno a la «Revista de Occidente», así como el gran apóstol de la laicización de España fue, en los últimos tiempos, su maestro e inspirador Ortega Gasset. El concepto que resumía y expresaba el ideal de estos hombres era el de europeización. Europa representaba en su terminología la coexistencia de grupos e ideologías inspirados en el ideal de la cultura y en oposición al concepto religioso y comunitario de la Cristiandad. España, según ellos, debe europeizarse, es decir, abandonar esa vieja mentalidad religiosa y católica para incorporarse a la Europa laica o tolerantista, civil.
La constante acatólica en el pensamiento de Ortega
Este conjunto de ideas políticas y culturales, en el más amplio sentido de estos conceptos, no es una mera deducción del contexto de una obra filosófica interpretada con mayor o menor libertad, sino una constante en la obra de Ortega Gasset que éste expresa y reitera con absoluta claridad e intención proselitista en sus escritos. Y que expresa, no con la inquietud o la angustia de quien vive de alguna manera los problemas religiosos personales o colectivos, sino con la delectación fría y despectiva de quien ha superado tales cuestiones o las contempla totalmente ajenas e insignificantes. Veamos, por vía de ejemplo, algunas de sus frases representativas de esta actitud:
«Hoy se disputan el porvenir nacional dos poderes espirituales: la cultura y la religión. Yo he tratado de mostraros que aquélla es socialmente más fecunda que ésta y que todo lo que la religión puede dar lo da la cultura más enérgicamente» (O. C. Ed. 1950, t. I, pág. 519).
«Dios queda disuelto en la Historia de la Humanidad; es inmanente al hombre; es, en cierto modo, el hombre mismo padeciendo y esforzándose en servicio de lo ideal. Dios, en una palabra, es la cultura» (O. C. t. I, pág. 135).
«La rebelión de los pueblos se había hecho en nombre de todo eso que se llama razón, cultura, etc. Estas vagas entidades vinieron a ocupar en el corazón de los hombres el mismo puesto central que antes había ocupado Dios, otra entidad no menos vaga» (V, pág. 220).
La gran realización política de este grupo de escritores y profesores que dirigió Ortega Gasset fue la proclamación de la República de 1931. Aquel régimen nació con la impronta «intelectual» que es el título que aquéllos, con no excesiva modestia, se daban a sí mismos y bajo el que publicaron el célebre «Manifiesto de los Intelectuales», favorable a la II República. Por aquellos meses de la proclamación republicana afirmaba Ortega Gasset:
«Yo, señores, no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente» (Discurso en el Cinema de la Ópera, Madrid, 6 diciembre 1931).
Y poco después escribía en su Rectificación de la República:
«Yo dudo mucho que sea la mejor manera de curarse de tan largo pasado como es la historia del Estado eclesiástico en España, del Estado-Iglesia, esas liquidaciones subitáneas; no creo en esa táctica para combatir el pasado… No, no es ése el modo de librarse del pasado. Para el mal del pasado no queda sino una digestión histórica y es preciso que hoy en nuestra Constitución no hagamos sino disponer ese futuro de noble combate histórico. Por eso, nosotros propondríamos que la Iglesia, en la Constitución, aparezca situada en una forma algo parecida a lo que los juristas llaman una Corporación de Derecho Público, que permita al Estado conservar jurisdicción sobre su temporalidad».
Como secularizador inteligente y político, Ortega Gasset transige con el catolicismo y con la Iglesia en tanto que estadio de un pasado o de un presente en trance de superarse, y particularmente con el catolicismo «liberal» de aquellos países en donde la revolución se considera un hecho consumado y la Iglesia se ha reducido a un papel minoritario con una consideración jurídica semejante a la que él propone. Sus mayores iras se desatan contra el catolicismo español por cuanto posee todavía exigencias comunitarias respecto al cuerpo social y es hostil a la organización meramente civil, secular o estatal de la sociedad. Así, escribía Ortega Gasset en 1927 comentando un texto de Bultman: «El catolicismo español está pagando deudas que no son suyas, sino del catolicismo español. Nunca he comprendido cómo falta en España un núcleo de católicos entusiastas resuelto a liberar el catolicismo de todas las protuberancias, lacras y rémoras exclusivamente españolas que en aquél se han alojado y deforman su claro perfil. Ese núcleo de católicos podía dar cima a una noble y magnífica empresa: la depuración fecunda del catolicismo y la perfección de España». Y a continuación expone su anhelo de que los católicos –considerados ya como grupo dentro del país– pongan su catolicismo al servicio de la cultura y de lo que él llama «España»: «Como yo no creo que España pueda salir al altamar de la Historia si no ayudan con entusiasmo y pureza a la maniobra los católicos nacionales, deploro sobremanera la ausencia de ese enérgico fermento en nuestra Iglesia oficial… Se trata de construir España, de pulirla y dotarla magníficamente para el inmediato porvenir. Y es preciso que los católicos sientan el orgullo de su catolicismo y sepan hacer de él lo que fue en otras horas: un instrumento exquisito, rico de todas las gracias y destrezas actuales, apto para poner a España «en forma» ante la vida presente».
Esta idea de hacer de la nación un fin superior y rendirle una especie de culto idolátrico, poniendo a su servicio o «incorporando» el catolicismo, ha pasado de Ortega Gasset a ciertos grupos del totalitarismo nacional contemporáneo. La España de esta especie de religión nacional no es, sin embargo, la comunitaria o histórica que inspiró el patriotismo tradicional entre los españoles, sino una especie de entidad nueva –«la España nueva»– construida sobre la que existe –«la que nos legaron siglos de incuria»–, que «no nos gusta». En este sentido la obrita de Ortega Gasset España invertebrada puede considerarse el catecismo político de donde nació el totalitarismo o nacionalismo español.
La crítica del P. Ramírez
Pero volvamos a la actualidad, al griterío de estos meses en torno al autor del racio-vitalismo y a su comentarista de hoy, el Padre Ramírez. La obra que este sabio dominico tituló La filosofía de Ortega y Gasset constituye una crítica profunda, honrada y pacientísima del pensamiento de ese autor, al que procura antes conformar consigo mismo, reduciendo en lo posible el copioso ensayismo en que se expresa a las concreciones de un sistema. De sus páginas, que son modelo de análisis filosófico y de buena fe crítica, se deducen, sin decirse en ellas, la inconsistencia doctrinal, la falta de rigor y la frivolidad de intención de que adolece la obra filosófica de Ortega Gasset, sin dejar de reconocer en ningún momento los valores «culturalistas» y literarios de la misma, así como el servicio de información y estímulo que ha prestado a la cultura española.
Naturalmente, estas conclusiones y la valoración que suponen permanecerán siempre discutibles como acontece en todo lo humano y especialmente si se trata del oscuro terreno de la filosofía. Bastará con poner el acento en determinados aspectos, con hacer de las vagas sugerencias el método adecuado a la más profunda filosofía, para colocar, como hacen otros, a Ortega Gasset en línea con Platón y Aristóteles como uno de los grandes filósofos de la Humanidad. Si la controversia se hubiera planteado en estos términos habría sido completamente normal y sin resolución fácil: lo que a unos parecería falta de rigor sería para otros sutileza, lo que unos alabarían como profundidad conceptual se calificaría por otros de ceguera valoral o de matices; y sólo la posterior evolución del pensamiento mostraría la influencia real o la futilidad del sistema en cuestión.
Pero lo extraordinario del caso es que el conflicto no ha estallado por estas cuestiones de apreciación sino por la declaración del P. Ramírez, según la cual la filosofía y el espíritu que contiene la obra de Ortega Gasset son incompatibles con la fe cristiana. Siendo así que es el único punto sobre el que Ortega Gasset no ha dejado el menor resquicio de duda a la posterior interpretación. Su obra filosófica, sus escritos políticos, sus libros, sus artículos de periódico y sus conferencias nos aclaran, en testimonios copiosísimos y contundentes, un pensamiento no solamente ajeno sino abiertamente hostil al cristianismo.
Un sistema que hace de la vida la única realidad y que a todo lo demás –Dios inclusive– otorga un valor instrumental, componedor de una circunstancia en la que se desarrolla la vida, no puede resultar compatible con la fe cristiana. El propio Ortega Gasset es consciente y explícito sobre esta incompatibilidad. He aquí una afirmación suya, plenamente meditada, que no necesita de exégesis:
«Nada es vivo sino en la medida en que es y sigue siendo problema… Ensaye el lector realizar el pensamiento de una vida que consistiese en pura dominación y no constase esencialmente de elementos que no dominamos y nos oprimen en torno. Este pensamiento es imposible; por eso la vita beata es un delicioso cuadrado redondo que el cristiano mismo propone consciente de su imposibilidad».
Y no se trata, como en un Bergson por ejemplo, de una conclusión evolucionista o relativista de su sistema que resulta incompatible con la fe, pero separadamente de la intención del autor cuya mente es religiosa y que, por lo mismo, permite interpretaciones diversas de su obra en conjunto. En Ortega Gasset lo más incompatible con la fe católica, y aun con cualquier modo de religiosidad, es la intención que anima a su obra y la atmósfera que la rodea. Quizá nadie en España haya hablado con mayor desdén y frivolidad del cristianismo, ni nadie se haya situado tan fuera de toda preocupación religiosa. Las páginas de Ortega Gasset están transcendidas de un énfasis de intelectualidad pura, de un escepticismo más propio de aquella pretenciosidad de «iniciados en el secreto racional del Universo» que caracterizó a los ilustrados del siglo XVIII, que de nuestra época atormentada e indigente. Ortega Gasset, que se muestra elegante malabarista de las ideas en el campo de la filosofía, resulta en cambio un apasionado partidario en el terreno político y pedagógico del país, en el que es apóstol de la laicización europeizante. Pero una y otra actitud responden a una y misma fe liberal y secularizadora. La obra de Ortega Gasset tiene la virtud de provocar en sus diversos lectores españoles los sentimientos más vivos y encontrados. Indignación, casi sonrojo de vergüenza en unos; ilusionado entusiasmo en otros. Alguien ha observado que es la mejor piedra de toque para distinguir a los dos bandos que desde hace más de un siglo contienden en nuestra patria, este país espiritualmente en guerra.
La reacción de los orteguianos
Es, sin embargo, contra esta valoración religiosa de la obra de Ortega Gasset, a pesar de su evidencia, contra lo que principalmente se lanzaron indignados el ex-Rector de la Universidad de Madrid, Sr. Laín Entralgo, J. L. Aranguren y un escritor que en las páginas de la revista agustiniana «Religión y cultura», guardó su nombre en el anonimato [3].
La polémica tiene un precedente, hace poco más de cinco años, en 1953. En vida todavía de Ortega Gasset, un grupo de profesores inició un curso o ciclo de conferencias bajo el título «Ortega o el estado de la cuestión». Vicente Marrero, redactor en aquella época de la revista «Arbor», publicó en ella [4] un comentario a dicho curso en el cual se refería a la obra de Ortega Gasset «en su conjunto y pese a sus muchas virtudes, como el esfuerzo encaminado a descristianizar a España más inteligente, más sistemático y brillante que se ha visto en nuestra patria desde la aparición de la Institución Libre de Enseñanza». Y expresaba su temor de que «crezca la envenenada confusión que con bastante poca fortuna nos ronda desde unos años a esta parte».
A este comentario respondieron los colaboradores del curso con un escrito –que posteriormente se ha calificado de «manifiesto del orteguismo católico»– en el cual aducían la frase arriba citada en que Ortega Gasset distinguía entre el catolicismo y el catolicismo español, y propugnaba que los católicos españoles, depurando su catolicismo, hicieran de él «un instrumento exquisito, rico en todas las gracias y destrezas actuales, apto para poner a España en forma ante la vida presente». Hacían al mismo tiempo pública profesión de fe católica y se declaraban discípulos de Ortega Gasset, deduciendo de ello que «si los árboles han de conocerse por sus frutos, los de Ortega no han sido de descristianización». Firmaban esta carta una decena de profesores y escritores entre los que se mezclaban desde figuras hechas en el falangismo violento de posguerra, como Dionisio Ridruejo, hasta discípulos estrictos de Ortega, como Julián Marías, formados en su órbita intelectual. No faltaban entre ellos, naturalmente, los ya mencionados Laín Entralgo y Aranguren.
En la ocasión presente es Laín Entralgo quien abre el fuego contra la obra en que el P. Ramírez había criticado la filosofía de Ortega Gasset. Comienza Laín recogiendo la frase del P. Ramírez: «La idea que Ortega se ha formado de la vida humana es en muchos puntos incompatible con la fe católica», y se pregunta respecto de esta afirmación: «¿Cuáles son esos puntos? Por lo menos, estos dos: 1.º Ortega niega la transcendencia de la vida humana; nuestra vida, según él, no tiene un fin fuera de sí misma. 2.º, para Ortega, el hombre no difiere esencialmente del animal, y tiene su origen en la evolución ascendente del animal bruto en cuanto a todo, cuerpo y alma. Tan áspera interpretación del pensamiento orteguiano, ¿es, por ventura, indiscutible?».
Presenta a continuación Laín una serie de textos –más bien frases– de Ortega Gasset, recogidos y recortados con admirable paciencia y sagacidad, en los que parece sugerirse la posibilidad de una transcendencia religiosa y de una orientación hacia ella de la vida humana. En general, resulta suficiente con colocar estas frases en el contexto en que fueron escritas para darse cuenta en unos casos de que son por completo ajenas a una interpretación religiosa, y, en otros, que su sentido es cabalmente opuesto al que pretende otorgárseles.
Dos ejemplos nos bastarán: según Laín, Ortega Gasset ha escrito «el hombre, tenga de ello gana o no, es un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior». Frase, agrega Laín, «que sólo puede entenderse concibiendo al hombre como una realidad que desde su propia constitución metafísica está vocada a la transcendencia». El P. Ramírez, en su respuesta, se ha limitado a colocar esta afirmación en su texto, que es de la La rebelión de las masas, libro en el que para nada se habla de Dios ni de la religiosidad. La frase es ésta: La masa «ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada –hasta para dejar de ser masa, o, por lo menos, aspirar a ello–. Pero no ha venido al mundo para hacer todo eso por sí. Necesita referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes… El día que vuelva a imperar en Europa una auténtica filosofía –única que puede salvarla– se volverá a caer en la cuenta de que el hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que es un hombre excelente; si no, es que es un hombre masa y necesita recibirla de aquél». Tras lo que comenta el P. Ramírez: «¿Qué tiene que ver todo eso con la cuestión que traemos en manos? Ni tampoco con la metafísica. Es un asunto de política y de sociología».
También, según Laín, ha dicho Ortega Gasset: «en la vida humana lo inmanente es un trascender más allá de sí mismo». Observa el P. Ramírez que la frase es propiamente de Simmel, al que Ortega cita, y que el texto se refiere precisamente a las dimensiones que constituyen a la vida como realidad única: «Simmel, que ha visto en este problema con mayor agudeza que nadie, insiste muy justamente en ese carácter extraño del fenómeno vital humano. La vida del hombre –o conjunto de fenómenos que integran el individuo orgánico– tiene una dimensión transcendente en que, por decirlo así, sale de sí misma y participa de algo que no es ella, que está más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la emoción religiosa, constituyen esa dimensión. No se trata de que nosotros, al analizar, por ejemplo, el fenómeno intelectual, aceptemos la existencia de la verdad que él pretende contener. Aunque nosotros como filósofos no la considerásemos justificada, el fenómeno del pensamiento lleva en sí, queramos o no, esa pretensión; más aún, no consiste en otra cosa que en esa pretensión… La vida humana se presenta como el fenómeno de que ciertas actividades inmanentes al organismo trascienden de él. La vida, decía Simmel, consiste precisamente en ser más que vida: en ella lo inmanente es un trascender más allá de sí misma». El P. Ramírez se limita aquí a añadir: «Las palabras y el sentido son tan claros, que no necesitan interpretación alguna».
Pero naturalmente, la minuciosa y contundente respuesta del P. Ramírez va dirigida, más que al propio Laín, a los muchos lectores sobre quienes ha podido influir el comentario de éste sin haber previamente leído el libro inicial del P. Ramírez, ni tampoco la obra misma de Ortega Gasset.
Claro es también que, a pesar de sus esfuerzos y de su buena fe, es muy posible que esos lectores tampoco lean ni mediten el nuevo libro. Y esto precisamente nos hace desembocar en lo que yo estimo el meollo de la cuestión, no tanto la que se debate, sino la que el debate ha desvelado.
El sentido de la polémica
¿Por qué ese extraño afán de defender a Ortega Gasset, no aceptándolo tal como es y piensa, sino concordándolo con profesiones de fe que jamás hizo suyas ni declaró? Si en esta actitud no hubiera más que una «postura» intelectual, y en la del P. Ramírez un prurito de puntualización ortodoxa y moralista, la polémica no merecería mayor consideración, ya que los términos de su desarrollo son elementales y obvios.
Pero en la polémica misma se han deslizado algunas alusiones indicativas de ese meollo más profundo, que se oculta tras estas extrañas y antitéticas posiciones. Así, uno de los críticos del P. Ramírez habla del «anticlericalismo y aun de la apostasía de muchos jóvenes universitarios», de la que pretende hacer responsable a actitudes intelectuales como la de este dominico. Otro polemista se refiere al «izquierdismo dominante en los ambientes universitarios de hoy». Vicente Marrero, por su parte, ha aludido al hecho de que «pocas veces se ha oído de personas católicas, que confiesan no haber leído al P. Ramírez, juicios tan injustos y faltos de caridad; algunos de éstos declaran además su voluntad de no leerlo».
Si, pues, existe en la España de hoy un ambiente anticlerical y liberalizante entre la juventud universitaria, y aun en sectores más amplios, la actitud de los defensores y apologistas actuales de Ortega Gasset tiene una clara explicación psicológica y táctica: se trataría de ponerse al frente de ese estado de opinión procurando al mismo tiempo conciliarlo con anteriores posiciones personales, o con las aún posibles en la actual situación española.
La cuestión se retrotrae entonces a términos más radicales, de un interés mucho más real: ¿Por qué existe hoy ese ambiente en la juventud universitaria española? ¿Por qué hay católicos que se muestran hostiles a la crítica del P. Ramírez, y rehúsan incluso conocer sus motivos? ¿Por qué esa actitud ha alcanzado tal volumen como para que algunos busquen acogerla y fomentarla? ¿Es, acaso, que el pensamiento católico no ha logrado configurar decisivamente la vida española?
Creo que estas cuestiones que la polémica ha desvelado son las verdaderamente importantes, mucho más que la polémica misma.
Misión nacional de la conciencia católica española
He dicho ya que la motivación inicial de la guerra española de 1936 fue el sentimiento religioso ofendido, o, más exactamente, un catolicismo comunitario que no se resignó nunca a su reclusión en el fuero meramente privado, dentro de un orden civil o secularizado. La ocasión de esta protesta fue la laicización violenta y persecutoria de la época republicana. El mismo Ortega Gasset, como hemos visto, acusó en su Rectificación de la República, en nombre de una verdadera e inteligente secularización del país, la inconveniencia de esa política provocativa.
En este sentido la Guerra de España responde a un proceso que viene de muy atrás; cuando menos, las guerras civiles del siglo XIX son su antecedente inmediato. Pero en esa última guerra de 1936-39 se dio la circunstancia que no conocieron las anteriores de un final victorioso para las armas de quienes representaban esa protesta religiosa antisecularizadora. El Estado confesionalmente católico que instauró aquel alzamiento es el vigente en España.
Se ha hablado muchas veces de la «tremenda responsabilidad del vencedor». Particularmente puede hablarse de ello cuando de una guerra civil se trata y el vencedor ha de administrar la verdadera razón y el derecho de todos, y hacerse cargo del sentido de la lucha misma y de la victoria. Es preciso entonces asumir, con sus riesgos, una obra constructiva de acuerdo con los propios principios en cuanto se estima patrimonio de todos y condiciones legítimas de una sana convivencia. Imperativo lógico y responsabilidad del alzamiento en cuanto católico hubiera sido el tratar de restaurar la estructura corporativa de la sociedad que precedió a su organización estatal, o, más bien, crear las condiciones para su resurgimiento dentro de las necesidades y condiciones de la época. Es decir, restablecer el llamado principio de subsidiariedad según el cual cumple sólo al Estado suplir a la sociedad en su espontánea actividad, supuesto que la concepción del Estado como organizador absoluto fue siempre el instrumento para alcanzar la sociedad meramente civil que provocó las sucesivas protestas bélicas. Un fuerte imperativo municipalista y sindical –en su sentido corporativo y autonómico– hubiera sido la consecuencia obligada del triunfo militar.
No aludo aquí a las estructuras y realizaciones políticas posteriores a esa época, aspecto que se separa de nuestro tema, y que más podría explicar adhesiones o repulsas concretas que situaciones de ánimo difusas. Me refiero sólo a una actitud muy difundida entre los católicos durante estos veinte últimos años que coincide con lo que se ha llamado muy exactamente «miedo a la libertad», actitud bastante común tras las grandes alteraciones sangrientas que prefiere el inmovilismo precavido a cualquier experiencia constructiva.
Es decir, que por motivos de temor o de pereza mental ha faltado en esta coyuntura lo que podríamos llamar el imperativo de consecuencia teórica o de responsabilidad ante los propios principios. Responsabilidad y consecuencia que, como toda empresa constructiva, entrañan un riesgo, pero un riesgo que es ineludible afrontar.
Esta falta de sometimiento a los propios principios y la no aceptación de un riesgo a la hora de la reconstrucción han determinado una situación de descrédito y de escándalo –no siempre consciente de sus motivos y contornos– que se manifiesta con especial vigor en las nuevas generaciones que advienen a la vida del país.
Tal situación histórica engendra actitudes y reacciones diversas en los distintos ambientes y edades de la actual sociedad española. Entre los católicos que de alguna manera vivieron la guerra y revolución españolas se descubren dos actitudes muy extendidas. De una parte, un furioso resurgimiento de la antigua democracia cristiana que quiere ver en la anterior coexistencia de opiniones y partidos bajo un Estado neutro una situación más favorable al cristianismo, más sana y proselitista, menos enervante, que la actual de estado confesional y aliado de la Iglesia. Diríamos, con lenguaje de nuestros padres, que se trata del extraño anhelo de salir de una situación de tesis para revertir en una de hipótesis.
De otra parte, una actitud cerradamente conformista, voluntariamente ciega hacia todo lo que sea afrontar el futuro y aceptar un riesgo, identificadora miope de cuanto es vigencia, sea religiosa o política, anatematizadora sin réplica posible de cuanto se salga de estos estrechos esquemas.
Entre las nuevas generaciones que no conocieron la guerra y sobre las que terrores bélicos han de actuar más débilmente, la actitud más común es de reacción y de repulsa, de escándalo y de desaliento. Esta juventud, es una parte, liberalizante y aun socialista, sin tener mayor idea que los que tales teorías representan; es orteguiana sin haber leído a Ortega, es confusamente anticlerical por oposición ciega a la actitud conservadora e inmovilista de muchos católicos.
Es esto lo que explica el esquema mental de los que, aun siendo católicos, no quieren hoy ni aun leer al P. Ramírez y condenan a priori su crítica a Ortega Gasset en muchos casos sin conocer la obra de éste ni la crítica del fraile. Esto explica también la aparición de una juventud, sensible como todas a la sinceridad de las actitudes, que busca un horizonte abierto y esperanzador en cuanto pueda ser distinto u opuesto al ambiente que la rodea. Y también, por último, el que ese grupo de intelectuales que pretende capitanearla pueda interpretar a su antojo la obra de Ortega Gasset sin sentirse demasiado afectados por las profundas razones del P. Ramírez.
Todo esto nada supone, sin embargo, contra el punto de vista comunitario en la reconstrucción de un orden político cristiano, ni a favor de la convivencia liberal o de la democracia cristiana. Se refiere sólo a unas concretas circunstancias, a un aquí y un ahora en que no se ha sabido, hasta el momento al menos, ser lógicos ni alcanzar la altura de una difícil y generosa misión histórica.
[1] RAMÍREZ SANTIAGO: La filosofía de Ortega y Gasset. Editorial Herder. Barcelona, 1958. 474 págs.
RAMÍREZ, SANTIAGO: ¿Un Orteguismo católico? Diálogo amistoso con tres epígonos de Ortega, españoles, intelectuales y católicos. San Esteban. Salamanca, 1958. 259 págs.
En prensa ya este número, apareció un nuevo libro del P. Santiago Ramírez –«La zona de seguridad. Rencontre con el último epígono de Ortega». San Esteban. Salamanca, 1959. 309 págs.–, que no nos ha sido posible consultar a tiempo.
[2] Cf. ARELLANO, Jesús: En la muerte de don José Ortega y Gasset, en NUESTRO TIEMPO, n.º 17, noviembre de 1955, págs. 13 a 48.
[3] LAÍN ENTRALGO, PEDRO: Los Católicos y Ortega, en «Cuadernos Hispanoamericanos», n.º 101, mayo de 1958, págs. 283 a 296.
Un libro de Ortega, en «Religión y Cultura», vol. III, n.º 10, abril de 1958, págs. 321 a 325.
ARANGUREN, JOSÉ L.: La Ética de Ortega. Taurus, Madrid, 1958.
[4] Cf. «Arbor», tomo XXI, n.º 89 (mayo de 1953), páginas 109 a 111.
Última edición por Martin Ant; 04/06/2018 a las 17:53
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores