Publicado en «El Fascio» el 16 de marzo del 1933. Número 1, página 8.

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Orientaciones
Hacia un nuevo Estado
Los fundamentos del Estado liberal


El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en su destino propio, ni siquiera en sí mismo. El Estado liberal permite que todo se ponga en duda, incluso la conveniencia de que él mismo exista.


Para el gobernante liberal, tan lícita es la doctrina de que el Estado debe subsistir, como la de que el Estado debe ser destruído. Es decir, que puesto a la cabeza de un Estado «hecho», no cree ni siquiera en la bondad, en la justicia, en la conveniencia del Estado ese. Tal un capitán de navío que no estuviera seguro de si es mejor la arribada o el naufragio. La actitud liberal es una manera de «tomar a broma» el propio destino; con ella es lícito encaramarse a los puestos de mando sin creer siquiera en que debe haber puestos de mando, ni sentir que obliguen a nada, ni aun a defenderlos.


Sólo hay una limitación: la ley. Eso sí: puede intentarse la destrucción de todo lo existente, pero sin salirse de las formas legales. Ahora que, ¿qué es la ley? Tampoco ninguna unidad permanente; tampoco ningún concepto referido a principios constantes. La ley es la expresión de la voluntad soberana del pueblo; prácticamente, de la mayoría electoral.


De ahí dos notas:


Primera. La Ley –el Derecho– no se justifica para el liberalismo por su «fin», sino por su «origen». Las escuelas que persiguen como meta permanente el bien público consideran buena ley la que se pone al servicio de tal fin. Y mala ley, la promulgue quien la promulgue, la que se aparta de tal fin. La escuela democrática –y la democracia es la forma en que se siente mejor expresado el pensamiento liberal– estima que una ley es buena y legítima si ha logrado la aquiescencia de la mayoría de los sufragios, así contenga en sus preceptos las atrocidades mayores.


Segunda. Lo justo para el liberalismo no es una categoría de razón, sino un producto de voluntad. No hay nada justo por sí mismo. Falta una norma de valoración a que referir, para aquilatar su justicia, cada precepto que se promulgue. Basta con recontar los votos que lo abonen.


Todo ello se expresa en una sola frase: «El pueblo es soberano». Soberano; es decir, investido de la virtud de autojustificar sus decisiones. Las decisiones del pueblo son buenas por el hecho solo de ser suyas. Los teóricos del absolutismo real habían dicho: «Quod principi placuit legem habet vigorem.» Había de llegar un momento en que los teóricos de la Democracia dijeran: «Hace falta que haya en las sociedades cierta autoridad que no necesite tener razón para validar sus actos; esta autoridad no está más que en el pueblo.» Son palabras de Jurien, uno de los precursores de Rousseau.


Libertad, Igualdad, Fraternidad


El Estado Liberal –el Estado sin fe, encogido de hombros– escribe en el frontispicio de su templo tres bellas palabras: «Libertad, Igualdad, Fraternidad.» Pero bajo su signo no florece ninguna de las tres.


La Libertad no puede vivir sino al amparo de un principio fuerte, permanente. Cuando los principios cambian con los vaivenes de la opinión, sólo hay libertad para los acordes con la mayoría. Las minorías están llamadas a sufrir y callar. Todavía bajo los tiranos medievales quedaba a las víctimas el consuelo de saberse tiranizadas. El tirano podría oprimir, pero los materialmente oprimidos no dejaban por eso de tener razón contra el tirano. Sobre las cabezas de tiranos y súbditos estaban escritas palabras eternas, que daban a cada cual su razón. Bajo el Estado democrático, no: la ley –no el Estado, sino la ley, voluntad presunta de los más– «tiene siempre razón». Así, el oprimido, sobre serlo, puede ser tachado de díscolo peligroso si moteja de injusta a la ley. Ni esa libertad le queda.


Por eso ha tachado Duguit de «error nefasto» la creencia en que un pueblo ha conquistado su libertad el día mismo en que proclama el dogma de la soberanía nacional y acepta la universalidad del sufragio. ¡Cuidado –dice– con substituir el absolutismo monárquico por el absolutismo democrático! Hay que tomar contra el despotismo de las asambleas populares precauciones más enérgicas quizá que las establecidas contra el despotismo de los Reyes. «Una cosa injusta sigue siéndolo, aunque sea ordenada por el pueblo y sus representantes, igual que si hubiera sido ordenada por un Príncipe. Con el dogma de la soberanía popular hay demasiada inclinación a olvidarlo.»


Así concluye la libertad bajo el imperio de las mayorías. Y la Igualdad. Por de pronto, no hay igualdad entre el partido dominante, que legisla a su gusto, y el resto de los ciudadanos, que lo soporta. Más todavía, produce el Estado liberal una desigualdad más profunda: la económica. Puestos, teóricamente, el obrero y el capitalista en la misma situación de libertad para contratar el trabajo, el obrero acaba por ser esclavizado al capitalista. Claro que éste no obliga a aquél a aceptar por la fuerza unas condiciones de trabajo; pero le sitia por hambre: le brinda unas ofertas que, en teoría, el obrero es libre de rechazar; pero si las rechaza, no come, y al cabo tiene que aceptarla. Así trajo el liberalismo la acumulación de capitales y la proletarización de masas enormes. Para defensa de los oprimidos por la tiranía económica de los poderosos hubo de ponerse en movimiento algo tan antiliberal como es el socialismo.


Y por último, se rompe en pedazos la Fraternidad. Como el sistema democrático funciona sobre el régimen de mayorías, es preciso, si se quiere triunfar dentro de él, ganar la mayoría a toda costa. Cualesquiera armas son lícitas para el propósito; si con ello se logra arrancar unos votos al adversario, bien está difamarle, calumniarle y deformar de mala fe sus palabras. Para que haya minoría y mayoría tiene que haber por necesidad «división». Para disgregar al partido contrario tiene que haber por necesidad «odio». División y odio son incompatibles con la fraternidad. Y así los miembros de un mismo pueblo dejan de sentirse integrantes de un todo superior, de una alta unidad histórica que a todos los abraza. El patrio solar se convierte en mero campo de lucha, donde procuran despedazarse dos –o muchos– bandos contendientes, cada uno de los cuales recibe la consigna de una voz sectaria, mientras la voz entrañable de la tierra común, que debiera hermanarlos a todos, parece haber enmudecido.


Las aspiraciones del nuevo Estado


Todas las aspiraciones del nuevo Estado podrían resumirse en una palabra: «unidad». La Patria es una totalidad histórica, donde todos nos fundimos, superior a cada uno de nosotros y a cada uno de nuestros grupos. En homenaje a esa unidad han de plegarse clases e individuos. Y la construcción del Estado deberá apoyarse en estos dos principios:


Primero. En cuanto a su «fin», el Estado habrá de ser instrumento puesto al servicio de aquella unidad, en la que tiene que creer. Nada que se oponga a tal entrañable, trascendente unidad, debe ser recibido como bueno, sean muchos o pocos quienes lo proclamen.


Segundo. En cuanto a su «forma», el Estado no puede asentarse sobre un régimen de lucha interior, sino sobre un régimen de honda solidaridad nacional, de cooperación animosa y fraterna. La lucha de clases, la pugna enconada de partidos, son incompatibles con la misión del Estado.


La edificación de una nueva política, en que ambos principios se compaginen, es la tarea que ha asignado la Historia a la generación de nuestro tiempo.