Fuente: Monarquía Popular, Número 7, Enero 1948, páginas 7 – 9.
Sólo hay un instrumento digno para salvar a España:
“LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA”
Discurso del Excmo. Sr. D. Manuel Fal Conde, Jefe Delegado en España de S. A. R. el Príncipe-Regente
Autoridades de la Comunión Carlista; carlistas de toda España aquí reunidos; Tercio de Nuestra Señora de Montserrat; Margaritas y Requetés…, magnífico exponente de la existencia, del vigor, de la vibración de esta gloriosa Comunión Tradicionalista:
Yo no puedo, por menos, en mis primeras palabras, que felicitaros de todo corazón; felicitar, efusivamente, al Excelentísimo Señor Jefe Regional de Cataluña, y a todos sus infatigables colaboradores, por la magnífica organización de este “aplec” de Montserrat, en este primer año que se celebra con caracteres nacionales, como acto nacional de la Comunión Carlista, de esta Comunión que, no sabemos explicar por qué, no puede en parte alguna de España, como no sea en Montserrat, manifestarse.
Hace muy poco, por ejemplo, en la Plaza de España de Madrid, éramos maltratados, cobardemente, cuando salíamos de oír una Misa en sufragio de nuestros muertos [1].
Pero digo que no sé por qué, y tal vez alcance a comprenderlo: porque las glorias de todos aquéllos que llenaron unas páginas nobilísimas de la Historia de España han conquistado un puesto en la política, un momento del año, para que se nos respete nuestra fe y para que se nos permita expansionar nuestros corazones. Y, tal vez, sea algo más que una conquista política: impedir, con este acto de Montserrat, esta válvula de escape, que estas calderas ardientes de nuestros corazones estallasen con grandes estragos (Grandes aplausos).
Día de júbilo, día de alegría indescriptible, éste de Montserrat. Soñamos meses antes con esta congregación efusiva de carlistas, y guardamos meses después el recuerdo cálido de estas vivísimas emociones.
Pero yo no puedo negar que en el corazón de todos, y en el mío en grado inmenso, existe una nota de tristeza que en el corazón de todos, de dolor: no debiera ser yo, el último de los carlistas, quien presidiera este acto; aquí falta, por derecho de justicia, por deseos y sentimientos de todos, la verdadera representación de la Comunión Tradicionalista, su principio de unidad, el centro de nuestros amores: ¡aquí falta la figura insigne del Príncipe Regente Don Javier de Borbón Parma! (Prolongada ovación y repetidos vivas al Príncipe Regente; los requetés agitan las boinas en el aire).
Falta el Príncipe Regente legítimo de España, nuestro Jefe de la Comunión Carlista, y falta, no por su deseo (¡la duda ofendería!); falta porque no puede estar aquí. Y no puede estar aquí, porque sufre un destierro. Como buen carlista, sabe de persecuciones; como buen carlista, ha visto muchas veces cruzar sobre el rostro el látigo de la injusticia, de la incomprensión. El Príncipe Javier hace más de nueve años que está desterrado de España, sin poder pisar esta tierra bendita y santa, cuando hoy las leyes de la amnistía y las instrucciones secretas a los cónsules permiten que vuelvan al territorio nacional… (los aplausos impiden continuar al orador)… Y no me refiero a las personas, sino a las ideas, pues, las luchas habidas en los campos de batalla, también sabemos nosotros olvidarlas, porque enemigos vencidos ya no son enemigos; los dañosos son los enemigos que quedan en pie (Aplausos).
Por tanto, señores, en este principio de mi discurso –que ahora voy a interrumpir, para continuar después–; en estas primeras palabras, quiero llegar a una conclusión, y vosotros me diréis si, como indudablemente creo yo, todos, absolutamente todos los presentes y todos los que aquí están representados del resto de nuestra España, están perfectamente conformes: ¡La protesta más respetuosa, pero la más enérgica, cerca del Generalísimo Franco, contra el destierro incomprensible de España de nuestro Príncipe Regente! (Grande y calurosa ovación, con vítores al Príncipe Javier, y agitaciones de boinas en el aire. Las banderas también se levantan en señal de aclamación).
Y para rendir homenaje a su egregia persona, como he anunciado, interrumpo ahora el discurso, para que el señor Secretario General de la Comunión dé lectura a su hermosísima carta, recién recibida, de nuestro querido Príncipe, saludando a los carlistas aquí presentes.
(Los asistentes se descubren y se colocan en actitud de firmes. El Secretario General da lectura a la carta de S. A. R. el Príncipe Regente, que reproducimos en lugar destacado. Una prolongada y entusiasta ovación cerró la lectura de la carta. Don Manuel Fal prosigue su discurso).
Pero además de esta manifestación de entusiasmo nobilísimo en el acto presente, creo no engañarme si digo que existe también una gran curiosidad, que, ¿cómo no?, se registra en grado sumo entre las Margaritas. Anoche, tan pronto llegué a esta montaña santa, oí de todos los labios la misma pregunta; y ante esa pregunta de si “¿habrá mañana declaraciones sensacionales?”, hecha por una Margarita muy graciosa –todas las Margaritas tienen mucha gracia, pero ésta en particular tiene aquella gracia, que, nosotros, los andaluces, expresamos diciendo: “tiene mucho ángel”–… Mas, para evadirme como pudiera de las preguntas de la muy curiosa, le dije: “¿Noticias, declaraciones?... Yo vengo en avión directo de Sevilla, ¿me preguntará usted por las corridas de feria?”. Y me contestó riendo: “No es por las corridas de feria de Sevilla; yo pregunto por el diálogo Franco-Don Juan” (Aplausos y risas).
Ciertamente, existe una gran curiosidad en España, en estos días que van transcurriendo desde estas declaraciones [2]. Todavía no ha dicho la Comunión nada. Nosotros, tachados de impulsivos, de exaltados, de no sé cuantas cosas más, somos los únicos serenos, con deliberación constante, que hay hoy en España; será porque somos los únicos que no nos hemos engañado, dicho sea con verdad, por misericordia de Dios, y los únicos que tenemos una visión clara del porvenir de España y de la Comunión, y, por eso, no hemos tenido prisa en hablar precipitadamente.
Hoy, para satisfacer las preguntas, vais a oír algo sobre el particular. Y vayan por delante dos necesarias aclaraciones: la primera, que hablamos como correctos caballeros, con el máximo respeto para las personas. La segunda aclaración es recabar el derecho que tenemos de hablar, puesto que ahora va a hacer dos años que, en Junio de 1945, el Generalísimo Franco, solemnemente, anunció a España, y todos entendieron que para un porvenir próximo, la Monarquía Tradicional, y ese nombre y ese apellido nos cuadran. También el Príncipe Don Juan, repetidamente, ha hablado de la Monarquía Tradicional, indicando el mismo nombre y el mismo apellido, y, por tanto, nosotros tenemos y recabamos el derecho de hablar.
Ahora bien: nos enfrentamos, en primer término, con un Proyecto de Ley –Proyecto, lo es; Ley… lo será, probablemente– de Sucesión de la Jefatura del Estado, cuyo artículo primero dice que España es un Estado que se constituye en Reino. No hay que seguir leyendo más, porque de antemano se desprende esta síntesis terminante: es un Reino sin Rey (Aplausos y risas). Un Reino sin Rey, cargo que, de momento, desempeñará el Jefe del Estado español con poderes vitalicios; haciéndose, a su muerte, un llamamiento, por unos Órganos o Consejos, denominaciones tomadas de nuestras propagandas: “Consejo del Reino”, “Consejo de Regencia”. Se hará un llamamiento a un Príncipe de sangre real, que, ¡no se olvide!, tiene que tener treinta años (risas), el cual se llamará Rey vitalicio, si acata las Leyes Fundamentales, el Fuero de los Españoles y todos los demás fueros que no son fueros. Y si no acepta, se llamará a un ciudadano español relevante –también treinta años (Risas)–, el cual se llamará, de por vida, Regente.
Pues bien, señores, con plena y absoluta objetividad, analizando hechos públicos que a todos nos interesan y afectan, debemos decir: ¡no habrá Príncipe alguno de sangre real que acepte estas condiciones; no habrá un ciudadano con concepto del deber que acepte estas condiciones!
Y de este Reino sin Rey se hace propaganda en un monólogo de la Prensa nacional, la llamada Prensa del Movimiento. En otro monólogo, por otra Prensa, que no es la nacional, sino la extranjera, Don Juan de Borbón, en un Manifiesto y en unas declaraciones reclama sus derechos al Trono, y se declara Rey. Y yo digo: “Rey sin Reino” (Aplausos y risas).
Pues bien; en este pugilato de derechos se verifica lo que suele llamarse en Filosofía, aunque impropiamente, colisión de derechos: los derechos, por una parte, que da la victoria, y los derechos, por otra parte, que da la sangre. En este pugilato, a nosotros nos toca hablar en nombre de alguien que no ha sido oído, y temo que no ha de ser oído nunca: el heroico, el nobilísimo, el sufrido pueblo español, que, tristemente, amargamente, viendo un Reino sin Rey, y un Rey sin Reino, se ve, asimismo, falto de aquellas facultades y poderes para desenvolverse; un pueblo sobre cuyos destinos se habla de derechos de la Jefatura del Estado, sin contar para nada con él ni con el bien común.
Me encuentro con que en los titulares de periódicos se emplea nuestro léxico: se dice Monarquía Tradicional; unas veces se habla de Reino, otras de Consejo del Reino y Consejo de la Regencia. Por otro lado, se ha hablado, últimamente, y con verdadera impropiedad, de la legitimidad, y se ha llegado a decir, por una firma muy conocida, que la legitimidad que confiere la victoria es el Poder que representa el régimen actual, y confiere igual legitimidad a todas las instituciones que él crea. Tenemos el deber de hablar y recabar para nosotros lo que ha sido nota exclusiva del Carlismo: la legitimidad, el verdadero concepto de la legitimidad.
Mirad: la victoria, ciertamente, confiere derechos; y no queremos olvidarnos de que el Generalísimo nos guio a la Victoria, ni, por tanto, de las consecuencias que de ello se derivan. Pero el pueblo español, el verdadero pueblo español, que fue el autor de la guerra, logró él, principalmente él, la victoria. ¿Qué hubiera sido de España si no hubiera tenido la asistencia del pueblo español? Había Ejército aquí y Ejército allí; tuvieron asistencias extranjeras las dos partes; pero aquí hubo pueblo, un verdadero pueblo, un pueblo con fe y con entusiasmo, con creencias arraigadas y sentimientos firmes; y allí no había pueblo, sino populacho corrompido, y por eso perdió la guerra.
Por tanto, sí: las victorias confieren el Poder, pero lo conceden en función de tránsito a aquellos hombres y a aquellos organismos que, en representación de un pueblo, han sabido conseguir el triunfo, para que instituyan los órganos permanentes del Poder. Lo confieren en España, pero para instituirlo firmemente, sólidamente, en la Monarquía, único régimen salvador y único fin digno de la Cruzada gloriosísima.
Y la Monarquía no puede desfigurarse. Tiene características fundamentales, primarias, sin las cuales sería cualquier cosa, pero no sería Monarquía. La Monarquía electiva no puede conducir más que a tremendas catástrofes. Cuando llegase ese momento, se podría decir lo que un gran orador carlista, Vildósola, dijo en el Congreso, refiriéndose a la elección de Amadeo de Saboya: “Ése no será el Rey de los españoles; ése será el Rey de los 191 diputados que lo eligieron”; y al cabo de veinticinco meses, los mismos que le habían elegido lo abandonaron completamente: ¡ni uno siquiera de los electores le siguió! Amadeo de Saboya abandonó España, huyendo a Portugal, acompañado, únicamente, de su Secretario. El orador carlista se había equivocado: Amadeo no fue Rey ni de uno sólo de sus electores.
La Monarquía ha de ser hereditaria. Pero no es el Príncipe Don Juan quien puede, de cualquier manera, invocar los derechos de sucesión a la Corona. La sucesión dinástica no es una mera transmisión de derechos. Es una transmisión, sí, de la soberanía. Pero la Monarquía es un compuesto armonioso, es un compuesto sapientísimo, de un derecho sagrado al Poder y de deberes también sagrados, que miran a la felicidad del pueblo, consiguiendo el bien común; y con estos deberes se transmiten las responsabilidades dinásticas.
De modo que Don Juan, al hablar de la herencia de su dinastía, acepta, sin darse cuenta, tremendas responsabilidades. Podrá decirse que, en esta concepción de la herencia que el Príncipe Don Juan ha expuesto en sus declaraciones y en su manifiesto, estará la razón de la no permanencia de su Monarquía, ya que todos sus antecesores, sin excepción, fueron representantes de un Poder efímero, porque les faltó la asistencia del pueblo.
Doña María Cristina, la Reina Gobernadora, comenzó la dinastía de fugitivos, huyendo, completamente sola y abandonada, por el puerto de Valencia, para desembarcar en Marsella. No quiso, siquiera, volver la cabeza atrás, por temor a quedar convertida en estatua de sal, como la mujer de Lot.
Doña Isabel II, huyendo despavorida en horrenda y tristísima soledad, no tiene un sólo acompañante, no le queda uno sólo de sus leales, y en aquel trance tiene que ir de Lequeitio a la frontera con sólo la asistencia de un carlista compasivo.
Es cierto que Alfonso XII no fue destronado, debido a su muerte prematura; pero Alfonso XII, como ha contado el propio Romanones, teniendo madre, esposa, hijos y hermanos, murió abandonado y solo, como se muere en un hospital, porque su esposa, obligada por Cánovas, tuvo que asistir aquella misma noche a una representación de ópera, en el Teatro Real.
Y, después, con Alfonso XIII, ya sabéis lo que ocurrió. El 14 de Abril de 1931, a resultas de unas elecciones municipales, y esto lo hemos vivido, solemnemente entregó la Monarquía, y dio órdenes a sus Ministros de entregar el Poder, al Comité Revolucionario, y solo, en tremenda soledad, marchó para Cartagena a embarcar en un crucero, rumbo a Francia, con la sola compañía de Don Alfonso de Orleans.
Es signo fatal, y, por tanto, tiene la raíz en el corazón de nuestro pueblo.
Y ahí está Espartero, cogiendo una fragata inglesa en el Puerto de Santa María; y ahí está el Presidente de la República, Estanislao Figueras, y tantos otros.
Sería curioso y aleccionador que en los puntos de las fronteras y en los puertos españoles que presenciaron esas salidas, para recuerdo del pasado y enseñanza del porvenir, se colocaran lápidas con esta inscripción: “Aquí acabaron las lealtades interesadas, y se abrieron las puertas de la más tremenda soledad” (Grandes aplausos).
Esa lealtad a esos Reyes era engañosa, porque sólo se fundaba en la merced y el goce de los favores; mas el pueblo estaba apartado.
En España no hay más que un pueblo, auténtico pueblo: el pueblo carlista, que es el pueblo de la lealtad.
Lealtad para con nuestro Carlos V, al que acompañaron más de cuarenta mil leales, con Generales, Ministros, Prelados y personalidades diversas, al abandonar el suelo patrio, después de la traición y abrazo de Vergara del General Maroto.
Y al General Cabrera, cuando ocho meses después se veía también obligado a pasar la frontera, le siguieron otros cuarenta mil voluntarios.
Y nuestro Carlos VII, el ejemplo más limpio de todos los ejemplos, al que su heroico Ejército se dirigía rogándole y suplicándole que le permitiera acompañarle, llevó consigo a los carlistas en número de treinta mil voluntarios; y, sin temor de convertirse en estatua de sal, miró al suelo patrio con tristeza, y pronunció el profético “Volveré” (Aplausos entusiastas y fervorosos). Y volvió, por cuanto se conservó su espíritu y se guardaron sus ideales. Y volvió, y está aquí entre nosotros, en el significado de nuestras boinas (Grandes aplausos).
Por eso os decía que había que colocar esas inscripciones en las fronteras, como losas sepulcrales de las lealtades efímeras, porque demuestra lo frágil de los Poderes que no se sustentan en la Legitimidad verdadera, y están faltos, en consecuencia, de la asistencia de la Nación (Aplausos).
Acertadísimamente, nuestro querido Sivatte ha señalado, en elocuentes párrafos, las características del 18 de Julio y de la Cruzada. Como sabe muy bien todo el mundo, y lo hemos comunicado, recientemente, a quienes deben saberlo [3], los resultados de las guerras civiles no se revisan; no se han revisado nunca en ningún país; el 18 de Julio no se revisará jamás.
¡Y ay del que lo intente! Porque en ello va algo transcendental que atacaría al orden natural y divino, ya que la contienda que empezó el 18 de Julio de 1936, más que una guerra civil, fue una Cruzada Santa; y la revisión de la Cruzada sería un perjuicio, una ofensa gravísima contra los requetés muertos del Tercio de Montserrat y de todos los Tercios que lucharon en la campaña; sería un sacrilegio, sería un atentado horrible contra nuestra sacrosanta Religión (Cálidos y prolongados aplausos).
Y continúo distinguiendo en ese pugilato que he venido señalando. El 18 de Julio es, ciertamente, punto de partida para el Generalísimo Franco; pero hemos de observar que la Historia de España no ha empezado el 18 de Julio, ni mucho menos el 19 de Abril, fecha del Decreto de Unificación.
La Historia de España no es sólo el 18 de Julio. En este día se produjo una gloriosísima gesta, pero ese día es parte de un proceso histórico que reclama la restauración de nuestro pasado en lo básico y sustantivo. Mientras que se ve que lo que interesa únicamente al régimen actual es exhumar todo lo accidental y formalista, en una regresión al periodo formativo de la Monarquía visigótica. Y así, ahora, hemos de creer que la Monarquía electiva que trata de darse a los españoles es de tipo medieval, con un Rey que sea una especie de Recesvinto (Risas y aplausos).
Pero del otro lado se desconoce el 18 de Julio, y vemos con verdadera sorpresa –que lo ha sido de España entera– que el Príncipe Don Juan, en sus declaraciones, trata de olvidar aquella fecha gloriosa, e intenta adueñarse del Reino con un llamamiento a todos, sin distinción, y con unos contactos inadmisibles, de todos conocidos, con los representantes del nefasto Frente Popular.
No hay más que una solución, como, con el respeto debido, lo venimos diciendo a la Nación y al Generalísimo Franco, desde el 10 de Marzo de 1939, en una serie de estudiados documentos, que todos conocéis: esta única solución es la Monarquía Tradicional, que lleva consigo la nota de Legitimidad.
Y en la restauración de la Monarquía Tradicional ha de tomar parte la Nación; ha de ser oído el pueblo orgánicamente reconstruido; y, para esto, han de restablecerse las legítimas libertades políticas, que son santas porque provienen de Dios, y están fundadas en el Derecho Público Cristiano.
Y esa labor de reconstrucción política del Estado monárquico, y social del pueblo, organizados ambos en sus instituciones fundamentales, ha de hacerla la Regencia, pero la Regencia legítima. Ha de instituirse la Regencia para iniciar la obra de Gobierno; para establecer la libertad santa, la clásica libertad española y cristiana, aquélla que no sólo no es la libertad liberal, sino que le es contraria.
Con la Regencia legítima, tendremos ya la Monarquía Tradicional, y, con la Monarquía Tradicional, firme y estable, tendremos las libertades legítimas (Aplausos).
Se habla de libertad de Prensa, como si ya existiera en nuestra Patria, pero, ni se nos deja propagar nuestra doctrina, ni se nos devuelven los periódicos que se nos arrebataron.
Necesita la Nación ser oída en cuanto afecta al régimen de nuestra economía y a la inversión de los fondos que ella libremente conceda al aprobar los Presupuestos. ¿Sucede actualmente así?
Ha de ser libre para reconstruir las instituciones sociales, los gremios, las corporaciones, y unas Cortes orgánicas, que sean expresión genuina del pueblo español.
Entonces, y sólo entonces, se podrá determinar quién es el Rey legítimo, que deberemos aceptar y acatar todos (Grandes aplausos).
Pero esa obra de Gobierno ha de basarse en el pasado, para poder reconstruir en el presente, y tener vida firme y duradera en el futuro. Esa obra no la puede hacer cualquiera, porque esa obra requiere instrumentos aptos, y en España casi todos los instrumentos políticos están fracasados.
Sólo hay un instrumento digno y ciertamente político, y éste no es otro que la Comunión Tradicionalista; y esta Comunión no es otra que la que forman esta gloriosa y abnegada disciplina. El que se separa de la Comunión Tradicionalista –triste ley de la vida, ley biológica de la selección–, el que se separa, es un miembro que se seca y se muere en el más completo fracaso.
¿Qué explicación darán a sus actos la media docena de carlistas separados de la Comunión, porque creyeron, poco menos que inmediata, la venida de Don Juan, y corrieron a situarse pronto? (Risas).
Está fuera de toda duda: la Comunión Carlista es el único instrumento apto, con el Príncipe Regente a su cabeza y a la cabeza de España (Calurosos aplausos y vivas). Pues ateneos a las consecuencias de esta proclamación (Los aplausos se repiten y se prolongan. Nuevos vítores).
Legitimidad no hay más que una, por Dios bendecida en el transcurso de los años, en la que puede arraigar la genuina Monarquía española, y es la de nuestros Reyes en el destierro.
Ésta es la legitimidad de S. A. R. el Príncipe Don Javier de Borbón Parma, cuyos títulos están en el Real Decreto del venerado e inolvidable Don Alfonso Carlos, de 23 de Enero de 1936, instituyéndolo Regente, y en el preciosísimo juramento que el 3 de Octubre del mismo año prestó ante el cadáver del Rey, en el momento de darle tierra en la Capilla del Castillo de Puchheim, en el que dijo: “Así como la vida del Rey que lloramos nos estuvo consagrada hasta el último trágico suspiro, así estará la mía hasta que Dios me otorgue la merced de terminar la misión de que estoy investido, tal como lo hubiera hecho el mismo Rey Alfonso Carlos”.
Ahí está la legitimidad, y no [en] los ilegítimos caminos por donde se anda buscando. ¡España no se salvará si no se acoge a la legitimidad del Príncipe Regente! (Frenéticos aplausos).
A trabajar, por tanto; a trabajar y a ejercer, con toda dignidad, las libertades públicas que por derecho, nuestro Derecho Público Cristiano, nos corresponden.
Se han abierto en España, hasta principio de año, más de cincuenta capillas protestantes, haciendo hincapié, ¡fijaos en esto!, en el llamado Fuero de los Españoles. ¿Cuántos Círculos Tradicionalistas se han podido abrir? (Voces clamorosas de “¡NINGUNO!”; grandes aplausos; y gritos de “¡FAL CONDE! ¡FAL CONDE! ¡VIVA EL PRÍNCIPE REGENTE!”).
Si dicho Fuero permite abrir capillas para hacer propaganda del error protestante, bien debe permitir a quienes lucharon, y con tanta abundancia derramaron su sangre en la Cruzada, abrir Círculos y publicar periódicos tradicionalistas, para propagar la auténtica doctrina de la Legitimidad y las verdades políticas enseñadas por la Iglesia Santa (Grandes aplausos y repetidos vítores).
NOSOTROS DECIMOS: ¡VIVA EL PUEBLO ESPAÑOL! No decimos ni un “muera”, porque no es palabra caballeresca. Antes ha resonado entre vosotros un “abajo” a un partido político: pase. Pero tampoco, como ha dicho Sivatte, nos gusta el “abajo”. Yo digo: ni abajo ni arriba, sino que decimos, como el cantar popular navarro: ¡Nosotros siempre p´alante! (Grandes aplausos).
¡Carlistas!, recordemos siempre las palabras de la carta de nuestro Augusto Príncipe que acabáis de oír: “Cristo, Rey de los siglos y del mundo, desde ese venerable Santuario de Nuestra Señora, os bendice para que continuéis la Obra de los que han dado todo con sus vidas”.
Estoy seguro, con la ayuda de Dios, de que todos seremos fieles a la memoria de nuestros requetés del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Firmaron ellos, con su sangre, el testimonio de su fe, y esta herencia está aceptada por nuestro honor.
Ellos, como nuestros padres, sólo buscaron el Reino de Dios y su justicia; lo demás se nos dará por añadidura: antes o después, pero es palabra de Dios, y ha de cumplirse.
No lo dudéis: el Carlismo salvará a España, pese a quien pese.
Adelante, pues, por Dios, por la Patria y por el Rey (Clamorosos aplausos, que se prolongan largo rato. Se oyen repetidos y entusiastas vivas al Príncipe Javier y a Fal Conde. El público muestra un entusiasmo indescriptible).
[1] Nota mía. Clara alusión a la celebración madrileña de los Mártires de la Tradición de ese año.
[2] Nota mía. Como complemento al Manifiesto de 7 de Abril, el semanario The Observer de Londres, el periódico The New York Times de Nueva York, y la emisora radiofónica británica BBC, publicaron y emitieron el 13 de Abril unas declaraciones de Don Juan en las que abogaba por un acuerdo o entendimiento con Franco con vistas única y exclusivamente a un traspaso pacífico del poder político a la dinastía liberal. Esta invitación de Don Juan acabaría fructificando en el encuentro que tendría con Franco el 25 de Agosto del año siguiente.
[3] Nota mía. A partir del famoso documento de 10 de Marzo de 1939 “Manifestación de los Ideales Tradicionalistas al Jefe del Estado”, la Comunión fue publicando en años siguientes otros documentos de la misma índole, ya dirigidos directamente a los españoles, ya dirigidos directamente a Franco (sin perjuicio de su ulterior difusión también a los españoles).
Con fecha de 2 de Febrero de 1947, se publicó uno más de esos documentos, bajo el título de La Única Solución, que es al que hace referencia Fal Conde en su discurso.
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