Fuente: Archivo Familia Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional
Es frecuente evocar las glorias pasadas, sobre todo militares, del Carlismo, con el fin de mantener el espíritu que llevó a nuestros padres al sacrificio voluntario de sus vidas o sus haciendas. Pero rara vez se recuerdan los momentos de crisis o de eclipse –de amarga y desolada crisis– que no han faltado tampoco en el siglo y cuarto de su historia, y en los que el mantenimiento de la lealtad, menos brillante sin duda, hubo de resultar mucho más costoso y ejemplar que en las ocasiones heroicas.
Uno de estos momentos, el más grave de la historia carlista, es el que quisiera yo evocar aquí, no sólo como homenaje a los leales que hubieron de vivirlo y superarlo, sino en razón de la ejemplaridad que cada uno pueda encontrar en los hechos.
Corría el año de 1861. Unos meses antes había fracasado la intentona carlista de San Carlos de la Rápita. Había sido ésta la única acción que los carlistas emprendieron por procedimientos diplomáticos, con alianzas diversas y aprovechando una ocasión política, es decir, al margen de su sistema clásico de levantamiento de partidas y guerra abierta. En ella estaban complicados muy variados elementos, altos personajes del Ejército y de la política oficial que, en el momento culminante, fallaron. Incluso se habló en aquella época de que el propio Rey Consorte, D. Francisco de Asís, se había comprometido en la conjura, pesaroso quizá del apoyo que con su matrimonio había otorgado a la usurpación y del poco airoso papel que en la vida oficial le había tocado jugar.
A todos ellos había salvado el entero y caballeroso sacrificio del General Ortega, que consistió en morir ajusticiado sin declarar el nombre ni las circunstancias de ninguno de los comprometidos. Pero todos éstos, temerosos de lo que pudiera averiguarse, y bien situados en el mundo oficial, tuvieron buen cuidado de acentuar su pública profesión de anticarlismo y atribuir toda la culpa del fracaso al cerrilismo de los que se vieron prisioneros. Con aquello parecía concluida toda esperanza para la Causa carlista; incluso muchos de los que hasta entonces militaron en sus filas, creyendo definitivamente consolidado el trono isabelino, rindieron pleitesía a la Reina.
Como caso extremo y pintoresco se cita el de Fray Cirilo de Alameda, que fue Gran Consejero de Carlos V en la Primera Guerra, y que a la sazón era Arzobispo Primado de Toledo. En carta dirigida al Ministro de Gracia y Justicia condenaba en los términos más injuriosos a los últimos sublevados, y expresaba su adhesión incondicional a la Reina. A él mismo se atribuye el calificativo de “gavilla de perdidos y obcecados” a los que, en aquellos momentos de desaliento y dispersión, mantenían su fidelidad a Carlos VI y la necesidad de sostener las filas del Carlismo. Para colmo de males, el propio Rey, cuando fue encarcelado en Tortosa, había firmado un Acta de Renuncia a sus derechos que, aunque rectificada cuando se vio libre en Francia, había mermado inevitablemente su prestigio.
Todo parecía perdido para el Carlismo. Sin embargo, no acabaron allí sus desgracias. En aquel mismo año de 1861 se producía inesperadamente la muerte del Conde de Montemolín (Carlos VI), y recaían los derechos sucesorios en su hermano D. Juan, Príncipe alejado de los asuntos de España, de carácter débil y versátil, que pretendía, además, jugar un papel propio en la política europea con ideas oportunistas y extravagantes. En orden a estos fines había dirigido, años atrás, una carta a su prima Isabel II en la que hacía profesión de liberalismo avanzado, y daba como implícita la legitimidad de su Trono.
Para muchos, este triste azar histórico significaba la desaparición de la Bandera sostenida con tantos sacrificios. Se intentó atraer a D. Juan a una posición razonable, al cumplimiento de su deber, pero sobre él influía su secretario Lazeu, personaje oscuro que debía recibir instrucciones del Gobierno de Madrid y sacar buen provecho a sus servicios. En aquella práctica orfandad de Monarca, apurados todos los sacrificios y adversidades, ¡qué grado de obcecación no haría falta para mantener la Bandera del Carlismo, de la Legitimidad, frente a todos: los comprometidos con la situación y sus beneficiarios, los desalentados, los prudentes y sensatos, el propio Rey!
Unos cuantos, sin embargo, supieron conservarse fieles a las Bandera de la Tradición contra todo y contra todos, de acuerdo sólo con sus conciencias, y comprometiendo en ello incluso el bueno nombre de su personal sensatez y prudencia.
En esta situación transcurrió todo el año siguiente, 1862. En el 63 una luz de esperanza comenzó ya a brillar para los carlistas: el primogénito de D. Juan, educado y animado en la fe católica y tradicional por su abuela la Princesa de Beira, empezaba ya a despuntar en el más sano entusiasmo por la fe de sus leales. Él sería, con el tiempo, el más glorioso y representativo Monarca del Carlismo español: Carlos VII, Duque de Madrid. Sin embargo, nada podría hacerse en varios años, puesto que el Rey era D. Juan, y el partido vivía sin comunicación con él porque valía más no tenerla.
Unos años después (Abril de 1868) se produjo lo inesperado, lo que cinco años antes no podían ni sospechar los conformistas que desertaban del Carlismo: al morir Narváez, la Monarquía isabelina, aquella ciénaga de políticos y espadones, de pronunciamientos y desamortizaciones, quedaba sobre el vacío, tambaleándose sin una voz ni un brazo dispuestos a salir en su defensa. La Revolución y el destronamiento aparecen como cosa de meses, de días quizá. Entonces el Carlismo vuelve a presentarse ante todos los ojos como la única Bandera limpia y noble, como la Causa de la paz y del verdadero orden. Muchos escritores jóvenes –el grupo neocatólico y el conservador– acuden presurosos a aquel Carlismo huérfano de Monarca, sostenido contra viento y marea por unos cuantos insensatos. Aparisi, Nocedal, Navarro Villoslada, Gabino Tejado y tantos otros carlistas nuevos insuflan al partido el vigor y el entusiasmo de lo que van a ser sus mejores días.
La Revolución del 68 estalla al fin. Isabel II sale de San Sebastián hacia Francia sin que una sola voz clame en su defensa ni nadie la acompañe al destierro. Una débil Junta de militares y políticos, al frente del poder, ensayará primero una ridícula y efímera restauración sin partidarios (D. Amadeo), y entregará después el país a la I República, es decir, a una de las épocas más anárquicas y sangrientas que ha sufrido nuestro pueblo, inferior sólo a lo que más tarde sería el período rojo de la II República (1936 – 39).
D. Juan tiene entonces un instante de lucidez en medio de su inconsciencia, y abdica en su hijo, Carlos VII. Las filas del Carlismo se engrosan por momentos, y una nueva Guerra Carlista, cuarenta años después de la Primera, e inconcebible pocos años antes, estalla y aparece a todos como la única esperanza de salvación y de orden. Tampoco esta vez se ganará, pero ella hará posible el restablecimiento de la paz con la Restauración, más juiciosa, de Alfonso XII. Y todavía, cuando, cincuenta años más tarde, queda al descubierto la esencial inanidad de toda Monarquía liberal, y ésta desaparece fugitiva para siempre (1931), será un nuevo Alzamiento, en grande y decisiva parte carlista, el que restablecerá una vez más el orden y la posibilidad de un futuro de gloria.
¿Qué hubiera sido de nuestro país sin la generosa resistencia carlista en los trances caóticos de 1872 y de 1936? Sin embargo, esa continuidad y esa supervivencia no hubieran sido posibles sin los hombres que supieron mantenerse firmes, frente a los malos y los buenos, frente a los tontos y los listos, de 1861 a 1868.
Que su ejemplo nos sirva también, como el de los héroes de Alpens y Lácar nos sirvió en las peñas de Lemona o en Somosierra.
Rafael Gambra
Fuente: Historia del Tradicionalismo Español, Tomo XXII, Melchor Ferrer, Editorial Católica Española S. A., Sevilla, s. f., páginas 75 – 78.
Tiempos de confusión
La cuestión política se había agravado por el fallecimiento de Carlos VI, pero, en cambio, lo había aligerado la del Infante Don Fernando, puesto que, de haber éste sobrevivido a su hermano primogénito, se hubiera establecido una dualidad de derechos invocados por los partidarios de Don Juan y por los partidarios de Don Fernando, que habría agudizado la grave crisis en que se hundía el carlismo. Por las declaraciones y manifestaciones públicas de Don Juan, de carácter democrático, iba a resultar la monarquía isabelina regida por O´Donnell menos liberal que la dinastía desterrada. Claro está que no ocurría lo mismo con el partido carlista, que permanecía fiel a sus principios, pues fueron muy escasos los que siguieron a Don Juan en su nueva posición, aceptando el principio protestante: Ille Principe, ille Religio. Como decimos, la masa del partido rechazaba tal deformación del carlismo, contendiendo con maestría con su pluma el insigne Don Pedro de la Hoz desde las columnas de La Esperanza. Las disposiciones oficiales de la monarquía isabelina daban a la Prensa estrechos límites para expresarse cuando se trataba del carlismo, y particularmente de la Familia Real, por lo que La Hoz empleaba una anfibología con la expresión de las esperanzas que se ponían en los “dos tersos que han de gobernar a España”; y por los dos tersos, los dos puros, los dos inmaculados, todo el mundo sobreentendía a los hijos de Don Juan: Don Carlos y Don Alfonso. Más tarde, los liberales no olvidaron el adjetivo y, en burla, llamaron a Carlos VII el Niño Terso.
Pero esto no impedía que la confusión existiera en la Comunión carlista. Los unos, como hemos dicho, muy pocos, seguían a Don Juan hasta en sus desvaríos liberaloides. Otros, como en el caso de Cabrera, le reconocían como Rey, pero no se lanzaban abiertamente sobre sus huellas para seguirle en la senda de la democracia; otros hubo que, reconociéndole como Rey, tal fue su propia esposa, le negaban absolutamente la Jefatura de la Comunión católico-monárquica; y, por fin, otros se declaraban en total y absoluta rebeldía, fijando sus ojos en una anciana y en unos niños, Don Carlos y Don Alfonso, y, como la Princesa de Beira, afirmaban que el Conde de Montizón había perdido sus derechos de Rey, al mismo tiempo que el de gobernar la Comunión. Pero la Princesa de Beira, en su soledad y en su pobreza, se sentía con el deber de cumplir una sagrada misión: mantener la Comunión Tradicionalista firme y compacta. Y los carlistas, en sus convicciones, dispuestos a soportar aquel vendaval que, poniendo en peligro la existencia de la Comunión, era necesario vencer en espera de otros hombres y otros tiempos.
Es verdad que se había llegado a una cierta confusión, pero esto no implica que el carlismo hubiese muerto. Al contrario, la resistencia que opuso a aquella acumulación de desgracias, bien puede ser demostración de que el carlismo estaba firmemente anclado en el alma del pueblo español.
Mientras tanto, Don Juan proseguía su política de pretendiente democrático a la Corona de España. El 16 de Febrero de 1861 publicaba un nuevo Manifiesto reincidiendo en todos sus errores liberales, afirmando que no se apartaba ni se retractaría nunca de lo que había escrito, añadiendo que aspiraba ver sus derechos reconocidos por la soberanía nacional. Combatía lo que llamaba exageración política, atribuyendo a la misma los males que había pasado el carlismo, y llegaba hasta a insultar a los que fueron fieles a su padre y hermano, tratándoles de servidores de “sus propios intereses mezquinos y desleales”. Por último, llamaba a los que habían combatido bajo las banderas carlistas y estaban ligados a su suerte, para que se unieran a él y aceptaran sus ideas políticas. Como era de esperar, esta fraseología inspirada por Lazeu caía en el vacío, pues los carlistas no le escuchaban, y nadie, por poco que fuera su prestigio, le seguía. Estaba Don Juan solo con Lazeu y unos cuantos infelices sin convicciones y sin personalidad. Pero como el partido carlista no publicaba ningún documento en contra de este Manifiesto, todas las miradas se iban centrando en las páginas de La Esperanza, donde Don Pedro de la Hoz supo salvaguardar los principios haciendo esperar mejores días.
Se llegó a pensar en una Regencia durante la minoría de los hijos de Don Juan. Fue el P. Maldonado el que propuso que se encargaran tres personas de la Jefatura de la Comunión, señalando a la Reina viuda Doña María Teresa, Princesa de Beira; a la Reina Doña María Beatriz; y al General Cabrera, para formarla. El P. Maldonado, durante mucho tiempo, cifró sus esperanzas en el Conde de Morella, al que tenía una particular admiración. Y tardó mucho en convencerse de la verdad acerca de la desviación política del que fue el Tigre del Maestrazgo. La única que estaba dispuesta a aceptar la Regencia fue la Princesa de Beira, porque Cabrera no lo estaba, puesto que consideraba a Don Juan como Rey legítimo, y, en cuanto a Doña María Beatriz, estaba demasiado preocupada en la educación de sus hijos y siempre con el temor de que se los arrebatara su esposo, para meterse en cuestiones políticas. Además, tenía una conciencia rígida y severa, y habría sido para ella motivo de perenne remordimiento el enfrentarse con su esposo, al que consideraba Rey de España.
No era viable, pues, tal solución, y el partido carlista permaneció acéfalo, cuando menos en apariencia. Encontró siempre el guía en la persona de la Princesa de Beira, que fue de hecho, aunque no de derecho, la Regente de la Comunión en aquel triste período [1].
El partido carlista pasaba momentos difíciles. Sus enemigos le invitaban a acercarse a la dinastía [isabelina], y otros le adulaban para hacerse con aquellas masas, que permanecían en el silencio, pero sin abandonar sus ideales ni la dinastía desterrada, porque ésta permanecía en el destierro a pesar de las andanzas de Don Juan, ya que la dinastía se mantenía en aquellos dos Príncipes niños que apenas conocían.
El discípulo predilecto de Donoso Cortés, su heredero espiritual, el depositario de su pensamiento, entraba entonces en liza para pedir a los carlistas que renunciaran a su ostracismo que les imponía la lealtad dinástica. Fue Gabino Tejado quien, desde las columnas de El Pensamiento Español, que dirigía Navarro Villoslada, el que ideó una fórmula peregrina con el fin de captarse a los carlistas: la de la legitimidad de la sangre y de la opinión pública. Ahora, al cabo de tanto tiempo, nos parecen extraños estos principios que Gabino Tejado esgrimió, pero, en un entonces, debió parecer fórmula atractiva a los neocatólicos para considerarla suficiente a llevar a los carlistas a que se sometieran a Doña Isabel. Docta era la pluma de Tejado, brillante la que esgrimía Navarro Villoslada, y a ambas debemos unir la muy habilidosa del hermano de este último, Don Ciriaco, pero todo resultaba inútil por la entereza de los carlistas, que manteníanse en la firmeza de su intransigencia doctrinal y sabían lo que debían renunciar, y que era en realidad lo que les ofrecían. Es curioso que ninguna persona destacada del carlismo, en la tribulación que la actitud de Don Juan había creado, olvidara sus lealtades juradas y se pasara a la dinastía reinante.
[1] Nota mía. Me permito discrepar en este punto concreto del insigne historiador legitimista Melchor Ferrer. Aunque el establecimiento de la Regencia de la Princesa de Beira no tuviera lugar de manera expresa, sí que tuvo lugar de manera tácita, y, por ello, no habría que considerarla simplemente “de hecho”, sino también “de derecho”, ya que, desde el momento en que la Princesa de Beira proclamó finalmente, de manera pública, en Septiembre de 1864, en su famosa Carta, que el Rey legítimo Juan III había incurrido en flagrante causa de exclusión conforme al derecho y leyes tradicionales españolas (nunca abrogadas), es evidente que ella comenzó desde entonces a ostentar legalmente la potestad legítima española a título de Regente, y por tanto, su Regencia era legítima y de derecho, y por tanto, Carlos VII recibió sus derechos de manos de la Princesa de Beira, que fue quien se los salvó, pues nunca se debe interrumpir la posesión pública del derecho, ya que, de lo contrario, la usurpación quedaría automáticamente legitimada por prescripción adquisitiva a falta de reclamantes públicos que se la nieguen.
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