Fuente: El Pensamiento Navarro, 23 de Octubre de 1975, página 3.


HACIA EL ESTADO SOCIALISTA

Por Julián Gil de Sagredo


A medida que la persona se descristianiza, sus derechos individuales se socializan; y a medida que la sociedad, por la descristianización de sus miembros, empieza a paganizarse, el Poder Público empieza también a absorber las funciones sociales. Dada la bipolaridad, individual y social, de que está dotada la persona humana, lo que en ese difícil equilibrio pierde el individuo lo gana la sociedad, y lo que pierde la sociedad lo gana el Estado. Con ello vamos pasando insensiblemente desde la civilización cristiana, que armoniza los derechos de la persona, de la sociedad y del Estado en un orden jerárquico, que subordina el Estado a la sociedad y la sociedad a la persona, a la civilización pagana, que, invirtiendo la jerarquía de valores, subordina la persona a la sociedad y la sociedad al Estado. La Historia confirma el proceso expuesto.

La constitución política romana nació socialista: el interés de la “res-pública” fue el supremo y único fin que la inspiró, y al mismo quedaron sometidos la persona, la familia y la sociedad. El Derecho Privado, a pesar de sus conatos de autonomía institucional, permaneció sometido al Derecho Político, puesto que la personalidad y la libertad, que son su eje y fundamento, no fueron reconocidas ni garantizadas por sí mismas, sino como consecuencia de la ciudadanía romana: para ser libre, para tener derechos, no bastaba ser persona: había que ser “civis romanus”, había que estar sometido al Estado Romano. Y cuando aquel supremo y único interés de la “res-pública” se identificó con la persona del César, éste asumió el dominio totalitario sobre las personas y sobre las cosas: los intereses sociales se confundieron con los intereses personales del Emperador: el Derecho Político se confundió con el Derecho del Príncipe. “Quod principi placet, legis habet vigorem”. La voluntad, el capricho, la arbitrariedad del Príncipe tiene fuerza de Ley. Ese socialismo que culmina en la tiranía, exigía un igualitarismo uniforme y servil, necesario pedestal de un Poder despótico, que dominaba con facilidad a una masa nivelada de esclavos.

El influjo del espíritu cristiano sobre las personas, y a través de ellas sobre las instituciones, reivindica los derechos del individuo como sujeto de un destino sobrenatural y eterno, otorga a la sociedad el carácter de medio para alcanzar aquel fin, y concibe al Estado como instrumento al servicio de la sociedad. Así queda restablecida la jerarquía del orden natural, que coloca a la persona, en cuanto imagen de Dios, en la base misma del Derecho.

El Renacimiento, imbuido de un malsano romanismo, constituye el primer asalto a la civilización político-cristiana, pues arrastró consigo un primer impulso y sentido socializante que perturbaba la armonía entre el Derecho Público y el Derecho Privado. Y la Revolución Francesa, núcleo ideológico del Liberalismo y del Socialismo, encerraba ya en sus entrañas las convulsiones sociales que habían de protagonizar ambos movimientos, retrotrayendo a la humanidad a la civilización pagana.

Hoy asistimos al desmoronamiento de las bases político-sociales establecidas por el Cristianismo. Esta amenaza de carácter universal se cierne también sobre España, donde nos vamos acostumbrando a la omnipresencia del Poder Estatal en todas las manifestaciones de la actividad individual o social. Ya contemplamos sin asombro al Estado pedagogo, educador y profesor “en exclusiva” de la infancia y juventud española en la Ley de Educación; al Estado providente que, mediante las disposiciones de la Seguridad Social, proporciona asistencia sanitaria a todos los españoles, aunque elimine como cuerpo autónomo e independiente a la profesión médica, que pasa a enrolarse por fuerza en las nóminas de la burocracia administrativa; al Estado farmacéutico en las normas que se proyectan sobre socialización de farmacias y laboratorios. Y si abrimos las páginas de la Colección Oficial Legislativa, Enciclopedia que trata “de omni re scibili”, observaremos cómo el Estado y sus Órganos Administrativos limitan y coartan el libre ejercicio de cualquier actividad individual o social a través de tres mil disposiciones anuales por término medio, que regulan de manera minuciosa, agotadora y exhaustiva todas las manifestaciones de la iniciativa personal. Aquellas páginas son el testimonio elocuente del Estado agricultor, industrial, fabricante, comerciante, financiero, economista, banquero, intermediario, asegurador, almacenista, proveedor, importador, tendero y exportador: en una palabra, del Estado Socialista.

Contra la socialización estatal que padecemos, habremos de clamar con Vázquez de Mella: “más sociedad y menos Estado”, porque el Cuerpo Social no es menor de edad, necesitado de la tutela paternalista y providente de la Administración Pública. Se halla integrado, en escala ascendente que alcanza las fronteras del Estado, por unas comunidades que tienen fines propios y autónomos, capaces de gobernarse por sí mismas, y, por tanto, con plena personalidad y autarquía en la esfera de su competencia. El conjunto de todas ellas constituye una auténtica soberanía social, respecto a la cual la soberanía política del Estado tiene una misión subsidiaria, auxiliar y supletoria.

Por ello, cuando el Estado, olvidando esa función supletoria y auxiliar, se erige en protagonista y penetra en el ámbito de la competencia de las comunidades inferiores, contamina y vicia en origen las mismas instituciones que trata de regular.

Esos vicios de origen afectan, por ejemplo, a los proyectos de Ley de Régimen Local o de Colegios Profesionales. Cada Municipio, cada Colegio conoce mejor que el Estado sus propios problemas, sus propias necesidades y la forma más adecuada para promover las soluciones adecuadas. Los Municipios y los Colegios tienen su propia personalidad, origen de la diversidad entre ellos y de la diversa regulación que exigen. Personalidad que exige autarquía respecto al cumplimiento de sus fines específicos. Dadas esas condiciones, dictar una Ley uniforme e igualitarista de Régimen Local o de Colegios Profesionales no sólo constituye una intromisión en la legítima autonomía de esas instituciones, sino que además supone una deformidad parecida a la de colocar o vestir con un mismo traje a un enano y a un gigante.

Como indicaba al principio, en el juego de los tres factores que integran la Política –PERSONA, SOCIEDAD Y ESTADO– se producen dos fenómenos coincidentes: a mayor igualdad de derechos en la base, mayor concentración de poderes en la cúspide; a mayor igualitarismo, mayor despotismo. La atribución de derechos iguales, individuales y sociales, a todos los ciudadanos, prescindiendo de las características diferenciales entre ellos, promueve la formación de una masa uniforme y nivelada, sin fuerza y sin tensión, sobre la cual se levanta descomunal y despótico el Poder del Estado. Y el origen de ese desnivel político, como también insinuaba al principio, es la descristianización de la persona, a quien se ha desvinculado de su destino espiritual, que es individual, para orientarla hacia un destino temporal y material, que es social. La descristianización de la persona con la anulación de sus derechos individuales, produce la descristianización de la sociedad con la anulación de sus derechos sociales, y el beneficiario de ambas descristianizaciones será el nuevo Estado pagano, que ahora, como en la antigüedad, monopolizará el dominio total sobre las personas y sobre la sociedad. Es el Estado Socialista o su derivación próxima, el Estado Comunista.